Elegía (una catarsis)
Que el gran qué que es la muerte venga cuando ya no haya escapatoria
y el ser vivo se canse. Solo entonces.
Gonçalo M. Tavares, Diario de la peste, Paula Abramo (tr.)
¿Ya hablé de la muerte?
Murió mi hermano
murieron mis padres
murió el padre de mis hijos
tantos amigos murieron
y dije y digo que no están más.
¿Eso es hablar de la muerte?
Tamara Kamenszain, “¿Ya hablé de la muerte?…”
De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, solo deseo recuperar
la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo
y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiere aguantar más.
Roberto Bolaño, “Último encuentro con. Post-scriptum”
(manuscrito con dibujo en el blog Calle del Orco)
I
La exactitud estricta de la esencia es el agujero negro de la foto.
El mosaico de detalles para construir completa la figura y la historia de mi padre, ahora que ha fallecido, parte de entender que todos los hallazgos serán insuficientes, que hubo mil padres al ser recordado de tantas maneras, por vivencias como pliegues hay en una mano, separaciones de un arado vital.
La vida de mi padre, como la melancolía misma: un todo que no alcanza a definirse por sus partes.
II
No pido mucho, es algo simple, de esas cosas que piden los poetas cuando no intentan malabares con los signos.
Pido lo solicitado por Edward Hirsch, pero acentúo la petición:
Para nuestros viejos, aligeren la oscuridad.
III
Rumbo al aeropuerto de Monterrey, una nube más callada que las otras fue solidaria conmigo, mostrando sus respetos a tu memoria.
Como agradecimiento, pensé que debía pintarla.
Recordé las nubes de José María Velasco y del Doctor Atl, y evaluarlas como modelos me distrajo durante parte del viaje.
Luego reaparecieron la incredulidad y la pena, nubarrones al acoso cargados de ruido gris.
La nube más discreta se había hecho, además, invisible.
IV
Como muchas veces, incumplí, llegué tarde; de tu cremación únicamente sostuve en la casa el ánfora de metal con tus restos; compartí, por una hora, parte del calor ígneo que retenían.
Pedí a mis hermanos dormir en la cama de hospitalización que ocupaste invadido por la inmovilidad, donde te cuidó durante meses el más noble de tus hijos, quien nunca se alejó de ti ni de mamá, cumplida su promesa muda que hizo veintiún inviernos antes: un secreto de familia.
Agradecí que ni siquiera te hayas enterado de la pandemia: ni conocimiento ni padecimiento, una satisfacción reservada a muy pocos.
Imaginé tu peso y que dormías sobre mí. Solo de esta forma mis ojos pudieron cerrarse.
V
Nacido entre aguacates, rebelde pata de perro, entregado alumno de Ciencias Químicas portando zapatos con suelas de cartón, futbolista amateur que pudo llegar a crack, romántico enamorado de Marx, del tango y de mi madre (no en ese orden), la ciencia, la magia y el humor a tu servicio para sorprender a tus sobrinos, autoritario filantrópico al moldear a mis hermanos maternos, deslumbrante profesor que recuerdan decenas de generaciones, juguetón y estricto como son los claroscuros, melómano con el prodigio de una mente precisa, detective tras las huellas de los números primos, hedonista del acto de comer desde que aseguraste el pan a los tuyos, usuario de sonda G durante el último año de tu vida, mereces volver a paladear…
Conservemos la geometría,
especialmente la redondez. Traté de contactarlo en trance;
su persona no había dejado de filtrar detalles. No sé si estaba contento
o no, pero me dijo: “No sabes, la comida acá es buenísima” a
¿Cómo puede soportar tanto vacío la silla que ocupabas en el comedor?
VI
Me lleno de pasado que requiero regurgitar. Me muevo con las emplomadas articulaciones de la memoria. Posibilito imaginariamente lo imposible. Respiras y te escucho. Recibo el sacramento laico de tu risa otra vez. Aprendo a desmenuzar a Bach, molinos en los dedos del pianista, trituración armónica de cereales barrocos.
Tomo tu mano languidecida mientras duermes la siesta continua de tus tardes. El pasado me llena, ahora que me siento vacío, igual al chifonier de la casa que se visita de forma postrera y que derrumbarán antes o después.
Para los creyentes, al principio fue el verbo, y para ti, ¿qué fue en el final? ¿Acaso el rumor de la televisión a deshoras fundiéndose con tus ronquidos?, ¿o la canción de cuna del vaporizador casi tan agotado como tú?
Escucho.
VII
Te lloro entre palabras deprimidas
Te lloro entre incredulidades y sensaciones de limbo
Te lloro en el pasmo de resentir cómo funciona este tipo de lírica
Te lloro entre sonrisas de homenaje y admiración por tu entereza inabarcable
Te lloro con tu hijo Menelik quien apenas vivió y se quedó entre nosotros
Te lloro con miedo de niño huérfano a los 57
Te lloro para que volvamos a patear un balón en un lugar futuro
Te lloro en el verdor del campo de la Voca 8 donde llegó a entrenar el Santos de Pelé
Te lloro viendo juntos Milagro en Milán por Canal 11
Te lloro en el Colegio Justo Sierra de Lindavista y en la ESPCM de Polanco
Te lloro en la interrupción de mis fiestas de cumpleaños sin aparente motivo
[En el tiempo en el que festejaban mi cumpleaños
yo era feliz, y nadie estaba muerto.b]
Te lloro al rememorar tu orgullo por Michoacán
Te lloro en el revólver del abuelo Goyo y en el “ojo de la salamandra” que convertiste en tótem y tabú
Te lloro en el Sonido 13 de Julián Carrillo
Te lloro en todas tus canciones que nunca fueron grabadas
Te lloro en el hombre galleta que compusiste para arrullarme
Te lloro en las antigripinas el té de canela y tequila y la frotadita de Vick cuando me daba un resfrío
Te lloro en los cinturonazos y los coscorrones con los que me curtiste dentro del vocho rojo
Te lloro en la prohibición de usar tu estéreo que guardabas dentro de una suerte de ataúd
Te lloro en tus rediseños funcionalistas que fracturaron la arquitectura doméstica
Te lloro en El Árbol de la Noche Triste donde a unas cuadras lloró Cortés su derrota
Te lloro en La Noche de los Halcones cuando te acompañé a movilizar estudiantes heridos
Te lloro en tu whisky escocés que me bebí durante meses a tus espaldas
Te lloro en la lujosa empachada que nos dimos comiendo auténticas angulas en aceite
Te lloro al pie de la Tzaráracua en aquellas vacaciones de libélulas azules
Te lloro en el acuario donde ni los peces ángel se mantuvieron con vida
Te lloro en las emociones que te despertaban las óperas de Puccini
Te lloro en el viaje a Buenos Aires que nunca te pude cumplir
Te lloro en tu devoción por Borges y por “La danza de los espíritus bienaventurados” [a quienes ruego que te acompañen]
Te lloro al graduarte de ingeniero químico en la UAM treinta años después de comenzar en la UNAM
Te lloro en tu rechazo al delicioso guiso de lengua que cocinaba mi madre
Te lloro en el martirio del órgano de Juan Torres durante los domingos de paseo
Te lloro en los días y las noches cuando alargaba las fiestas sin avisar en casa
Te lloro en el viaje a La Paz que me regalaste cuando terminé la prepa
Te lloro en el sismo del 85 a mitad del apagón
Te lloro en la distancia que tracé cuando me vine al Norte
Te lloro en las visitas insuficientes que hice durante décadas
Te lloro en la demencia senil que vampirizó tu cerebro
Te lloro en los galanteos fuera de lugar que prodigabas a chicas con la edad de tu nieta
Te lloro en el escuincle en que te convertiste hacia el final de tus días
Te lloro en los manazos que te di aquella madrugada de Año Nuevo [cuando en el hospital intentaste arrancarte las agujas una y otra vez]
Te lloro en tu credencial de pensionado que acabo de recibir y que guardaré devotamente
Te lloro desde la inutilidad del llanto y de la ciencia médica final
Te lloro con los dedos con el tórax con la boca mordida
Te lloro bajo el cielo mortecino de la Ciudad de México
Te lloro mirando la pantalla plañidera
Te lloro frente a la foto más completa de los Ayala
Te lloro ante el caos de las cajas de medicamentos ya inservibles
Te lloro con la amargura del abismo debajo del paladar
Te lloro por no quedarme más cerca de la familia
Te lloro como el vapor que las condolencias dejan sobre la hoguera de la pérdida
Te lloro junto a los ladridos de los perros que adoptaron
Te lloro sin el sigilo de los pasos de la gata negra
Te lloro por los aparatos de respiración asistida y sus focos que ya no se prenden
Te lloro por los tres hermanos que te sobreviven y te lloran
Te lloro en mi desmoronamiento dos días después de tu abrazo con las llamas
Te lloro en la desesperación que busca ser carmen y elegía
Te lloro en las mutaciones derramadas de la sal
sal ocular en el rostro
sal ocular en los labios
sal ocular en el destino incierto que nadie solicitó
Te lloro para observarte a detalle
para entenderte sin juicios
y retenerte
Te lloro para quedarme contigo
y no quitar el dedo del renglón donde grabaste tu ejemplo
[Tu visión en mi memoria educará y guiará
mi visión, como la contemplación
del profundo núcleo de una joya.c]
Te lloro en todos los tiempos y conjugaciones
para llegar hasta ti
y no gritar ni mentársela
a los padres celestiales
Te lloro para quedarme a tu lado
para lavarme al llorarte
en el desequilibrio
que me infantiliza
sin que lo pueda evitar
Te lloro
Padre
Te lloro
sal en el rostro
llevo
y emana
porque te lloro
sabiendo
por qué
porque te lloro
sabiendo
por qué
* Poemas pertenecientes a la segunda parte del libro Donde está… + Elegía (IMCS, 2021).
Notas
a Brenda Hillman, Libro sin cara. Ezequiel Zaidenwerg (tr.)
b Fernando Pessoa (“Álvaro de Campos”), “Cumpleaños”. Fermín Vilela (tr.)
c Kenneth Rexroth, Para la actriz china Gardenia Chang. Carlos Manzano (tr.)
Autor
Valdemar Ayala Gándara
/ Ciudad de México, 1964. Poeta. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Autor de los libros de poemas Juegos cruzados (2005), Cifrada permanencia de lo efímero (2015), Sanación, agua creada (2016) y Donde está… + Elegía (2021). Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán y portugués.