Cámaras secretas [fragmento]
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I. Diagnosis (fragmentos)
Versiones del solidario: el que espera
Cuando tajar la carne era considerada una labor de carniceros y matarifes, el cuerpo fue un libro cerrado. Estos protocirujanos sentaron las bases de una ciencia aún desconocida al observar las entrañas de distintas especies animales.
Siglos después, Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), al diseccionar aves, mamíferos y reptiles, inauguró el conocimiento anatómico. “Sus poderes de observación —anota Francisco González Crussí en su exquisito ensayo La fábrica del cuerpo— y su capacidad de hacer juiciosas extrapolaciones de datos obtenidos en animales a la especie humana eran encomiables.”
El cuerpo se volvió una unidad divisible: átomo que encuentra su verdadera tensión, su realidad última, en los pequeños ladrillos subatómicos que lo componen, micropartículas invisibles que gracias a la ciencia revelan los dramas de sus fuerzas internas.
Con el paso del tiempo, la abolición del tabú del cuerpo permitió el atestiguamiento de las funciones orgánicas. Poco a poco empezamos a tener conciencia de las partes que nos forman.
En algún momento de la vida, todos hemos soñado con desarmar impunemente la máquina del cuerpo. Sus entrañas parecen estar tan a nuestra disposición que incluso un lego se siente preparado para encontrar respuestas. Si la ciencia falla, nos queda la superstición, la fe, hacer trampa. (El narrador-protagonista de El desbarrancadero, la novela de Fernando Vallejo, cuenta cómo consigue cortarle durante una semana a su hermano enfermo de sida una diarrea mortal medicándolo con sulfaguanadina, un fármaco destinado al ganado vacuno; el mortal logra vencer ahí donde los médicos han fallado. Pero siete días pasan pronto, y el aprendiz de brujo recibe el recordatorio de su lugar como partícipe mudo de la trama.) El demonio de la automedicación tienta, instiga a suspender un misterio que se presiente, en las crestas del dolor, irresoluble.
De esta manera, la familia, los amigos, se vuelven pacientes solidarios o médicos emergentes. A veces, el testigo difícilmente acepta su papel distante y busca una participación activa en la trama.
“Una vez que los doctores se han llevado al enfermo solo queda esperar.” Esa falsa premisa de inmovilidad es el verso de despegue de Hospital de Cardiología, largo poema de Pedro Guzmán, donde el autor revela que para quien aguarda es imposible permanecer en un estadio perpetuo de indiferencia.
Aquí, la narración de la enfermedad sucede en el margen. Sin acciones ni indicios, el paciente solidario —quien acepta compartir el tiempo del paciente verdadero, a la distancia, desde los laberintos del hospital— se guía por todo aquello que rodea su espera, los efectos que produce en él la pausa, la escolástica de la incertidumbre que enseña a buscar y encontrar donde no hay nada.
La espera se vuelve activa: hay que envolver en signos la enfermedad; leer la marginalia que la rodea; demorarse en las distracciones que se inventa quien nada puede hacer para provocar el avance de la historia ajena; integrarse la cultura que la misma enfermedad ha generado como producto social, atender las formas arquitectónicas, por ejemplo, que disponen el ambiente de sanación, pues “Un hospital es un edificio construido/ para que quien entre logre salir”.
y damos vueltas por un área limitada
deambular es una manifestación de quietud.
Esta condición es cercana al encierro de Isidro Parodi, detective anciano y contrario a toda forma de violencia nacido de una colaboración entre Borges y Bioy. Desde su celda, el prisionero trata de descubrir lo sucedido en otro lugar, resolviendo enigmas mediante el estudio de testimonios de involucrados más o menos directos. Estos recuentos parciales no conducen al desconcierto de la fábula de los ciegos y el elefante, donde cada uno describe un animal fantástico distinto debido a la percepción defectuosa de un fenómeno. Por el contrario, Parodi llena su soledad con el tortuoso ir y venir de fantasmas, y deduce lo que no ha visto. Es la distancia lo que le permite armar el panorama completo. Es su inmovilidad lo que pone en movimiento lo estancado.
“Expect poison from the standing water”, dice un aciago verso de Yeats. Y en una desenfadada traducción, el poeta brasileño Wally Salomão propone: “Espere veneno del agua parada”; para virar luego hacia una versión más refinada de la idea: “Agua estancada segrega veneno”. Lo mismo sucede con el tiempo de la espera.
¿Cómo se huye de ese pozo y su infección? Poniendo el agua de la mente en movimiento. La construcción del hospital ocurre entonces dentro del testigo. De esta manera, el paciente solidario, el yo poemático, se rastrea a sí mismo, deja al inconsciente “hacer sus aerobics” y encuentra en la aséptica santidad del hospital un puente de cristal (“veinte metros de largo/ por seis de ancho”) que une dos unidades clínicas. Ahí lo cautivan las posibilidades de la luz entrando en él, las corrientes de aire que lo atraviesan, los pensamientos que surgen al recorrerlo y observarlo:
mi lugar dilecto para el ocio.
Aquí podría ocurrir mi cuento de hadas.
La enfermedad ajena se vuelve pretexto para otras introspecciones. “Si tomara una fotografía de este puente vacío”, se pregunta el poeta, “¿conseguiría retratar mi introspección?” Una arteria obstruida en otro cuerpo se convierte en un camino para devenir, existir plenamente, experimentar en carne propia el impasse de los vencidos.
En este poema, los hospitales “pueden ser lugares espantosos”, pero los salva la reflexión en torno a la arquitectura, el espacio y las maneras de habitarlo, al margen de lo que sucede en las salas del interior. “Un hospital es un edificio construido/ para que quien entre logre salir.” El paciente solidario se queda fuera de ellas, y el poeta explora los alrededores de esa experiencia al margen. Su deriva lo lleva a incluir citas de arquitectos como Blas Molenaar, quien ha diseñado diversos centros médicos alrededor del mundo, y quien afirma: “El buen diseño es sanador por sí mismo/ en los próximos diez años diseñar un hospital/ estará en la lista de deseos de todo buen arquitecto.” Imagina una conversación con José Villagrán, a quien recomienda proveer “distancia, distancias” a los usuarios del complejo médico.
“El que espera es un hámster”, dice, luego de preguntarse si el que espera desea un jardín, un gimnasio, una fuente o un simple espacio vacío y zen. El poeta es el sujeto de sus propios experimentos con la percepción y el espacio. El laberinto que recorre, antes que el hospital, es su propia mente. Mientras el paciente busca sanar, el solidario se pierde en sí mismo.
Rechaza todo consuelo,
resignación
y esperanza
Rechaza convencer
a nadie.
Desea entender
[…]
El ojo se asoma al puente vacío,
visualiza el vacío más allá
y los vacíos más allá.
Su espera, atravesada por las vetas búdicas de la meditación que aspira al vaciamiento, a la quietud, es perfecta. Entraña iluminaciones, pero nace y muere sin tocar la corriente envenenada de la enfermedad.
El que despide
Kathleen Beauchamp nació el 14 de octubre de 1888 en Wellington, Nueva Zelanda, y murió el 29 de enero de 1923, en Fontainebleau. Durante los escasos treinta y cuatro años que duró su vida publicó cuatro libros de cuentos, a los que se sumaron dos colecciones póstumas, preparadas por John Middleton Murry, su segundo y último esposo. Heroica en más de un terreno, firmaba sus cuentos bajo el nombre de Katherine Mansfield; su decantado realismo y su afilado estilo —que hacen caber en las distancias cortas las noticias y apremios de la vida de su tiempo— la vuelven el antecedente más claro de obra cuentística moderna como la de Alice Munro.
El primer gesto de Murry hacia la escritora lo tuvo desde su cargo como editor de la revista Rhythm. Le rechazó un relato. Si bien, desde el matrimonio en 1918 y hasta el último día de su vida —y más allá de la muerte de ella, pues se encargó de editar, además de las narraciones que dejó inéditas, sus diarios y cartas—, él se mantuvo del lado de Mansfield, viviendo con ella, viendo por su salud, visitándola, incluso en las tormentosas épocas en que esta lo abandonaba para cohabitar con Ida Baker, su eterna amante, o se marchaba tras alguna aventura ocasional.
La autora contrajo tuberculosis en 1917 y no dejó de buscar la cura durante el resto de su vida. En octubre de 1922 pidió ser admitida en el Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre, instalado en el castillo de Prieuré des Basses-Loges, en la campiña francesa. Esta suerte de escuela trascendental que deparaba experiencias místicas y encuentros con un peculiar sincretismo de sabidurías orientales, era, sobre todo, el punto nodal desde el que George Ivánovich Gurdjieff —singular guía espiritual y uno de los personajes más insólitos del esoterismo junto con Aleister Crowley— transmitía las enseñanzas del Cuarto Camino, que dicta que la conciencia del hombre permanece dormida cuando se cree despierta.
En su poemario Celebración del libertino —nómina de personajes rebeldes y creativos que pugnaron por vivir de acuerdo a sus propias pasiones y medidas, libro de versos largos y desbordados como las biografías que resume en sus momentos más álgidos—, el madrileño Luis Antonio de Villena ficcionaliza el instante de la muerte de Katherine Mansfield. En sus primeros versos, el poema “La lírica vence a la narrativa”, declara su intención: “Y si te lo cuento ahora —continuó el abate—/ es para poderte retratar al espíritu en el instante mismo/ del tránsito, la desolación o el rendimiento.”
de los ángeles… ¿Recuerda? Sonrió, pero no podía hablar.
Sus dedos eran tan delgados, tan largos, tan translúcidos,
que la luz semejaba dispuesta a abandonar la materia.
Agotada, pálida, temblando, sudando por la fiebre
y azulada de frío, Katherine parecía, entre el heno,
un pájaro sagrado caído de una celeste esfera,
un ángel, acaso, que fuera de su aire, agoniza
en una tierra cuya realidad le elude y hiere…
Quien habla es un personaje que desea acompañar el paso de la vida a la muerte de la escritora; también es la voz que une, con su lujo verbal y su condición casi omnisciente, todos los poemas de la colección. Teatral y lujoso, el narrador del poema no se aparta de la moribunda y le pide que abandone este plano de la realidad. No tiene caso aferrarse a lo que ya solamente es dolor y la urge a partir, adelantándole que la transición no será un trance insoportable.
le tomé la mano a ella. Está disolviéndose,
madame, dije. Su espíritu crece tanto, que su carne
sufre. Volará sobre altos picachos, y verá caer, muy abajo,
algo parecido a un viejo abrigo negro…
Sólo sentirá la plenitud del aire. Y es probable,
madame, que su yo se deshaga en el éter,
pasando, como sin notarlo, a una realidad más perfecta…
Déjese ir, Katherine. Usted es ahora más usted que nunca.
Sus labios son más rosa y sus ojos más fuego.
Toda la Materia canta en sus labios.
La Historia le está contando su secreto… ¿Lo oye?
Neandertal y Kant juntan un himno.
Si bien todos los elementos están a la vista, e incluso el poema posee una indudable carga histórica —verificable en una búsqueda que puede extenderse y ramificarse para reconstruir, depende de con qué tanto detalle se pretenda, la escena referida—, lo medular es la reconstrucción de la agonía, el retrato que hace de la escritora en su lecho de muerte, incapacitada para comunicarse, aterrada ante el hecho de su desaparición.
El poemario de De Villena está cruzado por muchas voces distintas, algunas recurrentes y otras fugaces. Se trata de un libro cuyo hilo conductor es la figura del libertino, quien, explica el poeta en el epílogo, “no se sometía a las creencias o prácticas de la religión. Y, como consecuencia, quien buscaba una vida distinta, desarreglada, respecto a la moralidad al uso. Libertino, esencialmente, es un espíritu ancho y libre.”
Se trata de un abandono, sin más.
Sacuda el agua del río, mire alto, ahí, ahí está…
Y la señora Murry parecía ahogarse,
azulada, temblando, débil, delgada,
cadavérica casi, con los ojos grandes,
extasiados, terribles, brillando entre el fuego negro…
Más tarde acusaron a Gurdjieff de no haber hecho
nada por ella. Una infamia, te lo aseguro.
Decían: ¿Qué haría una tuberculosa terminal
en un húmedo henar, en el campo francés,
al norte, y en los días más crudos del invierno?
El abate extendió las manos, como calentándose.
¿Quién vencerá, amigo, quién mudará la ignorancia?
La tuberculosis de Mansfield era incurable. Gurdjieff, en la crónica de los hechos, lo supo y se negó a aceptarla en su instituto, pero algunos de sus allegados intervinieron a favor de la enferma. Buscando una cura, encontró aquel subterfugio a lo que nada, ni las plagas, sobreviven.
La tuberculosis tuvo su momento de gloria como enfermedad romántica por excelencia hacia el siglo xix, aunque algo de esta sobrevivió hasta el siglo pasado. El profesor de literatura y crítico norteamericano Thomas C. Foster, al analizar la metáfora que encarna este mal en el Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, señala que Melissa, bailarina y prostituta, amante del narrador, tísica incurable, es “una víctima de la vida” y la desdobla en tanto símbolo literario: “La pobreza, el abandono, los abusos, la explotación han conspirado para desgastarla, y la naturaleza desgastante de su enfermedad […] representa la expresión física del modo en que la vida y los hombres literalmente la han consumido.”
Katherine Mansfield, en su lecho, extinguida, disminuida, era un recuerdo de sí misma que carecía del peso necesario para seguir anclada a este mundo.
El título del poema promete una lucha y anuncia un vencedor. La lírica sobre la narrativa. La imagen sensible sobre el discurrir de los hechos. Las acusaciones que se lamentan en el poema, acerca del descuido del guía espiritual para con la quebradiza salud la escritora, no aparecen de forma gratuita, o sólo para redondear la escena. Son ese elemento mezquino, el de la moralidad chata, al que el poema entero quiere restar peso, vencer. Cuando no es posible salvarla, sigue siendo posible mirarla a los ojos, sostenerle la mano, escoltar, confortar, reconocer que algo más se abre, una puerta, delante.
¿Qué dignidad más alta hay que acompañar a quien muere? Gurdjieff y el abate, quien habla (el yo poemático), no dejan sola la mujer, sino que la animan en su transformación. El poema no usa la palabra agonía; se habla de una evolución. Dolorosa, terrible, pero no cruel. Se trata de liberarse de ese pesado abrigo que es el cuerpo y entregar el alma a planos más sutiles. Esta es la imagen medular, que yace rodeada de metáforas, enumeraciones, de un argumento y de proliferantes símbolos.
El mismo Gurdjieff no solo es testigo, sino que facilita con sus cantos la transición. La voz poemática que da forma al relato al recodar el cuadro presenta una confesión. El poema declara el papel de ambos personajes en la escena: son psicopompos, encaminadores de almas. Allanan el camino de quien se despide de un plano de existencia para continuar su viaje cósmico hacia un nivel más elevado.
Esta visión del momento crítico resulta insoportable para muchos. Para otros, en cambio, representa el honor más grande, más alto, que la otredad puede depararnos. Un tiempo casi fuera del tiempo, la cancelación del devenir, el inicio de otro conteo, en otro lugar, en otros números. Solo el testigo despojado es quien puede narrar el paso de las almas. Cumplir un papel para el que no existe preparación alguna, apenas un gesto de voluntad, precisa y contundente.
II. La lucha con el ángel (fragmentos)
Islas a la deriva
“No está permitido enloquecer en una época demente”, escribió René Char, en completa sincronía con el espíritu de un mundo próximo a la caída, sentenciando la necesidad absoluta de la salud mental como remedio o, mejor, como resistencia contra la insania de una sociedad putrefacta, harta de sí misma y sus callejones sin salida. Pero, ¿quién sufre más los estragos de una locura dominante y castradora?, ¿quién vive en concordancia con la época o quien lo hace en desacuerdo? Como hemos visto, el equilibrio es un concepto maleable según las leyes de la sobrevivencia, según la moral en turno y sus posibilidades de escape.
Pabellón psiquiátrico o Población flotante y no tan imaginaria de La Castañeda podrían ser los títulos que agruparan buena parte de la obra poética de Francisco Hernández, quien secretamente se ha propuesto cartografiar a los locos más eminentes de la literatura y la historia. Su poemario Moneda de tres caras reúne poemas fragmentarios cuyo leitmotiv es el desequilibrio de un músico y dos poetas. De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios relata la historia de un amor que provenía de la herida y la tortura, y que la música apenas alcanzaba a presentir; Habla Scardanelli, nombre detrás del cual Hölderlin se escondió durante los últimos 36 años de su vida, durante los que odió su nombre y vivió extrañando a su amante perdida, es el discurso de un abandonado; y Cuaderno de Borneo, en el que un George Trakl atormentado por el demonio del incesto murió acosado por las debilidades de la carne y su adicción a la cocaína. Estos textos conforman los tres puntos cardinales sobre los que se sostienen sendas indagaciones en cabeza ajena, producto del enmascaramiento de la voz poética que, para reflejar con nitidez el propio rostro, se disuelve en las manías ajenas. Perderse para encontrarse. Y explorar los deslizamientos de la razón, los entresijos de la pasión que la primera persona, con sus distancias y prejuicios, no permite.
Si bien esta impostación de la voz ha sido un recurso constante en su obra, La isla de las breves ausencias representa el documento de un viaje personalísimo, una estación que no tiene por centro la locura, sino la investigación estética de un mal de origen orgánico, localizado en el cerebro. El poeta padece un tipo de epilepsia que le provoca convulsiones caracterizadas por la inmovilidad y la desconexión —el paciente puede sufrir una caída o permanecer en equilibrio automático—, el poemario ofrece una serie de imágenes para explicar lo que sucede en la mente del epiléptico durante estos desvanecimientos.
El que se apoya en el relámpago
de la desconexión.
El que permite descender sin rumbo ni rocío
hacia la Isla de las Breves Ausencias.
El que nos provee, en cuanto lo pidamos,
de heridas en la frente, labios deformes
y un riachuelo de saliva
dominador del cuello.
Sí, quedarse balbuceante, como idiota.
Como alguien inventado por alguien
que se opone a transitar por una Isla
donde predominan hileras de zumbidos.
Sin embargo, dentro del cerebro de ese idiota,
se produce un golpeteo de fragua.
Así ninguna idea puede desmembrarse,
ningún martillazo es capaz de endulzar el tímpano
y ninguna sombra practica reverencias
a los derrumbes monumentales.
El tiempo es sin ser medido ni registrado
y yo no soy siquiera
una pérdida de tiempo.
¿Puede alguien citar sin indolencia
mi nombre de pila?
¿Cómo enunciar una palabra que tenga
mi estatura, mi perfil de península
o mi tendencia a escupir sangre?
Mapa podría ser la palabra.
Mapa: inconfundible quitasol para extraviarse.
O escama de reptil amplificada
Donde la equis nunca marca el sitio del tesoro.
Se le conoce como le petit mal a la crisis de ausencia (ausencia típica), un tipo de convulsión generalizada que se caracteriza por el deterioro repentino de la conciencia, de duración breve, unos cuantos segundos, durante los cuales el paciente presenta la mirada fija y la súbita interrupción de la actividad, seguida de inmovilidad casi absoluta, interrumpida por ocasionales parpadeos y gesticulaciones sueltas. Cuando la crisis termina, el afectado no recuerda lo sucedido y pareciera reconectarse con la realidad justo en el momento en el que dejó de percibirla.
Transformados por el discurso poético, los elementos clínicos van siendo registrados. La aparición de la crisis, la posibilidad de lastimarse al caer o perder el control del cuerpo, el olvido de sí mismo, la suspensión de los sentidos.
Ver al Polo Norte llegar en oleadas,
después de haber pasado en forma de glaciares.
Sentirse embalsamado por ese alud de lodo blanco.
Tratar de respirar mediante lágrimas,
sólo para saber que el frío tiembla
cuando descubre la peregrinación de sus piernas.
Le grand mal es una crisis más compleja, que afecta a todo el cerebro, y además de la desconexión implica entrar en un periodo de aura en el que la percepción y las habilidades de actuación y comunicación se alteran, para terminar en un breve periodo de contracciones y sacudidas de las extremidades. Estas son las dos vías de entrada a la Isla de las Breves Ausencias que el yo poemático describe.
Una vez en ella, el paisaje se muestra enrarecido, y sabemos que ese recóndito lugar de la mente cerrada sobre sí misma es un archipiélago en el que existen islas de nombres fatales y explícitos: Morgue (que “es ruidosa como una bandada de carnívoros” y resulta “visita obligada” en este tour de ojos sin párpados), Lengua Sangrante (“sus habitantes, desde el nacimiento, son obligados a morderse la lengua”), Fogata (“un purgatorio poblado por hombres y mujeres a quienes no es difícil imaginar durmiendo sobre brasas”), De la Vieja Linterna (donde “la brisa acracia el cuerpo de un ahorcado”).
Burlones monos depredadores, un montículo que ofrece mensajes nacidos del humor negro de algún dios menor, el fantasma de Robinson Crusoe que da lecciones sobre aislamiento. En estas páginas, las zonas ciegas de la conciencia se vuelven territorios a descubrir, y la propia biografía sustituye a las vidas ajenas para plantear desde la propia mente el laberinto de las percepciones alteradas. Así, se fragua una mitología novedosa que no parte de los referentes externos que ofrece el psicoanálisis y la religión, ajenos personajes de ficción o históricos, sino de la pura intuición, de la imaginación y el juego verbal.
Las crisis epilépticas ocurren debido a la actividad eléctrica anormal del cerebro. Dostoyevski, que padeció este mal, reflejó a través de sus personajes las implicaciones que tiene para quien lo padece. De esta forma, pareciera que “la lucha con el ángel” es una guerra de guerrillas que se libra contra el demonio que habita al creador.
“Quisiera estar sepultado en el aire/ envuelto como una momia por el desamor/ de alguien”, dice quien camina extraviado en estas islas a la deriva (la expresión es de José Emilio Pacheco). Tal vez es aquí donde empieza la discusión acerca de una función —dudosa, quizás ilusoria— de la escritura: su capacidad de aligerar la carga del enfermo, su voluntad de ser terapia y consuelo. “Escribir no es búsqueda”, sino “la invención de un mapa” para quien se encuentra perdido en un recóndito, hermético paisaje interior, o acaso una desconexión del peso de los días. La búsqueda de un signo o una ruta. La exploración de las cámaras secretas en las que guardamos secretos que incluso nosotros, dueños del tesoro y la pesadilla, no conocemos. La renuncia a conocernos del todo, y la decisión de poblar de visiones lo que encontramos en ausencia. Acto liberador, en todo caso, del que resultan esta belleza que todos compartimos.
La fiebre
Desorden, alteración, crisis, enfermedad. Estados perturbados que cierta poesía comprende y vigoriza. Los poetas son afectos a emprender exploraciones de los territorios de la enfermedad vistos como vía de autoconocimiento. Elevan a rango de camino místico los desequilibrios orgánicos. El poema “Fiebre”, de David Huerta, ilustra las consecuencias ambiguas del estado de percepción alterada:
debajo de los termómetros:
gatos locos (él oye batos locos:
está afiebrado), perros visionarios
habitan el tramo trémulo
que va de los 39 a los 40
grados centígrados. Sólo números,
pero detrás de ellos
hay ciudades alucinantes
y una fauna
de creciente complejidad
—los gatos devienen catoblepas,
los perros se transfiguran
en emperadores chinos.
Pura fiebre. Una torturante
delicia, hecha de mareos
y bochorno y anemia súbita;
una forma de embriaguez
que barniza la fisiología
con sustancias radiantes, misteriosas.
Bajan los números de la fiebre:
mira la raya roja, desplomándose.
Amanece. La noche luminosa
concluye ante la salud
gris del día. Falla moral este gozo
de la fiebre. ¿O es ese exceso
una forma de la salud
que no acabamos de entender?
Cerrar los ojos equivale siempre a abrirlos en otro lugar. Las dolencias del cuerpo producen grietas en el alma, senderos que si bien resultan tortuosos no cancelan la lucidez de la vigilia, sino que la cambian por el despertar de un entendimiento alterno. El frío (la calma y la cordura) no conduce a un pabellón de colores extraterrenos; solo los altos “números de la fiebre” (ese exceso que vuelve maleables los metales de la mente y el espíritu) nos sacan del confort cotidiano, situándonos a las puertas de un mundo que se transforma de maneras violentas, alegóricas, arcanas. “Una torturante delicia” que no somete, sino libera las potencias de una mente a la que le han cortado las amarras.
La poesía, entonces, como fiebre. Siempre en otra parte, esquiva, como el tiempo de Borges, o el amor de san Agustín. Para seguir su rastro, un desmarque, una renuncia. En un intercambio epistolar con Alfonso Alegre Heitzmann, David medita: “Falta preguntar si una conversación sobre poesía es ‘civilizadora’. ¿No será más bien ‘anticivilizadora’? Lo digo porque hay algo en la poesía que continuamente se desafilia, se desmarca, es una deriva adversaria: dice no, insiste en la negatividad.”
La salud es un cielo nublado, plomizo; en cambio, la convalecencia erigió delirios en las crestas de la temperatura: torres de vigía que sólo registran avistamientos fantásticos. Desde antiguo sabemos que Dios usa a los desvalidos y a los enfermos como portadores de su grandeza y sujetos de sus maravillas. Tuercen su lengua para que de ella broten mensajes que no escucharemos de cualquiera. No en vano Héctor Viel Temperley llamó a Hospital Británico —esa portentosa crónica del desvarío— uno de sus poemas más intensos y desgarrados, “el libro de un trepanado”. En él se materializan el fantasma de la madre, la felicidad de un estar fuera del mundo —expulsado de la vida—, la capacidad de ver todo en todo, la lucidez del convaleciente, la suprema verdad de quien va a morir y presiente su muerte.
“La fiebre debe ser una de nuestras más recurridas metonimias. En ella conviven lo mismo la malilla por abstinencia de droga dura que la trama sutil de la alucinación viral. […] No hay camino al absoluto que no pase por una estación de la fiebre.” [Julián] Herbert.
El “gozo de la fiebre”, anticivilizatorio, es resultado de la alucinación. Aquí, el gozo es la sensación reinante. Gozo de la escritura, del ir y venir por distintos registros, formas de romper consigo mismo, cantar, meditar, contar, construir. Los libros de David no dan ni piden cuartel al lector, pero conservan siempre una cordura serena y anómala. Luis Vicente de Aguinaga, en un ensayo sobre Versión, clarifica esta característica: “[Estamos ante el arte] del que alucina sin admitir siquiera que puede hallarse alucinando […] y que, por ello mismo, no se ve obligado a componer imágenes ni figuras, tendiendo así a la más rigurosa materialidad”. Los poetas están para descubrir mundos, o una nueva forma de mirar este mismo “mientras nos transformamos/ en esas mismas/ imágenes” (“La calle blanca”). Cada lector se transforma en lo leído, en la percepción necesaria para mirar estas imágenes, y darse cuenta, entonces, que conviven ya en nuestro interior, se aposentan, formas fragmentadas, mundo en cautivante desorden.
La poesía como enfermedad. La huella del incivilizado. El reverso del tiempo en que vivimos, ahí donde los territorios de la fiebre desembocan en la plenitud. En la alucinación.
Escalera escheriana. Arrebato que nos transforma. Esa forma de lucidez que no acabamos de entender.
* Ensayo perteneciente al libro Cámaras secretas. Sobre la enfermedad, el dolor y el cuerpo en la literatura, publicado por Ediciones Siruela en 2022.

Luis Jorge Boone / Monclova, Coahuila, 1977. Poeta, narrador y ensayista. Es autor de numerosos títulos de poesía, cuento, ensayo y novela. Ha recibido trece premios nacionales, entre ellos el de Cuento Inés Arredondo 2005, el de Poesía Joven Elías Nandino 2007, el de Ensayo Carlos Echánove Trujillo 2009, el de Poesía Ramón López Velarde 2009, el de Literatura Gilberto Owen 2013, el de Poesía Carmen Alardín 2015 y el de Cuento Agustín Yáñez 2019. Suelten a los perros (2019, cuento) y Contramilitancia (2020, poesía) son sus dos títulos más recientes.