mayo 2024 / Ensayos

Una esfera de uranio

 
El siguiente ensayo forma parte de la antología Hay algo, algo urgente que te tengo que decir. Homenaje a William Carlos Williams, coordinada por Edgar Trevizo y publicada en 2022 bajo el sello de la editorial Medusa. Al presentar aquí este texto, no sólo deseo invitarles a adquirir ese hermoso libro (lo es como objeto y como material de lectura), sino también sumarme al diálogo reflexivo sobre la obra de dicho autor estadounidense, sobre su recepción en nuestras latitudes y sobre algunos problemas de traducción, interpretación y falsa imitación que creo percibir entre poetas y lectores latinos de generaciones contemporáneas. Finalmente, este ensayo pretende ser una invitación a visitar o revisitar la obra de Williams.

—El autor

 

1. Canonizaciones

Una de las ideas que más me interesó cuando leí El hombre y lo divino de María Zambrano fue aquella que sostenía el origen común de la religión, la filosofía (desde ahí las ciencias) y la poesía: en un principio, la palabra fue ese eje integrador, la piedra fundamental para comunicarnos con lo desconocido, para acceder al territorio de lo sagrado (los dioses y el conocimiento). Poco a poco, a través del aprendizaje acumulado y el perfeccionamiento de la lengua y las tecnologías (para entendernos mejor: una lanza, la rueda o la escritura misma son tecnologías), esta piedra original fue dividiéndose. Hoy acudimos prototípicamente a un templo para ejercernos en la religión —si la tenemos—, a un espacio académico si queremos hacer ciencia y tal vez a nuestro escritorio, una cafetería o cualquier otro sitio que nos acomode si deseamos escribir poesía. A pesar de la clara división, el origen común de estas “disciplinas” las hace seguir compartiendo fragmentos del mismo ADN. Por ello, ante un descubrimiento astronómico, solemos experimentar sensaciones semejantes a las que podríamos sentir en una experiencia mística o poética; por ello también, muchos grandes poemas y poetas de una u otra forma centran su atención en cuestiones ligadas a la mística o a nuestra manera de interpretar el mundo (es decir, al conocimiento).

El código compartido y la singular compenetración que existe entre las revelaciones místicas y filosóficas y las poéticas ha conducido también a que, sin ser conscientes de ello, una ingente cantidad de lectores continúe percibiendo al poeta como a una especie de inspirado; como un puente que nos permite mirar la otra orilla, aquello que está inicialmente vedado al resto de las personas. Al entenderlo de esta forma (aunque, insisto, de forma inconsciente), operan en una vía paralela a la que utilizan los feligreses de cualquier religión al momento de elevar a sus maestros al rango de santos. Este proceso de canonización, si bien tiene sus ventajas, también genera problemas. Uno de ellos es que se pierde claridad en el juicio de sus obras. Recuerdo que cuando mi hermana mayor y yo recién comenzábamos a leer, mi papá llevaba a casa semanalmente un número nuevo de Vidas ejemplares, la colección ilustrada de biografías de santos editada por Buena Prensa (era la versión religiosa de las historietas de Archie o los Cuentos de Disney que publicaba Novaro y que, por cierto, también nos compraba). En aquella literatura de adoctrinamiento, era común que hasta las actividades más baladíes del santo en turno fueran resignificadas como muestras de beatitud o, incluso, de sobrenaturalidad.

Guardando las distancias y las intenciones particulares entre la generación del santoral católico y la de los cánones literarios, hay puntos en que ambas estructuras se tocan y comparten mecanismos. Por ejemplo, cuando un artista ha sido canonizado, hasta sus textos de menor calidad (incluso los que él mismo escondió para que no se publicaran nunca) son exhibidos, comercializados y venerados más o menos al mismo nivel que sus mejores trabajos (algo análogo sucede con los pintores). Al sacralizar una obra, cualquier crítica negativa a una parte de ésta llega a apreciarse como blasfemia, y ya sabemos cuál es el destino que suelen correr los herejes. Queda proscrita cualquier sugerencia de que tal o cual gran artista tuvo sus horas bajas y al menos un puñado de trabajos perfectamente prescindibles.
 
 
2. Mea Culpa

Con la obra de William Carlos Williams (1883-1963) y con su recepción me sucede algo agridulce: al pasmo y a la admiración con que me dejan algunos de sus poemas y la respetuosa indiferencia con que atravieso otros, se suma el desconcierto al observar cómo la veneración de un amplio grupo de sus seguidores termina por ser uniforme, y la sensación de que, en más de un caso, se ha entendido la obra poética de este escritor de la misma manera en que Stanley Fish concibe la poesía (y la literatura) en general: despojándole de todo sentido y de toda característica que intrínsecamente le permita mantenerse en pie y distinguirse de cualquier otra obra: todo es arte, todo es poesía, todo tiene el mismo peso y valor. (Aunque el caso de Fish es más grave, porque encorseta la recepción lectora de sus pupilos desde la posición de superioridad jerárquica que ostenta como su mentor. Resulta tristísimo el nulo rigor académico de ese famoso “experimento” que él mismo confiesa en su texto “How to Recognize a Poem When You See One” [“Cómo reconocer un poema cuando lo ves”]. Pero ésa es harina de otro costal).

En un fragmento de Yo, robot, Issac Asimov escribe que “lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La gente dice ‘es tan claro como mi nariz’, pero ¿qué porción de nuestra nariz podemos ver, a menos que nos den un espejo?” Amparado en esta afirmación, diré una verdad de Perogrullo: hay desde sutiles hasta abismales diferencias entre Kora in Hell [Kora en el infierno], Paterson y The Desert Music [La música del desierto], por mencionar sólo tres libros dentro de la vasta y diversa obra poética de Williams. En el multiverso que es su poesía, no encontramos únicamente técnicas, preocupaciones y aproximaciones distintas entre sí, sino también ejemplos de concentración y profundidad absoluta, de impecable síntesis y aparente sencillez, y de simples notas de servilleta redactadas sobre las rodillas. A la joya poética que es “The Descent” [“El descenso”], o a los poderosos ejemplos de contención y sugerencia de “The Red Wheelbarrow” [“La carretilla roja”] y “April is the Saddest Month” [“Abril es el más triste de los meses”], podríamos oponer la intrascendencia estética y significativa de “This Is Just to Say” [“Nomás te aviso”].

Tengo la sensación de que un número considerable de lectores no tiene interés en calibrar las diferencias de acabado y altitud entre los poemas del oriundo de Nueva Jersey, prefiriendo condicionar la recepción desde el mantra de Williams como poeta de la ingenuidad y la simpleza. Este condicionamiento ya ha sido señalado por Juan Antonio Montiel en la introducción de la Poesía reunida del autor norteamericano, que Lumen publicó en 2017. Montiel sostiene su afirmación apuntando alto: señala por ejemplo que Karl Shapiro “defiende” la inocencia (la ingenuidad) de Williams frente a la intelectualidad de T.S. Eliot. Lo anterior en el libro con el dudosamente elogioso título de In Defense of Ignorance [En defensa de la ignorancia]. Otros señalados por Montiel, en los mismos términos, son Wallace Stevens (¡nada menos!) y Linda Wagner-Martin (esta última también redactaría una peculiar “alabanza” a Williams, calificándolo como —cita Montiel—: “una especie de salvaje iletrado de la poesía estadounidense”). Si entre grandes lectores angloparlantes dedicados a las letras es posible reconocer esta mistificación y mitificación del nacido en Rutherford, ¿qué puede esperarse entre nosotros, sus lectores hispanoparlantes, a quienes históricamente nos llegó, antes que sus poemas y traducciones, el nombre del autor envuelto en un aura de leyenda?
 
 
3. No ideas but in things [No ideas sino en las cosas]

Para sostener la imagen de Williams como el poeta de la ingenuidad y la simpleza se ha tomado como principal estandarte un minúsculo fragmento del poema “A Sort of Song”. El fragmento enuncia: “…no ideas/ but in things”. Se omiten siempre los demás versos de este poema, que también forman parte de su poética y que acaban por reflejar algo opuesto a la simpleza y la falta de abstracción: “Let the snake wait under/ his weed/ and the writing/ be of words, slow and quick, sharp/ to strike, quiet to wait,/ slepless./ —through metaphor to reconcile/ the people and the stones./ Compose […]/ Invent!/ Saxigrafe is my flower that splits/ the rocks.” [“Que la culebra aguarde/ bajo el yerbal/ y la escritura sea/ de palabras, lentas rápidas, prontas/ al ataque, quietas en la espera,/ insomnes./ —por la metáfora reconciliar/ gente y piedras./ Componer (…)/ ¡Inventa!/ Saxígrafa es mi flor y abre/ rocas” (Octavio Paz, trad.)] Tal vez le haríamos más justicia si pensáramos en él como en un poeta de la paciencia reconcentrada y acechante, así como del trabajo minucioso con las palabras (con algunas pifias y excepciones, como ocurre con los frutos artísticos de cualquiera); alguien que apuesta por el enorme poder de la metáfora y que aprecia las mutaciones y los cambios de piel. Desde esta perspectiva, es atinada la interpretación de Juan Miguel López Merino (expresada en la introducción a la Antología poética de Williams, publicada por Alianza en 2018) cuando afirma que el autor en cuestión logra “trascender lo radicalmente concreto, el aquí y el ahora, mediante un largo y logrado trabajo estilístico basado en la concentración, en la brevedad, en una extremada y progresiva depuración retórica, en una esporádica complejidad sintáctica que —paradójicamente— transmite frescura, en la más difícil sencillez estructural”. A esta lectura alternativa a la hegemónica, se suma Tedi López Mills cuando, con gran acierto, afirmó sobre el poeta (en un artículo de Letras Libres de mayo de 2009) que “su temor casi congénito a las abstracciones […] era más bien un conflicto de autoría: quería las suyas, no las de los otros”.

Casarse con el multicitado verso encabalgado de Williams (no ideas…) y enarbolarlo como estandarte no sólo ha propiciado una sesgada lectura del autor, sino que le ha abierto las puertas a malos copistas, que han visto en el yerro interpretativo que ahora señalo una enorme veta para la generación y justificación de “poemas” triviales, amparándose en el aura protectora del poeta estadounidense o de otros con poéticas equiparables. (Por lo demás, debido a su naturaleza limítrofe, arriesgada y a veces experimental, la poesía es el campo de la literatura que da cobijo y camufla mejor la charlatanería.) Es —si me permiten la comparación— algo similar a lo que ocurrió con la influencia de Marcel Duchamp en los artistas contemporáneos. Así, lo que en el primero fue un brillante acto de provocación y un cuestionamiento sobre la esencia y los límites del arte (con el mingitorio o La fuente, expuesto en 1917), en los últimos ha sido un conjunto de repeticiones automáticas, simplonas y vaciadas de sentido (la Caja de zapatos vacía de Gabriel Orozco y Comedian de Maurizio Cattelan pueden ser dos buenos ejemplos, entre los millares que pululan en galerías y bienales).

Algunas disertaciones de Williams, así como sus experimentaciones métricas y morfosintácticas, y las ideas que fue dosificando como incrustaciones en una gran variedad de poemas, nos permiten observar que estaba lejos de ser un “salvaje iletrado” o un encantador exponente de la poesía pueril. El autor habita, en cambio, una preocupación permanente por las formas (las estructuras) que debían imperar en la poesía estadounidense de su época, así como por encontrar el sonido y el ritmo que los representara y distinguiera de otras sociedades anglosajonas. En lo personal, las necesidades de exaltación nacionalista en las artes me parecen peligrosas por el provecho que le pueden sacar ideologías que tienden a discriminaciones, tribalismos y posturas sectarias; pero no termina por ser el caso de Williams: su necesidad de fondo era que la poesía pudiera ser comulgada por los suyos, que la sintieran parte de ellos y no una impostura. (En el fragmento XV de “January Morning” [“Mañana de enero”] lo dice con toda claridad: “All this/ was for you, old woman./ I wanted to write a poem/ that you would understand./ For what is good to me/ if you can’t understand it?/ But you got to try hard” [“Todo esto/ fue por ti, mujer mayor./ Yo quería escribirte un poema/ que puedas entender./ Porque ¿cuál es el caso/ si no puedes hacerlo?/ Pero debes esforzarte en algo”]. De ahí el interés por la intimidad de lo cotidiano, gracias al cual sus postales y poemas trascendieron la trampa del corsé que desde su ensayística había pretendido diseñarse, y alcanzan el valor de lo universal por vía de lo entrañable. Creo que desde una intuición similar a la que comparto, Octavio Paz le da vuelta a la página a esta cuestión cuando escribe “¿[Williams] es el más (norte)americano de los poetas de su época? No lo sé ni me importa saberlo. En cambio sé que es el más límpido”. Como corolario a lo anterior, nos viene bien recordar que, como el escritor de cepa que era, a su preocupación conjunta por el sonido, el ritmo y la forma, se sumaba un marcado interés por las imágenes logradas. Como él mismo deja claro en uno de los varios poemas titulados “Song”, le da una importancia fundamental a la comunión entre sonido e imagen. Dice la última estrofa del poema referido: “undying accents/ repeated till/ the ear and the eye lie/ down together in the same bed” [“acentos que no mueren/ repetidos hasta/ que el oído y el ojo reposen/ juntos en la misma cama”].

La mezcla ya indisoluble de sonido e imagen —“el oído y el ojo”— supera el estadio de la canción (música hecha de palabras) y nos pone en el territorio de la danza. Justamente una danza era lo que Williams percibió como aspiración del artefacto poético. Esta idea es transversal en su obra; la vemos desde Kora en el infierno (“So a dance is a thing in itself. It is the music that dances but if there are words then there are two dancers, the words pirouetting with the music” [“De modo que una danza es una cosa en sí. Es la música la que baila, pero si hay palabras entonces hay dos bailando y las palabras hacen piruetas con la música”] y “Out of bitterness itself the clear wine of the imagination will be pressed and the dance prosper thereby” [“Sin amargura, el vino claro de la imaginación será prensado con los pies y la danza prosperará por consiguiente”] hasta en libros posteriores (y de mayor madurez) como La música del desierto:

How shall we get said what must be said?
 
Only the poem.
Only the counted poem, to an exact measure:
to imitate, not to copy nature, not
to copy nature
 
NOT, prostrate, to copy nature
                      but a dance! to dance
two and two with him—
                sequestered there asleep,
                             right end up!
 
   A music
supersedes his composure, hallooing to us
across a great distance         .       .
 
                      wakens the dance
who blows upon his benumbed fingers!
 
 
 
¿Cómo decir lo que debe ser dicho?
 
Sólo el poema.
Sólo el poema contado hasta su exacta medida:
imitar, no copiar la naturaleza, no
copiarla
 
no copiarla servilmente
                      ¡hacerla danza! bailar
dos y dos con él
                secuestrado ahí dormido,
                             ¡bocarriba!
 
   Una música
altera su quietud, saludándonos
desde la lejanía         .       .
 
                      ¡despierta la danza
que agita sus dedos entumidos!

[Versión de Adriana González Mateos y Myriam Moscona.]

 
4. El ritmo norteamericano y la destiladera de la traducción

Dance y song no sólo son dos de las palabras de uso significativamente reiterado en la constelación léxica de Williams; también parecen ser columnas conceptuales de su poética. A lo sugerido en sus versos a través de metáforas y abstracciones, se corresponden sus cavilaciones en ensayos y cartas, en donde expresa, por ejemplo, que “[el soneto] está muerto, no es apropiado para el lenguaje […] ya no puede haber una labor seria en la poesía que se escriba con dicción ‘poética’”; pero también afirma —por otro lado— que “el verso libre nos ha descarriado” y que “Al final, [Whitman] recurrió a una especie de lenguaje impreciso, sin disciplina alguna, y nosotros [los estadounidenses] hemos copiado de él justamente ese rasgo, el peor de todos”. Este rechazo a lo que podríamos considerar dos posturas opuestas para la construcción de poemas, evidencia la búsqueda consciente del poeta por encontrar nuevas formas lingüísticas y preceptivas para la poesía de su tierra.

Nuestro autor resolvió estas preocupaciones con la invención del “pie variable”, el cual le permitía, además de flexibilidad en la estructura de sus poemas, lograr —dice Montiel— “cierta cualidad sonora que buscaba corresponder a lo que Williams reconocía como un habla propia de Estados Unidos, independiente de la tradición británica. […] Dicho de otro modo: el pie variable permitía al poeta, por fin, hacer justicia a la íntima relación entre el habla de la calle y la escritura poética”.

Me sumo de nueva cuenta a Paz en su renuncia por determinar la “norteamericanidad” de Williams, y lo hago no sólo porque las aspiraciones de este gran autor difícilmente podían lograrse con éxito, teniendo en cuenta que Estados Unidos es un país con más de nueve mil millones de kilómetros cuadrados de extensión y al menos un puñado de ritmos y sociolectos distintos (puede decirse lo mismo de nuestro país: ¿quién se atrevería a decir que ha capturado el habla de los mexicanos, cuando podemos poner como contraste a un hablante de Yucatán, uno del Bajío, uno de  la Ciudad de México y uno de Baja California?); también me separo de tal discusión porque tendría yo que ser hablante nativo del inglés estadounidense o un fonetista especializado en esta región anglosajona para opinar con mediano conocimiento del tema. No soy lo uno ni lo otro, y estoy casi seguro de que tampoco lo son quienes han hecho suya la audaz empresa de traducir a Williams, por muy buenos traductores que sean. Esta renuncia, por otro lado, me permite pensar precisamente en la naturaleza de un poema, en el agobiante problema de su traducción, y en lo que sucede con el caso particular de Williams y su “castellanización”.
 
 
5. ¿Cómo traducir el uranio?

El poema es, por lo general y desde mi comprensión, un artefacto lingüístico de alta complejidad y de enorme condensación semántica (la mayor que existe entre todas las tipologías textuales). Digamos que, mientras la novela o el ensayo pueden compararse con una habitación llena de espuma de poliestireno, el poema es una esfera de uranio: el contenido de la habitación entera y la pequeña esfera pesan lo mismo, pero la concentración o densidad del uranio es incomparable con la del poliestireno. En la inteligencia de lo anterior, resulta aceptable decir que para un traductor nada debe de ser más complejo que la traducción de un poema, aun cuando sea engañosamente simple en su lengua original.

El caso de los poemas de Williams y sus traducciones no podría ser una excepción; muy al contrario, incluso puede utilizarse en algún momento como caso paradigmático, si tomamos en cuenta las preocupaciones particulares del autor con respecto a la lengua y la idiosincrasia —verbal, conceptual, musical— estadounidenses. Por obvias razones, ninguna traducción a nuestro idioma lograría trasvasar esa concentración de “norteamericanismo”. Intentarlo equivaldría o bien a buscar fórmulas “agringadas” en español (lo cual nos parecería tan chocante como impostado), o en cambio a mexicanizar, tropicalizar o españolizar cada poema (lo que, paradójicamente, los alejaría todavía más de la carga semántico-pragmática que contenían los originales). A la renuncia de esa capa de los poemas de Williams (que era medular para él), debemos sumar también la renuncia al ritmo de las palabras norteamericanas y, más aún, al ritmo específico que consiguen desde el acomodo morfosintáctico y métrico que propuso Williams al acomodarlas sobre la hoja. Entiendo que de cualquier manera los traductores lo intentan, buscando que al menos visualmente haya parecidos: se cortan los versos en preposiciones o a mitad de palabra, se busca evitar una perífrasis que alargue demasiado el verso, etc. Pero con ello lo que se consigue muchas veces son textos que suenan a estrépito y no a canción, a saltos y no a danza. Así, la armonía de Williams —en donde reside la mitad de la fuerza y del sentido de sus poemas— se queda atrapada en el filtro de nuestra destiladera. Ya no pasa (porque no puede) al producto final. Esto es inevitable y no debería ser un problema, mientras estuviéramos conscientes de que sucede; pero sospecho que esto es tan evidente como nuestra nariz, que obviamos y que no alcanzamos a ver sin un espejo.

¿Qué leemos y qué halagamos de Williams cuando decimos que leemos y admiramos la obra de Williams? Si es necesario bajarlo del altar para respondernos, no habría que dudar en hacerlo: su obra se sostiene. Desacralizarlo nos permitiría volver a cuestionarlo y reencontrar (o encontrar por primera vez, dependiendo del lector) las virtudes musicales y visuales de muchos de sus poemas; entender que lo de este gran poeta era la danza (aunque parezca congelada) y la profundidad (aunque la disfrace de simpleza o ingenuidad).

Adicionalmente, releer y disfrutar a Williams con el rigor y la atención con que trataríamos a un poeta nuevo y desconocido, nos permitirá también abrir los ojos y construir herramientas críticas de lectura para las nuevas propuestas contemporáneas; cosa extremadamente necesaria ahora que la crítica parece en crisis y pululan entre nosotros las malas copias de poetas anglosajones. (Ojo aquí, que no tengo nada contra las influencias de otras lenguas y naciones, sino contra los malos imitadores, que, además de ser muchos, no son sencillos e innovadores, sino triviales e incontinentes.)

William Carlos Williams continúa siendo uno de esos maestros cuya obra debe leerse como un aprendiz de relojero admiraría un reloj suizo: desarmándolo para ver qué piezas tiene y cómo fueron ensambladas. A quienes nos dedicamos a escribir puede darnos algunas claves interesantes y, a quienes no —a todos, en realidad—, puede sugerirnos siempre nuevas rutas cognitivas para ver y descifrar el mundo. Leámoslo de nuevo. Leámoslo con ojos nuevos.
 
 
* Las traducciones sin autoría consignada en el texto son de la Redacción.
 


Autor

Adán Brand

/ Aguascalientes, 1984. Licenciado en Letras Hispánicas por la UAA y Maestro en Lingüística Aplicada por la UNAM. Entre otros premios y reconocimientos, recibió el Premio de Poesía Desiderio Macías Silva (2008), la Medalla Alfonso Caso al Mérito Académico (2013), la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas (2014-2016), el Premio Nacional de Poesía Joaquín Xirau Icaza (2019), la beca PECDA para creadores con trayectoria (2021) y el Premio Nacional de Poesía Amado Nervo (2022). Es autor de Soy más humano cuando como vegetales (2014), Animalaria (2018), Péndulo y sextante (2022), Todas las piedras angulares (2022) y Ferales (2023).

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