Me sucede. Puede que asome su rostro mientras juego con los restos de alguna comida que consumo en soledad y descubro mi cara en el fondo del plato. O mientras paseo por la Medina de Tetuán y un señor, muy pobre, se confunde entre los sacos de un atiborrado almacén. Su cuerpo como mercancía. El mío como posibilidad de hacerlo visible por un segundo.
Porque la poesía es posibilidad. “Imagen y posibilidad”, diría José Lezama Lima. Justicia y posibilidad, digo yo. Caen bombas en Damasco y nada –o casi nada– puedo hacer para evitarlo. Solo escribir. Vindicar a esos muertos. Anna Ajmátova, para escribir su “Réquiem”, hubo de valerse de una amiga que iba cada tarde a su mínima habitación, en una kommunalka peterburguesa, a memorizar los versos escritos por las mañanas. Ajmátova debía tragarse los papeles después. La amiga debía recordarlos mientras hablaban del estado del tiempo en la ciudad. Frente a esos actos de heroísmo, mi poesía palidece. Recordar el gran acontecimiento poético que ha sido Ajmátova, funciona como paliativo temporal. Escribirlo, mientras acaricio los muebles que ella una vez acarició, deviene acto de justicia.
La poesía es “ver lo que es”, aseguraba Kahlil Gibran. La poesía es “sentir lo que es”, digo yo mientras interrumpo con mi presencia, con mi cuerpo, las vidas de los otros; mientras algo se crispa en mi pecho cuando llega la visión y sólo al sentir lo posible, lo que estoy por reinventar con mis palabras, acontece el renacimiento.
Ningún mito ha sido más poético que el del Edén. Ningún desafío más provechoso a la poesía que el de reescribirlo una y otra vez. El poeta, frente a las palabras, intenta renombrar constantemente. No tiene derecho a la fatiga. Ni a olvidar las infinitas posibilidades combinatorias que le ofrece aquel jardín. Pero tiene que sentirlo. Como si fuera música. Música y poesía, siempre en paralelo. Dos de los posibles universos que habita el infinito.
Entender la poesía como música es admitir que el poeta, en los periodos de silencio, no hace más que afinar sus cuerdas, vientos, percusiones y claves. Y es que la poesía a veces no sucede, y ese tiempo de afinaciones también es fecundo. Tiempo de incesantes lecturas y viajes, de cine, de un inconmensurable amor que llega propiciando paz. Todo regresa después. Todo sucede el día menos pensado mientras caminas por la Medina de Tetuán o ves tu rostro en el fondo del plato y recuerdas.
Recuerdas que el cuerpo que eres se inscribe en una intensidad precisa. Que todo lo que ha sido dicho puede, desde ti, ser recolocado en el cosmos. Que las omisiones son parte de tu misión. Que hay mujeres en silencio mientras tú puedes hablar. Que hay hombres torturados mientras tú paseas en los parques de una ciudad que no te vio nacer. Que los exilios (como la poesía) son una oportunidad para la reinvención, pero son también un privilegio. Que la poesía es un exilio más y eso te hace doble habitante de lo extranjero. Que ese sexo y ese género con los que convives apaciblemente son un infierno para otros. Que hay pueblos sometidos al hambre y a la sed mientras tú disfrutas una cerveza o una ducha caliente.
Recuerdas y escribes.
La página en blanco que ahora mismo es la sección de notas de tu teléfono, o la servilleta, o el estado de duermevela (cuando aparece ese verso que quieres recordar, que necesitas retener para la mañana siguiente), son espacios que convocan un lenguaje que a ratos funciona como arma para revelar la imagen o como espacio lúdico para recrear un cosmos; o quizá, por qué no, como hábitat del odio y la venganza.
La poesía es, a veces, ritual de exaltación (odas, réquiems, alabanzas); pero también casa para la noche oscura del alma. Desde san Juan lo sabemos e insistimos en enmascararlo.
Siendo duales o infinitos, encontramos, en el lenguaje, un ritual que convoca y mata. Vallejo también lo supo: “Comprendiendo sin esfuerzo/ que el hombre se queda, a veces, pensando,/ como queriendo llorar/ y, sujeto a tenderse como objeto,/ se hace buen carpintero, suda, mata/ y luego canta, almuerza, se abotona…”
Sudas y matas con un cuerpo que más tarde almuerza y se abotona. Uno que siempre canta. Lo canta todo. El misterio divino y el horror. Son días de horror y, sin embargo, la poesía prevalece. Días de niñas muertas y de mujeres intentando aniquilar la vida pública de algunos hombres. Mientras, a la par, otros que sí mataron palidecen ante la euforia que inunda el ágora. Se confunde y quema la realidad. Y la poesía prevalece.
Los poetas hemos de ser más misioneros que nunca. Más justos que nunca. Más responsables con la palabra que nunca. Cada vocal, cada sílaba, emanarán saber y resistencia, modos de mirar, sentir, ser, convocar y recolocar los trozos rotos del mundo sobre el mantel de la íntima cocina. Y alguien leerá desde la velocidad del tren, desde el dispositivo cada vez más pequeño, cada vez más inquietante. Y vendrán mundos nuevos. O los inventaremos, que para eso estamos.
Autor
Mabel Cuesta
/ Matanzas, Cuba, 1976. Poeta, narradora y ensayista. Graduada de Licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad de la La Habana y Doctora en Literatura Hispánica por la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ha publicado In Via, In Patria (2016), Nuestro Caribe. Poder, raza y postnacionalismos desde los límites del mapa LGBTQ (2016), Bajo el cielo de Dublín (2013), Cuba post-soviética: un cuerpo narrado en clave de mujer (2012) e Inscrita bajo sospecha (2010), entre otros libros.