Los datos fútiles que nos construyen
| Inéditos
Tu voz
Todas nuestras cartas se extraviaron;
digo se: dudo que fuera voluntario.
Qué me contabas, qué te escribía,
dónde se hundieron nuestras huellas,
los datos fútiles que nos construyen:
cuántas hermanas, cuándo tu piano,
por qué una estrella brilla en tu cuello,
de dónde tu sonrisa y tus manos largas.
Por qué me fugué. Por qué te fuiste.
Quizás un año y medio fuera poco;
tres cientos de kilómetros, inmensos.
Qué endeble es el tiempo a los catorce;
qué frágiles debieron ser aquellos niños:
acaso de pronto asumieran lo ridículo
de sonreír a las palabras de un extraño
semejante y sencillo. Lejano.
Ingenuos. Intensos. Frágiles. Bobos.
Como el bobo señor que ahora toma su teléfono,
y escucha —atento, ansioso, emocionado—
por primera vez tu voz.
Objetos
No son muchos los objetos que, aquí, te evocan:
el cedro que mi corazón custodia,
el suéter beige, mi diccionario griego.
Fotos que destiñeron los veranos,
o algodón que despedaza el tiempo,
todo deshilan las horas:
poca cosa, los objetos.
Pero son más sólidos que la memoria
y, aunque en esta ciudad que te es ajena,
nada recuerde que eres mi mamá,
que me guíen tus hilos, si me pierdo.
Seremos siempre dos niños con su helado
caminando a la fuente entre los charcos.
No están hechos de cosas los recuerdos.
Sustracciones
I
Es cierto: el espíritu es un soplo.
El alma humana es una tenue llama.
II
Ayer fui con el médico que me salvó la vida.
Le conté lo poco que entiendo:
que no está nuestra hija,
que tú no estás,
que estoy aquí todavía.
Que coma —dice—, que duerma,
que cuide a nuestros gatos.
Que no muera
lo que dejaste.
III
A mi hija, si alguna vez se siente como yo hoy me siento:
Si alguna vez te sientes como yo hoy me siento
y no quieres comer, y ya no puedes dormir,
y nada te levanta de la cama:
Come, Lucía. Levántate. Y ama.
IV
Cuánto dinero se ahorra estando solo:
no hay quién coma las frutas que compré.
Todo se pudre.
V
Mi pequeño corazón.
Así te llamo en secreto para que, donde estés, me escuches.
Y me imagino tu pequeña mano cerrada, latiendo.
Para después de firmar los papeles
Por la madrugada del quince de octubre en dos mil once.
Por pensar en irte conmigo y confiar en mi voz chueca.
Por responder mis mensajes.
Por empezar a hacerme feliz desde ese momento.
Por atender el teléfono una semana después.
Por regalarme tu risa
al llamar sin pretextos, por solo volver a escucharte.
Por llenar de palabras el tiempo
hasta volvernos a ver en noviembre.
Por esperarme, niña, sola, a pesar de las horas.
Por vestirte de verde. Por acercarte tan cerca.
Por el mezcal y esa fuente que será siempre nuestra.
Por confiarme tu vida ese fin de semana,
el más hermoso del tiempo.
Por tu mirada brillante.
Por dormirte conmigo y arrebatarnos el frío.
Por la inmensa tristeza del lunes,
en la estación de autobuses,
viendo tu cara alejarse.
Por recibirme en tu casa el fin de semana siguiente.
Por la alegría de verte otra vez, cruzando otra calle.
Por tu ciudad. Por caminar ahora tus sitios.
Por la decoración navideña con Laura y Regina.
Por detenerme cuando ya abordaba el camión.
Por pedirme ser novios. Por todos, por ese domingo.
Por ir a mi casa en enero, contraviniendo a tu madre.
Por ponerme nervioso mientras conduzco ese coche
y perdernos por mi ciudad hasta llegar al Felina.
Por Belle and Sebastian, por los Fleet Foxes, por Noah and the Whale,
por The Head and the Heart, por Andrew Bird, por la Dave Matthews Band,
por Beirut, Radiohead, por Ana Belén y Víctor Manuel.
Por todos los viajes y el dinero en boletos a verme.
Por el cansancio, el esfuerzo,
el peligro y el vértigo.
Por mostrarme tu tierra escarlata y tu mar y tus cerros,
por tu hermosa voz de desierto.
Por el chiltepín, los callos de hacha y el bacanora.
Por los viajes fallidos en kayak, en camión y en panga,
por los helados en Thrifty,
por las carnes Santa Rosa,
por mi sombrero con pluma.
Por el viaje a Xalapa y por cuidarme borracho.
Por El Rey con alberca, por los paseos en la Vespa,
por los baños juntos, por las fiestas juntos, por ir juntos.
Por la incontable ternura.
Por sentirme mejor que en mi casa cuando estaba contigo.
Por ser tú mi casa.
Por ser yo mejor
cuando estaba contigo.
Por creer en nosotros. Por oponerte a la lógica.
Por dejar tu librero y tu cama y tu tele y tus plantas
y, con lo que cabía en ese coche, mudarte conmigo.
Por el viernes quince de marzo y casarte conmigo.
Por la luna de miel entre peces y cuidarme del sol,
por los tacos violeta y las marquesitas yucatecas.
Por que la noche del veinte de marzo, a tu lado,
era yo el hombre más feliz de la Tierra.
Gracias. Por la ropa de cama, por las lámparas rojas,
por las ollas, los sartenes, los cubiertos, los platos,
por las camisas planchadas, la ropa siempre lavada.
Por las veces que volvías del supermercado con más,
con un detalle para mí o para la casa.
Por construir nuestro hogar en esa casa chiquita.
Por todas las cosas pequeñas, que ahora me faltan.
Por el doce de septiembre, por volvernos eternos,
por el estupor, la sorpresa, el coraje, el sosiego
al conocer a Lucía completa, improbable y perfecta.
Por, esa mañana, liberarnos del cuerpo y del tiempo.
Por tanto. Por tanta belleza.
Por tu mano en las noches aliviando mi insomnio,
por el mango partido, por los panes franceses,
por la avena con miel, por tu mano en mi oreja.
Por la valentía y la entereza, por la bravura
para quedarte de pie y sostenernos
con todo y el alma mordida.
Por las mil y una noches.
Por el viaje sin vuelta.
Gracias. Todas las gracias.
Que mil paraísos te advengan.
Que seas siempre libre y hermosa.
Que tus dioses te amparen.
Que las risas te arruguen.
Que la ternura te sobre.
Que jamás me recuerdes.
Y que en cambio perdones
que a partir de este instante
yo también me permita
para siempre olvidarte.

José Saed Ayub / Ciudad de México, 1983. Poeta y traductor. Filólogo clásico por la UNAM. Es, además, maestro en Estudios de Literatura Mexicana, candidato a doctor en Humanidades por la Universidad de Guadalajara y profesor universitario desde 2009.