Breve historia del profeta
I
Siempre hubo alguien ajeno a su manada;
uno que no sabía cazar, que no corría;
uno al que su lanza no hizo caso nunca;
uno que miraba de lejos la estrategia,
el despliegue silencioso de los suyos
a través de los altos pastizales.
Uno que esperaba su turno de comer,
en soledad,
entre huesos y carbones apagados.
Sin la lengua aún como una espada,
enigmático artefacto
para hablar de dioses y a los dioses,
aquel vivió entre sombras,
con la dura incertidumbre
de ignorar su suerte en la manada,
siendo el lastre, para siempre,
el temeroso carroñero de su clan.
Su certeza:
no ver nunca la mirada
de su presa, pero sí sus propios ojos
aterrados en el brillo de los ojos
del verdugo.
II
Siempre hubo alguien débil
pero reacio a sucumbir ante la muerte.
Alguien que forjó su lengua como escudo
como un dardo también y una guarida.
Alguien que habló primero
y dijo:
“He subido al monte
y he visto el futuro de los nuestros.
No me toquen.
Denme vino.
Yo debo de comer primero.
En mi pecho hay un enorme caracol
que hace sonar el hado.
He descompuesto el rugido.
Yo puedo hablar.
Seré el artífice de Dios,
la piedra angular de nuestro grupo.
Denme de beber.
Por mí seremos grandes.
Por mí se escucharán nuestras hazañas”.
III
Hubo alguien que tendió la espada
de la lengua como un puente cristalino a Dios
y supo que podía exterminarlo.
Alguien que donó a los suyos el secreto,
y la palabra, pan divino,
fue mutándose en rastrojo
masticado hasta el hartazgo por millones.
IV
Aún ahora, queda alguno
asido tristemente a la palabra,
en una dolorosa relación de fe
y desencanto.
Alguien en quien nadie cree,
que no sabe cazar ni corre,
que mira desde lejos la estrategia,
el despliegue tumultuoso de los suyos
a través de los altos árboles de acero.
Uno que come en soledad,
sin más auditorio que su plato.
Camposanto
(Día de Muertos)
Absortos
en su propia fascinación incandescente,
no contemplan los pabilos su desgaste;
no sienten el fulgor helado de la sombra
que los va ciñendo.
Sueñan
un sueño tornasol de cascabeles,
una danza frenética de albores
que se extinguen,
poco a poco,
sin notarlo.
Y la quimera de la luz va replicándose,
sacando irresponsablemente del descanso
a otras velas,
hinchándolas de la avidez
por esa combustión
que habrá de consumirlas.
Mundo: enorme cementerio,
heredad y fuego fatuo;
reguero de mínimas deflagraciones;
onírica impresión de plenitud
frente a la noche.
Pedro, tú dijiste la verdad:
la vida es sueño
y tú, Xavier, desde el insomnio
de New Heaven;
y tú, José, rotunda flor de transparencia,
lo advertiste:
sólo el ciclo de la muerte no termina.
Arrecife
Todo inicia con una sinfonía
de nómadas que al fin encuentran sitio:
un páramo dónde florecer,
dónde apaciguar la sed sedentaria
de sosiego.
Todo ha comenzado aquí
como una blanda proliferación de calcio,
un lento vendaval
de hierbas que son dedos
y son bocas, lenguas, intestinos;
ciegos ojos dactilares
para acariciar la luz
para extender el imperio
de sus propias formas:
¡Ah, Darwin! La silenciosa guerra
repetida hasta el cansancio;
las variaciones tácticas de las especies
el arsenal policromático de la materia,
todo,
la urdimbre caprichosa de las nervaduras,
las esporas
y hasta el breve relámpago de las espinas,
todo este concierto:
es el intento inútil de saciar
la terrible sed de subsistir,
de no extinguirnos.
Cuánta milenaria sabiduría,
cuánta belleza tiene el mecanismo
de la conservación.
Autor
Adán Brand
/ Aguascalientes, 1984. Licenciado en Letras Hispánicas por la UAA y Maestro en Lingüística Aplicada por la UNAM. Entre otros premios y reconocimientos, recibió el Premio de Poesía Desiderio Macías Silva (2008), la Medalla Alfonso Caso al Mérito Académico (2013), la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas (2014-2016), el Premio Nacional de Poesía Joaquín Xirau Icaza (2019), la beca PECDA para creadores con trayectoria (2021) y el Premio Nacional de Poesía Amado Nervo (2022). Es autor de Soy más humano cuando como vegetales (2014), Animalaria (2018), Péndulo y sextante (2022), Todas las piedras angulares (2022) y Ferales (2023).