Donde dice monstruo debe decir
1
Quisiera besar aquello que miras.
Acariciar el paisaje de tu aliento.
Los cerros arden bajo la tormenta como un mensaje
de dioses que hablan con el relámpago
y con el verano en medio de la nieve.
A nosotros, monstruos, nos corresponde
vivir, cabezas rapadas, en el cierto ojo de la tormenta,
desnudar su fuego divino con las manos
y ponerlo en la punta más extrema de la tierra
en la misma puerta del pueblo del puerto
como un faro envuelto en un salón de música.
Quisiera abrazarte más allá de todo lenguaje.
Abrir tu pecho para pasar allí el invierno.
2
Habitar dentro de un monstruo es terrible
sobre todo para quienes están afuera y tienen
que soportar ver
toda ausencia de leyes naturales dentro:
el amor la belleza la lealtad el heroísmo la virtud.
Todo cuánto es inflamable en el cuerpo.
Habitar dentro de un monstruo
convierte el territorio abstracto y baldío
en una tierra de cultivo y de culto.
Escúchame, tu frente es limpia y amable.
La comisaría de las luciérnagas
Las calles donde te aprieta el vértigo
pertenecen a la franja horaria de las luciérnagas.
Y a pesar del buenas noches no te duermes—
lees páginas de la madrugada
que pones a hervir junto con naranjas en la sopa.
Tus pies se congelan hasta el estornudo
y te preguntas tomando la sopa
de qué se trata el brillo,
entonces. Dentro del ruido de tus llaves
te paseas por la calle de la postcumbia
y en cada ventana te ves con una trampa:
es la luna que aletea sobre el rostro del gran sastre
que zurce los diamantes de la niebla.
Hablan y caes en cuenta de que es un tema
más de tono que de palabras:
como tu gallo, hirviendo blanca en la tina del baño.
Las llaves te mueven pero ya borraste
al menos unos cuantos polvos de tu lista.
Una luciérnaga te atropella.
Sólo le importa la coimisión del otro por su parte.
—¿Qué es la vida sin curiosidad? —te espeta.
Te la alcanza te ofrece se te antoja.
Una naranja azul de niebla blanca.
Fósforo, ajústate al lenguaje, te dices.
Mides su mancha. Miras a la luciérnaga a los ojos.
Conócela. Se afana. Florea. Se ufana. Aletea.
Mientras irá dejando salir luz
Pero no te importa, estás armado de paciencia.
Siempre mosca. Todo está en que no te rayes
y verás si brilla. Los ojos se le están vaciando
pero no los sueltes.
Hasta que esté finito y aguja.
Este es el salto dialéctico
Luego ya eres un dónde volar, a 10 metros por segundo
hacia las manzanas de la tierra este.
—Hay que perseguir a los nombres.
—Hay que machacarlos con adjetivos.
Pan pum perro bang naranja track monedas pam moscas.
Árboles. Tierra.
Te dice, casi avispa y oscuro, tengo un amigo secreto
en la comisaría de las ratas. Lo bajas de una.
Solo es importante cerca de la franja.
—¿Una taza de té? —le ofreces y se prende
de nuevo la postcumbia en todas las fiestas.
Sientes que el invierno se te hinca en los dedos.
—Conversemos. Se meten una bomba
y te juega sus luces. Le sigues agarrando los ojos.
Así se afila un cuchillo. Como un argumento.
Lo importante son los tiempos del verbo.
Entonces cambias, finteas, pones de tu cosecha.
Ya no le gritas. —Háblame. Le das tu sonrisa.
Se mecen los árboles No hacen ruido
El negocio no te demora ni cinco minutos.
Moscasa. Te has puesto a picotear
en el enjambre de monedas
enterradas entre las horas.
Le ayudas al gran sastre a ponerle
su nuevo traje al ahora frio luciérnaga
y como un epitafio repite ante el cuerpo
“puesto que para las abejas
son muy necesarios los colores;
para los colores, las estaciones;
y para los gallos, lo era tu cocina blanca
ahora nos encargaremos de tu parte
en el brillo de la niebla”.
Como buen mosca, al toque los madrugas.
Tus llaves se multiplican con más esquina.
Despiertas como quien se cae por el reloj.
Jalas en otro cuarto, alacrán inútil y por eso bello.
Caminas sigiloso sobre las preguntas.
¿Qué formas tienen los negocios?
¿Brillan como balas o como un cuchillo?
—Dame un nombre —le pides al sastre.
Y ya te sonríe
Ya llevas música entre los dientes
Solo el aire es gratis. Para ti te guardas
las horas y las mañanas siguientes
Como un gallo bailando bajo la ducha
mientras prepara la comida
—Y porque has quemado a las luciérnagas
tu nombre es Fósforo —te enciende el sastre.
Un Fósforo mosca que brilla y juega
en todos los mercados azules de la niebla.
País abierto
mi país es tan pequeño que si me levanto
por el lado izquierdo de la cama
ya soy un extranjero. mi país
no tiene más que una sola estación de bus.
en mi país cuando trajeron un cristo
crucificado para la única iglesia
tuvieron que cortarle un brazo para
que entrara. en mi país los días
duran la mitad. y la gente tiene
herramientas que a la vez son una taza
un taladro una espada un tambor una silla.
para que la comida dure el doble
comemos frente a los espejos.
ahora que viajo me doy cuenta
que solo se puede hacer bien el amor
en mi país. cuando vino la sequía
nadie se dio cuenta. cuando llegó
el invierno incendiamos la iglesia
y creamos al menos tres religiones más.
mi país tiene la misma cantidad
de alfabetos que de personas.
al miedo no lo conocemos pues hemos
sembrado tanto horror en el mundo,
que solo le tenemos pánico a dormir
porque en mi país nadie sabe
convertido en qué se puede despertar.
Los techos de calamina vibran al compás de la lluvia
Lo mejor que puede suceder es el agua
corriendo en las cañerías
pero pocas veces suceden cosas buenas
en mi casa. Con la palabra amor se acaban
muchas palabras. las canciones y los bailes
de moda. hendiduras imperceptibles en los dientes
como colinas como elefantes blancos;
porque ya es costumbre acarrear tangos
en los baldes de agua. El frío
que se filtra por las grietas me amuebla la casa.
Y aunque es un desierto lleno de espinos y tequila
las musas bailan en mi pecho
al son del carro basurero y se ríen de mi falta de agallas,
de mi inestimable pesimismo al prender los cigarrillos.
Every time we say goodbye revolotea por la casa.
Con el tiempo también aprenderé a reírme.
Pavlov tenía algo de razón en ello.
Gavia
Olvidarse el mar.
ahorrar velas y en cambio tejer alfombras
para hacer confortable mi tienda
pulir los mástiles desarmar la gavieta
estirar las sogas y mi piel bajo el sol
hasta obtener sal para aderezar ya no peces
también entregados al sol
así aprender a vivir de otra agua y de otra lumbre.
cuidar el cambio de cada luna y no otra vez
la primera estrella entre las piernas de la tarde;
cavar zanjas delimitar la tierra
guardar las hogueras que prenden en las astillas
y el alquitrán restante de desmontar
la quilla y la cubierta. Olvidar del mar
el mar.
Autor
Martín Zúñiga Chávez
/ Cusco, Perú, 1983. Poeta. Su libro de poesía más reciente es Panorama de las casas y lo inflamable (2022). Entre otros títulos ha publicado No siga ese pájaro (2007), Gavia (2019) y Cover (2011). Su obra ha recibido importantes premios en España, México y Perú. Coorganiza el Festival Internacional de Poesía de Arequipa y desde hace varios años gestiona el proyecto Urbanotopia.