María Ángeles Pérez López, Libro mediterráneo de los muertos, Valencia, Pre-Textos, 2023, 56 pp.

La última obra de la poeta española María Ángeles Pérez López, Libro mediterráneo de los muertos (2023), que obtuvo el VI Premio Internacional Margarita Hierro, profundiza un estilo que indaga e interpela, mediante un lenguaje frondoso, la realidad convulsionada que atravesamos —especie de genocidio en marcha continua: conflictos armados, hambrunas, depredación ambiental, trágicas migraciones—, desde una poesía en prosa atravesada por el relámpago de imágenes contundentes que muchas veces portan la mueca de lo desmembrado y “las largas agendas del ahogo”.
Si toda obra de arte gira en un eje exploratorio, su nutrida producción lleva el impulso de sus búsquedas a partir de una paleta de símbolos que reenvían las más de las veces a objetos (metales, piedras); incluso el lenguaje visto en calidad de materia, poniendo el foco en “lo real” como categoría de fronteras difusas entre lo palpable y lo intangible —límites borrosos entre la luz y las tinieblas, el aire y la asfixia.
Apuntalan lo anterior algunos títulos de sus libros —La sola materia, Carnalidad del frío, Fiebre y compasión de los metales, Incendio mineral y otros—, en cuyas páginas las “cosas” amotinadas toman la palabra y el lenguaje se convierte en una madeja de nervios, un amasijo de significados que alude a una sobrevivencia entre pulsiones —lo dicho—, de lo que pugna por persistir y lo ya carcomido por la herrumbre, o aquello que se descompone; “lo podre”, como denominó a un texto del magnífico libro Fiebre y compasión de los metales.
Es precisamente luego de esta obra publicada en 2016 que su producción dará un giro formal, al pasar del verso libre a una discursividad variopinta en la que sobresale el ensamblaje de un profuso tejido intertextual junto a un conjunto de afinidades concurrentes —diálogos con Pound, Pizarnik, Mestre, García Lorca, Borges, otros—; cimentado todo por una fulgurante constelación metafórica. Este ejercicio será recurrente en sus obras posteriores Interferencias (2019), Incendio mineral (2021), y la que motiva esta reseña: Libro mediterráneo de los muertos (2023).
Los títulos citados podrían estar indicando un ciclo en la poética de la autora que va de 2019 a 2023, en el que profundiza esas marcas, tal como lo expresa Julieta Valero hablando de sus últimos libros: “De una u otra forma, el lenguaje nace y se organiza como materia viva”.1 Palimpsesto con capas narrativas —notas, comentarios, citas, desglose de etimologías, letras de canciones, referencias culturales, datos científicos y párrafos de silencio representados por una sucesión de puntos suspensivos— que articula fases de una línea en apariencia deductiva y que adquiere su verdadero realce a partir de un flujo de imágenes sugerentes.
En esta dirección resulta singular el caso del libro Interferencias, en el que la autora exacerba este montaje al sustraerse para dejar que hable el puro acoplamiento, pasando así a ser, por decirlo de alguna manera, la “armadora” de un collage entre los versos de otros escritores y textos que llegan del periodismo y la estadística. Esa urdimbre sometida a la colisión entre el lirismo y el dato duro de la información —acentuada con el uso de tipografías diferentes—, evidencia aún más el declive de la justicia social y de la salud ambiental, adelantando en varios de sus textos la situación urgente de desplazados y refugiados; justamente el eje de su último título publicado.
En el terreno de las vecindades habría que mencionar a Ernesto Cardenal (cuya obra ha analizado Pérez López en su faceta de crítica literaria), y el trasiego textual que en la obra del nicaragüense va del salmo al testimonio y de lo descriptivo al recorte epigramático, integrando consignas políticas, onomatopeyas, datos llegados de la botánica, la antropología, la astronomía, la física, la historia, la economía; además de términos indígenas, cifras, partes de guerra, marcas comerciales, siglas, telegramas y apuntes de viaje.
Además, quizá compartan ambas voces, a grandes rasgos y dejando de lado el peso de la religión en el autor de Cántico Cósmico, un destino general de mutaciones desde el Big Bang sobre el que martilla Cardenal (“Volveremos a ser gas de estrellas otra vez./ Hidrógeno seré […] Los astros mueren/ para dar origen de otros astros”), al “estruendoso zumbido de lo real” que atraviesa la poesía última de Pérez López (“Brota luz de los huesos cuando desaparecen”) y los constantes cambios de estado de la “materia granulada”; fragmentaciones múltiples e indagaciones sobre el ser (“tú sobre un páramo vacío”), mientras que Cardenal arma y desarma cosmogonías allí donde la materia se desintegra en un universo sumido en esa oscuridad donde “ni existía la nada”.
Si en Interferencias la poeta de Valladolid ocupaba un segundo plano, en Incendio mineral (Premio Nacional de la Crítica, 2022), su voz regresa con vigor y se encumbra mediante un hablante a ratos coral que continúa el diálogo con otros creadores a través de supuestas coautorías que rematan en líneas como las que siguen: “con Aníbal Núñez”, “con Fernando Pessoa”, “con José Emilio Pacheco”, etc. Dicha obra, que anticipa el clima de Libro mediterráneo de los muertos —las mutilaciones, el lenguaje como parte de nuestra anatomía, los ojos rodando sobre pesadillas interminables—, da señales de lo seccionado; o mejor: una sombra huérfana que atraviesa la tierra del vacío escarbando en el sinsentido.
Vomitando la carnalidad de las palabras, el tacto repasa texturas viscosas como si todo estuviese recubierto de telas, membranas, vendajes, pieles, redes (en el mismo sentido caben, creo yo, estas líneas de Olga Orozco: “Soy una habitante de la momia del mundo. Han embalsamado el aire y el paisaje que no veo”).2
Libro mediterráneo de los muertos se sitúa en el impulso comentado hasta aquí: lo real y su naturaleza insondable, lo intertextual, la escritura sobre el temblor de su propia deriva y un ejercicio de transfiguraciones que da paso a una especie de tratado de la materia. Habría que prestarle atención además a otros tópicos que se desprenden de estas páginas y que surgen de la simbología profusa ya advertida: desde ya la tensión entre Eros y Tánatos, la rugosidad del silencio (“El silencio nos ata con su alambre. Cose mi boca, el sexo, los oídos. Pero incluso en lo mudo podré decir que no”) y el lenguaje como una Babel que vuelca jergas incomprensibles (“Todo viene a decirse y no lo entiendes”), en consonancia con el clima de sofocación.
Precisamente lo opresivo atraviesa las páginas del Libro mediterráneo de los muertos; lo irrespirable en términos de un aire contaminado; vientos que huelen a desencuentro, confrontación, indiferencia social. Vale decir, aquel “miasma” pestífero que anunciaba Oliverio Girondo en Persuasión de los días, donde presagiaba la reciente pandemia (“Este clima de asfixia que impregna los pulmones/ de una anhelante angustia de pez recién pescado,/ este hedor adhesivo y errabundo,/ que intoxica la vida./ Y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo”), con analogías entre el ahogo existencial por los “pudrideros” y esa “baba… que herrumbra las horas”.3
Las imágenes de Pérez López dan noticias de este descalabro en pasajes de emotiva expresividad: “brama el mar… Entra por el boscaje de tus bronquios, los bramaderos rotos del batiente”, “No alcanzaste a anotar en tu cuaderno las frases desarboladas por el naufragio: ‘No puedo respirar’”, “Tal vez se pose al fondo de los bronquios la llave esquiva de los carceleros”.
Luego anota, con un guiño al César Vallejo de “quiero escribir pero me sale espuma”: “Quiero decir enigma y zigurat pero sólo tengo arena en la garganta”. El lenguaje vuelto materia, como apuntamos al principio de esta nota, atraviesa las páginas del libro en secuencias de un todo que se aglutina y se disgrega al mismo tiempo: “De cada astilla o hueso o quemadura brota también el lenguaje como pulpa consanguínea […] Un escalofrío recorre la afilada sintaxis de la degollación, sus palabras que arden salpicando tu cuello […] Tropezarás con trozos de lenguaje”.
Vuelvo a la palabra “amasijo” para acompañar lo que la poeta designa como “revoltijo” (hay que recordar el título de su primer libro: Tratado sobre la geografía del desastre), un oleaje feroz, violento, que se traga todo. Escribe: “el agua ha de romper cualquier sintaxis… ¿Encontrarás tu cuerpo entre tantos ahogados?” Aquí cada palabra pesa como un ahorcado en los brazos del aire, un organismo convertido en bolsa de guijarros, un depósito de metales herrumbrados.
(Una digresión: resulta interesante espejar el libro que venimos comentando con el ensayo del filósofo Franco Berardi, Respirare, respecto a una opresión que deviene hecatombe y que el italiano denomina colapso respiratorio y psíquico a causa del “automatismo tecnofinanciero”, la saturación informática y el “flujo de Caos; es decir, sostiene, que paraliza la mente social y rigidiza la respiración”. Lo interesante es el lugar de contradiscurso que Berardi le otorga a la metáfora como “punto de fuga del sofocamiento” y el ritmo que sintoniza con la respiración del Cosmos. Señala: “La poesía es la condición existencial que hace posible la desconexión del flujo caótico y la conjunción de un ritmo de respiración diferente”).4
Desde el título, Libro mediterráneo de los muertos remite a la peripecia fatal de los migrantes; las vidas al borde; una orilla que es límite, filo, encerrona, cornisa y paso en falso; desplazamientos por fronteras vigiladas; un asunto que ya había tratado en varios textos de Interferencias como “Altura por masa”, donde expresamente hace hincapié en la empalizada entre Melilla y Marruecos dispuesta para impedir la entrada de migrantes a España, que se ha cobrado numerosas víctimas. Aunque aquí lo despedazado podría asimilarse también a desastres del medio ambiente (tsunamis, huracanes, tifones, terremotos, incendios, inundaciones), la figura central es el cuerpo (la palabra), que a contracorriente no llega a hacer pie y es deglutido. En esa línea de la vida como secuencia de mutilaciones, escribe que el mar “rompe, imprudente, las costuras, el cuidado atado de los cuerpos”, mientras va palpando todo con el sentido de la vista: “¿Serán los ojos dos botones vivos?”
De otro lado, por medio de diversas figuras de pensamiento, indaga en los campamentos de la paradoja con premisas desertoras de cualquier lógica que no sea el escarceo zigzagueante de lo poético. En las encrucijadas signadas por lo irresoluble se deja apreciar la lucha de contrarios, el espacio y el tiempo trastocados; los puentes vaporosos entre un hoy que es devastación y un ayer representado por un templo sumerio que permanece de pie: “Enigma y zigurat en la tormenta. Parpadea el relámpago mientras caen los milenios”.
Practica además exploraciones de sesgo filosófico; como la paradoja de Zenón de Elea citada en una de las “Notas” ubicadas al final de cada uno de los ocho extensos poemas del libro, que más allá del dato bibliográfico, el comentario o la referencia puntual, funcionan como una continuación del poema: “Lo sabía Zenón: ‘Lo que se mueve no se mueve ni en el lugar en que está ni en el que no está’. Nos persigue la luz en tanta noche”. Y vuelven los diálogos, esta vez con Eunice Odio (Costa Rica), Anne Carson (Canadá), Charles Wright (Estados Unidos), Juan Calzadilla (Venezuela), Juan Luis Martínez (Chile); pintores como Goya y Leonora Carrington y otros personajes diversos como el maestro republicano Antonio Benaiges, asesinado por el franquismo cuando intentaba que sus alumnos, que no conocían el mar, por lo menos lo imaginaran.
El éxodo de la pobreza como fenómeno global que ha sufrido un crecimiento exponencial en las últimas décadas —migrantes que intentan cruzar el Mediterráneo, desplazados que atraviesan México o, entre cientos de miles, refugiados en albergues de contención en las islas del Egeo, en Grecia— pueblan esta última obra de Pérez López que logra dar testimonio sin sacrificar el lenguaje apuntalado por las imágenes visuales: “Aquí no puedo abrir paréntesis sin que salte la memoria sobre el látigo, la pequeña tilde roja en la espalda de África […] Cuando escribes te vuelves su carnaza, el cebo tembloroso, lo que grita y pulula en el lenguaje […] que todo lo borre esta luz animal”, entre muchas otras.
Los mejores textos de la poesía son aquellos que trasladan una inquietud y tienden una extensa alfombra de preguntas sobre las que el lector se abismará en sus cavilaciones. Señala Pérez López: “Se borrará ese mar enmudecido. El mar mediterráneo de los muertos. ¿Entonces emergerán todos los nombres?”, dejando una estela de interrogantes que calan en los jirones de la sobrevivencia. Y repite un verso que suena a epitafio: “La tumba no es el mar sino el lenguaje”, que, entre otras cosas podría aludir a las palabras borradas para siempre en las lenguas abotagadas de los ahogados.
Las últimas páginas muestran una disposición tipográfica con sesgo concretista, mientras la tinta se diluye dando el efecto de versos flotando en el océano de la página en blanco tras el hundimiento del poema. Las palabras sueltas y espaciadas, dicen: “la piedra en que dormita, viscoso, este pavor”, dicen: “la blanda decepción de las medusas”, dicen: “rostros tachados rotos escandidos”.
En Libro mediterráneo de los muertos, Pérez López transita un tema pesaroso con la rúbrica de quien maneja con destreza un lenguaje que es a la vez bifurcación y condensación de sentido, y constata el cohabitar de la conciencia crítica con la escena onírica para entregarnos una obra singular y conmovedora.
1 Julieta Valero, epílogo a Incendio mineral, Vaso Roto, Madrid, 2021.
2 Olga Orozco, “Y todavía la rueda”, de La oscuridad es otro sol, Losada, Buenos Aires, 2010.
3 Oliverio Girondo, Persuasión de los días, Losada, Buenos Aires, 1942.
4 Franco Berardi, Respirare. Caos y poesía, Prometeo, Buenos Aires, 2020. Ver también Jorge Boccanera, entrevista a Franco Berardi, La Tecla Ñ, 23/3/2022 (lateclaene.com).
Autor
Jorge Boccanera
/ Buenos Aires, Argentina, 1952. Poeta, crítico, periodista. Entre sus libros de poesía figuran Polvo para morder, Sordomuda, Bestias en un hotel de paso, Palma Real, La poesía se come cruda, Animales borrosos, Monólogo del necio y Ojos de la palabra. Su antología Tráfico / Estiba (2019) reúne sus libros editados entre 1974 y 2015. Obtuvo el Premio Casa de América (España), el Internacional Camaiore (Italia), el Premio Honorífico José Lezama Lima (Cuba) y el Premio Internacional Ramón López Velarde (México). Entre otros libros de ensayo, ha publicado Sólo venimos a soñar. La poesía de Luis Cardoza y Aragón.