julio 2019 / Entrevistas

Cuerpos ausentes. Una conversación con Sara Uribe

Antigona González (Surplus Ediciones, 2011) nació de la propuesta de una dramaturga, Sandra Muñoz, quien le pidió a Sara Uribe (Querétaro, 1978) la creación de una obra conceptual sobre la masacre de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, para así montar una reflexión sobre el arte, los desaparecidos y el duelo. La poeta se dedicó a tejer citas con datos, notas rojas, testimonios e información de sitios web. En ese libro Sara Uribe hace una analogía entre la tragedia de Sófocles y la mexicana, al tiempo que indaga en la situación social de los migrantes en el norte de México. Antígona González retrata aquello que nos penetra en lo público y lo privado: el miedo ante la desaparición forzada, la nula cooperación de las autoridades, la transformación del lenguaje, el proceso de escritura y los condicionantes interpretativos de cada lectura. Antígona González va en busca del cadáver de su hermano; quiere darle cuerpo a lo ausente para poder despedirse.

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¿Cómo fue el proceso de tejer notas rojas, datos y testimonios para Antígona González?

El proceso de escritura provino originalmente de un encargo, no de una íntima necesidad. Por eso me parecía difícil, ya que nunca había trabajado de esa forma. Para mí, la idea del encargo no parecía ser el modo de comenzar una escritura. Ya después se convirtió en esa necesidad, tras el descubrimiento de las fosas en San Fernando en abril de 2011. En el sector social donde yo vivía, pasé por varios procesos de adaptación a la violencia. Primero fue una etapa de negación por parte de las autoridades, ya que decían que eran rumores; la misma gente se encargaba de ello, no porque estuvieran obligados por las autoridades sino por el miedo. Para cuando ocurrió lo de las fosas de San Fernando y recibí el encargo de Sandra Muñoz, ya habíamos pasado esa primera etapa. Comenzábamos a aceptar que esa era la realidad que se vivía y empezamos a crear estrategias en redes sociales como Twitter, donde existían cuentas y hashtags para preguntar “Oigan, ¿en esta zona está pasando algo?” En esa etapa de adaptación ya había hartazgo. La gente había sido tocada indirectamente por temas de violencia, secuestro o cobro por “derecho de piso”. Una segunda capa de miedo causó autocensura en las personas, en las reuniones. Lo que se había hablado, de pronto, dejó de hablarse porque eran “cosas feas”.

Son temas incómodos: la violencia, la guerra, el dolor de otros. De ahí surgió aquella íntima necesidad: ya había pasado lo de los 72 migrantes y muchas otras cosas. Creo que para cada quien llega un evento-epítome, y para mí fue el descubrimiento de las fosas y el hecho de que la gente no quisiera hablar del tema. “Voy a escribir un texto”, pensé,“ para que la gente que vaya a ver a Sandra al teatro esté una hora sentada escuchando sobre el tema y que, al salir, forzosamente tengan que hablarlo”. Era mi forma de decir: “Por más que nos duela, tenemos que hablar de esto”.

Mi mira fue muy corta en ese momento: yo tenía en mente a mi comunidad inmediata. Lo de tejer datos, notas periodísticas, etcétera, fue más bien porque era una experiencia que no me pertenecía; a mí no me había pasado. Tenía que acudir a la experiencia de otros. En ese momento tampoco yo sabía quiénes eran, ni podía acercarme porque no tenía las herramientas necesarias. La manera de hacerlo fue a través del trabajo de los periodistas.

Las primeras investigaciones que empecé a leer fueron las de Sanjuana Martínez y Marcela Turati, sobre las personas de todo el país que estaban yendo a San Fernando para identificar a sus seres queridos; no solo de ahí mismo —gente que tenía familiares desaparecidos y guardaba esperanza—. También a esta nueva fosa que acaban de descubrir [en Veracruz, septiembre de 2018] va gente de muchísimos estados para encontrar algo, un objeto o algún rastro de ADN. Recuerdo haber leído entrevistas en tabloides. Una vez me encontré alguno en un camión y al final venía una entrevista con varias madres que tenían desaparecidos a sus hijos. Ahí fue la conexión: acercarme a experiencias recabadas por periodistas. Eso, a su vez, me llevó a fuentes públicas. Yo creo que cuando uno está investigando sobre un tema y encuentra algo, y dice “Me encontré casualmente este libro”, no es casual: en realidad tu mente estaba buscándolo.

En una suerte de coincidencia una amiga muy querida, Nidia Cuan —también escritora—, me comentó que ella había estado colaborando con un proyecto que se llama “Menos días aquí”, relacionado con uno más grande: Nuestra aparente rendición, de Lolita Bosch. Una respuesta de la cultura, de la literatura, frente al estado de las cosas. Publicaban poemas, crónicas y se convocó a la comunidad literaria de todo el país. Este blog de “Menos días aquí”, particularmente, era una emulación de otros en Argentina y en Chile. El objetivo era ofrecerse de voluntario para hacer un conteo extraoficial.

Los conteos extraoficiales son valiosísimos para darse una idea real de cuánta gente muere. El REMPED, registro de desaparecidos hecho por el gobierno, es un registro de personas desaparecidas pero que no inlcuye nombres y está inconexo; no dignifica a las víctimas ni a sus familiares. Al final de cuentas, quien termina haciendo el trabajo y dando nombre y rostro a las más de treinta mil personas desaparecidas, es Data Cívica, una iniciativa privada.

A partir de estos ejes me moví hacia donde yo quería que fuese la escritura. La escritura no podía provenir de mí, de mi inspiración, de lo que yo sentía o pensaba sobre el tema, sino de lo que otros hacían o decían. Pero el proceso fue muy intuitivo.

Todo ello no puede ser el tema del poeta, su enunciación. Su responsabilidad es crear un espacio de resonancias donde todas esas voces puedan ser escuchadas.

¿Crees que tu poesía sea una caja de resonancias?

No sé si toda mi poesía lo sea. En Antígona…, al no estar del todo consciente de las estrategias, sí hubo una suerte de avisoramiento. Lo hice con mucho miedo, con mucho prurito de usar otras voces. Llenar un libro con cosas que no son tuyas y fírmalo tú, implicaba una toma de postura, un statement que no tenía tan claro y sobre el que he seguido reflexionando. Creo que sí se construyó una caja de resonancia en el sentido de que, finalmente, el autor posee una ventaja, un privilegio de poder ser escuchado. Si vas a una lectura, a una conferencia, o si escribes un libro, tienes el privilegio de que alguien más te lea o te escuche. Uno puede utilizar dicho privilegio para hablar de sí mismo o permitir que en ese espacio resuenen otras voces. No para hablar en nombre de. Con un asunto tan delicado como el de la desaparición forzada, hablar en nombre de otros es quitarles la posibilidad de hablar.

Sin embargo, hay tanto ruido —y por ruido me refiero a que hay tantos temas en el país, tanta distancia entre unas regiones y otras del país— que se vuelve necesaria la responsabilidad de que hablaba Nona Fernández, escritora chilena: una dentro de la libertad de decir lo que está ocurriendo en el presente y de construir espacios. Porque pienso en las voces de gente que hizo fila para buscar a sus familiares y que salen en entrevistas pero que, probablemente, no pasarán de ahí. Vale la pena seguir construyendo más espacios para que esas voces se escuchen. Hay tantas problemáticas y capas de precariedad, que necesitamos que se sigan escuchando esas voces para sentir el dolor ajeno.

Hablaba con una amiga sobre los foros de López Obrador con las víctimas y pensaba en el tema de la amnistía. Todavía hay mucho qué decir, muchas víctimas que no han sido escuchadas o que no recibieron el debido trato de las autoridades, ni en el gobierno de Calderón ni en el de Peña Nieto. Es un proceso muy largo. No estoy a favor ni en contra de la amnistía; creo que esta tendría que venir después de muchas etapas. Como lo demuestran los colectivos de búsquedas, las madres —pienso en las que se hacen llamar sabuesos en Culiacán— o los buscadores en Veracruz, la propia gente ha tenido que salir a buscar con sus manos, con palas, a conseguir dinero para esa búsqueda. Estamos en un momento en el que todavía los familiares de las víctimas y las víctimas requieren mucha dignificación.

Contrario a quienes piensan que ya se ha escrito mucho del tema, creo que se tiene que seguir hablando de él. La guerra no es un problema resuelto, aun si el ejército está en las calles.

¿Qué opinas de aquellas obras que tratan temas de violencia pero que se quedan en una mera operación estética? ¿Crees que carecen de postura política? ¿Cómo piensas estas discusiones en torno a la violencia?

Hay varios niveles políticos y estéticos en los que una obra puede abordar un cierto tema. Toda escritura —todo arte— es un acto político. Habría que preguntarnos: ¿qué se quiere lograr con una pieza? Una cosa es el arte y otra, el activismo. Puede haber una obra de arte que al mismo tiempo sea activismo y hay activismo que incluye manifestaciones artísticas. Pero alguien podría pensar: “Un libro de poesía, ¿cómo va a cambiar el mundo? Un libro nunca ha detenido una bala”. No, un libro no puede detener una bala o una guerra. La vida no es solo pragmatismo, sino posturas de pensamiento que nos llevan a tomar acciones. Es decir, si una población no está consciente del sufrimiento de otra, no se permite, según Cristina [Rivera Garza], “dolerse”, y esos grupos permanecerán separados.

Yo no pondría como obligación para todo artista o escritor que hable de la violencia o cualquiera de los otros males que nos atañen, pero sí me gusta plantear a mis interlocutores y colegas, o a mis alumnos cuando doy talleres, que aquello que se está escribiendo parte de un contexto, está hecho en presente, se lleva a cabo desde un territorio y desde un cuerpo. Tienes que voltear a ver el panorama. ¿Lo estás escribiendo desde Estados Unidos, Guatemala o México? ¿Lo está escribiendo un cuerpo blanco, un cuerpo enfermo, un cuerpo de mujer o de hombre? Tomar en cuenta esta serie de características conduce hacia las elecciones estéticas que queremos hacer.

Por ejemplo, hay un proceso y una postura implícitos en Antígona González. Cuando empezó la guerra [contra el narcotráfico], una de las posturas más comunes que teníamos —porque me incluyo— era: “Si son malos, que se maten entre sí, que no se metan con nosotros”. Me acuerdo de haberle dicho eso a una amiga, y me parece que es producto del miedo. Si tú haces esa dicotomía, la que hizo Calderón entre “buenos” y “malos”, y todo es blanco o negro, y tú te consideras “bueno”, estás a salvo. Pero si una persona cometió un delito debe ser procesada, entregada a las autoridades. ¿Por qué tendrían que matarse entre sí y por qué nosotros deberíamos estar tan tranquilos? Dialogar sobre estos temas, discutirlos, puede llevarnos a reconocer que estamos equivocados y cambiar nuestra opinión. Esa postura está en Antígona González, cuando ella dice: “Yo no estoy de acuerdo con que los maten como perros”, “Si ellos no tienen corazón, yo sí”.

Recuerdo cuando unos tipos, a los que iban persiguiendo frente o cerca de un estadio, levantaron las manos, se rindieron, soltaron las armas y el ejército les disparó. No te puedo probar esto porque es lo que se contaba. Una amiga estaba a dos calles de ahí, y decía: “No pasen por aquí. Hay un cuerpo, hay sangre”. Otra pasó por el lugar quince minutos más tarde y dijo: “Oye, pero aquí no hay nada. Estás loca”. El ejército mataba y de inmediato llegaba una pipa con agua a limpiar la sangre. Cuando escuchas esas historias ya no sabes si los muchachos que mataron eran criminales; y si lo eran, y habían soltado las armas, ¿por qué los mataron? El deber del ejército era capturarlos y entregarlos a la justicia. Creo que eso está en el libro: la realidad de la impunidad, la corrupción y el vínculo entre el Estado y el crimen organizado.

Vivimos en un Estado que Rivera Garza llama sin entrañas, y que los medios han llamado fallido. Ya no hay un nombre que le quede, ha cumplido su parte del contrato social. Nosotros, a través del pago de impuestos y del cumplimiento de la ley, le entregamos al Estado una parte del control de nuestras vidas para que nos provea de servicios y seguridad. Una debe evaluar hasta dónde quiere comprometerse o hasta qué punto fija una postura en una obra de arte.

Una vez, en una lectura en Ciudad Juárez, alguien me preguntó si yo creía que toda escritura debía de tratar de la violencia. Le respondí lo mismo que a ti, que no, y otro más dijo: “Aun si el país estuviera en llamas, si yo quisiera escribir sobre pingüinos, tendría la libertad de hacerlo”. Sí, tendrías la libertad para escribir sobre pingüinos, pero ese también sería un acto político.

¿Cuál crees que es la relación entre cuerpo y lenguaje en Antígona González?

Una de las últimas cosas que me pidió Sandra fue que pensase en el cuerpo desaparecido y en la necesidad. (La recuerdo perfectamente, extendiendo los brazos como alguien que ha perdido algo; es decir, esta necesidad física de recuperar el cuerpo perdido.) Solo lo puedo comparar con una ruptura amorosa que tuve y que, al hablar de ella con mi terapeuta, le dije: “Siento en la piel la necesidad de tener otra vez ese cuerpo, de abrazarlo”. Es la experiencia que más se le acerca. Por eso la escritura y la lectura de poesía nos pasa por el cuerpo.

Hay una idea muy racional que supone que leemos con la mente. Y no: la lectura nos ocurre en el cuerpo. Escribimos desde el cuerpo. Las palabras que están en Antígona González, y que provienen de los familiares, son las que están más íntimamente vinculadas con el cuerpo. Si de algo me di cuenta al leer entrevistas con ellos es que una de las cosas que les queda para invocar a esos cuerpos ausentes es el lenguaje. Al contar anécdotas sobre la primera comunión, el cumpleaños o una comida, hay una continua invocación del cuerpo del ser amado ausente: cuando se le nombra, se vuelve real.

El otro día, en una ponencia, citaba unas preguntas de Ileana Diéguez, en su libro Cuerpos sin duelo, a propósito de cómo representar una ausencia. Esto mismo lo tuve que aprender en la investigación: al desaparecido no lo puedes dar por muerto. Hacerlo es traicionar al familiar que está en su búsqueda. El desaparecido es alguien que está en el limbo, entre la vida y la muerte. Ese limbo nos inclina a la vida. El activismo lleva a decidirte por la esperanza. Pienso en los padres de “los 43”: en cada marcha, cada búsqueda, cada manifestación, se les exige vivos, no muertos. Cuando el que busca muestra la ropa o el cuarto del desaparecido, lo que hace —lo pienso mitológicamente— es traer del inframundo esa presencia a la vida; nombrarla para mantenerla viva. Por eso el personaje de Antígona dice en algún momento: “Si un día te dejo de nombrar, vas a desaparecer completamente”.

De Certeau dice que se hace historia por todo aquello que nos hace falta. ¿Crees que Antígona… surge para tapar los lugares vacíos que no desaparecen?

Mi poesía, en general, viene un poco de ahí. Una de las razones que más me hizo acercarme a la lectura fue la muerte de mi madre. Cuando ella falleció y mi hermana y yo nos quedamos viviendo solas, encontré en la literatura una serie de mundos y de realidades que me sacaban de los míos. Había ausencia paterna porque mi papá se había ido cuando yo tenía seis o siete años, y ahora, ausencia materna. Lo he dicho muchas veces pero es cierto: los libros fueron mis padres. Mi escritura inicial surgió de eso. A través de la escritura podía nombrar lo que ya no estaba y ya no era. Por eso mis primeros libros tocan el tema amoroso: la imposibilidad del amor, lo que no se tiene. Y también la muerte de mi madre: era una invocación de lo que no tenía.

Después entré en una segunda etapa con Antígona González, donde recuperé documentos y dejaba de haber una escritura del yo como me habían dicho que tenía que ser. Al trabajar sobre ficción histórica, descubrí que puedo partir de documentos, de textos de otros, y que eso se relaciona conmigo. Hay una reproducción de la realidad, pero también una producción del presente cuando se escribe. Se crean cosas que ya no están, como un cuerpo ausente.


Autor

Ana Karen Jiménez Buerón

/ Ciudad de México, 1994. Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana (UIA). Actualmente trabaja como editora en el departamento de publicaciones de dicha institución. Sus entrevistas a escritores han sido publicadas en diferentes revistas culturales (Frente, L’Officiel). Colaboró con la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México para la primera edición del festival Di/Verso. Su investigación académica aborda la poesía, la corporalidad y la identidad urbana.

julio 2019