Traducción de José María Micó
Presento en las siguientes estampas un avance de mi versión de La Jerusalén liberada de Torquato Tasso, que será publicada por la editorial Acantilado a lo largo de 2024.
1. Olindo y Sofronia
(II, 33-36)
Los rodea la pira, ya dispuesta,
y el fuelle empieza a producir su efecto,
cuando el joven, con férvidos lamentos
de infinito dolor, le dice a ella:
—¿Es este el lazo con el que esperaba
estar atado a ti toda la vida?
¿Es este el fuego en el que yo creía
que nuestros corazones arderían?
Amor prometió un fuego y unos lazos
distintos de los de esta inicua suerte.
¡Ella nos alejó y ahora ella
nos reúne por medio de la muerte!
Ya que morir debemos de tal guisa,
al menos soy tu cónyuge en el fuego,
si no en el lecho. Tu final lamento
y el mío no, porque a tu lado muero.
¡Qué feliz y completa es mi fortuna!
¡Qué alegres mis dulcísimos martirios,
si ocurre que, reunidos nuestros pechos,
yo exhale el alma dentro de tu boca,
y al tiempo tú, mientras desfallecemos,
viertas en mí tus últimos suspiros!—
Así dice él llorando. Y ella intenta
consolarlo con dulce reprimenda:
—Otros lamentos, otros pensamientos,
son los que pide la ocasión, amigo.
¿No piensas en tus culpas? ¿No recuerdas
el premio que a los buenos Dios promete?
Sufre en su nombre estos tormentos dulces,
y aspira alegre a la más alta sede.
Mira qué hermosos son el sol y el cielo:
parecen ofrecernos su consuelo.—
2. La belleza de Armida
(IV, 29-32)
No conocieron Argos, Chipre o Delo
formas tan bellas ni de tal prestancia:
su melena dorada asoma un poco,
y otra parte la oculta un blanco velo,
igual que cuando el cielo se serena
y el sol asoma tras la blanca nube
y comienza a expandir todos sus rayos
y el día resplandece aún más claro.
El viento crea con su soplo nuevos
tirabuzones en el crespo pelo;
avaramente esconde la mirada
y las otras riquezas que atesora.
El color de las rosas en su rostro
con el marfil se mezcla y se confunde,
pero en su boca ardiente y amorosa
sólo está el rojo de la simple rosa.
El torso muestra su desnuda nieve,
en que el fuego de Amor se nutre y crece.
Enseña un trozo de sus pechos jóvenes
y otro lo cubre la celosa tela:
celosa cierra a la mirada el paso,
no a la imaginación, que, insatisfecha
con la belleza que se ve, se interna
en las carnalidades más secretas.
Del mismo modo que atraviesa el rayo,
sin romperlos, el agua o el cristal,
así penetra la cerrada tela
el pensamiento hasta lo prohibido.
Allí se regodea contemplando
todas las maravillas con detalle,
para luego contarlas al deseo,
y aumenta todavía más su fuego.
3. Primer duelo de Tancredo y Argante
(VI, 40-49)
Pusieron en el ristre y levantaron
los dos guerreros las nudosas astas;
jamás hubo carrera, salto o vuelo,
jamás un frenesí como el mostrado
por Tancredo y Argante al atacarse.
En los dos yelmos dieron las dos lanzas,
y al instante volaron por el aire
astillas y centellas a millares.
Los golpes retumbaron por los montes
y lograron mover la inmóvil tierra,
pero la fuerza de las sacudidas
no les quitó ni pizca de soberbia.
Los caballos chocaron con tal ímpetu,
que les costó bastante levantarse.
Los héroes desmontaron, aferraron
las espadas y a pie continuaron.
Los dos con gran cautela van moviendo
manos, ojos y pies al golpearse,
con quiebros y defensas nunca vistos:
ora gira, ora avanza, ora recula,
ora amaga un fendiente y da de tajo,
ora hiere en lugar inesperado,
se cubre y se descubre con mil fintas
y a la pericia engaña con pericia.
Provocador, Tancredo muestra el flanco
desprotegido y el maltrecho escudo;
el pagano lo ataca, y al hacerlo
deja sin protección su lado izquierdo.
Tancredo para el golpe con su espada
y logra herir con ella al enemigo;
después, para evitar la retirada,
se reafirma en posición de guardia.
El fiero Argante, al verse malherido,
sucio y bañado por su propia sangre,
con insólito horror tiembla y suspira,
enloquecido de dolor y rabia;
y siguiendo el impulso de la ira,
alza la voz al tiempo que la espada
y recibe otra herida inesperada
donde el brazo se junta con la espalda.
Como la osa en las agrestes selvas
al sentir el venablo se enrabieta,
y abalanzándose contra las armas
afronta los peligros y la muerte,
así reacciona el circasiano indómito:
se suman las heridas, los agravios,
y de tal modo la venganza ansía,
que no piensa en el riesgo y se descuida.
Y sumando a su arrojo temerario
fuerza bruta y vigor infatigable,
vuelve a blandir la espada impetuoso.
La tierra tiembla y centellea el cielo.
No hay tiempo ya para parar su golpe,
para cubrirse ni tomar aliento:
no hay protección que pueda ya librarle
de la potencia y rapidez de Argante.
Tancredo, agazapado, espera en vano
que acabe la tormenta de mandobles.
Ora procura detener el golpe,
ora lo evita con veloces quiebros;
pero el fiero pagano no se cansa
y el único remedio es reaccionar,
y con gran violencia y mayor rabia
empuñar y agitar también la espada.
La ira vence a la razón y al arte
y es el furor quien manda en el combate.
No hay golpe vano, pues la espada siempre
hiende o parte la malla o la coraza.
Caen por tierra pedazos de armadura
llenos de sangre y de sudor mezclados.
Son las espadas llamas al lucir,
truenos al chocar, rayos al herir.
Cristianos y paganos ven con pasmo
el terrible e insólito espectáculo,
barajando el temor y la esperanza
e intentando entender quién pierde o gana;
y entre la multitud no se percibe
ni una voz ni aun el más pequeño gesto;
todos están callados y en silencio:
sólo su corazón sigue batiendo.
4. Herminia entre los pastores
(VII, 5-13)
No despertó hasta oír el trino alegre
con que al albor los pájaros saludan,
y el murmurar de ríos y de ramas
prodigando sus ondas y sus flores.
Abre sus ojos lánguidos y advierte
albergues solitarios de pastores,
y las ramas y el agua se diría
que a seguir sollozando la convidan.
Mas sus lamentos son interrumpidos
por un claro sonido que le llega
y parece de cantos pastoriles
que se alternan con rústicas zampoñas.
Se levanta y se acerca lentamente
y ve a un anciano que en el fresco teje
cestas de mimbre junto a su rebaño
mientras oye cantar a tres muchachos.
Al ver aparecer tan de repente
la insólita armadura, se asustaron;
mas los saluda Herminia y dulcemente
se descubre el cabello y la mirada:
—Continuad vuestro trabajo—dice—,
gente feliz, del Cielo predilecta,
porque estas armas no declaran guerra
ni a tu labor ni a vuestras cantinelas.—
Y añadió: —Oh, padre, ahora que la guerra
está incendiando toda la región,
¿cómo vivís aquí, plácidamente
sin miedo de los bélicos ataques?—
—Hijo—le respondió—ni mi familia
ni mi ganado han padecido daño
ni oprobio, y el estrépito de Marte
no turbó nunca estas remotas partes.
O es la gracia del Cielo, que respeta
la humildad e inocencia de un pastor,
o bien, igual que el rayo que descarga
en las excelsas cimas, no en el valle,
así el furor de las espadas sólo
da en las altas cabezas de los reyes,
y nuestra vil pobreza no despierta
ni la avaricia de la soldadesca.
Es vil pobreza para los demás,
mas yo no quiero cetro ni riqueza,
y mi tranquilo pecho no cobija
ni la preocupación ni la codicia.
Sacio mi sed con agua clara y nunca
tengo miedo de que alguien la envenene,
y en parca mesa el huerto y los rebaños
me sirven alimentos no comprados.
Ni deseamos ni necesitamos
mucho para seguir con nuestra vida.
Estos que ves son hijos míos; cuidan
los rebaños y no tengo criados.
Así vivo en mi claustro solitario:
veo saltar las cabras y los ciervos,
culebrear los peces en el río
y sus alas abrir los pajarillos.
Hace tiempo, a la edad en la que el joven
abriga vanos pensamientos, quise
cambiar de vida y descuidé el rebaño;
abandoné el lugar en que nací
y viví un tiempo en Menfis trabajando
al servicio del rey, y aunque fui sólo
el guardián del jardín, conocí a fondo
la inicua corte y su corrupto entorno.
Llevado de insensatas esperanzas,
soporté humillaciones mucho tiempo,
pero cuando, al llegar la edad madura,
menguaron mi candor y mi arrogancia,
eché de menos esta vida humilde
y lloré por la paz que había perdido.
Dije: “¡Adiós, corte!”, y, vuelto al bosque amigo,
recuperé la dicha en que ahora vivo.—
5. La muerte de Clorinda
(XII, 64-69)
Pero ha llegado ya el fatal instante
en que acaba la vida de Clorinda.
Él en el bello pecho hunde la espada
y el filo bebe ávido su sangre;
y un cálido torrente va empapando
la delicada túnica dorada
que cubría sus senos. Ella siente
que le fallan las piernas, y que muere.
Él sigue persiguiendo la victoria
y acosa a la doncella agonizante.
Ella suspira mientras se desploma
y pronuncia sus últimas palabras;
palabras que le dicta un nuevo espíritu
de fe, de caridad y de esperanza;
Dios lo infunde, pues si ella fue rebelde
en vida, hoy devota es en la muerte.
—Amigo, me has vencido: te perdono.
Perdóname tú a mí, no al cuerpo impávido,
sino al alma, que es digna de tus ruegos;
dame el bautismo que mis culpas lave.—
Resuena en estas lánguidas palabras
un no sé qué suave y melancólico
que a él le traspasa el pecho, el odio aplaca
y que lo deja al borde de las lágrimas.
No muy lejos de allí brota un pequeño
río en la cavidad de la montaña.
Él en el manantial llenó su yelmo
y regresó a su compasivo oficio.
Las manos le temblaban mientras iba
a descubrir el rostro aún ignoto.
La vio, la conoció y se quedó mudo.
¡Triste el ver y el saber! ¡Triste infortunio!
No murió entonces, porque todo el ánimo
acudió al corazón, y reprimiendo
su dolor, con el agua dio la vida
a la que con la espada dio la muerte.
Mientras él pronunciaba el sacro rito,
ella rio, transida de alegría;
y al morir parecía estar diciendo:
“Me voy en paz, porque me acoge el cielo”.
De hermosa lividez se tiñe el rostro,
como un lirio mezclado con violetas;
vuelve al cielo los ojos, y parece
que ante ella el sol y el cielo se conmueven;
y alzando su desnuda y fría mano,
sin decir nada le hace al caballero
el signo de la paz. De esta manera
la vida entrega, como si durmiera.

Autor
Torquato Tasso
/ Sorrento, Italia, 1544-Roma, Italia, 1595. Poeta italiano de la Contrarreforma. Considerado uno de los cuatro grandes autores de la literatura italiana junto con Dante Alighieri, Giovanni Bocaccio y Francesco Petrarca, su obra más conocida es La Jerusalén liberada (1581), poema épico ambientado en pleno asedio a Jerusalén durante la Primera Cruzada.