julio 2019 / Reseñas

Caligrafía en la arena

Andrés Sánchez Robayna, El libro, tras la duna, prefacio de Yves Bonnefoy, Editorial Sexto Piso, México / Madrid, 2019, 212 pp.



El libro, tras la duna, de Andrés Sánchez Robayna (España, 1952), es un largo poema dividido en 77 fragmentos que se escribieron en Tegueste, Tenerife, entre el 15 de octubre de 2000 y el 29 de junio de 2001, y que ahora reedita la editorial Sexto Piso. Tanto el autor como el mismo texto declaran su parentesco, su poética. Un impulso autobiográfico que se hermana con El Preludio, de Wordsworth; una transparencia narrativa autorreferencial que dialoga con Pasado en claro, de Octavio Paz; y resortes, ecos y resonancias que abrevan en los aguajes de la obra en verso de San Juan de la Cruz. También hay una nube que semeja en atmósfera a aquella que pintó Mondrian y contempló espléndidamente Yves Bonnefoy. Esta nube no conversa pero sí establece una filiación, un cobijo, con un estado

donde no supe:
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Se abre entonces un “territorio interior” donde lo “improbable probable” no sólo reviste el asa de la visión, sino que también repercute en el lugar, en el contorno, que exige la presencia física de aquel que se desplaza, que camina junto con su historia. La narratividad de la visión, “la imagen como la última de las historias posibles”. Quizás antes que a nuestros clásicos contemporáneos (Lezama, Juarroz, Valente), esto se remonte a una poética neoclásica cuyo postulado ponderaba “la historia como la médula de la verdadera fábula” en el sesgo de que “a veces los lugares son historias” –esto último lo cantó Lope a principios del XVII–. “Lo poético era el lugar donde se revelaban los dioses”, nos recuerda Ernesto Sábato en un famoso prólogo a una carta imprescindible que podemos encontrar en el mismo buzón, junto a la de Rilke, y no tan lejos de la declaración que Milan Kundera redacta en su Arte de la novela. De ahí el tremendo peso de lo improbable probable, de ese territorio interior que cuelga del milagro, de ese ver más allá, cuya condena se manifiesta en una radical lectura de la realidad, de la cual nos brindaron testimonio Dante, Goethe o Hölderlin, sólo por citar pocos y claros ejemplos. Pero también hay una perspectiva que se abre para seguir el hilo que traspasa el universo cantado en El libro, tras la duna, de Andrés Sánchez Robayna. Pienso en ese silencio sobrecogedor que nos envuelve en «El infinito”, de Giacomo Leopardi. Ese vértigo ante lo dado, esa “claridad furiosa” que nos canta Gabriel Zaid. Hay un abismo y una atracción; un escenario donde un yo se desplaza acompañado de su perro, tal como “los poetas del lago” del siglo XIX –volvemos a Wordsworth y a su poética–, por una naturaleza que al ser evocada –cantada– se transmuta en arcadia, en espacio por descubrir y leer en el poema.

La balada, la necesidad del canto, nos cuenta el detalle, el instante detenido, que se sitúa entre un punto y otro. Pienso en esos dibujos que, al hojearlos a cierta velocidad, nos dan la sensación de movimiento; pero cada diseño, cada figura, es el instante, el necesario reposo que exige la dinámica del trazo, el incesante ejercicio del contemplativo, o esa soledad “conmigo mismo” que no cesa de otorgar significado y expresión a todo aquello que nos ha rodeado, que nos rodea, que pudo hacerlo, que no lo hizo, que hubiéramos preferido que… Todo ese material sensible de un tránsito por el escenario sentimental que expone la narrativa de la balada, del poema y, por qué no, de la imagen como historia, como territorio interior –al decir de Yves Bonnefoy con respecto a la gráfica.

Tenemos El Preludio que compuso Wordsworth en la primera mitad del siglo XIX; Pasado en claro lo escribió Paz a finales de la segunda mitad del siglo XX, y Sánchez Robayna redacta El libro, tras la duna a principios del XXI. Hay una señal que se declara. Tanto en el poema de Paz como en el de Sánchez Robayna aparece como epígrafe un fragmento de El Preludio, y esto es un acontecimiento en nuestra lectura que no podemos pasar por alto; al contrario, nos exige atención y nos alienta a emprender una caminata a la luz reflexiva y creadora del crepúsculo o el amanecer. Esa acción solitaria cuyo marco exterior nos induce a un reencuentro, a una posible reconstrucción, que ha de darse en el espacio vacío a caminar y poblar en el poema.

En las obras en cuestión, a partir de El Preludio, hay una nube, pero también una brisa, una sensación que se padece y lo puede transfigurar todo. En El arte de amar, de Ovidio, esta brisa nos lleva al territorio de los celos, a la sospecha, al padecimiento, al rencor y la ira; finalmente, a la muerte. Esta brisa puede ser la manifestación del aliento divino, del canto, de esa “música callada”, que nos toca en la epidermis haciendo que la realidad nos vulnere con su ya innegable presencia. No podemos no sentir, no podemos no escuchar. Estamos expuestos. Caminamos sobre la geografía del poema, en la evidencia de una luz que no nos señala, sino que nos delata a cada paso que damos.

Hay un espacio, pero también un tiempo, una línea. Pero ésta se interrumpe por un silencio melódico que tuerce el ruido, lo dramatiza al punto de la estatuaria helenística. (Aquí vuelvo a las imágenes detenidas, a esos dibujos que al volverlos uno tras otro, parece que se mueven). Esta dramatización produce una historia que se desplaza dentro de un determinado escenario, pero narrado y cantado en el poema sobre la cresta de la ola, en ese instante, en esa luz, que nos supo cantar Hofmannsthal cuando escribió (en versión de Pola Mejía Reiss):

Nada que sea firme se te ofrece.
Igual que la gaviota sobre la cresta de la ola
así tu espíritu ha de descansar en lo fugaz.

Los 77 fragmentos que conforman El libro, tras la duna, de Sánchez Robayna, son esos destellos de lo fugaz que nos vienen a contar una historia al tiempo que trazan y levantan un escenario –de tan íntimo y cerrado– que, al exponerse, se ve delineado por la fuerza siempre atrayente del silencio. Pero hay una luz, recordemos; “una bella luz silenciosa”, como escribiera Bonnefoy; y ésta no cae, brota de lo cantado, emana de las estrofas-poemas, cuyo engarce establece el archipiélago, el nervio y músculo del texto en su totalidad.

Czesƚaw Miƚosz nos dice que el haikú es un destello del paisaje. Volvemos a la luz que, más que iluminar, nombra, revela la forma y el peso exactos de aquello que se presentifica en el poema. A partir de un imaginario, de una respiración –y, obviamente, de un ritmo–, se presenta una realidad visionada en los 77 fragmentos que componen El libro, tras la duna. No sólo es un tono y un lento trascurrir: es la luz que emana y revela el lado metafísico de los seres y objetos que se convocan en el canto, en esa paciente reconstrucción que lleva a cabo la voz poética pero que, a su vez, el canto define como un personaje sentimental que se debe a la experiencia impuesta por la lectura de un poema –en este caso, esa caligrafía sobre la arena.


Autor

José Javier Villarreal

/ Tijuana, Baja California, 1959. Poeta, traductor y ensayista. Entre sus libros se cuentan Mar del norte, Portuaria, Campo Alaska y Una señal del cielo. En 1987 obtuvo el Premio de Poesía Aguascalientes. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA). Produce y conduce el programa de radio Aventuras sigilosas, en el 102.1 FM.

julio 2019