julio 2019 / Ensayos

Un balance mal urdido. Diminutivo y plegaria en Olvido García Valdés

Primera parte de dos.

pena con pena y pena desayuno
Miguel Hernández

El humanismo occidental, en todas sus variantes (neo-estoica, neo-platónica, racionalista, idealista), puso el listón alto. De ahí la constante proliferación, intensificada en la era contemporánea, de humanismos disminuidos —la criatura in-soberana (Benjamin), la vida desnuda (Agamben), el yo subalterno (Spivak), el sujeto finito (Nancy)— en todas las tradiciones enraizadas en dicha ilusión cultural, especialmente aquellas contaminadas por el materialismo antropológico de Nietzsche y Heidegger. También el marxismo y el psicoanálisis constituyen dos horizontes comprometidos con la denuncia (marxismo) y exhibición (psicoanálisis) del defecto humano. En un caso, la precariedad es socialmente inducida y sólo parcialmente corregible (Gramsci, Negri). En el otro, la precariedad tiende a ser constitutiva y, por ello, nunca del todo corregible (Lacan, Žižek). En una posición equidistante se situarían Althusser y Badiou: conscientes del defecto inherente al hombre, no cierran sin embargo la vía a una potencial resubjetivación (rehumanización) más plena. De fondo late la desesperanza de toda utopía terapéutica: el análisis reparador del hombre pleno y la revolución regeneradora del hombre auto-creado. Para bien o para mal, España ha quedado intelectualmente al margen de este horizonte de debate. Pero ello no implica, como a veces se asume, que los anaqueles modernos de nuestro archivo cultural sólo estén saturados de sujetos plenos, opulentas albóndigas de subjetividad elaboradas en las cocinas del idealismo de salón o la escolástica académica. Que hayamos tenido una historia reciente rebosante de obscenidad ideológica no implica 1) que no la sigamos teniendo, aunque en otra variante del oprobio, y 2) que algunos memorables trazos líricos como “los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo” (J. R. Jiménez) o “el mundo está bien hecho” (Guillén) constituyan el boceto excluyente del yo hispano. Tampoco sirve de mucho allegar desenfoques vanguardistas (Larrea, Diego, Alberti, Hinojosa) con el fin de recusar la vigencia cultural de esta acuarela —autorretrato con ventana al fondo— del imaginario pequeñoburgués.

El sabotaje más eficaz a cierto onanismo subjetivo —la vida noble, buena y sagrada— elevado a hábito del alma en la burguesía franquista y sus estribaciones actuales, tiene su origen en raíces profundamente españolas. La memoria no es nuestro fuerte. El modo en que numerosos intelectuales de ahora han abrazado la causa —en sus distintas versiones post-marxistas (Benjamin, Negri, Agamben)— del homo sacer como humanidad singularizada y disminuida, susceptible de inducir una mesiánica reconfiguración comunitaria, revela un olvido, no del todo desprovisto de intención, de una tradición hispana irracionalista —a ratos fenomenológica, a ratos existencialista—. Dicha tradición, también de humanismo agónico, tiene en Unamuno, Ortega, Castro, Aranguren y Zubiri a algunos representantes destacados —en poesía, cabría mencionar a García Lorca, Miguel Hernández, Dámaso Alonso, Luis Rosales, Blas de Otero, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda—. La raíz cristiano-evangélica de este humanismo decreta que lo humano es un defecto, una deficiencia. Que ser humano es no-ser, es agonía —“Nada es seguro: todo está en el aire”1—, es enigma —“estamos fundados en un enigma”2—, es inquietud —“el hombre no tiene naturaleza […] El hombre no es cosa ninguna sino un drama”3—. Es muy posible que el yo más precario de nuestra modernidad —el Lorca que denunció que “la vida no es noble, ni buena, ni sagrada” (“Oda a Walt Whitman”) y encontró en un espejo su rostro distinto de cada día— sea, asimismo, el legatario más legítimo de dicha tradición de inquietismo trágico y agónico, una posición vocal que asume su enigma al tiempo que ruega, impreca, oficia y denuncia. No es un azar, entonces, que Lorca se alce como el precursor fuerte de un linaje poético contemporáneo, cuya seña de identidad es la exhibición incondicional de la precariedad humana en tanto “desdicha constitutiva”.4

Pero tenemos, decía, poca e interesada memoria. Y demasiados complejos. Durante un tiempo se procuró ocultar la guerra civil como un indicio de pre-modernidad y barbarie: ¿quién, de nuestros intelectuales integrados, se atrevió en los setenta y ochenta a elogiar una novela como San Camilo 1936? Pocos: casi todos estaban leyendo a Borges, o eso decían. ¿Le llegará su momento —su redención teológico-política— al perro muerto de Pascual Duarte o a las ratas de Delibes? Luego alguien comprendió que era esa barbarie la que nos sincronizaba con los ritmos traumáticos de la respiración alto-europea, y que convenía exhibir a nuestros muertos, a nuestros intelectuales asesinados, silenciados, represaliados, o sencillamente arrepentidos, y de este modo ingresar en una tragedia europea (la de las dos guerras pero, en especial, la segunda) que, como bien apuntan los editores de este libro, constituye el desencadenante original del paradigma onto-teológico-político de la precariedad. De ahí a la piedad oportunista de ese adefesio que Reyes Mate llama razón anamnética —la razón es lo contrario de la memoria, por mucho que cierta memoria pueda llevar razón; el sufrimiento no funda per se ni verdad ni autoridad, por mucho que haya dolientes autorizados por su verdad—, o al amaneramiento escatológico (salvacional) de tanta sub-literatura premiada, dista un paso.  

Por otra parte: los repetidores hodiernos de la opinión como palabra mal digerida han cumplido su misión. Todos —radio, televisión, prensa escrita, redes sociales— han puesto a circular la especie de la precariedad. La indigestión, a estas alturas, es notable. Pero más inadmisible resulta esa misma precariedad, que no por deficientemente comprendida y torrencialmente difundida deja de ser real —no deja de ser, en los términos premonitorios de Belén Gopegui, lo real—. Precaria es la existencia de quien espera una intervención quirúrgica que no llega, un salario a fin de mes que le permita poner carne en la mesa, un permiso de residencia que mostrar al funcionario, ropa digna que pegar a su cuerpo, ocho horas de sueño frente al desfiladero de los días. Cabe dudar, en cualquier caso, que la precariedad sea, como así se difunde, una consecuencia directa de la crisis, una suerte de plaga de langosta recién aterrizada en la península que amenaza con hacer estallar los globos de esa inmensa fiesta de cumpleaños que, desde los años ochenta más o menos hasta hace muy poco, se ha venido celebrando, nos dicen, en nombre de la cultura del bienestar. Frente al bienestar anterior no está el malestar actual: qué sentido tienen estos indicadores históricos (anterior, posterior, actual) en el régimen onto-histórico de un espacio socio-vital como los territorios del Estado español, en el que la precariedad ontológica que subyace a todo supuesto bienestar (bienios liberales, paréntesis republicanos, la pax eterna del franquismo, transiciones) jamás fue del todo reprimida por el historicismo utópico, el furor estadístico o el maquillaje ideológico. Por debajo del bienestar o el malestar late siempre el estar-ahí (Dasein), una disfunción existencial arrojada a lo inauténtico. Y hay una precariedad constitutiva que reside en —y es indistinguible de— dicha latencia. Para Belén Gopegui, “lo real de hoy, que nuestra vida sea nuestro medio de vida, pasar la semana embadurnándome los ojos de planos falsos y repetitivos, es bastante más pequeño que el hecho de que existan cordilleras, uvas, caballos, personas”.5 En palabras de Olvido García Valdés (Asturias, 1950):

El pez asoma y escucho la pregunta
por si duele vivir. Si pesa
una pena tanto
como otra pena, si arrastrar los pies
durante un día requiere la misma resistencia
que otro arrastrar de pies.6

Cabe cuestionar, asimismo, la utilidad real de iniciativas en apariencia tan loables como la de promover la edición de una antología titulada En legítima defensa: los poetas y la poesía en tiempos de crisis (Bartleby, Madrid, 2014). No es la primera vez que algunos poetas españoles reaccionan de manera colectiva a injusticias, conflictos sociales o dramas colectivos. Recientemente se han publicado antologías de versos en contra de la guerra de Irak y los crímenes del 11-M. La novedad de esta última es que asedia un conflicto menos definido en sus causas, por mucho que algunos poetas pongan nombre, corbata y siglas a sus presuntos responsables. Con el prestigio prestado que da un eco de Hölderlin —¿y para qué poetas en tiempos de carestía?— aquel volumen pretende, en palabras del escritor y crítico Manuel Rico, uno de sus promotores, reflotar el papel de “la poesía como coadyuvante al cambio social”, como “espacio en el que es posible imaginar un mundo hospitalario, de seres libres e iguales en el que la cultura y las posibilidades de creación artística estén sustentadas en la igualdad de oportunidades”. Suponemos que Rico no está pensando en Homero (Aquiles destrozando cuerpos troyanos), en Dante (Ugolino matando a sus hijos), Shakespeare (Shylock tratando de cortar un trozo del cuerpo de Antonio) o quizá, más modernamente, en D’Annunzio, Borges, Eliot o Pound —personas a las que, como sabemos, “la igualdad de oportunidades” no les quitaba el sueño—. La utilidad pública de la gran poesía suele ser casi nula, por mucho que lo público subvencione a muchos versificadores y que algunos grandes poetas (Góngora, Marvell, Wordsworth, Hugo o Neruda) a veces se empeñaran en perpetrar versos políticos de escaso valor estético. Rico también afirma que “los poetas han sido los grandes ausentes en la crisis”, refiriéndose a que han estado ausentes de la evaluación de la crisis, a su juicio en manos de periodistas y tertulianos, en esa “frontera en la que la pura opinión se entrelaza con la vocación de estrellato”. Es grato saber que “los poetas” —¿Quiénes son los poetas? ¿Se refiere a todos los que publican poemas? ¿Y “han sido” ausentes todos los poetas?—; gentes, como sabemos, despegadas de la pura opinión, gentes sin vocación de estrellato, ya están por fin aquí para explicarnos lo que está ocurriendo. La ingenuidad es portentosa. Más adelante afirma que resulta urgente, “ante la crisis provocada, ante el ataque a nuestros derechos y libertades, ejercer la legítima defensa con el más poderoso instrumento con que el hombre cuenta desde su propio origen: la palabra”. Alguien debería recordar que la memoria histórica, una causa legítimamente abrazada por muchos de los que hoy condenan esta crisis como el efecto de una conspiración neoliberal, también consiste en rescatar juicios moralmente intachables e intelectualmente informados como los de Francisco Ayala, cuando afirmaba en 1953, en el exilio, que los llamados derechos sociales, tales “como el derecho al trabajo, a vivienda, asistencia, etc., sólo pueden ser entendidos a la manera de aspiraciones o programas políticos, ya que, de nos ser así, nos encontraríamos frente a pretensiones jurídicas de imposible satisfacción”. Según Ayala, esos nuevos derechos incluidos en el artículo 22 de la declaración universal de los derechos del hombre aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, “no son meras garantías formales, como los derechos liberales de la persona individual, sino que comportan condiciones de fondo y una decidida intervención del poder público en el orden de las relaciones generales, y, en especial, económicas de la sociedad”. Lo cual, concluye, conduce al sacrificio de las “libertades específicas” en la pira de un Estado con “una estructura totalitaria más o menos marcada”. 7 Con otras intenciones y otros tonos, Fernando Savater decía algo semejante al final del capítulo segundo de su Panfleto contra el Todo (1978). Evocar hoy este juicio parece una temeridad o provocación intempestiva, pero nadie dijo que los tiempos de la crítica radical o de la gran poesía se ajustan a los ritmos del calendario. Nadie lo dijo, cierto, pero ahora esta opinión —condicionada por una lectura interesada de Baudelaire, Eliot, Vallejo o Celan, en la que mucho tiene que ver el presentismo apocalíptico de Benjamin— florece incluso en horizontes fuertemente comprometidos por la eficacia sincrónica (a veces acrónica) de la palabra experimental. Me refiero, por ejemplo, al horizonte de vanguardia propio del poeta y crítico uruguayo Eduardo Milán, quien afirmaba en 2004, tres años antes de la emergencia informativa de la llamada crisis, en su “Epílogo provisorio” a Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana:

Ocurre, sin embargo, que el presente, este tiempo, hoy, está amenazado radicalmente en la posibilidad de devenir —al menos, así lo entiendo— un tiempo en el cual la vida humana —para no hablar de la vida en general— pueda manifestarse sin amenaza. No hablo aquí de insinuaciones o manifestaciones indirectas: hablo de evidencias, de emergencias concretas. Por supuesto que no se trata de súbitas apariciones del temor o de epifanías del miedo. No, este asunto tiene historia. Y tiene historia siempre que reconozcamos la presencia de la historia, y luego, a la historia no sólo como la hilación más o menos coherente de los acontecimientos sino también como al discurso hegemónicamente planeado que incluye, no faltaría más, la propia negación de la historia y la consideración del tiempo presente como perpetuidad, como camisa de fuerza o cuadrícula de la conciencia ante las cuales sólo es posible la aceptación abnegada, como un ya abierto juego de intereses y de dominio –o de control—político, geopolítico, económico, social y mental. Y también artístico y estético.8

El valor de esta defensa utópica de la vida humana frente a las amenazas de la historia, comprendida como presente perpetuo (fin de la historia, realización tecno-capitalista del espíritu universal), reside paradójicamente en la advertencia indicial de un totalitarismo también asociado al historicismo utópico, cuya miseria o pobreza denunciara Karl Popper. No era esta, quizá, la intención de Milán, pero sí su inteligencia. Después de todo, las palabras del “Informe al consejo supremo” que José Ángel Valente redactara, con humor atrabiliario, allá por 1973, contienen una sátira de todo totalitarismo a-histórico, tanto fascista como comunista:

La era de la refutación de lo nunca existente ha sido dichosamente superada. Estamos en la era de la Historia absoluta, generadora del poder que a su vez la genera. Nuestro tiempo desconoce la debilidad y el arrepentimiento, pues es todo futuro ya cumplido, forma acabada, eticidad positiva. He dicho.9

Milán habla de amenazas a la vida humana; Valente, de la debilidad que se superó falsamente. Emerge un sintagma: la debilidad amenazada. O sea, la precariedad. Y regresa el interrogante: ¿cuáles son los tiempos de crisis que producen la precariedad? En 1968, al hilo de una lectura de Blanchot, Valente apunta en su diario: “Sobre ‘dürftiger Zeit’ [tiempos de carestía] de Hölderlin”.10¿La crisis del 68? No necesariamente. Pues no se trata de homologar segmentos críticos de nuestra cronología contemporánea. Ello sería, recuerda Milán, moralmente censurable: “Ninguna muerte, ninguna masacre, ninguna humillación son comparables entre sí. No hay homologación posible del oprobio. La poesía, vista como práctica liberadora, no tiene por qué cumplir con homologaciones que la vida en estado límite no resiste”.11 Ahora bien, lo que no resiste la vida en estado límite (en los límites del Estado, diríamos), sí lo resiste la vida. Una homologación propia de “una poesía que nos une por debajo de lo que somos, en lo que tenemos de nutria, en lo que tenemos de monte, en lo que tenemos de esclavos todavía”.12

Gopegui define un modo poético que caracteriza la obra total de Olvido García Valdés, una voz singular —imprevista, incalculable e inimitable, lo que ya es decir— en el actual panorama poético en castellano. García Valdés participa en la antología antes mencionada. Quizá me equivoque, pero me aventuro a asegurar que su poema incluido en En legítima defensa no difiere en absoluto de cualquier otro poema suyo. Para García Valdés, como para Ayala, hoy es ayer. García Valdés no ha salido nunca de su tiempo de crisis: su agonía, su enigma, su inquietud. En el prólogo a un libro de Antonio Méndez Rubio, Eduardo Milán registra el nombre de los compañeros de viaje del escritor extremeño. Si sustituimos a García Valdés por Méndez Rubio, obtenemos el linaje preciso de la poeta: José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, José-Miguel Ullán, Miguel Casado, Jorge Riechmann, Miguel Suárez, Antonio Méndez Rubio. Faltaría dos nombres: Claudio Rodríguez y el propio Eduardo Milán. Sin ser totalmente homogéneo, este linaje se sitúa en coordenadas precisas que ellos mismos no cesan de proporcionar: contingencia, resistencia, utopía, intemperie, desamparo, imprecación. Yo añadiría otro vínculo: en los casos más destacados (Valente, Gamoneda, Rodríguez, García Valdés, Riechmann), la deuda compartida (y silenciada) con García Lorca. En una entrevista, afirmaba García Valdés: “Se llega a la poesía por carencia y precariedad existencial. Es decir, todos los seres humanos vivimos en esa precariedad, pero el que necesita expresarse es alguien que percibe de una manera muy aguda su propia carencia”. El vacío de dicha carencia es ocupado por algo, “un fenómeno intenso de la percepción” —aquí García Valdés apela a la intensificación de Gamoneda— que implica una absorción en el objeto. De ahí procede un encantamiento por la hermosura del mundo. Luego concluye: “Resulta complicado hablar de la hermosura del mundo con todo lo que ocurre ahora, pero la hermosura está ahí…” Con todo lo que ocurre ahora; con este suceder crítico que no es sino el incremento de un ahogo que limita la vida,

la felicidad requiere
un esfuerzo, tal vez el primer año
no se consigue ni el segundo, a veces
hacen falta cinco, a veces diez, un esfuerzo
en el que persistir, la vida breve.13



1 Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, 1913, Madrid, Espasa-Calpe, 2011, p. 53.
2 Xavier Zubiri, El hombre y dios, Madrid, Alianza, 1984, p. 99.
3 José Ortega y Gasset, Historia como sistema, 1935, Madrid, Espasa-Calpe, 1971, p. 40.
4 Olvido García Valdés, «Quebrada, quiebro, quebranto: geometrías de Aníbal Núñez» en Mecánica del vuelo. En torno al poeta Aníbal Núñez, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2008, p. 30.
5 Lo real, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 372.
6 Y todos estábamos vivos, Barcelona, Tusquets, 2006, p. 49.
7 Francisco Ayala, Hoy es ayer. Ensayos políticos y sociológicos, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007, pp. 201-202.
8 Eduardo Milán, Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana, México, UACM, 2004, p. 171.
9 José Ángel Valente, El fin de la edad de plata, 1973, Barcelona, Tusquets, 1995, pp. 62-63.
10 Diario anónimo (1959-2000), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011, p. 133.
11 “Prólogo” a Antonio Méndez Rubio, Razón de más, Tarragona, Igitur, 2008, p. 11.
12 Belén Gopegui, Op. Cit., p. 387.
13 Lo solo del animal, Barcelona, Tusquets, 2012, p. 33.


Autor

Julián Jiménez Heffernan

/ Nueva York, 1968. Es profesor titular de Literatura Inglesa en la Universidad de Córdoba y doctor en Filología por la Universidad de Bolonia con una tesis sobre Giordano Bruno. Fue investigador visitante en Yale, Nottingham, Cambridge y Toronto, y profesor invitado en Kent y Passau. Es autor de los libros La palabra emplazada: meditación y contemplación desde Herbert a Valente (2005) y Los papales rotos. Ensayos sobre poesía española contemporánea (2004), entre otros. Destacan sus traducciones de Wallace Stevens, Mark Strand, John y Christopher Marlowe.

julio 2019