El vértigo
Me contaron del chico
que se rompió el cráneo
haciendo kite surf
cuando alcanzó la altura de tres metros
es decir
cuando caer al agua
equivale a deshuesarse
sobre un piso de cemento.
Tantas cosas pueden pasar
de un día para el otro.
Podrías enamorarte
y yo podría caer enferma de hipocondría.
Es tan frágil la carne cuando no se toca.
Ahora todo tiene su respectivo espacio,
su barniz antióxido, su luz blanca.
La gata viene y se restriega contra el zapato,
prefiere la dureza,
como aquel que espera una señal
y se contenta con la caída de una hoja
porque le afirma lo que ya sabía:
la nada es peor que tener algo
que impacte contra el cuerpo,
y eso es algo que se piensa
mientras se patea pedazos de cráneo
esparcidos por la arena.
Los estertores
Decía que la empleada le había choreado.
No le gustaba su hacer desprolijo
la leche le quedaba fría
siempre quedaban restos en el tenedor.
Se descosía en gritos
llamándola a cada rato
para que le trajera
con manos lavadas
la taza llena de agua.
A la noche
en un colchón
a los pies de la cama
cuando la oscuridad permitía borrar las figuras
la empleada le tendía la mano que la abuela
sostenía con vehemencia.
Aún en el calambre del brazo alzado
la abuela se despertaba con la mano callosa
en su pecho flácido.
Prendía la tele y alzaba su voz
por encima del volumen máximo del aparato
para que le trajera una servilleta
no ves, nena, que no me puedo levantar.
Rigurosa
la mano que le limpiaba la mugre
de entre los pliegues de la flacura
se entrelazaba con la de ella
para pedirle a Dios
que perdone sus ofensas.
En su último segundo
profirió un grito
que nadie en la sala entendió.
Mónica se quedó esa noche
sentada a su lado
mientras notaba
cómo su mano encogía.
¿Para qué le vas a decir la verdad?
No faltaba
a la hora de la merienda
los pasos de baile abrazada a su retrato:
¡sentí!
Y todos reíamos por el showcito
que armaba la abuela,
tan puntual en sus ceremonias.
Después tocaba
como por primera vez
el vals que le compuso
al amor de su vida tan buen mozo
que era el apuesto ingeniero.
Y todos reíamos porque
qué otra cosa podíamos hacer,
dejala nomás que sea feliz.
¿Habrá bailado también
cuando nadie la veía?
Cuando la casa
enante ocupada por seis hijos
invitaba al desespero de arrancar
los cueritos al borde de la uña
que dejan un hueco ensangrentado
y conjuran las heridas
a las que nadie nunca pidió perdón.
El Juicio
Y mirá,
al final,
no queda otra que entregarse.
Un hombre sale en el tren
a buscar trabajo con una camisa a rayas
agujereada.
Dos tipos juntan resuello
para entrar por la ventana
de una casa maltrecha de City Bell.
Uno anda en moto con el celular en la mano,
otro junta unos pocos pesos con las medias
que acaba de vender.
Nadie mira para adelante.
Entregarse es entonces
extender los brazos
entrelazar las manos
doblar el cogote para arriba
esperar que el golpe no acierte
mirar para abajo
agarrar un pañuelo
y encomendarse
a que todavía quede una palabra amable.
Y si no viene
(si no llega a venir)
diremos que no merecíamos
volveremos a nuestras casas
pondremos el agua a hervir
y pensaremos
si todavía nosotros
tenemos una palabra amable para el mundo.
Un jurgo de bendición
Las dos damas del ajedrez
se fueron junto a su esposa.
De pronto perdió todo y le tocó huir.
Un día no cargaba ni para empanada
y el plomo cayó en la calle
que había dejado unos minutos atrás.
Desde entonces dice tener ahorros en el cielo
por dar el diezmo que más le duele:
el caballo al más pobre.
En el cuadrante sólo le queda
un peón que escucha cómo el sereno
le patea en la escalera
cada mañana.

Autor
Katya Vázquez Schröder
/ Córdoba, Argentina, 1997. Investigadora predoctoral en la Universidad de La Laguna, docente y poeta. Ha sido galardonada con el Premio Félix Francisco Casanova en relato breve por “Las flores del verdugo” (2018), y con el Premio Valparaíso de Poesía por El corazón es una achura que no se vende (2023). Es autora, a su vez, del poemario Entre los interludios (2019) y de la plaquette De pesos (2022). Actualmente cocoordina la sección de Literatura y Teatro del Ateneo de La Laguna.