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Por Emiliano Álvarez |
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Solemos pensar que el hombre es animal de palabras, que el lenguaje nos define. Pero ¿qué son entonces el llanto, la música, la carcajada, el sueño? ¿Sirven de algo las palabras tristeza, embriaguez, locura? ¿Dejamos de ser humanos cuando desistimos al tratar de compartir visiones, pulsos, con un amigo al día siguiente, con un papel en julio, con un espejo años más tarde?… El hombre es lenguaje, pero afortunadamente el barro quebradizo que nos forma es una amalgama mucho más rica. En ese sentido me atrevería a decir que la creación más humana es la poesía: lenguaje al servicio de todo lo demás que es el hombre. Unión. Alquimia. Un poeta es grande cuando ha logrado decir aquello que no creíamos susceptible de ser dicho. José Carlos Yrigoyen, joven aún, ha comenzado en su libro Horoskop, a encontrar las palabras de la poesía, haciendo hallazgos interesantes, dándole por ejemplo voz al vaivén del mar: “–De verdad yo quería una vida larga, pero no tengo otra salida./ (Así se lamentaba la marea una y otra vez antes de concluir/ contra el rompeolas)”. O usando flora y palabras distantes, para describir novedosamente antiguas aflicciones:
No obstante, siento que su poesía (o al menos la de Horoskop) tiene elementos que entorpecen su lectura y que la vuelven un tanto hermética: nos habla en alemán como si domináramos el idioma, nos menciona lugares que ni siquiera podría distinguir si son producto de su imaginación, como si más de una vez los hubiéramos visitado, y al contrario de grandes autores que operan de manera similar —pienso en Borges— nos hace sentir extraños. Su erudición nos parece lejana y sin sentido porque la poesía que depende de, o está casi completamente basada en referencias tan fuera del mundo del lector, se vuelve un poco hueca. Parecería por momentos que el lenguaje del autor no fue suficiente para compartir (en el sentido más amplio del término) experiencias sin duda inigualables, producto de viajes, lecturas, sueños, tragedias. A pesar de todo esto, Horoskop me parece un buen libro de poemas, con suficientes virtudes que dejan en segundo plano estos obstáculos. Uno de sus mayores aciertos es el uso de elementos narrativos, tan olvidados en la poesía contemporánea. Yrigoyen, o mejor dicho, el sujeto lírico de ciertos poemas como Canción para los malos tiempos (una excursión por Tragabigzanda), cuenta a partir del recuerdo, e introduce a un personaje al que dirige su discurso, lo cual lo vuelve una conversación que el lector escucha con el oído pegado a alguna puerta:
He mencionado el recuerdo. Y es que el elemento más constante es la memoria. El libro está poblado de remembranzas de vida a la nostalgia, de la pulsión por la muerte a la pasión por la vida, o al hastío por el mundo. Conviven casi en un mismo verso el juego infantil y la muerte. De esta manera, presente y futuro son parte de un interminable pretérito que nos devela cuán arbitrarios son los relojes y los calendarios.
El intrincado laberinto de sonidos que forman las palabras, sustentadas en versos de muy largo aliento que le dan un ritmo particular, es la ruta elegida para desentrañar el misterio del ser, del dolor y de la sorpresa que implica vivir, o más bien, haber vivido.
Aunque el pasado determina casi la totalidad de los poemas, hay chispazos de esperanza, sentimiento del porvenir; la tierra prometida en la que los personajes llenos de rutina, hastío y desesperanza podrían ser felices se asoma por el horizonte:
Esta tierra prometida, la poesía, es también el destino del peregrinaje que José Carlos Yrigoyen ha emprendido por el idioma y que podemos adivinar, llegará a buen término. |
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