Siendo
Desnuda, flotación en atmósfera mortecina,
piel blanca como zorro ártico,
carnívora en las laderas escurridas de rosa incandescente.
Soy mañana desgarrada.
Montaba el caballo de aire negro,
buscando a aquella mujer: la de los dioses,
una sola que es adverbio de lugar, nunca de tiempo.
Soy espuma que se desvanece entre las rocas.
Olfateaba los restos de vísceras vueltos guiñapo
forzada, casi por inercia, a lamer la leche emanada de la montaña,
formación volátil de patchouli y benjuí rosado.
Soy la perforación por cuchillo de pedernal en el ánima incauta.
Removí con uñas y yemas los escombros de la culpa,
sentencia de tormento auto impuesta por perpetrar lo inevitable.
Berreé, oré y maldije hasta dejar la atmósfera suficientemente clara.
Soy los huesos que no ven, anidan la posibilidad de entrever.
Excavé vertederos, sepulcros, drenajes y cimientos,
esquinas curvas, tejidos duros y blandos,
aspirando a revelar la realidad, el pensamiento, lo imaginario.
Soy mi propia hora, la de la soledad absorta.
Hallé huellas antiguas, restos de cardos y polvo de cenizas,
entregué cada resquicio de carne sin ira,
observé atenta las pulsaciones, dilataciones y goteos.
Soy entera nueva, vulnerable como piel recién parida.
Nadé hacia el centro sin flotar más que en los ojos frescos de geol,
orígenes de la claridad inmanente a la oscuridad creada,
entonces los sueños dejaron de serlo, para transmutar en recuerdos ajenos.
Soy el blanco, el rojo y el negro donde arde el impulso eléctrico.
Escalé de vuelta al valle de los millones caídos en una guerra tácita,
genocidio de la cultura y del alma de un pueblo que odio y amo,
alcancé a verlo todo desde lo alto.
Todo ardiendo, todo desmoronado,
todo de líquido caliente inundado.
Mío.
Soy el cuerpo que, al ser, es todos los cuerpos en autopsia: autoproclamado vivo.
Mina
Oro celta que se excava
a vista y paciencia trágica,
dibujando surcos mágicos como líneas peruanas
en montañas periféricas,
en los confines de galerías, túneles y cavernas.
No siempre la mina fue Pasta de Conchos,
Indonesia, Uzbekistán, Filipinas,
sino este cuerpo.
Tantos sitios como buscadores sedientos,
zapadores extenuados, esclavos sin más remedio
y tú, atrapado en la caverna a punto de explotar.
No lo sabías.
Tampoco hubo manera de atisbarlo y sacarte de los escombros.
Tantos sepultados,
cercenados,
abatidos,
inhumados vivos,
separando sales de magnesio,
metales de sulfuro,
todo cuanto fuera brillante y pesara,
espesara la gloria del olvido en paraje yermo, duro.
Tejidos de ansia,
aguas subterráneas,
culpas cernidas con cedazo fino entre arena lunfarda.
Se extrajo cuanto se pudo, manos tiesas y necias,
las tuyas y las mías y las de los mineros incas,
hurgando y rebuscando, paleando y estallando,
entrañas terrestres, linfa humana.
No cambia más que el tamaño del túnel y la galería:
al final, no todo el oro brilla,
pero todo lo que es mina, mina.
Mina de sal, lágrimas mezcladas con saliva amarga.
Mina de arena, restos de sudor y sangre seca en la dermis desértica.
Mina de carbón, cejas en perspectiva de horizonte incierto, por decir lo menos.
Mina de mármol, muslos helados en la plancha de acero donde el tórax se convierte en caja abierta de colorín morado y secretos romanos.
Mina de guerra, neuropsina disparada de la amígdala en la noche que jamás
se volverá día, canta a voz en cuello el corifeo.
Miramos la mina,
mírame reptando desvalida,
desprovista de mí misma.
Lo que se taladra ebulle,
tarde que temprano, polvoriento resabio.
El oro vendrá sólo, con la fortuna de los años y el recuento daños.
De momento, estamos a mano.
Zanate
No es lo mismo un zanate mayor en mitad de la calle,
que un cervatillo, cruzando los jardines traseros
de un suburbio en los Grandes Lagos,
remojados de ese blanco que huele a tiempo felizmente habitado.
Húmedo canto de cigarras extrañas en marzo.
No son lo mismo los pies bien abiertos,
el dedo posterior anclado con toda fuerza
para sostener el tarso erguido que alza el pecho,
el mando, las alas cloacales, la rabadilla,
la corona azabache hirviendo del tal zanate,
que los patos cruzando con parsimonia
una avenida de Downtown Detroit,
madre por delante, presta a atacar fiera
a quien atente contra trece crías desplumadas,
desprevenidas,
alguna descuartizada por un automóvil eléctrico que no rugía.
Cerezas trenzadas con cabellos de acero.
Al llegar al río Saint-Claire serán menos,
valga el esfuerzo materno,
así es la vida ahí, como en todo sitio colonizado por homínidos,
dizque humanos, pan de cada día es la crueldad sin reparos:
pueden matarse sioux, chippewas, navajos,
armenios,
musulmanes,
afroamericanos,
latinos que también son norteamericanos,
antes que un dulce pato marrón de sesera verdusca,
despistado por la helada brisa del lago Michigan.
Castañas en barcos a contratiempo a tope de esclavos.
Mucho menos será lo mismo un zanate que una liebre dureriana
dejando su impronta en las primeras nevadas,
buscando la vida para el invierno de temperaturas ingratas,
vientos que congelan mentes y relaciones fraternas,
blanco níveo que hiere porque huye,
que hiere porque promete,
que hiere porque contiene todo lo que se imaginó y no llegó.
Hielo negro de noche terminante.
No, nada se comparará con el zanate
arriesgándolo todo sobre el pavimento ardiente
de un país que no es, ni será ya nunca el mismo,
separados, como si de algo valiera,
por largo óxido y millones per capita, hambre petrolera bélica
—y como sea que se traduzca el producto interno bruto en la nevera—
aquí, con la sangre coagulada,
los sesos en las banquetas,
el plomo presto, hermano del hambre y la ignorancia.
Zanate desesperado
sobre una sola pata,
en medio de la pintura blanca de un paso de cebra
buscando a su compañera,
porque hacer nido es lo único que queda.
* Poemas pertenecientes a Entera Nueva, publicado en 2024 por Elefanta Editorial.
Autor
Melisa Arzate Amaro
/ Ciudad de México, 1985. Poeta, ensayista, docente y promotora cultural. Historiadora de arte, maestra en Estudios Humanísticos y doctora en Historia del Arte. Es coautora de Arden (2022) y autora de los libros de poesía Titila sangre (2024) y Entera Nueva (2024).