febrero 2023 / Ensayos

En defensa de la mala escritura, del lenguaje efervescente y de los libros transgenéricos

 
Supongo que, comparado con la mayoría de personas que hacen de las letras su oficio cotidiano, podría decirse que yo comencé a escribir un tanto tarde —o sea, a pensar en escribir como un acto deliberado y a contemplar la posibilidad insensata de ganarme la vida a partir de ello, dedicando cada día más tiempo a eso que mi buen amigo y editor catalán Josep Sucarrats define como “la manera más tonta de mantenerse pobre”.

Cada quien guardará su propio mito de origen sobre cómo, cuándo y por qué se inclinó hacia esta —se antoja proponer fútil—, empresa de agolpar palabras con el fin de entretener los pensamientos o explorar sensibilidades y transmitir, así, moronas de nuestra perspectiva individual a una audiencia un poco mayor que aquella que consigue enredarse por medio de la conversación. Habrá quienes llegaron a la calistenia del lenguaje gracias a que mantuvieron diarios en la adolescencia, a una fascinación desmedida por la lectura o como un recurso valioso para canalizar su desamor. Puede ser que haya alguno que ate su fundación narrativa a las juntas de Alcohólicos Anónimos, a un accidente que lo obligó a pasar semanas de encierro o, quizás, a una infancia marcada por la soledad de haber migrado lejos del terruño. Confinamiento, desintoxicación, despecho o destierro, todos motivos fértiles y hasta cierto grado comprensibles para iniciarse en la faena de la tinta o del tecleo. Pero a mí no me sucedió de esa manera. De hecho, mi alumbramiento como escritor tuvo lugar de la forma menos gloriosa posible: redactando correos electrónicos.

Tenía 25 años y realizaba a solas un largo peregrinaje por Turquía e Irán. Corría el 2006, época del letárgico internet telefónico y los celulares no inteligentes, por lo que era menester aprovechar al máximo la hora pagada frente a la tosca PC de los cibercafés con la intención de dar señales de vida a la parentela y a las amistades. (Vamos, que la región persa no se intuía como el más seguro de los destinos para un joven mexicano asiduo a los raves, y tampoco se trataba de preocupar a nadie más de la cuenta.) La tarea se complicaba tremendamente por las barreras del idioma y del alfabeto; me veía forzado a tener que adivinar la identidad de las piezas del tablero y el significado de las ventanas del navegador, ya que Google aún no se había convertido en el buscador hegemónico en Oriente Medio.

El caso es que, al final, me daba tiempo de escribir un solo correo por cada conexión; con el paso de las semanas, este mensaje obligatorio comenzó a adoptar la forma de una crónica, de un relato que empecé a distribuir paulatinamente entre una red cada vez más extensa de contactos.

Conforme la travesía llagaba a su ocaso, mientras yo circundaba las ruinas de Persépolis, aquella lista de direcciones electrónicas rondaba los doscientos receptores. Pero eso no es lo importante. Debido a tal dinámica, algo comenzó a girar dentro de mi cerebro. Un desbarajuste en mi percepción del presente, en su asimilación. O para ser menos críptico: comencé a vivir las cosas imaginando de qué manera las contaría. Es extraño experimentar por primera vez esa reconfiguración del discurso mental —intercambiar la voz más o menos involuntaria y hasta cierto grado, pasiva— que se entrega a simulaciones de eventos venideros o que recrea los episodios del pasado, dotándolos de una esencia reafirmativa o recriminatoria, mostrando la autoconciencia de su manufactura y el anhelo de ser expresada de forma cuidadosa y llamativa (pero que clama verterse y contaminar otras voces).

Digamos que durante aquel alumbramiento en tierras persas, de pronto, me sorprendí describiendo la fachada de la mezquita que tenía frente a mí o formulando metáforas mientras tomaba la merienda.

De ahí a fantasear con crear algo más ambicioso que meras cadenas de correo, no pasó mucho tiempo. Dos años a lo sumo, y ya me veía yo pensando que podría, sin problemas, escribir una novela. Cuando se llega tarde a la fiesta, no hay por qué arrancar desde cero. Si uno va a cambiar de caballo a mitad de la carrera —en mi caso, declinando un posible doctorado en biología—, bien vale la pena entrar por la puerta grande. En resumen, si pretendía arrimarme al ámbito de las letras mexicanas, no lo haría para ser bloguero.

Estamos, por si hiciese falta recalcarlo, ante una diligencia laboriosa en extremo, de disciplina despótica, de frustración garantizada y de lento crecimiento, cuya casi obscena quietud (condenada a la postración permanente sobre la silla) conlleva una temprana factura física y un ensimismamiento que tiende a exacerbar los problemas oculares, la vanidad intelectual y el gusto por los enervantes; que promete ataques de gastritis, síndrome del túnel carpiano y agudas contracturas dorsales, sin olvidar el desgarbo de pasar horas dialogando con uno mismo o con personas inventadas antes que con nuestros congéneres. Y todo ello, sin habernos detenido siquiera en la dificultad (a lo mejor, habría que conceder aquí la llana imposibilidad) de generar un sustento a partir de lo que se escribe; un sueldo ya no digno, sino que se acerque a nuestro raquítico salario mínimo (a saber: $6,223 pesos mensuales) o abrir la llaga producto de la indiferencia generalizada y la apatía hacia la lectura.

Para aquellos que disfrutamos de este extraño tormento, pocas cosas producen mayor confort psicológico que estar frente a la hoja o la pantalla con la cabeza abierta en gajos y chorreando. Divagar en ese espacio liminal de mutación continua, flotando entre artículos, preposiciones, verbos y sustantivos, prestando atención a detalles que solo algunos distinguirán, sin otro objetivo que permanecer lo más posible en ese espacio que elimina el tiempo, ese no lugar de la construcción del texto y que, a la vez, puede convertirse en todos los lugares. Por ponerlo de un modo un tanto burdo, se trata de una tarea adictiva.

Tal como elabora Luis Gusmán en su ensayo sobre Natalia Ginzburg­:

A la hora de escribir —nos dice [la autora]— sus manos firmes no tiemblan. Por el contrario, si tiene que aprender, historia, geografía, un idioma extranjero o taquigrafía se siente sorda, ciega inepta hasta la propia náusea. Ese contrapunto que naturaliza la práctica de la escritura y vuelve extraño el resto de la vida cotidiana aparece una y otra vez en Un oficio cotidiano, serie de relatos escritos al borde de lo autobiográfico. Si el saber escribir es “una pequeña virtud”, lo lógico es ejercerla y creer en ella.

El problema comienza cuando se aspira a crear algo concreto y, en el mejor de los casos, medianamente bueno, a partir de acrobacias léxicas. Un tejido, un comentario expandido, una sarta de reflexiones o un catálogo de imágenes mentales, un canto, un ensayo, una historia; en suma, un algo declarado como carente de utilidad por no pocos autores (quizás equiparable con palear la nieve durante las tormentas invernales, como tiene a bien señalar el protagonista de una novela cuyos título y autor he olvidado). Una actividad, pues, no muy lejana a construir torres con cubos de madera (solo para después derrumbarlas), a hacer miniaturas de hielo y dejarlas a la intemperie o a apilar productos en los pasillos del supermercado para atraer compradores potenciales.

—No seas pendejo —fue lo que me dijo mi tío escritor el día que le relevé mis intenciones de dejar la ciencia y dedicarme a lo mismo que él hacía—. Piénsalo bien, no te precipites —insistió—. La vida académica es amable y ya vas aventajado. Esto de la escritura es terrible. Siempre cuesta arriba. Es como darse un balazo en el pie antes de correr un maratón.  

Y en efecto: ¿por qué insistir en esta ardua labor de edificar pirámides de párrafos a sabiendas de todo lo antes dicho? Quizá se debe a ese placer de tropezar una y otra vez con la misma piedra, placer del que habla Alan Pauls en Fallar otra vez, una dichosa apología de los pequeños vicios que se oponen a los productos “bien hechos” o a las “historias bien contadas”, y que dotan de color e imperfecciones reveladoras a una escritura prolija:

¿Qué emparenta a toda esta gente [en palabras del autor: Proust el pesado, Joyce el enciclopédico, Beckett el tartamudo, Copi el atolondrado y varios otros artistas que se salen de las normas de lo bien hecho]? Yo diría: son artistas con problemas —muchos problemas en algunos casos— que tuvieron quizás una única gran lucidez, la clarividencia, recatada y ambiciosa a la vez, y que de allí en más les serviría para el resto de sus vidas de artistas, de preguntarse si esos problemas no serían en realidad lo único que tenían. O, más que lo único, lo más propio, lo más precioso que tenían.

Más adelante, tras detenerse en otros ejemplos —entre ellos César Aira y Karl Ove Knausgård—, Pauls (vía Beckett) remata: “santo y seña de todo artista que se niegue a ser esclavo. Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor”.

En el prólogo a la edición que Gris Tormenta hizo de dicho ensayo, Julián Herbert elabora al respecto:

La segunda simpatía que encuentro en esta charla [refiriéndose al ensayo de Pauls] es su propuesta del síntoma literario (la insistencia de cada autor en practicar disciplinadamente, una y otra vez, el mismo tipo de defectos) como algo que ha de ser explorado y perseguido, cazado como una presa, y no meramente eliminado mediante la corrección, en su supuesto carácter de colateral efecto cognitivo […] Porque —y esto lo sabe cualquier escritor de cepa— uno no escribe para expresarse, sino para entender, y no hay comprensión donde no hay obsesión.

Vaya, cualquier alpinista que se precie, conocerá de sobra que el punto no es llegar a la cima sino vivir en la montaña. Como diría Gustavo Sainz (citado por Herbert): “El único sentido que tiene escribir cuentos es el de reescribirlos”. 

Llegados a este punto, debo confesar que no sé bien por qué emprendí esta deriva hacia el plano general. Quería decir que había llegado un poco tarde a las letras, cerca de los 28 años, y que, gracias a ello, tuve la fortuna de saltarme varios de esos consejos que suelen pregonarse como mandamientos para los recién llegados a la vaga ambición —parafraseando a Antonio Ortuño— de la buena escritura:

No utilizarás gerundios.
Evitarás la voz pasiva.
Te cuidarás de las esdrújulas y de las rimas fonéticas entre frases.
Alternarás tus conjunciones gramaticales y buscarás sinónimos a toda costa.
Jamás repetirás el mismo término en un solo enunciando.
Pero, sobre todo, no abusarás de los adjetivos. 

Si no me equivoco, creo que he violado cada una de tales consignas, más o menos con rigor diario —y, creo, con buenos resultados— a lo largo de la década que llevo publicando. Sin embargo, luego de profanar obstinadamente el último punto (esto es, abusando de los adjetivos), he ido esculpiendo algo así como un estilo propio. Un problema paulsiano, si se quiere: mi imperfección personal.

Llamémosle sobreadjetivación premeditada o lenguaje efervescente, como me señaló una de las editoras con quien he trabajado. Una elección que, a juzgar por diversos manuales e instructivos de talleres y diplomados de escritura creativa, no goza de popularidad por parte del sector docente: “En narrativa, un viejo adagio reza que si algo se puede decir con cinco palabras debe decirse en cinco palabras, salvo que se pueda decir con cuatro; y una manera de lograr un texto donde todas las palabras encajen como piezas exactas, sin nada que sobre ni falte, es vigilar y evitar la excesiva adjetivación”, asevera José Alejandro Felipe Valencia-Arenas Abruzzese, director del taller internacional de escritura narrativa.

Difiero, con perdón de los letrados. No creo que la economía de lenguaje sea una prioridad —en todo caso, no de los textos con visos literarios—. ¿Dónde queda, si no, la experiencia estética? La belleza de la palabra, que no solo acompaña sino que adereza la información. El gusto del lenguaje por el lenguaje. Ese elemento que apela a las emociones y sensibiliza al lector. La forma arropando al contenido.

“Y tú, ¿intentas decir lo máximo con el mínimo de palabras o prefieres que las frases fluyan como río desbordado?”, pregunta hacia el final de su lección Valencia-Arenas. Puesto así, definitivamente me pronuncio por el desbordamiento. Me declaro partidario del estilo barroco y de la decoración exagerada. Me gustan los muros abigarrados, los jardines mal podados, la exuberancia indiscreta. Y eso que me dedico a escribir piezas con cierto carácter divulgativo sobre ciencia y naturaleza. Ensayos, crónicas, reportajes, libros, textos que no solo buscan diseminar aspectos del conocimiento biológico sino seducir al ciudadano promedio y convencerlo de que las tarántulas aterciopeladas de rodillas rojas, los crujientes cara de niño y las desquiciadas escolopendras (ciempiés gigantes, para ser exactos) merecen su admiración. Relatos que buscan fraguar una empatía hacia lo no humano, hacia lo opuesto a nuestra tecnología, hacia las últimas exhalaciones de ese entorno primigenio y majestuoso que nos hemos condenado a su evaporación.

Algo me dice que si nos limitamos a lo meramente informativo, al periodismo convencional, a la ecolalia touréttica de datos, al reproche científico y al soliloquio didáctico, no conseguiremos salir del atolladero ambiental en que nos hemos metido. De ahí que, en consecuencia, yo defienda el lenguaje florido, brotante y frondoso. A menos que se cree una pátina emotiva y un choque perceptivo para despertar al prodigioso monstruo de la imaginación, estamos perdidos.

¿Cómo se logra eso? Empleando adjetivos, por supuesto, recurriendo al sentido figurado y a los desplantes líricos. O, en otras palabras, con mala escritura y pinceladas de filosofía.

“La mala escritura siempre es el espacio ideal de la poesía”, escuché decir hace días a un sabio de lentes redondos y conversación brillante, “porque esa mala escritura busca romper con la lógica horizontal del lenguaje, un lenguaje instrumentado que comunicar con efectividad”. ¿Y si no fuera la sobrevalorada eficacia, sino algo más extraordinario y abstracto, lo que guía nuestros esfuerzos gramaticales? Quizás entonces sobrarían estas diatribas y el paisaje entre los anaqueles de las librerías se tornaría más excitante.

Pero la pauta del género sigue siendo determinante para decidir cómo mercar un manuscrito que llegará a la mesa de novedades. No importa si el volumen es abiertamente transgenérico, si es todo y nada a la vez: una quimera hecha de apéndices provenientes de distintos grupos taxonómicos, que por igual incorpora recetas de cocina que entradas de bitácora de campo, que alterna entre registros monográficos e instructivos de ensamblaje con pasajes ficticios y códices en versos endecasílabos, que también lleva a cuestas mapas y esquemas conceptuales, y todo ello articulado a partir de un nodo biográfico. Un manuscrito pues, no solo mal escrito, según los cánones convencionales, sino también mal concebido: ¿cómo va a ser ficción y no ficción a la vez?, se preguntan los poderes mercantes.

¿Cómo etiquetar ese libro jorobado e inclasificable, por falta de opciones? Como novela, de acuerdo con el paradigma de la industria. O puede ser que como ensayo, si es que los autores tuviesen opinión. O como libro de artista y santo remedio, podrían resolver quienes comandan las repisas. Yo me decantaría por lo que postula Alejandro Zambra respecto a que todo libro que resista a las normas del etiquetado, debería ser visto como un gesto poético.


Autor

Andrés Cota Hiriart

/ Ciudad de México, 1982. Zoólogo, escritor y comunicador de la ciencia. Estudió Biología en la UNAM y el máster en Comunicación de la Ciencia en el Imperial College de Londres. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA. Autor de los libros Fieras familiares (finalista del I Premio de No Ficción de Libros del Asteroide, 2022), El ajolote: biología del anfibio más sobresaliente del mundo (2022) y Faunologías (2015), así como de la novela Cabeza ajena (2017). Coordina la Sociedad de Científicos Anónimos, conduce el programa de radio/podcast Masaje cerebral y es profesor de literatura en la Escuela Superior de Cine.

febrero 2023