27 febrero, 2023

Oración por San Jerónimo: Traducir, traducir, traducir

de José María Espinasa | Reseñas

 
Gabriel Zaid, Poemas traducidos, El Colegio Nacional, Ciudad de México, 2022, 403 pp.
 
 

 

La publicación de Versiones y diversiones (1974) de Octavio Paz (1914-1998), hace casi medio siglo, marcó nuestras letras con un nuevo matiz: la traducción es, debe ser, una parte de la propia obra creativa. No creo que haya sido el primero en hacer algo así en México —ni en español ni en el mundo—, pero su estela en nuestro país es profunda y rica. Voy a poner algunos ejemplos. Uno de los libros que más me gustan de Jaime García Terrés (1924-1996) es su Baile de máscaras (1989), compilación de sus traducciones. El poeta había traducido a finales de los sesenta los Tres poemas escondidos (1968) de Yorgos Seferis, y despertado en muchos una pasión lectora por la obra del gran poeta griego, lo que llevó con el tiempo a la aparición de la poesía completa de ese autor traducida por dos escritores mexicanos, Selma Ancira (1956) y Francisco Segovia (1958). Si Versiones y diversiones sugería una idea matizada de los nexos entre creación propia y traducción, Baile de máscaras también lo hace: traducir es divertirse (dice Paz) y participar en un carnaval (dice García Terrés). Y ya sabemos que, enmascarados, somos más nosotros mismos. Pero como Paz, García Terrés no traducía por la paga ni a destajo, sino con placer y paciencia por lo que le gustaba o interesaba. Y en ese gusto se apropiaba de los poemas y los volvía suyos.

Esa idea de la traducción como posible obra propia o apropiada es, desde luego, una idea culta, no vinculada tanto al oficio sino a la creación, y suele ser políglota. Se traduce de varias lenguas: las que se hablan, las que se leen, las que se pueden traducir con diccionario o, incluso, a partir de otras traducciones. El rigor filológico y la lengua de origen pasan a segundo plano. Un escritor como Juan Carvajal (1935-2001) tarda casi treinta años en empezar a publicar sus textos propios, y únicamente luego de publicar la poesía de Cavafis traducida del francés. Otros poetas buscan traducir como un desafío y escogen textos muy difíciles de verter a otro idioma. Es ya muy conocido el desafío de varios escritores por traducir un mismo soneto de Gérard de Nerval: “El desdichado”. Uno de los hechos más interesantes al comparar traducciones es la relativización que provoca en el juicio sobre la calidad del trabajo. ¿Cuál es la mejor traducción de El cementerio marino, de Paul Valéry? Unos escogen esta y otros aquella, y nunca nos pondremos de acuerdo; a la vez, esa relativización aumenta la exigencia sin que podamos obviar la siguiente circunstancia: un buen poeta traduciendo a otro es siempre un hecho de interés. Así, disfrutemos de la sugerencia de García Terrés y asistamos al baile.

Otros autores juegan con guiños al lector. Eduardo Lizalde (1929-2022), por ejemplo, publicó un libro llamado Baja traición (2009), término que reúne sus traducciones y que está tomado de la justicia militar para volverlo una exigencia/condena moral. Al rebajar la exigencia, facilita también la fidelidad señalada con un guiño irónico. Lizalde, por ejemplo, publica una traducción de Rosas (1995), los poemas franceses de Rainer Maria Rilke, y ese trabajo lo lleva a un libro propio, Rosas (1994), uno de los que prefiero entre los suyos. ¿Pide Lizalde una cierta condescendencia al lector con la palabra “traición” o admite de antemano que, al calificarla con ironía de “baja”, eso le autoriza la libertad de volver suyas las versiones? Entendámoslo desde el resultado: sus traducciones son muy buenas. Hago notar que, en los tres casos citados —Versiones y diversiones, Baile de máscaras y Baja traición—, hay un guiño irónico al lector que provoca la relación con la fiesta y el juego. Hay otros menos lúdicos pero con intención similar, como los cuatro tomos de El traidor (2021), de Miguel Covarrubias (1940). Pero la idea, casi lugar común, de que traducir es traicionar, nos lleva a la otra cara de la traducción en estos libros: traducir es declarar el amor a un poema, serle fiel en un sentido profundo. Compartimos lo que queremos, no lo que nos disgusta. Y si el amor desemboca a veces en la traición, esta nunca ocurre en pleno idilio.

En los años sesenta, cuando la influencia de Octavio Paz en nuestra poesía era ya muy evidente, los poetas de las siguientes generaciones tradujeron mucho en ese camino lúdico: Isabel Fraire (1934-2015), Ulalume González de León (1932-2009), Gerardo Deniz (1934-2014), José Emilio Pacheco (1939-2014) o Uwe Frisch (1935-1984). Algunos también lo hicieron de manera voraz, en la cauda de Agustí Bartra (1908-1982): Guillermo Fernández (1934-2012, del italiano) o Francisco Cervantes (1938-2005, del portugués); pero esa traducción, calificada de voraz, cambia de signo y es no pocas veces un oficio y pierde algo de, si no todo, las connotaciones de juego y placer. Entre ambos caminos hay otro elemento que me interesa destacar: si las traducciones forman parte de la obra propia, es porque al traducir se crea una atmósfera en que la propia escritura respira y quiere ser comprendida. Y es también la época en que una tendencia —que hoy alcanza altos niveles cualitativos y cuantitativos— ocupa el espacio literario. Se podría parafrasear la famosa frase atribuida a Pompeyo: escribir no es necesario, traducir es necesario. Fueron también los años sesenta cuando apareció la irrepetible revista El Corno Emplumado.

Estas notas responden a la lectura de un libro recién aparecido, editado por El Colegio Nacional: Poemas traducidos, de Gabriel Zaid (1934). Reúne los poemas que el poeta ha traducido al español, incluida la joya de las Canciones de Vidyapati (2008), pero también poemas suyos que han sido traducidos a otras lenguas. Me parece un interesante giro a la idea de que las traducciones son también parte de la obra propia, el hecho de que las traducciones de nuestros poemas sean también nuestros poemas. Aquí lo que se relativiza es la idea de propiedad y se extiende la idea de autoría. La fuente de la hipótesis mallarmeana de que la literatura es un libro que escribimos entre todos nace, tal vez, de la fuente de la traducción. Esa fuente me hace pensar en los ríos que de pronto se sumergen y brotan kilómetros adelante, y sentimos que su agua es distinta y la misma a la vez.

La idea es muy atractiva: un poeta no se limita a su lengua, y asume también que la traducción es posible y quizá necesaria. Y nos permite hacer una radiografía hipotética de hacia dónde se proyecta un poeta en sus traducciones a otras lenguas. Digamos que hay lenguas cercanas, incluso inmediatas —por ejemplo, el inglés o el francés—; en cambio hay lenguas extrañas, lejanas, aunque no lo sean en el espacio o el tiempo, como el navajo, el yaqui, el kumiai o el zuñi (algunas, al menos yo, no sabía que existían). ¿Hay lectores en esa lengua para estos poemas o sencillamente para la poesía? No lo sé y francamente lo dudo, pero, en cambio, me parece muy importante que haya traductores. Su interés, pienso, es sobre todo lingüístico y filológico, formal en todo caso, y también una forma de homenaje porque traducir en poesía es un acto de admiración en el 99 por ciento de los casos. Por eso, Zaid se siente en confianza con textos cuya comprensión en su lengua original no está a nuestro alcance y traduce, como poeta, de esas lenguas “raras” para crear notables poemas (suyos) en español. La noción de propiedad no es entonces la del terrateniente, sino la del gambusino que encuentra la pepita de oro. Y así hacer sentir el eco de aquellas lenguas en la nuestra…

Uno quisiera saber cómo suenan esos textos o, incluso, cómo se ven. Cuento aquí una anécdota muy sencilla: hace años, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica pidió a varios poetas un poema para ser traducido al chino. Cuando recibí el ejemplar publicado, lo que hice fue enmarcar la página en que estaba el mío (un acto de confianza en quien me dijo: “ese es tu poema en chino”). Tiempo después le pedí a un hablante chino que me lo leyera —entonces trabajaba yo en El Colegio de México—, y lamento no haberlo grabado. La noción de “lengua de origen” adquiere otro sentido. Si no recuerdo mal, una versión mexicana del OuLiPo francés (o Taller de Literatura Potencial) fue encabezado por Zaid en los años setenta para experimentar con la traducción —por ejemplo, traducir un poema del español al inglés, del inglés al francés, del francés al italiano y de vuelta al español… y compararlos—. Por un lado, la poesía como hecho consumado es inmutable; por otro, como acto de lectura, es mutación permanente.

Es natural que el mayor número de traducciones de Zaid sea al o del inglés, ya en un sentido o en otro; no lo es tanto que la segunda lengua sea al japonés. (Pero, en cuanto uno se pone a pensar en ello, surge la intuición de que hay algo de japonés en la lírica de Zaid.) ¿De dónde le vendría esa posibilidad oriental? Es fácil contestar: su cercanía con Octavio Paz y, en Plural, con Kazuya Zakai (1927-2001) y más tarde, en Vuelta, con Aurelio Asiain (1960), uno de sus traductores a esa lengua, y también —claro— de su lectura de José Juan Tablada. Así, pensar en la refrescante vitalidad que Tablada trajo hace un siglo a la poesía mexicana con el haiku, hoy devuelve algo de esa frescura al Oriente. Digamos que al publicar este libro, Poemas traducidos, Zaid contribuye a esa diáspora del texto y recupera una de sus funciones en la botella al mar de la traducción. Pero esa diseminación se reconstruye y nos regresa. Un ejemplo son las Canciones de Vidyapati que, desde que las leí en su primera edición de 1978, considero un momento tocado por la gracia en la poesía mexicana.

Los muchos sentidos que pueden dar a la traducción los caminos abiertos por Versiones y diversiones, han hecho hoy que la traducción en México viva un muy buen momento. La literatura vive, gracias a la traducción, un proceso de desindividuación por más individual que sea. Por eso decimos que la poesía pertenece a todos.


José María Espinasa / Ciudad de México, 1957. Poeta, ensayista y editor. Es editor fundador de Ediciones Sin Nombre y director del Museo de la Ciudad de México. Fue secretario de redacción de las revistas Tierra Adentro y Casa del Tiempo, así como del suplemento La Jornada Semanal. En Piélago, publicado por la UNAM, reunió buena parte de su poesía escrita entre 1977 y 2007. Es, asimismo, autor de múltiples volúmenes de ensayo como Notas sobre la literatura mexicana después de 1968 (2019).