Silvia Eugenia Castillero, La isla, Ediciones Monte Carmelo, Ciudad de México, 2022, 52 pp.
La Tierra que habitamos puede ser vista como un lugar al que nos une la costumbre. En tal caso, primero nuestra percepción —y después, nuestra expresión verbal—, de lo que ofrece este planeta, no partirá del asombro siempre renovado, siempre punzante, y será, en el mejor de los casos, descriptiva. En el otro extremo, el artista y el poeta que no da por sentado nada, lo interpreta, lo traduce, lo descifra y lo convierte en el mismo lugar distinto. Eso es lo que hace, entre otras cosas, Silvia Eugenia Castillero (Ciudad de México, 1963) en La isla, su más reciente libro.
Conforme lo fui leyendo, fue creciendo en mí la idea de la Tierra como un escenario; un espectáculo en el que animales, plantas, agua, piedras y rocas son personajes principales. El lector se enfrenta, además, no a cualquier espacio en tierra firme sino a un lugar que en la imaginería colectiva es sinónimo de refugio pero también de aventura; centro espiritual, utopía, paraíso y, a la vez, lugar de aislamiento y hasta de inocencia, por situarse lejos de las grandes ciudades corrompidas. Ligado a esto último, la isla ha sido vista también como la vuelta al origen que nos plantea un viaje interior, una aventura ligada al autoconocimiento.
Litoral de bruma, lugar desierto apenas habitado por personas pero siempre vigilado, ¿quién lo vigila? Los quince señores de la noche: “Erguidos de espalda al mar/ vinieron con la lluvia/ fueron lodo y agonía,/ grito./ Una sola vez hablaron/ de espaldas al mar/ y les fue saqueada el alma;/ allí quedaron vueltos/ sal”, pero asimismo quienes son invocados y quienes se levantaron de la mesa. El lector escucha un concierto de voces. Hablan entre sí los árboles y el viento, junto a la voz que narra, con el que está por llegar, y con quien partió para siempre. Con ellas construye la autora un sitio fantasmal donde el rostro anhelado comienza a ser cubierto por el magma.
¿De qué material estamos hechos? ¿De qué están compuestas las rocas? En este libro hechizado, transitamos de una parte del escenario de la Tierra a otro, y aunque cada una resulte distinta (un cráter donde al centro todavía late un corazón sobre la piedra, una casa con ventana sin marco y puerta sin cerradura; un lugar donde “quizá hay un plato de sopa servido/ para cuando regreses”), vamos viendo y sintiendo que se trata de un mismo lugar; el del punto de vista. ¿Quién mira desde dónde y hacia dónde? En otras palabras, el sitio del espectador ante al escenario de la Tierra, y el lugar de la tarima con el espectador enfrente; ópticas opuestas y complementarias.
¿Importa saber el punto exacto en donde nos sitúa el poema? Dos fotografías parecen darnos la clave sobre el territorio en cuestión: una isla a la que muchos quieren ir por los misterios que guarda. Remoto, tal vez inhóspito, parece un sitio ideal para expediciones. También hay vocablos propios de otra lengua. Resuenan, por ejemplo, totora y manutara. Pero Castillero no nos da las coordenadas precisas ni el nombre de la isla, y hacer eso constituye una toma de postura y una confirmación de la naturaleza misma del poema: la no obviedad, la no referencialidad, la proclama de la ambigüedad. Castillero va más lejos y crea con las palabras una zona de metamorfosis; en ello me parece que radica uno de los logros de este hermoso libro en el que los deseos pueden convertirse en piedra, y las personas, volverse islas.
Mencionaba yo al explorador, esa figura que ha cobrado renovada vigencia en la literatura así como en la fotografía, el cine y las artes. En un mundo cada vez más vertiginoso en el que reina la inmediatez, sus opuestos: la paciencia, la capacidad de observación, la tolerancia ante los accidentes, los imprevistos y la frustración que caracterizan al expedicionario, son cada vez más buscados por ciertos lectores de hoy, en libros escritos en muy distintas épocas. La isla me llevó a recordar algunos, como los diarios de viaje de Alexandra David-Néel, escritora francesa y expedicionaria en el Tíbet a finales del siglo XIX y principios del XX; Los senderos del mar. Un viaje a pie, de la española María Belmonte, sobre la costa vasca: la edad y características de sus acantilados, aves, plantas, hongos, moluscos, arenas y, sobre todo, piedras; El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen, un libro de 1978 en el que el naturalista norteamericano narra el esfuerzo, las penurias, pero también la fascinación y el gozo de caminar durante dos meses por las heladas y peligrosas cumbres del Himalaya. Los títulos son muchos y no se trata, en este caso, de detenerme en ellos, pero me da pie para establecer asociaciones que me parecen fascinantes. Tanto en ese tipo de relatos, crónicas y novelas como en La isla de Castillero, la naturaleza, y con especial fuerza las piedras, parecen ineludibles, además de símbolo de resistencia y de energía. La autora distingue entre piedra y roca; una piedra que es mineral que conforma una roca; una roca que es materia sólida hecha de múltiples minerales, y nos sumerge en un mundo conocido pero distinto, bajo los ojos de la expedicionaria, de la recién llegada, del siempre “recién desembarcado”, por evocar a Rimbaud en “El barco ebrio”.
La voz que nos habla en la isla se atreve a alcanzar, en un texto climático, el centro del cráter donde crecen flores blancas y donde le está reservada una experiencia sobrecogedora. Me refiero al poema “Laderas”, que cierra así: “Bajamos hasta ese ojo hirviente/ y descubrimos tu corazón/ latiendo todavía, raído sobre la piedra”. Con un eco de antiguas civilizaciones, de culturas remotas, la imagen de lo que se niega a morir se une a otra que domina el libro: evitar el olvido. Por algo dice en el mismo poema: “Fuimos ladera arriba/ como nos pediste en tu carta,/ decías que te salváramos del olvido”.
Personas y lugares, hechos cotidianos, objetos cargados de historia… Todo puede estar destinado, naturalmente, al olvido. En este libro enigmático y ciertamente alto en su tono y en su saber, la poeta deposita en los ojos de los vivos pero también de los muertos (“cuencas con lodo”, “ojo hirviente”) la gracia de mirar en medio de una “isla quebrada”; metáfora, quizá, del cuerpo humano: quebrado a medida que vive y envejece, pero también monolítico, de carne y piedra, moái.
Celebro la publicación de La isla, un libro de poesía que hace visible algo poderoso: el permiso otorgado a la naturaleza –magnífica siempre– para someternos y conducirnos al viaje interior.
Autor
Claudia Hernández de Valle Arizpe
/ Ciudad de México, 1963. Poeta y ensayista. Es autora de una docena de libros de poesía, entre los que cabe destacar Trama de arpegios (1993), Hemicránea (1998), Deshielo (2000), Perros muy azules (2012) y México-Pekín (2013). Su obra ha sido reconocida con el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada y el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz, entre otras distinciones.