David Huerta falleció el 3 de octubre de 2022. Poeta fundamental de la lengua española; excepcional pensador, divulgador y traductor de poesía —y editor de la última época impresa del PdP—, Huerta dejó, a su muerte, un vacío en la vida cultural y literaria de México, entre sus amigos y lectores (una y la misma cosa). Recordamos al autor de Incurable con este par de testimonios de amistad y admiración.
—La Redacción
Conocí a David el 22 de abril de 1999, cuando ya era “el maistro Huerta”, como a veces se decía para burlarse de sí mismo: el David de Versión e Incurable, del Pen Club, del Premio de Poesía Carlos Pellicer, de los talleres en la Casa del Lago. Lo conocí en una de esas aulas pequeñas enmarcadas por jacarandas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No suelo retener las fechas con tanta exactitud, pero ese día quedó fijo en mi memoria por un motivo particular. Era la primera clase de su curso; ahora no recuerdo bien de qué, tal vez de lectura de poesía, tal vez de comentario de textos. Lo que sí recuerdo fue el ruido que iba acercándose por el pasillo, nada extraño en una facultad tan bulliciosa y en un momento tan agitado para la vida universitaria; el ruido que iba creciendo y haciéndose tangible hasta convertirse en una mano que abrió la puerta del aula y que, en varias voces, anunciaron el inicio de lo que se habría de convertir en una larga huelga estudiantil. Tuvimos que abandonar la facultad —creo que fue en esa ocasión cuando Gonzalo Celorio se parapetó con más imprudencia que tino dentro de la dirección, mientras nosotros salíamos en grupo—. Una vez afuera, el maestro, el gran poeta, nos propuso a los pocos y atónitos alumnos que continuáramos no con la clase, porque habría ido en contra del espíritu de la huelga, sino con la plática en una cafetería cerca de la universidad. Pude conocer así, antes que su amor por la literatura y el conocimiento, la absoluta disponibilidad y la generosidad que lo caracterizaban. Decliné la oferta, explicando que me habría gustado enterarme mejor de lo que iba a pasar en la facultad y con el movimiento estudiantil, porque, hasta entonces y hasta poco después, compartía los principios que animaban al Consejo General de Huelga. David lo comprendió y me pidió que intercambiáramos nuestros números de teléfono para que lo pusiera al corriente. Así conocí también una de las tantas facetas de su compromiso social. De la huelga y su desenlace quedé muy decepcionado; de ese primer encuentro, en cambio, nació una amistad, un cariño en serio, de los buenos, arraigado y conservado a lo largo de estos que ahora parecen injustamente pocos años.
No sé bien cómo fue, si me llamó él o viceversa, pero comenzamos a reunirnos de vez en cuando para platicar sobre cualquier argumento que tuviera que ver de alguna manera con la literatura: desde el arte de los encuadernadores de la Ciudad de México, como el maestro Canela, hasta la influencia de fray Luis de León en las canciones de The Mars Volta. Cada vez quedaba asombrado por su curiosidad, su conocimiento, su sensibilidad y sentido del humor. Poco a poco, y mientras crecía mi gratitud, David se iba inventando pequeñas ocasiones para que colaborara con él: un ciclo sobre Rulfo en el Cenart, unas clases sobre Quevedo en la Preparatoria Popular Mártires de Tlatelolco, un cursillo sobre literatura barroca en la Fundación Octavio Paz… Después me embarcó a su lado, y con una tripulación de primer orden (Francisco Martínez Negrete, Eduardo Uribe y Lourdes Ladrón de Guevara), en esa estupenda aventura que fue la renovación del Periódico de Poesía de la UNAM. La mole de trabajo era enorme, pero se creó un ambiente tan ameno entre todos nosotros que no se notaba: nos gustaba lo que hacíamos y lo hacíamos con ganas. Viví esos años sintiéndome un alumno afortunado en compañía de una eminencia. Era un gozo escuchar sus agudas observaciones a favor o en contra de lo que habríamos publicado, y era todo un privilegio compartir mi pobre opinión con él y con el resto del equipo editorial. Gracias a sus inclinaciones, el Periódico de Poesía se enriqueció y robusteció, sin menospreciar las pautas que habían señalado sus antecesores, mezclando el aprecio por cuestiones exquisitamente eruditas con las tendencias de la poesía contemporánea en diversas latitudes, e indagando por los senderos de las contaminaciones y los diálogos entre el quehacer poético y otras manifestaciones artísticas. Para confirmarlo, están los preciosos trece números que publicó durante seis años la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM; se trata de los últimos números en papel (y que se pueden consultar en línea).
Fue entonces cuando conocí también a Verónica Murguía, su esposa, en el departamento repleto de libros que compartían a dos o tres cuadras del Parque Hundido, y mi admiración creció exponencialmente. El orden cósmico adquirió claridad de golpe: el mejor roto para la mejor descosida. Gracias a ella echó raíces el cariño, y a partir de ese momento David y Verónica entraron a formar parte de esas pocas personas en las que pienso inmediatamente cada vez que tiembla fuerte en la Ciudad de México. Es lo que le habría recordado este sábado 8 de octubre de 2022, después de haberle cantado las suyas, las del rey David, por teléfono. Ahora, carajo, no encuentro las palabras para despedirme.
—Pablo Lombó Mulliert
“El café del día siguiente”. Así se llamaba mi encuentro virtual con David Huerta, que casi cada mes se celebraba un sábado o domingo por la noche de México y que tenía lugar la mañana del día siguiente aquí en la India. El fenómeno que dio el nombre a la charla era, para mí, una auténtica celebración de la poesía. Como dos niños solíamos mostrarnos la oscuridad y la luz, el espectáculo simultáneo del ayer y del hoy que nos hacía permanecer en un mañana venidero.
Luego de escribir el primer párrafo empieza la contrariedad: la del uso del tiempo verbal (el pretérito imperfecto) que muestra la cicatriz de la inaceptable crueldad del hecho —se nos fue David Huerta—. Una ausencia que me dejó tan aturdido como si recibiese un golpe fuerte en el oído o la cabeza.
En 2016 descubrí la poesía davideña (un adjetivo que inventé para definir su singularidad en mi memoria); ocurrió en un momento difícil de mi vida en el que llevaba más de un año sin escribir nada. Fue gracias a la mítica antología Medusario, donde también descubrí la poesía de Coral Bracho; sin saberlo, había abierto la puerta de la nueva poesía mexicana en la biblioteca del Instituto Cervantes de Nueva Delhi. Rastreando las estanterías, encontré más joyas como la antología de José Lezama Lima que Huerta preparó y prologó. Hechizado por el comercio electrónico del siglo XXI, un mes después me llegó La mancha en el espejo, su poesía reunida, y me obligó a ser incurablemente davideño. Empecé a leer y admirar la obra poética de uno de los últimos grandes de la poesía universal.
Una vez le pregunté si nuestra época nos daba más oportunidades para los textos complejos o experimentales, sobre todo en materia de poesía. Me respondió con claridad que escribir una palabra en la hoja en blanco era ya lo más experimental. Hablamos bastante del tema y descubrí con asombro que, como varios de sus poemarios (Incurable o Versión) —los cuales inauguran caminos en una época donde olvidamos con frecuencia que el pensamiento ocupa la mayor parte de la lengua—, la poesía de Huerta nos otorga ese deber: el de pensar, el de indagar en el pensamiento.
Quizá este sea, en nuestro siglo, el punto central para la poesía, que ha sido siempre un arte para la “inmensa minoría” de la que hablaba Juan Ramón Jiménez. Algo fundamental ha cambiado en las últimas dos décadas: la participación directa de aquella minoría. Nosotros, los lectores de poesía, también escribimos; la escena es “la típica (…) de cualquier encuentro poético donde los enfermos de un mismo mal comparten sus padecimientos”, como dijo el coreano Ko Un. Pero ese fenómeno abre otra posibilidad: la de los textos complejos, ya que el lector de poesía tal vez no busca una comunicación fácil. Una poesía de pensamiento profundo puede y debe florecer; la prueba está en ciertos libros destacados de poesía que empezaron a publicarse desde mediados del siglo XX, y entre los cuales se encuentra Incurable (1987), que rompió varias barreras y nos recuerda que cada paso del ser humano es fruto de las alturas de la imaginación.
Pero ¿qué hacía yo —un extranjero de una cultura muy distinta a la de Huerta— en esas charlas con él? Mi suerte me sorprende en ocasiones. Desde el primer correo electrónico hasta el último mensaje por WhatsApp, nunca le faltó cariño ni paciencia ante mis inquietudes. En nuestros encuentros virtuales, David me hizo romper muchos prejuicios de lectura, por ejemplo, sobre Octavio Paz en torno a Ezra Pound o sobre Auden, a quien aprendí a apreciar. Huerta tenía mucha curiosidad en el gran poema épico de la India, el Mahabharata; un día le mostré la primera traducción al bengalí, hecha en el siglo XIX, de aquella obra magna: más de tres mil páginas en diez tomos de gran formato. Vi un rostro iluminado por su sonrisa. Mostrar el poema extenso más antiguo de India a uno de los principales autores contemporáneos del poema extenso, ha sido uno de los mayores y más inexplicables placeres que he tenido.
El año 2022 me dio dos golpes fuertes con la partida de mis dos maestros: la de Ángel Guinda y la de David Huerta, a quienes llamaba “mis dos Virgilios”. Seguramente David me hubiera dicho con su natural humor: por falta de Virgilio no llegamos a ser Dante.
Autores
Pablo Lombó Mulliert
Ciudad de México, 1978. Escritor, traductor y académico. Cursó sus primeros estudios literarios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y obtuvo el doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Fue asistente de investigación en la Universidad de Navarra y actualmente es docente en la Universidad de Turín. Ha escrito diferentes libros y artículos sobre la literatura en lengua española en general. Ha colaborado en las secretarías de redacción de varias revistas, entre ellas el Periódico de Poesía, Artifara y RiCognizioni de la Universidad de Turín.
Subhro Bandopadhyay
/ Calcuta, India, 1978. Estudió biología y, después, español. Fue diplomado por el Instituto Cervantes. Recibió la I Beca Internacional Antonio Machado (2008) en Soria y el Premio Nacional de Escritores Jóvenes de la India (Sahitya Akademi Yuva Puraskar, 2013). Ha publicado hasta la fecha cinco libros de poemas en bengalí, y cuatro de ellos han sido traducidos a nuestra lengua y publicados en España. Ha asistido a diferentes festivales literarios como el Festival Internacional de Poesía (Medellín, Colombia), Expoesía (Soria, España), Jaipur Literature Festival (India) y a la FIL (Guadalajara, México). Participó en el proyecto Poetry Connection India-Wales, organizado por Literature Across Frontiers y el British Council en 2017. Actualmente reside en Nueva Delhi, donde es profesor del Instituto Cervantes.