julio 2023 / Reseñas

Anotar con cuidados. Sobre Cuerpo de Azul Ramos

 
Azul Ramos, Cuerpo, Reverberante, Acapulco-Ciudad de México, 2023, 44 pp.
 

 

La situación es la siguiente: una mujer, dos mujeres, muchas mujeres, una tras otra hacen fila. Alguna sale de su sitio y va y hace una pregunta a otra de las formadas: “¿Y usted puede describir esto?” La aludida responde que sí, dice “Puedo”. Esta es la anécdota que cuenta Anna Ajmátova en el prólogo de uno de sus libros, un testimonio sobre la Rusia posrevolucionaria que encarceló al hijo de Ajmátova, Lev, y a otros cientos más de esposos, hermanos, hijos, lazos de sangre. Una espera agotadora afuera de una cárcel en Leningrado y el momento brillante entre la paja: una madre que reconoce en la muchedumbre el rostro de la poeta y piensa que el dolor entre las dos, entre todas, puede contarse. Y así fue: Anna Ajmátova escribió Réquiem. Lo que quiero contar es que antes de Réquiem hubo una fuerza, un motivo, una voz, un nombre, una historia personal; el caso de aquella mujer que se acercó y pidió hacer algo, algo posible en las manos de Ajmátova: la escritura.

A principios de la década pasada, nos cruzó otra guerra. Sin abundar en lo vivido, lo que me provoca y voy a recalcar aquí es cómo la historia enseña. Retoña desde el terregal duro, ofrece glorias y hortensias y crisantemos por el camino: la misma anécdota sin consuelo, abriendo una y otra vez su flor. Antes de Cuerpo, de Azul Ramos (Acapulco, Guerrero, 1993), a Sara Uribe —quien escribe la cuarta de forros de este libro— se le pidió por encargo componer una pieza teatral con el tema de los desaparecidos en México; un par de meses después, el mismo día en que se anunció el hallazgo de las fosas de San Fernando, Tamaulipas, Uribe aceptó. “Sentí la imperiosa necesidad de hacer algo, alzar la voz, alzar la palabra, gritar aquí está pasando algo: aquí está pasando la guerra. Lo único que tenía para proferir tal enunciación era mi escritura”, según contó en una entrevista para Nexos, en febrero de 2017. De aquí destaco dos cosas importantes: primero, ese momento límite entre el artista, la obra y su tiempo; y segundo: el hecho de recurrir a la escritura como potencia. El eco de la palabra “puedo” rebota en Cuerpo de Azul Ramos.

Parecería un exceso hablar de Uribe y de su Antígona González (2012), pero este libro fue un hito para escrituras venideras. Gracias a sus estrategias de reescritura e investigación, la autora tomó distancia de los horrores para no caer en las trampas del chantaje y el efectismo. El resultado fue un parteaguas en plena guerra intestina del narcoestado. Pero Antígona González no es la única obra: una mínima lista de muy recientes poetas mexicanas incluiría Silencio de Clyo Mendoza, La muerte golpea en lunes de Maricarmen Velasco Ballesteros o Donde una vez tus ojos ahora crecen orquídeas de Rocío G. Benítez. Trabajos serios y dolientes que buscan justicia, y pese a lo que entendemos por justicia —“Que este país puede desaparecerte”, dice uno de los versos de Azul Ramos—, todas estas poetas han encontrado algo de ello en su escritura.

Al abrir este libro, leemos que Cuerpo está dedicado “A todas las personas que buscan y a las que han encontrado […] que no nos calle el silencio / ni la impunidad”. La palabra golpea sobre la mesa y, enseguida, cambia de página para hacer del cuerpo ausente una presencia. Decir que él, “Carlitos”, el hermano de Azul, no era un delincuente. Decir algo. Hacer un comunicado, romper la autocensura que provoca el miedo. Miedo en los talones, en la sala, al otro lado del teléfono. Miedo a que también nos levanten a nosotros. Por ello el poema abre los ojos, aunque sea de noche y únicamente ilumine la confusión; recupera no sólo el relato reciente y la crónica desesperada de las últimas horas de alguien que ha desaparecido, sino que se resiste al ceñido de la literatura legal y desarrolla una vida de afectos y cuidados, una historia de lo emocional e intangible —y no por ello menos verdadero.

Extendiste tu cuerpo: territorio fértil: te crecieron los dedos, la
espalda, tus piernas, las uñas ovaladas, pestañas rizadas donde
podría columpiarse el viento. (p. 13)

Interesa cómo estos afectos —algo natural en nosotros para con las personas que amamos— se manifiestan a la manera de una lengua que anota con cuidado. “Historias y formas de clasificación”, nos propone la poeta Maricela Guerrero en El sueño de toda célula (2018), con su “resistir” y “devenir” presentes en el trabajo de Ramos. Tales estrategias se hacen evidentes cuando Ramos dice “Desaparecieron el cuerpo. Lo que escribimos. Los pasos, los cumpleaños, cada entonada con la que mamá te arrulló” (p. 18). O cuando rasca en lo perdido, hasta las raíces del nombre, para encontrarlo:

Se llama Carlos. Carlitos. El niño. Su apellido significa calle angosta.
Angosta viene del latín angustus. Son primas angina y angustia.
Esto que se atoró en mi garganta. (p. 19)

Aquellas estrategias se contraponen a —o, más bien, se complementan con— las de Uribe, que golpetean en un tono policial para inquirir:

                  […]  cuánto mide, cuántos
años tiene, cómo son sus ojos: el color, las cejas que los coronan, la
piel, la forma del cabello, la última prenda que le vestía. (p. 16)

Este tono se discute en el poema mismo cuando la voz se cuestiona: “¿Cómo reduces un cuerpo a señas?” (p. 35). Y no, el cuerpo no está reducido a unas señas. Como se mencionó antes, hay espacio para escribir los afectos. Si bien es cierto que un libro de poemas no resuelve nada, el lenguaje sí que puede abrazarnos y consolarnos.

El discurso poético: una potencia para fijar y estar ante la incertidumbre, para “Exorcizar el pensamiento repetido” (p. 18) que Ramos nos comparte y decir: este dolor es mío, pero también puedes ponerte en sus zapatos. Caminemos juntos. La luz está apagada. Busquemos el interruptor.

Caminamos entonces, poco a poco, sobre esos poemas en prosa que por su brevedad bien pueden ser viñetas, parpadeos, obturaciones en el ojo de una cámara. Escribir lo que alcanza a iluminar con rapidez la linterna de la mente: las observaciones. Hay flores, un taxi, una calle cuesta abajo, palomas en la plaza, una carretera donde el agua se evapora.

En Cuerpo, cada texto es un respiro. Poemas dichos desde el ahogamiento, redactados en silencio y contra el silencio, gritos que quiebran, elegías acotadas. Lo que busca la brevedad es el control, y precisar también es anotar con cuidado. Que no haya espacio a la ambigüedad. Que nadie dude de a quién nos referimos. Ella, la enunciante, no lo va a permitir.

Lo que la voz sí se permite es una belleza muy a su pesar porque será difícil arrancárnosla de la memoria. De este modo asoman versos bellísimos, que por su atmósfera producen extrañamiento:

En el cielo: luna y sol. Ruido blanco en la carretera.
Casi anochece. (p. 39)

o

duelos en el rostro, los susurros en la orilla
de las cosas. (p. 25)

Se trata de unos cuantos hallazgos en la “exhaustiva oscuridad”, cuya esencia básica recuerdan a los paisajes de El libro de los muertos, de la estadounidense Muriel Rukeyser: la muerte asediando las minas, brillando en el polvo blanco de la sílice. Los lectores de Azul Ramos, insomnes, nos hallamos ante un libro igual de triste y brillante, cuyo último verso hace caer el telón del cielo con el vuelo de unas golondrinas.


Autor

Giovanni Rodríguez Cuevas

/ Acapulco, Guerrero, 1991. Poeta. Licenciado en Sociología. Obtuvo el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo 2019 y el Premio Estatal de Poesía Joven de Guerrero 2016. Ha sido beneficiario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en su emisión 2021-2022. Textos suyos aparecen en el libro Erradumbre (2021), así como en las revistas Flecha Roja, ADN Cultura, Tierra Adentro, Punto de Partida y Punto en Línea (UNAM).

julio 2023