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Por Manuel Iris |
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No. 54 / Noviembre 2012 |
Uno viene al mundo
a morirse, y eso, nada tiene de malo. Rodrigo Castillo, Pantone 8602 |
Es innegable: la poesía mexicana escrita por autores jóvenes parece estar tomando, en ciertos sectores, riesgos que demuestran un claro alejamiento del modo conservador que puebla los (escasos, por otro lado) estantes de lírica actual que vale la pena leer. Libros como Tesaurus, de Karen Villeda, o Tránsito, de Claudina Domingo muestran, con una propuesta distinta cada uno, pero llena de vasos comunicantes en su estilo e intenciones conceptuales, que la poesía joven mexicana tiende cada vez más notoriamente a cierta experimentación verbal y conceptual que el tiempo, como siempre, habrá de aquilatar obra por obra. No quiero ni debo calificar aquí los libros que he mencionado ni sus propuestas. Me declaro, más que escéptico, espectador —expectante— de lo que sucederá con ellas. Por lo pronto, lo cierto es que la aparición de libros como éstos es un síntoma de la necesidad de renovación en el modo de hacer poesía, por jóvenes, en México. Aunque es innegable, por otro lado, la existencia de una corriente supuestamente conservadora que ha dado buenos libros y poemas, y también ha dado más de una célebre camada de repetidores de formulas y tópicos anteriores, con infinitamente menos talento que aquellos poetas mayores de quienes se toma prestado. Esas cosas pasan. Lo importante es que, en resumen, la poesía joven en México, conservadora o no, busca renovarse. El tono de los poemas no es, por ello, el del erudito, ni el del poeta lírico ni vanguardista, sino el de un poeta que puede ir, en un verso, del parnaso a la cantina, no para señalar nada, sino para regodearse en todo lo que le gusta, y que está allí, en el mundo. No es un libro, lo reitero, que busca embellecer las cosas, ni regodearse en la fealdad entendida como estética, sino un libro escrito desde una sensibilidad que disfruta las cosas como quien puede hacerlo, a partir de un leguaje que, sin ser hermético, requiere el esfuerzo del lector. Ese modo decir las cosas es, creo, el aporte de Rodrigo Castillo, y es un aporte logrado, no una mera intención. No es un libro que busca solamente, aunque lo hace, sino que, creo, logra lo que pretende. Dividido en cuatro fragmentos (En Xico soy Eneas, Nostos, Mudanzas y Fluidos) el libro tiene diversos ejes narrativos que pasan siempre por el erotismo, la lectura misma y la factura poética, como obsesiones claras. Es imposible no darse cuenta de que el viaje, el desplazamiento y la épica (La Odisea y la Eneida son las referencias vertebradoras de la obra) son determinantes en lo temático y en lo tonal de este libro que no teme en pasar de lo literario a lo no-literario en una misma estrofa: no distingue entre registros, no lo quiere. La belleza del texto está precisamente allí, en su escritura unificadora que no pretende nada más que decir las cosas sin maquillarlas, acaso sí burlándose de ellas y de sí mismo (de la misma voz poética y sus horizontes intelectuales e ideológicos, quiero decir), porque después de todo es: "Ésa nuestra fe, la más ardiente, que colea / entre un escepticismo mamón y la lectura / completa de Heidegger." (Poema donde el perro ladra, 26). Observando la lista de sus obsesiones (erotismo, viaje, amor, la misma escritura) nada nuevo parece posible decir, pero ¿qué tal si esas constantes dichas y redichas están pensadas del siguiente modo, y vistas en los siguientes referentes?:
No la realidad sino más precisamente la cotidianidad se asoma siempre en los poemas de este libro. Con ello, Castillo no deja que el lector se quede en el puro ensoñamiento poético, sino que busca exactamente el efecto contrario. Dicho brevemente, los poemas de este libro están hechos para no salir del mundo. Sin embargo, tampoco buscan internarse en él. Quieren mirarlo y, para ello, se sirven de un lenguaje que mantiene un tono capaz de ir sin sobresaltos de una reflexión sobre la muerte hasta la transformación de este pensamiento en una referencia cotidiana, actual:
Creo, para regresar a lo que decía acerca de las tendencias de la poesía joven en México, que un libro como el que ahora reseño tiene claros, aunque escasos, referentes en la tradición mexicana, pero en cambio no tiene ningún o casi ningún contemporáneo, sobre todo en cuanto a esa manera de escribir la realidad, sin aplicarle un filtro de poeticidad que busque embellecerla. El libro cree, sinceramente, que nada tiene de malo venir al mundo a morirse y ya, y lo dice así, sin desenfado. Quizá por ser yo un lector tradicional y algo conservador, el poema central, Plebeya, ha llamado mi atención de un modo peculiar: me parece que en él se encuentra desnudo ese afán de meter la realidad en el poema. Por supuesto, no "la realidad" de los poetas sociales sino ésta, la corriente y cotidiana puesta allí sin solemnidad alguna. Creo que este poema, y el que da nombre al libro (dicho sea de paso, el Pantone 8602 es un color, un tinte oscuro que no llega a ser negro, un tono terroso y plomizo, pesado, es decir, con aspecto de realidad) deben ser visitados con cuidado por el lector que deberá leer con calma: no es ésta una lectura rápida ni sencilla. Es, sin embargo, una lectura disfrutable. Hay poesía, buena poesía, en este raro ejemplar. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que Pantone 8602 no es un libro con gesto vanguardista, no es iconoclasta, no grita cosas con escándalo. De hecho, es clarísima la deuda del autor con todo el canon occidental del siglo de oro hasta ahora. Lo que sucede es que le gusta poner en el centro del poema esa otra belleza no preciosa ni domada. No es tampoco, por supuesto, un libro conservador. En ese sitio intermedio, y pudiendo presentar novedad y belleza se coloca este ejemplar breve, valioso y extraño. Es un libro raro que tendrá, como lo tuvieron los autores que admira Rodrigo Castillo, pocos pero fervientes lectores que gustan de esos modos de pensar el mundo y el poema. |
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