enero 2009 / Reseñas

No.026_Las calles terminan en los bares

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 Las calles terminan en los bares
Jorge Rivelli, Editorial PapelTinta, Buenos Aires, 2005

Por Esteban Moore

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En el prólogo a La Seducción de la Barbarie, incluido en el primer volumen de las obras completas de Rodolfo Kusch, Guillermo Steffen, refiriéndose a 1983 como un nuevo capítulo de la historia argentina, o si se quiere, como un punto de inflexión de la misma, escribe: "El brutal retorno de lo reprimido y lo negado obliga a poner las cosas en su lugar. No hay que intentar suprimir la barbarie: hay que mantener la oposición, vivir, como en el proyecto sarmientino del Facundo, en el juego perpetuo de su seducción, sin ceder a ella pero sin tampoco pensarse desde ella."

Esta actitud, de compleja realización, implicaría al mismo tiempo en un imaginado equilibrio del pensamiento, no dejarse seducir  por  su contrario, la civilización; al fin de cuentas nada más que un velo ficcional tendido ante nuestra mirada por el aparato cultural  —cada uno de nosotros tiene la más amplia de las libertades para imaginar los fines de esta instalación.

Jorge Rivelli comprende la situación plenamente. Elige deslizarse en el vaporoso límite trazado entre ambas concepciones; no tiene una tesis, no intenta una síntesis, como hombre intuitivo que es, comprende que un proyecto de esta índole lo llevaría a pecar de  soberbia o a ser acusado de estar poseído de una infantil inocencia.

En Las calles terminan en los bares (Tercer Premio de poesía, Fondo Nacional de las Artes, 2004) —un libro cuya temática va más allá de los significados de su título, éste no conforma una nomenclatura de las vías que finalizan su recorrido en los expendios de bebidas alcohólicas, mucho menos, una nómina de éstos— nos brinda el testimonio de una mirada oblicua, sesgada si se quiere, acerca de lo inmediato: la vida urbana y las transformaciones culturales producto de la crisis recurrente que atraviesa nuestra sociedad. Como lo indica el título, el autor ha elegido los bares como mirador o punto de observación, desde allí traduce las imágenes que capturan sus ojos.

La poesía para Rivelli parece ser, al igual que en el campo de la ciencia,  un proceso de prueba y error, en el cual, la posible respuesta es necesariamente una nueva pregunta. Su método interrogativo se conforma con el hallazgo de preguntas, consideradas éstas como ‘respuestas suficientes’, su objeto, renovar la incitación. Su preguntar  va más allá de las posibles conclusiones; se renueva constantemente alimentado por la duda. Dudar, nos está diciendo de forma repetida, es saludable; ni afirmar ni negar. 

Para aquellos que hayan leído a Rodolfo Kusch, particularmente Charlas para Vivir en América, sentirán cierta extrañeza que haya citado a este autor al comienzo de mi exposición pues este original pensador argentino, en uno de los capítulos del libro mencionado confiesa que "La vida de café es negativa", este ámbito es para él, el lugar del "dejarse estar", el sitio donde el sujeto deseante teje los sueños que irremediablemente olvidará al salir nuevamente al tránsito y rumor de las calles.

Pero a Rivelli, este dejarse estar le sirve para hurgar en la máscara civilizada que encubre nuestros actos, él ausculta desde la mesa de un bar aquello que ésta oculta. En este movimiento, lo único que se establece como real o ‘realidad’ es la imaginación, y no con el objeto de rendirle un homenaje a William Carlos Williams. No obstante se podría inferir en estas páginas la existencia de este homenaje y de otros, ya que Rivelli va enhebrando en los ecos de voces distintas y diversas, un intenso proceso dialogal.

La clara del huevo, batida una y otra vez, con desesperación, llega a su punto de nieve en arte poética, poema que nos propone que la tradición poética argentina es UNA, UNA y TRINA, como el Espíritu Santo si se quiere, pero UNA al fin. La moneda tiene para él siempre dos caras, pero es un sólo objeto. Rivelli es un fullero honesto; cuando juega no juega para ganar, se pone en manos del azar y el destino.

La contradicción está siempre presente, somos eso, nos  dice Rivelli; recordándonos aquellas palabras de Allen Ginsberg: "muy bien me contradigo"; ¿Tiene importancia?" para agregar  whitmaneanamente, "Tengo buen tamaño, puedo contener a todos."  

El reconocimiento de las contradicciones le permiten saberse SER, constituir una voz. Esta voz reconoce la contradicción principal y otras, que han pasado a denominarse como de carácter secundario, cuya existencia no necesariamente responde a la existencia de la primera.

El poeta parece susurrarle al lector través de sus textos, cuidáte de la estupidez humana; las cuestiones de las minorías sexuales, étnicas y religiosas, de la ecología, existen, pero no te encandilés, olvidándote de quienes son los verdaderos dueños del mundo. Un tópico que en la época de la globalización mediática parece haber caído en el lado oscuro de nuestra memoria.

El juego de los contrarios, de las oposiciones filtradas a través de un humor pleno de ironía, ácido y absurdo -elementos vitales en la poesía moderna- le sirven al YO poético para constituir una imagen tanto de nuestra sociedad, como de nuestros políticos e intelectuales; un ejemplo de este procedimiento es el  poema en el que narra en primera persona su último encuentro con Carlos Marx en un bar de Londres. 

Allí en los bares, en su dejarse estar, entendido éste como ocio creativo, escribe, narra, relata. Una situación, las cosas, un objeto, algún acontecimiento, le permiten evocar la emoción que producirá el efecto poético. Su instrumento, el lenguaje, es sometido a la función propia de la poesía; en palabras de Guido Guglielmi: "liberar el lenguaje del automatismo de los actos del hablar cotidiano". Elevar la lengua cotidiana, coloquial, lo vernacular, a su estadio poético. La voz que se expresa en primera o en tercera persona del singular puede también adoptar el plural. Busca integrar un conjunto de voces: el nosotros. Esta persona multiplicada justifica nuestra existencia, parece decirnos. 

En su poesía Jorge Rivelli realiza un claro homenaje a Ezequiel Martínez Estrada, César Fernández Moreno y H. A. Murena; influencias que le permiten sortear las tormentas de la escritura sin naufragar en el gemido elegíaco, ni en el objetivismo literal, o en el yoísmo llorón de tantos.

Este poeta que no le teme a la densidad de la lengua, ni al cotidiano absurdo, ni al decir y nombrar, sabe a lo que se enfrenta; él mismo lo ha dicho en un texto que releva nuestras actitudes frente a la vida: "pensamos como Murena / y actuamos / como giorgina barbarosa."


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