1
Entre dos inexistencias ocurre todo o nada, Ciervo,
y ese absoluto tiene entrada y salida.
Puede empezar en un portal oscuro, entre mesas vacías,
mientras alguien dice adiós:
ves la figura caminando, pero ha de regresar.
¿Entre dos inexistencias sucede lo que ha de ser?
¿Se sabe sin saber?
Se entra en la narración porque se lanzan los mensajes.
No importa si en principio o para siempre.
Ese es en realidad el estado perpetuo de las cosas.
Así pues, hay entrada y salida.
En medio lo posible imposible.
Un avanzar en carreteras donde nadie transita
porque ciertos mundos se acaban para la turba,
gracias a Dios.
Se pierde el interés por algunos paisajes,
entonces el abandono nos concede el milagro:
el heno que cuelga de los árboles te habla del destierro.
Te invita a entrar en él.
Los encinos cantan desde las raíces.
Ululan los espacios donde se esconde la distancia.
Entre más habitaciones más razones para encaminarse
hacia una posible desaparición.
¿Entre dos inexistencias se crea lo que se nombra?
Los seres, al escuchar, producen los sonidos.
Los ojos, al mirar, crean el color.
La lengua bebe del viento y se sabe viva, real.
En la medida del acontecer lo acontecido se manifiesta:
la hojarasca se troza bajo un peso constante.
Bajo la sombra del encino las lagartijas copulan.
Silba la luz.
Tras ese cordel se sigue penetrando, Ciervo,
sin ver aún el final.
Sigue siendo un entrar.
Un balanceo del zanate detenido largamente en la rama.
Un negarse del sol que intimida a las orquídeas.
Por ahora, sólo el heno, los árboles.
La sustancia de la historia de hoy.
Un mundo existe porque lo ves
y deja de existir sin que lo veas,
mientras alguien regresó
y se dirige a la salida.
9
En la cornamenta del Ciervo es de noche.
La oscuridad, poco intensa, nos rodea:
quizá salga la luna, quizá no.
Indecisa, como todo parece serlo ahora que el Ciervo trota
lentamente pues quiere descansar.
Nos echaremos a dormir en un paraje entre montañas.
Alcanzo a ver un par contándose cosas
mientras los árboles se agitan en sus cumbres
y se refugian en guaridas los gatos monteses
y las víboras.
Enciendo una lámpara que alumbre mi dedo herido.
Finge mi dedo. Por fuera es perfecto;
por dentro se ha descolocado, y duele.
Cualquier peso lo perturba. Es un dedo engañoso.
Anular sin anillo. Tuve para él un aro de plata
que nunca entró.
Tan delgado era como la hebra de un cabello.
Se partió y dejó a mi dedo solitario.
La luz de la lámpara que enciendo lo ilumina,
pero si la apagara, de cualquier forma, se vería.
Del centro de mi cuerpo brota la luz.
Hay una herida en él desde el esófago hasta el pubis,
donde el rayo me partió.
Es extraño andar así, con el ardor del rayo en las
entrañas. Voluntarioso es. Le da por encenderse
en las mañanas, sobre todo.
Lo despiertan los pájaros y no sabe decir No.
De madrugada aún, me levanto, pues,
con el rayo de mi cuerpo por delante.
Si quiero continuar mis rutinas, es necesario calmarlo
con lo que escurre de mí. Lo bebe y me deja descansar.
Pero esta noche el Ciervo parece más lento
que otras noches, y el rayo se adelanta.
Despierta antes de tiempo e ilumina el mundo.
Incluido mi dedo herido que, orgulloso,
finge ser feliz.
Enciende el olor del jazmín, cercano a donde
se escucha la oración del precipicio.
También ilumina el combate del volcán con la neblina
y el humo perdido de un cigarrillo.
Todo eso recorre el rayo intruso
desde mi entraña ahuecada.
Pero el Ciervo, con nobleza, se ha detenido
y promete que habremos de irnos lejos,
fuera de esos vendavales.
Lejos. Tal vez cerca del mar.
25
Recostada,
viendo las hojas del platanar.
Es la hora, la hora que vuelve.
Esa luz habla.
Su tibieza. Cierras los ojos.
En la alcoba: la misma hora, la misma
luz.
A un paso, la hierba, trinos de pájaros.
En otro país, donde te espera La concha verde,
alguien te cubre. Te ve descansar.
Has cerrado los ojos.
Afuera, cuatro pisos abajo,
la calle sin árboles,
la gente caminando hacia el bar de copas.
Adentro, calidez, primavera.
Por un instante
lo acontecido no sucedió.
A punto de abrir los ojos
alguien, ahí, mirándote, en la tarde de vencejos,
y aquella luz
un poco más oscura.
No habrás atravesado territorios, estancias,
monosílabos.
Vas.
Alguien espera en el sofá
bajo el resplandor de las pequeñas lámparas.
Te observa, otra vez. Vuelve a su lectura.
Sabes lo que piensa.
Eres ese silencio
antes de abrir los ojos y ser acariciada
por el abanico del platanar,
la luz del otoño.
El Ciervo yergue la casa.
El tiempo, que ha estado quieto, se mueve.
33
Somos esculturas en la arena,
dibujos a la orilla del mar.
¿Me sigues todavía, Ciervo?
¿No te has cansado de mí?
Tu cornamenta se ha extendido
para albergarme, frondosa,
y ahora alguien ha dibujado nuestras siluetas
en la arena.
Les ha puesto colores.
Amanece en el puerto donde se atardece mejor.
Nos ha traído la ilusión de la primera vez.
Tus patas se hunden en la arena
antes del homenaje al sol.
He descendido de tu testa.
Quien nos tomó de modelo se retiró después de dejarnos
el tributo de nuestras esfinges que se llevará el agua
en muy poco tiempo.
Los primeros curiosos llegarán a mirar en pocas horas,
pero los pigmentos más brillantes se los habrá llevado el viento.
Así es lo que vemos, tributo que se va.
No nos lamentamos porque hemos llegado al río,
en la ladera de la montaña.
Los cocodrilos duermen, aunque nunca se sabe.
Hay leyendas que los recuerdan sosteniendo la tierra.
Las casas encimadas, construidas en los riscos, con sus tejas de pizarra,
son también parte de un principio que nos antecede.
No importa lo de atrás o de adelante, ¿eso aprendimos?
Importa que atardece en los encuentros, como el tuyo
y el mío, crepita el aire, una bombilla se enciende al fondo del jardín
y un gato vagabundo se asoma y nos olvida.
Sucede lo que ha de suceder sin preocuparse demasiado en los porqués.
Sólo admitimos en el cuenco de la mano la aparición del frío,
la decisión de la caricia.
El súbito vestigio de algo que llega y te invita a continuar.
Que te habita o le habitas.
Si subimos la montaña, más allá del caserío,
más allá de las vides, entraremos al pueblo
donde se detuvo a dar la vuelta una forma de cortejar.
Todavía huele al baño reciente de muchachas.
A picardía de jóvenes que aprenden a beber.
A mascotas que los siguen alrededor del quiosco.
Aparte de eso no hay más que viajantes migratorios,
recuerdos de la madera y rutinas de la niebla.
Pero con eso persiste suficiente un ir y venir.
Me he de subir de nuevo a tu cornamenta
para seguir ese camino, Ciervo, y por qué no,
quizá nos dé el gusto de borrarse siguiendo
nuestros pasos antes de convertirse
en un puñado de nubes.
* Poemas pertenecientes al libro La casa del Ciervo (Universidad Autónoma Metropolitana, Ciudad de México, 2022).

Autor
Araceli Mancilla Zayas
/ Tlalnepantla, Estado de México, 1964. Poeta. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía La mujer del umbral (2016) y Brazos del tiempo (2017). Sus poemas se han recogido en antologías nacionales y extranjeras. La casa del Ciervo (2022) es su libro más reciente. Vive en la ciudad de Oaxaca desde 1986.