Juana
La diabetis de mi abuela
se dice como ella quiera.
A Juana se le lían las palabras en la lengua:
senáforo, jaletina, lumbriz, pollo al toqui.
Y es que aprendió muy rápido a decir:
horno de microondas, televisión por cable, aborto natural.
Con el lápiz en mano repite los rasgos de su nombre
en la hoja doblada del cuaderno de cuadro chico
de la primaria Lídice de su hijo mayor.
Para ella, una letra es un garabato sin eco.
Y las voces que reconoce
se desdibujan en las líneas:
nombres y apellidos en la lista de familiares
del Hospital de Nutrición.
Nervio digital
De los cinco dedos que cuento
de mi mano izquierda
con mi mano derecha,
dos están chuecos.
Esos dos nunca se juntan en el área que se llama
falange medial,
según Google.
Si busco las razones en internet,
me aparece todo tipo de posibilidades
que incluyen:
“desviación que se produce por una
alteración
en la musculatura y/o ligamentos.
Puede darse por varias causas:
—Causa congénita—
Puede heredarse
de la madre
o del padre
(o por ambos progenitores si lo padecen)”.
Yo sólo quería entender
por qué
mis dedos nunca se encuentran,
por qué
esa desviación es lo primero que veo
cuando tomo una mano ajena,
por qué
esas dos venas
que botan de mis dos dedos chuecos
suben delineando mi sombra
y se me enredan en el corazón.
A decir de esta cita cierta,
vale,
las herencias de los dedos
migran de pariente en pariente
sosteniendo con las uñas
la irresponsabilidad
de los afectos.
Bocatientas
De las bocas que he quemado
aprendí a tragarme las cenizas.
Para hablar de esos olvidos
valdrá eructar el humo
y encontrar en las llamas
palabras,
escondidas en bocas corruptas
que me obligaron a llamarme mestiza
enrabiada,
mujer cometa que le nace fuego,
callada de nombres,
inventora de vuelos tímidos.
De las bocas que he temido,
aprendí a negociar las sospechas
que palpitan en labios
de bocas temblando
que nunca me han pedido declarar
el conteo de mi sangre
o la falsedad etimológica de mis apellidos
huérfanos
de voluntad.
ID: 0000021
I
Cada poema empieza siempre con una certeza.
Los reviso y leo en ellos
una palabra clave,
dos ideas concatenadas,
una coincidencia de verbos,
y a todo lo encadena un ritmo surgido de las manos.
Las lenguas del poema
son eso:
bocas ajenas con aliento propio,
traducciones torpes
de la frontera entre el corazón y la cabeza.
En esa frontera quiero abrir un hueco,
acurrucarme frente a la vida cotidiana:
diseñarla.
Invitaré a una máquina
a ocuparme entera.
II
Todo poema comienza con una mentira.
De eso se trata todo,
insinuar con el cuerpo para escribir en un papel
o componer / dirían ellxs /
sobre una hoja impresa con tinta dura.
Invitaré a una máquina a contar
un día de esta vida
que se abre paso
para decir en palabras quedas
lo que no se puede gritar por la censura propia.
Me hice una lista de momentos clave,
como si quisiera decir:
¿se puede morir registrando la vida?
III
Entonces, vale.
Coloco la máquina en mi pecho,
los chupones succionan mis lunares,
los cables se vuelven venas.
Acerco la caja de metal a mis órganos vitales;
vital es la palabra clave
que se me esconde en el ombligo.
Me dispongo al día y entonces:
1. Leer “Lady Lazarus”
2. Escuchar la alerta sísmica
3. Revisar el archivo fotográfico familiar
4. Sentir un orgasmo
5. Exponerme a mi alergia a los gatos
6. Decir una mentira terrible
7. Dejar de fumar, invitar a la abstinencia
8. Comer chocolate, invitar a la adicción
9. Dormir en una cama ajena
10. Abrazar la estabilidad cotidiana
11. Borrar fotografías definitivamente
12. No tocar el celular por una hora
13. Escuchar a alguien atentamente 1
4. Hacerme una limpia
15. Cocinar una receta familiar
16. Oler ajo por un momento largo
17. Pedir que me cuenten un secreto
18. Ver dormir a mi madre
IV
El sistema de registro encuadra mi arteria aorta,
mi interior se dibuja
en una memoria digital
para después imprimirse en cientos de hojas
(en árboles talados vueltos páginas,
registros de muerte para contener mis latidos).
Pienso en cómo sería
ir así,
cargando este cuerpo de plásticos fríos
sin quitarlo más,
llevar esta máquina conmigo
y volverme ella por un momento.
Negociar en silencio,
llamarla por mi nombre
para que responda.
Hoy es un buen día para simular el eco
y gritar:
androides todxs, clavemos una última cruz
una de metales y cables pesados
para subir al dios pixeleado
que todxs llevamos dentro.
Androide yo,
y una maquinita
que le habla en código
a mi corazón.
22 del abecedario
Le metieron en la boca las entrañas del diccionario.
Razones:
estado inicia en mayúsculas.
La patria no es femenina.
Ya existen suficientes pronombres.
Le cnsrrn la 22 del abecedario.
Razones:
Por sus formas.
Dice tanto.
Es innecesaria.
Le pidieron aprender a decir:
_tero, _mbral, _na, _rna,
_niversal, _rbana, _rgencia,
_bicada, _nisex, _nida,
_ngida, _ltima, _nívoca.
Le sugirieron ponerse al día, contar hasta diez, cerrar las piernas.
Razones:
Ellos sólo tenían el poder.
Ella, la palabra.
* Poemas pertenecientes al libro Bocatientas (Los Libros del Perro, 2023).

Pero decir poquísimo, decir lo mínimo
que uno puede decir,
es lo que nos permite decir algo.
M. M.
Mario Montalbetti (Lima, Perú, 1953) es un pensador muy particular de la poesía y del lenguaje. Por un lado tiene su trabajo ensayístico y su vida de lingüista; por otro, muchos de sus poemas son modos de pensar la poesía desde sí misma –incluso ha reseñado en verso varios libros–. En el descomunal Muerte sin fin de Gorostiza aparece un conocido verso: “¡Oh inteligencia, soledad en llamas!”, con el que me gustaría relacionar algunas cuestiones centrales de la obra de Montalbetti.
La soledad es un tema recurrente a lo largo del libro Apolo cupisnique (2018). Desde el epígrafe se nos advierte con una cita de la Iliada: “vagaba solo por la llanura del Aleo” pero, además, “esquivando la senda de los mortales”. La soledad de la poesía de Montalbetti suele ser la del extraño, que de cierta forma es la de la singularidad: “No es ceguera/ si pierdes la cabeza/ es otra cosa/ menos temible/ es soledad/ la soledad del hombre/ que no lleva/ una cabeza humana/ sobre sus hombros”.
La soledad del pensador prevalece en la escritura de Montalbetti, aunque, incluso desde una tradición más filosófica de la poesía, es difícil inscribir su pensamiento en alguna corriente. Si algo predomina en sus poemas es la manera variada de situar al yo poético y de articular sus interrogantes. La soledad, incluso, aparece como una posible postura política. En “Himno”, el poeta afirma: “No en la explicación sino en la soledad/ deseo usar estas palabras: yo no soy de acá”. Esa soledad de resonancias irónicas aparece en “Metafísica”, donde la voz se pregunta: “¿Por qué hay peruanos en lugar de no haber peruanos?” La palabra política quizá tenga una carga muy fuerte –y como actitud quizá sea bastante limitada–, pero el desmarcamiento identitario que plantea, así como la postura que ejerce el individuo textual, permiten pensarlo así.
He comentado someramente la soledad del extraño, la soledad como posición frente al mundo. Sin embargo, también se encuentra en la poesía de Montalbetti que tal soledad es la de un hombre de “un color desahuciado”. Así sucede en el descolorido poema “Concibo que seamos climas”, del libro El lenguaje es un revólver para dos (2018), donde el tono prosaico al que a veces recurre el peruano –un poeta más alejado de la musicalidad que del ritmo– encuentra en ocho solitarios duetos y un solo verso final a un hombre narrado en tercera persona que “no piensa en nada” y “saluda/ alzando la mano” a nadie. La nada también es condición necesaria para el profesor de “Un explorador polar”, quien dice: “Antes de dar una clase me aseguro: no debe de haber nada”. También la falta de grandes expectativas –una suerte de nada– aparece en “Como Walcott”: “…sin esperar que ocurra una muerte/ especialmente interesante al final: es mi poética”. La nada es un universo para la soledad, tan importante para Montalbetti que ahí descansa la solución de muchos de sus poemas; y también es el silencio que hacen las aves, en contrapunto a su hermoso canto: “luego otra vez alcanza las tres sílabas/ luego silencio// es la forma que tienen las aves de no decir nada”.
Con Montalbetti podemos sentir la nada como una repentina ráfaga de viento en el rostro. En “Aviones de papel”, la forma aparenta ser, otra vez, la de un poema convencional escrito en un lenguaje convencional. La mayor parte parece la prosa de un manual para hacer un avión de papel, pero de pronto el solitario yo del poema dobla el viento y lo arroja contra el papel sin esperar nada. Y aunque pueda parecer absurda una ars poética que declare no esperar nada, doblar el viento y arrojarlo al papel, es ahí donde el solitario descoloca el mundo y lo recrea. Las palabras, al fin y al cabo, son viento. Y si no espera nada es porque hay una decisión poética. No esperar nada no significa negar posibilidades, no significa no recibir. Lo que significa es que no hay una voluntad canalizada, una intención unívoca del poema.
Los poemas de Montalbetti muchas veces se pueden leer como si fueran una poética en sí mismos. Dos ejemplos de ello son “La dorada” y “Objeto y fin del poema” (ambos provenientes de El lenguaje es un revólver para dos). En el primero dice: “A la pregunta ¿cuánto has amado?/ responde como si el lenguaje, mejor aún,// como si el vino se hubiera acabado/ Di que has de ir por más”. La pérdida del lenguaje y del vino generan un efecto de vacío, y su recuperación invita al movimiento: “Di que has de ir por más”. En este poema la pérdida del lenguaje sería una nada incómoda. Al solitario, que a veces encuentra en la nada un descanso —en este caso, la posibilidad de la ausencia de lenguaje—, le detona una búsqueda no canalizada. En “Objeto y fin del poema” se dice: “Su ambición es el lenguaje del piloto/ hablándole a los pasajeros/ en medio de una situación desesperada:/ parte engaño, parte esperanza/ parte verdad”. Esa ambición del poema no siempre se logra, no siempre se busca. Lo que importa es la posible poética que alumbra la contradicción de sumar los fragmentos de la verdad, de la esperanza y del engaño. El poema como un núcleo de posibilidades, aunque “Todos los poemas termin[e]n igual./ Hechos pedazos contra un cerro oscuro/ que no estaba en las cartas”. Una esperanza a cuentagotas y una verdad anticonvencional se dan cita en la poética de Montalbetti; una invitación al movimiento, pero también el recordatorio de la inutilidad del poema. La poesía de Montalbetti no es la llama que ilumina un edén nocturno, ni la fatalidad en su obra es el opaco desasosiego; la carga emocional difícilmente es explícita en su obra. La soledad en llamas alumbra y se quema para poner al poema en interrogación.
El riesgo del solitario que no llega a buen puerto es una temática que Montalbetti ya exploraba en su primer poemario, Perro negro. 31 poemas (1978), donde dice, rozando un tópico muy de la poesía peruana —y si pensamos en los conocidos versos vallejianos “hay un lugar que yo me sé/ en este mundo, nada menos,/ a donde nunca llegaremos”—:
Vendí todas mis alcachofas
por un boleto al lugar en que vives.
Ningún percance.
El tren salió en horario
sol y vacas gordas todo el camino.
Pero tu pueblo no apareció nunca.
En otra soledad, posible de explorar en esta obra, la llama no es explícita. La soledad la encontramos en la interpretación. Si pensamos el grueso de su obra, el yo poético está solo, la interacción con la otredad es mínima. Cuando le habla a una segunda persona es a un interlocutor distante: monólogos que se refieren a un alguien parecido a la nada.
Por último, digamos algo más de la inagotable “soledad en llamas” de nuestro autor. Es la soledad del poema respecto al mundo la que nos permite decir algo, pensar. Gambetear con el lenguaje es una manera de arder. En los versos de “Teoría del poema de Anne Carson”, el peruano dice: “En ocasiones lo pensable/ se filtra por los muros de contención del lenguaje./ Esto ocurre sobre todo en el poema”. Lo pensable que habitan las soledades del poeta resulta, asimismo, una oportunidad de filtrar versos en el espacio a solas donde las palabras nos mueven. O así lo creo, al menos, cuando leo “Teoría del poema de Juan Román Riquelme”, donde Mario Montalbetti dice:
Es en la soledad que se juega el poema,
pero no en la soledad de las palabras,
sino en la soledad de los espacios
por donde se van a mover las palabras.

no me regañen
yo digo
pero inútil pedir si ya llegó
la hora del regaño
esta hora cuchicuchesca y fría que no obstante
ya va durando mucho
dirían los antiguos llegó para quedarse
llegó el porqué de esta transmisión en vivo
dejemos pido yo en paz a los rebaños
dejemos pastar a gusto retozar hacer
de panditas
no
el categórico imperativo
checa siente pregúntate
y remarca el acento de la ú, hazlo durar
ve hacia el alma de las cosas tuerce
el cuello del cisne geopolítico
de la norma heteróclita
de la arteria drolática
y de la inepta cultura cualesquiera
Dije dejemos
sí que sí
no hay imperativo reflexivo
hasta donde alcanzo a ver
pero haría falta
Magazo: saca del sombrero
el imperativo en 1ª
sin necesidad de espejo ni disociación
¿Deje yo de gastar? ¿Abra los ojos yo?
A mi verdadero y provincial abismo metafísico
–la cuarta dimensión–
se suma ahora el dulce imperativo en 1ª del singular
si me pongo a imaginarlo se me nubla el cerebro
y se me descuajan los siglos materialistas
[en este momento mientras escribe el que esto escribe pasa al frente una parvada de Testigos / encorbatados y bajo sombrillas / glándulas sudoríparas que esparcen la Palabra pero / no puedo burlarme / no te burles me digo a falta / de conjugación]
y en esta feliz incidencia de paraguas y gramática
observaremos también reblandecerse:
mis barricadas y mis rembrandts
don Diego de Torres y el químico veracruzano
pinturas flamencas de interiores
Confesiones y mi reciente profesora francesa
los radicales libres y mi Blanco White
a quien más le convendría haber dado nombre a un whisky
y no al cuadrado de la hipotenusa
Querido Blancowhitexican:
te traigo finto
porque sólo mediante el rococó convexo de la risa
o lo que es casi lo mismo diosmediante
logro eludir mis responsabilidades
Rebaños míos llegó como hemos dicho
la hora de los cuestionamientos profundos
busca busquen busquemos el alma de los parentescos
tracemos un pliegue siempre un pliegue más
porque debajo del debajo absoluto
la Alfombra de dios el último devenir iguana
habrá siempre
digamos
una mariposa
y al margen otra mariposa
y desfasando el plano otra
y al cerrar los ojos otra
flotando sobre las grandes aguas de terabytes
con las alas más primorosas que veremos jamás
Magazo: no termines
tu número sin antes regañarme:
salvo de subjetividad
decir no desposee.

1
la flor, decía alguien,
es el cerebro de las plantas
pero hay que decir
es un cerebro que se expande
en el plano del sexo
la flor produce formas no moldea
más bien
concentra una fuerza:
es más como volver a los humanos abejas
más como Darwin que dijo
quiero ver a la catasetum
cuando dispara su polen
dijo
no descansaré hasta que tuerza
frente a mí su columna
dijo
y se volvió abeja
descubrió cómo tocar a las orquídeas,
vio cómo el polen viaja y viaja
llega tan lejos de la historia
de la abejita y la flor, ese mito
oxidado, heterosexual:
cuando hay tejidos que en las flores
se activan cuando las rozan,
cuando sienten a los insectos calentones,
cómo escalan sus tallos,
lo ven las científicas, las poetas, lo vio Darwin,
y luego no pueden ver nada más
entregan su juventud a mirarlas,
cuando tienen tantos tipos de órganos
que otra especie ha separado en
masculino
femenino
y ellas los sienten juntos
y en ellas lo uno no excluye lo otro
2
ahí donde a la flor su forma
no sabe conducirla
en lugar de ir, atrae
en vez de avanzar, se prolonga
como la flor del borrachero,
como la del brócoli,
se entregan a una tarea
impensable en otros reinos:
moverte sin ir
hacia lo que deseas
ser maestra como la flor
en el arte de las apariencias
ser, se dice así, floritura,
pura demostración,
saber que el placer
inicia y va a terminarse,
cuando todo quiere permanecer
ser estacional
como un cuerpo que se adora
como un cuerpo de flor
ser cuerpo de flor y también
un medio para comunicar
a las matas con los insectos
a las matas con los perros
a las humanas con las matas
no tener los órganos sexuales ocultos
ni el sexo oculto
como las orquídeas
*
de plantas y sueños:
su viboreo
su raíz cardiaca
a los pliegues de los sueños
se acercan hervidas:
así unas indias dice Fernández de Piedrahíta
pusieron en la comida de los soldados
de Jiménez de Quesada
cierta hierba que se llamaba tetec
para que no las violentaran, dice
y ellos tetec
ellos alucine y alucine
sienten el cerebro machacado
se meten piedras en la boca
ellos
caen rendidos y sueñan
como hace tiempo ya no sueñan
en el fondo del ojo
encuentran ciertas plantas lo tierno
se regodean en el fango
conocen la vanidad
*
¿la planta imagina a la flor?
y la flor es una idea que
no se opone a la materia
es idea que brota en masa
como esas flores
que les dicen pensamientos
brotan en terrazas en andenes
en las materas
dicen los pensamientos
observa las plantas
que se acercan a ti
la forma de la flor es invención
en el pensamiento de planta no hay duda
en el pensamiento de planta un plan
de cara al acto:
la flor, de ser posible muchas
de ser posible una bandada
y que germinen
otras formas dulces como frutas
concebir una dulzura
blanda al tacto como un durazno
una dulzura
que atraiga a los animales,
que vaya del estómago a la mente
y de la mente al estómago
cuánto sí en una flor
para hacer con el pensamiento
*
Leche de gallina, hierba golondrinera, hinojo marino, quitameriendas, monedas del papa, gota de sangre, botón de oro, clavelina de los cartujos, pimpinela, arañuela, mercurial,
ombligo de Venus, diente de perro, hierba de San Juan,
reina de los prados, hierba de los gatos, raspalenguas, hierba lechera, tembladera, agujas de pastor, campanilla de las nieves, dondiego de día,
orozuz falso, amor de hombre, pamplina, uña de caballo, zarzaparrilla, pan de puerco, grama de olor, dama de noche.
*
también hay flores más cerca
de lo que se come y no se dice:
flores rellenas como el calabacín
flores que se abren y hacen té
la florifagia: una advertencia:
su carne suave de pétalo
su jugo que dice mojando
en la noche del subsuelo
una percepción sin órganos
sin lengua
*
dice un científico
lo que este reino nos propone es
una percepción sin órganos
un ver independiente del ojo
más cercano al tragar
a ser toda ojos que buscan
propone un oír
capaz del agua en el subsuelo
capaz de ser toda oídos
toda pelos que escuchan
dice, si no es eso ver
no sé entonces lo que es
si rastrear en lo oscuro no es oír
no sé entonces lo que es
si no es esa la prueba
de un pensamiento sin cabeza
de una razón subterránea
de una razón que perfuma
un pensar desnudo como están las plantas
nada entre ellas y el mundo
un reino que no huye de sí
como los animales

Dicen que la voz es lo primero que se pierde. A diferencia de lo que vemos, aferrado al recuerdo por la profusión de palabras que existe para las imágenes, el referente acústico del mundo es líquido y se desliza fácilmente entre las manos. No me sucederá eso con la voz de Antonio Deltoro. La encuentro oculta en tantos sitios. Sé que no la perderé nunca.
Tantos poemas que amo están marcados por la huella digital de su voz. Poemas que no puedo leer sin Toni, donde siempre está conmigo puesto que los escucho inevitablemente en su peculiar entonación grave y pausada. Cuando los releo, la encuentro ahí, al fondo, anidando intacta.
Me gustaría empezar leyendo uno de esos poemas pues pienso que una gran forma de celebrar a alguien es compartir lo que ama. Nos lo leyó una mañana de jueves del 2016 en la Fundación para las Letras Mexicanas. En esa época, por unos arreglos, teníamos tutoría en el salón de abajo. Aunque no puedo jurarlo, prefiero imaginar que era un día soleado de mayo y la luz se duplicaba en los espejos. Una luminosidad de esas que a Toni le gustan: una luz que se pertenece a sí misma, un mediodía sin sombras que cercenen los objetos, en el que las cosas saben habitarse. Nos leyó el primer poema de José Watanabe que escuché en mi vida, un autor al que más adelante leería con ahínco.
El guardián del hielo
Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.
Me quedé para siempre con esos dos versos: “No se puede amar lo que tan rápido fuga./ Ama rápido, me dijo el sol”. Y tenía tanta razón. No sabía que poco más de un año después, Toni no iba a llegar a tutoría y su vida cambiaría para siempre. Pero cuando leo este poema, él me acompaña. Hay poemas que amamos porque guardan las voces de los ausentes. Éste de Watanabe contiene dentro de sí, en esa combinación particular de sonidos, la contraseña de la voz de mi maestro. En algún lugar de esas palabras está Toni todavía y siempre, leyéndonos estos versos un jueves soleado de 2016. En estos sonidos perdura esa otra escena simple, paralela.
Hay poemas que amamos porque guardan las voces de los otros, porque en ellos canta no sólo la vida indescifrable de su autor, sino también nuestras otras vidas y las vidas de quienes hemos querido y ya no están. Un buen poema es como un catalizador, un metal conducente, una caja que guarda fragmentos de la vida de los otros. Escribo poemas como quien construye laberintos. Laberintos para atravesarlos, buscando no la salida sino el centro. Para guardar algo terrible, bestial, como el deseo. Esa flecha de sombra. Y para que otros, cuyos rostros no conozco, puedan guardar allí lo que ellos quieran.
Cuando quiero hablar con Antonio, voy también a sus libros. Con los años de lecturas y relecturas, en sus poemas he guardado algo mío. En ellos, lo encuentro a él y me encuentro a mí misma. Sus poemas se han vuelto con el tiempo ciudades secretas.
La costumbre de lo oculto
A Alejandro Rossi
En cada casa debe haber por lo menos un espacio cerrado. La quintaesencia de las casas no está en su centro, en el espacio abierto a las miradas, sino en el fondo: debajo, arriba, en un lugar siempre difícil y poco frecuentado. Me gustan las covachas, los desvanes, las cambras, los sótanos e incluso los cuartos traseros; me gustan no para entrar como Pedro por su casa sino para saberlos desconocidos; en su existencia se cifra la salud de toda casa, son sus glándulas y su metabolismo.
Siempre he sospechado de esas gentes que se abren de puertas y se enseñan como si fueran guías de su propio museo: un alma fina, delicada, lo mismo que un destripador o un alquimista, debe guardar algún secreto. Aún hoy que estoy en decadencia y vivo en un departamento, mantengo la costumbre de lo oculto. En la recámara del fondo, entre periódicos, fotografías, ropa usada, persevera el secreto. En esa habitación entro una o dos veces al año, abro la puerta y saco una caja de cartón o una corbata.
Este poema, además de ser un retrato de cuerpo entero de Antonio, puede leerse también, o eso pienso, como una especie de arte poética. Como una lección de escritura. Un poema es una casa que habitamos. Como tal, debe también tener su cuarto secreto, su “lugar difícil y poco frecuentado”. Un texto completamente diáfano se vuelve burdo, plano, sin encanto. Es como esas personas que “se abren de puertas y se enseñan como si fueran guías de su propio museo”. Un buen poema, como una verdadera casa, sabe guardar su secreto, mantiene “la costumbre de lo oculto” y desde ella mana la palabra, lo sí dicho.
La voz de Toni no sólo anida ahí, en sus poemas y en los que nos compartió en tutoría, sino que también la encuentro en una forma de mirar el mundo. Hace poco un amigo me relató un intercambio que escuchó de pasada en un café. Dos mujeres mayores, con viseras, el cabello teñido y un acento marcadamente ibérico, planeaban su estancia en nuestro país con una guía de viajes en la mano. Una, que parecía ya conocer un sitio al que tenía particular deseo de llevar a la otra, exclamó en un arranque de emoción: “¡Prepara asombro, Carmela!, ¡prepara asombro!” No sé qué fue de esas turistas, si Carmela de hecho pudo conseguir la delicada pócima del asombro como quien prepara un suculento caldo de gallina. Pero una cosa sí sé: si Antonio Deltoro me enseñó algo, fue justamente eso. A cultivar el asombro, el equilibrio delicado de esa alquimia bisiesta. Siempre tenemos las semillas del asombro a la mano, pero él me enseñó a germinarlas con paciencia. Antonio me enseñó a mirar las cosas de nuevo por primera vez. Y eso no es fácil. Nos mostró cómo hacer para “plantar un árbol de silencio/ y sentar[nos] a esperar/ a que sus frutos de caigan”.
Y el asombro sólo puede conjugarse en presente. Antonio me dio las herramientas necesarias para habitar el presente, ese país ignoto que sólo a veces miramos a lo lejos, como a través de un vidrio, sin ganas ni atención. Puesto que yo soy un animalillo adicto a la nostalgia y la ansiedad y habito el continente en sombras del pasado o me desvivo siempre por llegar al futuro, esa tierra minada por mis propios huesos. Como diría Toni, “soy hijo (hija en este caso) del minuto y de la esquina, de los días que saltan uno tras otro hacia la muerte”. Toni me enseñó a quedarme. A explorar el perfil de los centímetros, a observar cómo avanza sobre el tejado el anzuelo de la luz. Cuando pensé que sólo el pasado existía, Antonio se inclinó y me dijo al oído: “todavía hay presente en que apoyarse”.
Hay muchas maneras de mirar el mundo. Hay quien lo mira sólo para despreciarlo, para notar sus carencias, lo incongruente que es consigo mismo, lo ácido de la lluvia, el gentío en el metrobús, las malas lenguas. Hay quienes lo miran para llegar a otro sitio, para tratar de descifrar en él lo que ha sido o lo que será. Son arqueólogos del futuro y profetas del pasado y se pierden de tanto. Ninguna de estas miradas toca el mundo, que permanece intacto e insolente.
Antenoche me llamó Aurelia Cortés, que tanto quiso a Toni, para avisarme que ya no estaba. Es difícil poner en palabras cualquier pérdida, pero la de Toni nos despierta algo distinto, un dolor no sólo por él sino también por el mundo que habitamos. Y pienso que sé por qué: la mirada de Toni cambiaba todo a su alrededor. Tenía algo de hechizo pues sabía tocar las cosas con los ojos. Y la realidad respondía, transformándose.
Hay miradas que son como una luz artificial y blanca que alumbra el mundo exponiéndolo sin dimensiones ni textura, otras que son como la luz de la tarde que al tocar las cosas se despide. La de Toni era una mirada mediodía, luz franca y pleno sol, que no es ajena al mundo, sino que existe dentro de él y así lo cambia.
Apenas me enteré de la muerte de Toni y me parece completamente imposible conjugarlo en pasado. Tal vez no lo haga nunca. Porque para mí Toni nos acompaña aún. Su voz y su mirada han hecho este lugar un mundo más habitable. ¿Cómo hablar en pasado de alguien que ha cambiado así el sitio donde vivimos?
En uno de sus poemas, escribe: “No hice nada extraordinario,/ pero me visitó lo extraordinario”. A mí también me visitó lo extraordinario: tuve la oportunidad de conocer, de platicar con y de querer a Antonio Deltoro.
* Palabras leídas durante un homenaje a Antonio Deltoro, realizado el 23 de mayo en la Casa Universitaria del Libro (CASUL) de la UNAM, dentro de los festejos por el vigésimo aniversario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM).

Transcripción y edición de Eduardo Hurtado.
Eugenio Montale afirma que la obra de todo poeta debe leerse como una hermosa biografía. En efecto: nacer y morir acá o allá son simples fatalidades que muy poco nos dicen, comparadas con el retrato esencial que nos entregan sus poemas, acerca de Villon, Dante, Marvell, Hölderlin —o bien sobre los fundadores de la poesía moderna: Rimbaud, Baudelaire, Rilke, Valéry, Vallejo, por no hablar de Pessoa, el poeta más dotado de los últimos siglos, en cualquier lengua.
Montale, por cierto, se propuso en su juventud, como yo en la mía, dedicarse al canto. Estudié ópera en mis años mozos. Aunque muy pronto me asumí como un cantante fallido, nunca traicioné mi pasión por la música y me convertí en un melómano irreductible. Otras vocaciones me animaron desde temprano: la pintura y, claro está, la poesía. A los doce, me juzgaba dueño del talento necesario para ser, de manera simultánea, un Titta Ruffo, un Miguel Ángel y un Góngora.
En cuanto a mis pretensiones de poeta, bastante descaminado andaba a mis quince años, a la deriva en los mares de un romanticismo trasnochado y del más rancio modernismo. De aquella época sobrevive un conjunto de sonetos que en mala hora atesoró mi madre. Aquellos versos primerizos dan fe de un repulsivo candor y del empeño con el que mi padre me inculcó los principios de la más elemental artesanía: “¿Por qué, placer, si pareciste un siglo,/ te volviste de pronto raudo instante,/ y tú, dolor efímero y punzante,/ dejaste vivo el colosal vestiglo?”
De esta simpleza aldeana me rescataron la lectura del mejor López Velarde y mi primera inmersión en las obras de los Contemporáneos: Novo, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza. En poco tiempo mi formación se enriqueció con aproximaciones a los poetas españoles del ’27: Cernuda, Lorca, Salinas, Alberti. Ellos me revelaron la importancia cardinal de Góngora. El fervor aplicado en explorar el formidable universo lingüístico y metafórico del genio cordobés está en la raíz de mis propios hallazgos.
Hacia 1948, Enrique González Rojo y el que esto escribe con la exigua contribución de un testarudo amanuense, diseñamos una especie de fenomenología que bautizamos con un nombre previsiblemente vanguardista: poeticismo. Mucho más tarde, yo mismo me encargué de hacer la crítica de aquella desatinada empresa, cuya borrosa existencia, para beneficio de la especie humana y de la historia del arte, fue muy breve. Irracionalmente extensas fueron, en cambio, las obras pergeñadas con apego a su farragosa preceptiva. Tan sólo la exposición de sus enredados principios ocupó, en la versión de mi querido Enrique, un imponente número de páginas. Descomedidos y mayormente infumables fueron también los poemas redactados por los tres o cuatro militantes de aquella prescindible escuela.
Nunca me atreví a publicar mis libros estrictamente poeticistas, verdaderos aluviones de versos confeccionados a partir de una teoría que, según los presupuestos debatidos en las abrumadoras reuniones de nuestra minúscula cofradía, buscaba formular y sistematizar los recursos expresivos que permitirían la creación de imágenes inéditas. Debo admitir, sin embargo, que aquellos títulos rigurosamente inéditos eran tan deplorables como el primero de mi autoría que conoció la imprenta, La mala hora (1956), contrahecha criatura nacida de la aberrante cópula de un poeticismo jactancioso y un marxismo escolar.
Mucho más tarde, con fines más bien admonitorios, incluí unas cuantas muestras de los adefesios que es posible engendrar cuando se ejerce la escritura como una labor subsidiaria de cualquier ideología, política o religiosa. Adviértanse, si no, la grandilocuencia y el didactismo edificante de estos versos: “Para los pobres ya el pan era tortuga/ que mucho tiempo tardaba en caminar/ del mostrador a la boca.// Pero el pan subió de precio/ y con ello fue mayor su lentitud./ Era el pan de los hambrientos:/ para llegar, tortuga/ y liebre para irse”.
Al final, ¿qué saldo positivo dejó en mí el episodio poeticista? Algún crítico perspicaz consignó un inventario de presuntas ganancias, entre ellas la lectura concienzuda y exhaustiva de los grandes poetas de nuestra lengua, junto con la determinación de enfrentar el lenguaje como quien examina un organismo vivo, en cuyo cuerpo late la inagotable posibilidad de articular los nombres de otro modo. En lo personal, de aquella experiencia creo haber sacado en claro que es un error confundir el amor a las palabras con la tentación de ponerlas al servicio de un estilo pulcro, o simplemente dotado de elocuencia. La relación con el lenguaje suele cobrar la forma de una querella entre seducción y rechazo, fascinación y desencanto.
Para el poeta es obligado reflexionar sobre un asunto tan antiguo como arduo: el de la relación entre las palabras y las cosas, los nombres y lo nombrado. A principios de los años sesenta el tema me llevó a sostener intrincados debates con González Rojo. Él solía desmenuzarlo desde una perspectiva filosófica, que yo enfrentaba con un montón de teorías entresacadas de la nueva lingüística. Aquellas disputas fueron el caldo de cultivo de Cada cosa es Babel (1966), un largo poema en el que, por primera vez en mi biografía de escritor, pude reconocer un rango, el del decoro, que me permitió absolverlo de mis tentaciones revisionistas. La proliferación de imágenes de signo apocalíptico que pueblan las páginas de aquel babélico poema, bien puede leerse como un vislumbre de la violencia exacerbada, el misántropo encono que destila buena parte de mi obra a partir de El tigre en la casa. Yo no existí a los ojos de lectores y críticos antes de la circulación de ese delgado volumen, publicado en 1970 y que en breve tiempo se ganó la aprobación casi unánime de esa congregación exigua pero persistente capaz de entusiasmarse con la aparición de un buen libro de poemas. Desde luego, el recibimiento de una obra literaria responde a diversas circunstancias. El tigre en la casa, el título más emblemático de todos los salidos mi pluma, encontró terreno fértil en el ánimo desencantado que pesaba sobre distintos sectores de la aldea global, secuela del colapso de ideales y utopías nacidos al amparo de los candorosos años sesentas.
Aunque el ciclo de incertidumbres se había iniciado varias décadas atrás, el annus horribilis de 1968 representó un punto de quiebre que, según sostuve en su momento y hoy podría refrendar desde el plano inmaterial que ocupo, habrá de concluir con la extinción de la especie. En su momento, Vallejo escribió sobre la urgencia de reinventar el lenguaje incubado en las aulas, los hogares y los centros financieros, envilecido hasta la raíz por el uso degradante que le han dado nuestras culturas, despiadadamente inhumanas. En Los heraldos negros (1918), Trilce (1922) y los Poemas humanos (1939), el gran poeta peruano se dispuso subvertir las palabras y la gramática que han sostenido la injusticia, la explotación, el mal. “Las perras palabras”, como las llamó Cortázar, guardan ese oscuro poder. El ejemplo de Vallejo fue para mí un punto de referencia ineludible.
Frente al giro que en mi poesía representó la aparición de El tigre…, la crítica se dio a la tarea de consignar las variaciones formales y conceptuales que explicarían la aparición de esa “otra voz” que no era fácil entrever siquiera en mis tentativas preliminares. En mi opinión, el factor que favoreció ese cambio se finca en el uso, exhaustivo y con un sello muy personal, de la ironía, elemento de antigua data que jugó un rol central en la lírica moderna, en especial desde la publicación de Las flores del mal (1857). Sin ese elemento, la vallejiana operación de desmontaje que registra cada página de mis libros a partir de El tigre en la casa y La zorra enferma hubiera desembocado en la inadmisible puesta en escena de una vivisección. El sesgo irónico me ha permitido también construir una especie de estética de lo grotesco, que a los lectores les permite asimilar, en el sentido boxístico de la palabra, mis frecuentes ataques a ideales y principios consagrados por la costumbre.
Se ha hablado con razón del uso reiterado en mis poemas de paráfrasis, recreaciones y parodias creadas a partir de fragmentos y citas que, a lo largo de mi biografía de lector, tomé prestados de diversas tradiciones literarias. Desde muy temprano, me apasionó este intrincado intercambio escritural que me permitió afirmarme en y contra las muy distintas voces que pueblan el bosque fascinante de la literatura. De esas voces me he servido para expresar mis puntos de vista sobre algunos asuntos que me obsesionan: el amor, el sexo, la violencia y la ternura, la moral, la vida ciudadana, la política. Mi intención fue asomarme a las maneras en que otros han explorado estos temas ecuménicos, retomarlos con un talante crítico, indagar su envés, acosarlos, trazar su caricatura. Ejercí esta especie de hostigamiento con la misma disposición con la que un felino acecha su presa.
A propósito de posiciones cuestionadoras, quisiera retomar, desde este vago plano en el que las consideraciones de espacio y tiempo no tienen ya sentido, cierto tema que hace mucho abordé en notas y entrevistas olvidadas. Comentaba en ellas que mi obra forma parte de las vertientes rupturistas que a partir de los años sesenta propusieron otras maneras de escribir poesía. “Otras maneras” no es más que un eufemismo que alude a la poética dominante del momento, encabezada por Octavio Paz. Entre mis colegas nacidos hacia el final de los veinte y en la primera mitad de los treinta del siglo pasado, algunos emprendieron, sin manifiestos de por medio, esta búsqueda indispensable. Entre ellos destacan dos autores con los que comparto un carácter descreído y mordaz: Gabriel Zaid y Gerardo Deniz. Paz, con quien conversé franca y abiertamente sobre el tema, supo entender que nuestro gesto no implicaba la desaprobación de su obra. En el mundo del arte, lo planteó él mismo mejor que nadie, las rupturas no ocurren como negación de los hallazgos del pasado, sino como natural consecuencia de la necesidad que todo verdadero creador tiene de construir su peculiar visión de esa cosa mudable que llamamos realidad. La determinación de aplicarle a esa cosa el ácido de la duda, de vivir la poesía como insurrección y disidencia, le otorga a mi poesía un sello distintivo.
Se ha dicho y reiterado que en mis poemas prepondera la voz de un moralista escéptico, a la manera de Emil Cioran. No lo sé. En todo caso, mi escepticismo echa raíces en la idea de que la desdicha humana es el más grave síntoma de un mal incurable: la inteligencia, esa pifia evolutiva que ha corroído nuestra condición de animales sensibles. Para Cioran la lucidez, como la falta de ilusión, es resultado de una mengua de vitalidad. No puedo estar más de acuerdo. Y agregaría que la razón, reverenciada como la herramienta más eficaz de conocimiento y apropiación del mundo, es el instrumento con el que la especie ha dispuesto su autodestrucción.
Muchos de mis poemas asumen la idea, fácilmente verificable para quien se dé a la lectura de la historia universal, de que la humanidad ha fracasado de manera irremisible. Desde la aparición de las primeras civilizaciones hasta la actualidad, esta pobre criatura que somos ha practicado el odio al prójimo; se ha adherido a las ideologías religiosas y políticas más idiotas; ha dado muestras de un egoísmo impúdico y un afán compulsivo de riqueza. “El hombre será siempre/ lobo artero del hombre”, escribí en La zorra enferma.
Nunca renegué de la belleza, aunque muchas veces cuestioné la noción maniquea de lo bello como antítesis de la fealdad. Y lamenté la suplantación, en nuestras sociedades, de los valores estéticos por los valores del mercado. “Es una verdadera lástima/ que toda esta belleza, que todo esto/ no tenga el menor sentido./ Es lástima de veras./ Es verdaderamente lamentable./ No se encuentran palabras/ —ni existen, es lo más seguro—/ para lamentarlo a fondo./ […] Qué lástima. Qué lástima. Qué lástima.” Pero desmenuzar ciertas ideas ramplonas sobre la belleza no significa renunciar a ella. Artistas de todos los tiempos se han internado en esa zona del arte donde el horror engendra belleza. Dante, Shakespeare, Quevedo, Blake, Sade, Baudelaire o Lautréamont, nos han legado obras que justifican esa especie de aforismo que alguien trajo a colación a propósito de mi poesía: “Sin la belleza no existiría el infierno”. Reconsiderar nuestras opiniones estéticas desde un punto vista así, abriría la posibilidad de conjurar algunos de nuestros automatismos más nocivos.
No sólo de la belleza me hice cargo sobre la mesa de disecciones de la poesía. También me di a la tarea de aplicarle el bisturí al cuerpo maltrecho del amor, uno de los valores más venerados de la lírica universal. Muchos han criticado la forma especialmente acerva en que me ocupé de tan ilustre sentimiento, sin detenerse a observar que mi interés a la hora de someterlo a examen no era otro que echar luz sobre las pasiones más oscuras que son parte de su naturaleza: los celos, el odio, la pulsión criminal. Y ocurre que una lectura literal de mis textos dio pie a que se me endilgara el deshonroso epíteto de misógino. Error flagrante. Leer “literalmente” un poema es signo de estulticia. Cuando pongo en palabras de un hombre los más brutales insultos encaminados contra una mujer, no hago sino darle voz a la furia, la reacción animal que desencadena el desengaño amoroso, la más lacerante de las tragedias humanas. Griegos y romanos lo recrearon sin concesiones en cantos y epigramas de una violencia inédita. La literatura contemporánea se ha ocupado de retomarlo desde una perspectiva que se alimenta de las más recientes aportaciones de la sicología, la filosofía y la semántica.
Mis poemas de desamor no pueden leerse, salvo forzando las cosas, como un llamado al rencor universal contra las mujeres. No fue esa mi intención, como no fue la de Nabokov en Lolita, Flaubert en Madame Bovary, Arreola en los Cantos de Maldolor, o Bonifaz Nuño en su extraordinario Albur de amor. Todos ellos han recibido, en su momento o a toro pasado, la desaprobación de muchos lectores y críticos. Al final del día, sus obras siguen ahí para quienes se dispongan a leerlas sin prejuicios extraliterarios.
Más allá de las experiencias personales implicadas en estos poemas míos sobre el desamor, mi objetivo al escribirlos fue delinear una especie de espectro de la desdicha humana. Escribí sobre sobre la infelicidad en el amor, esa “blanda furia”, sin establecer diferencias de género, tal y como lo hice al arremeter contra los cimientos de una cultura que ha hecho de los grandes ideales y las buenas intenciones un arma de dominio. Mis malignidades son incluyentes. Mi decepción es del ser humano. Siempre me asumí como un misántropo, nunca como un misógino.
Dicho lo cual, señores, dado que el tiempo es suyo y nunca sobra, debo llevar a término este recuento. Lo haré con un breve comentario, sin el cual esta semblanza quedaría trunca. Fui, lo digo por si no quedara claro, un escéptico y un agnóstico incurable. Y no fue fácil. Para poder vivir, elegí ser leal a unos cuantos hábitos que aquí refiero: bebí cantidades considerables de excelentes vinos, sin que esto entorpeciera mi dedicación a la lectura y el trabajo; procuré tener siempre en la despensa los mejores quesos (en primer término, naturalmente, un buen rocheblond); cultivé la conversación, sobre todo con amigos inteligentes, cultos y dispuestos a no ser dueños de la verdad; escuché música todos los días, durante horas, como bien lo saben todos aquellos que alguna vez visitaron mi casa, en el número 64 de la calle Moras, en la colonia Del Valle.
La historia de los textiles es la historia de la civilización es la historia del deseo, dijo el vestido
Hilamos un alfabeto.
Mi vestido decía sí, decía no,
mi vestido discernía.
¿Sabías que las palabras en las tablas de la ley
no eran grabadas sino horadadas
hasta el otro lado de la piedra para que las letras, hechas de sol quemaran la retina
y se imprimieran en todo lo que se veía?
¿Sabías que si mirabas a la ley
mucho tiempo
no a las letras sino la piedra en sí
se le veía ondear en el viento
como seda?
Que la ley de la tela en sí
一esa esencia
sobre la cual se construyeron imperios一
era más imponente
que cualquier palabra?
Il mago guarda
Nunca entendí la fuerza centrípeta
y centrífuga de los círculos
o el peso de la rueda de huso
o ese movimiento polvoso de pulgar frotando índice
como el de un mago que nos enseña a ver
1.
Mi abuela más que hilar
parecía estirar el hilo,
que ya quería ser hilo
antes de haber sido torsión
No sé hacer parejo el tejido
ni hacer tela fina que caiga con gracia de mis hombros
nunca he tenido gracia pero he deseado la manera
en que las mujeres tienen gracia
la manera en que la tela las contiene
cuelga de su cintura y la amarra
(el hilo caía de su mano como un puñado de arroz
que le tirara con misericordia a los pájaros)
busco la tela del Adriático
la seda de mar, tejida por mujeres que nadan lo hondo
recolectan las fibras de la nacra
(son cien clavados para recolectar treinta gramos de fibras)
busco la chalina transparente de la Venus de Cranach
sentido de la gravedad como de brazo de santo
busco una tela mítica tejida de la saliva de los lobos
nunca he podido hacer
girar un trompo ni girar en puntillas
yo sola
¿Dónde empecé?
en los capullos de seda en árbol espiral
en la oruga de seda madre
Falda de serpientes
En el museo de antropología
de la Ciudad de México
la estatua
de Coatlicue
trae una falda tejida de serpientes
un collar de corazones y manos
sus pechos pesados de gravidanza
la hebilla de calavera en el cinto.
Y donde fue decapitada
la sangre que le salta son dos serpientes entrelazadas.
Voraz monstruo madre
amorosa tierra madre
tumba /
vientre, etc.
Se levanta al amanecer para barrer los huesos
hacer espacio para lo nuevo
su hijo
engendrado de la pluma
nace
adulto
acorazado
para la batalla.
Nosotras, sus hermanas serpientes,
Hilamos
Del amor y las lenguas a punto de morir
En nuestras rotas lenguas madres,
en nuestro inglés llano,
en nuestro cuarto rentado,
en nuestro país extranjero,
con nuestros amigos migrantes,
poco a poco construimos
un vocabulario conocido sólo por nosotros.
Por ejemplo:
kamilo, derivado de mi palabra para caminar y tu palabra para
camello, significaba ‘el camino elegido a través del desierto’
pardo, ‘los puntos de luz que se queman en la retina después de
mirar al sol’, también ‘atardecer’, o ‘gato güero’
pero kamilopardo: ‘lindo’ o, ‘hagamos bebés’
thalassa, de tu palabra para denominar el mar y mi palabra para talar árboles, era una palabra usada para significar ‘duele en la boca del estómago’, o ‘entiendo’, o ‘lo amamos porque es inasible, como la punta del arcoíris, o el color azul de la distancia’
Desarrollamos nuestra propia sintaxis.
El presente continuo siempre se perdía.
Los artículos se obviaban.
Los sueños eran algo que se veía, en lugar de algo que se soñaba.
No había objeto indirecto.
El futuro era un acto de pureza de voluntad. Por ejemplo:
shlixá, la palabra ‘discúlpame’, se utilizaba para significar ‘¿tienes quizá un cigarro?’, el ‘quizá’ era un importante marcador de cortesía, como cuando el gobierno te llama por teléfono para decirte que tu casa será demolida dentro de 10 minutos en lugar de tomarte por sorpresa.
También había cosas que nunca debían mencionarse:
la palabra ‘amargura’
o la palabra ‘perdón’ ante una crítica.
* Poemas pertenecientes al libro Split, publicado en 2022 por Palíndroma.
1 El mago es un inmigrante de Bangladesh apodado “Guarda” o “Mira”
porque es la única palabra italiana
que se sabe.
Cada noche en Trastevere nos pide mirar
sus dedos enguantados torcer el aire para producir una cuerda
que se vuelve cuerda más larga que se vuelve serpiente
que se vuelve bastón
que se vuelve cuerda de nuevo que se vuelve espada.
El Mago Guarda lo apunta a su boca abierta,
la cabeza echada hacia atrás. “No, mago, non farlo!”
grita el público, siguiéndole el juego.
II
Y nace el fuego
que es tormenta.
IV
Así morimos
envueltos de piel y escombros
para levantar al sol
con nuestros huesos.
V
Todos somos tus hijos, tierra,
te invoco con un canto de caracol
desde el viento plañidero
que viene del Norte Negro
lleno de muerte y sangre
porque de sangre y muerte
hemos nutrido tu piel entera.
Todos somos tus hijos, tierra,
tierra mestiza, tierra compuesta,
tierra que sabe a arena y se abre
como una luna que promete
desde su trono de oquedades.
Todos somos tus hijos, tierra,
sacrificamos en tu nombre
al hermano de piel y sangre,
a la hermana madre y abuela:
cordero de algún dios sobre el patíbulo.
VI
Tierra violenta, tierra de sangre
emergiendo de las ruinas que te alaban.
VII
Con un canto de viento
se libera una hoja hecha quetzal,
traza los caminos del sol con su única pluma
por los que nace el jaguar dorado
con su constelación de hoyos negros:
señor de la selva y del secreto,
devorador del sol y de la sombra.
VIII
El mundo es explosión
y es mestura.
X
Voz mestiza que aflora
cóncava lengua que es puente
que sana y es caricia
que es lluvia en el incendio
y en el invierno, es fuego.
* Poemas pertenecientes al libro Voz mestiza (Editorial Ultramarina Cartonera & Digital, 2022).
Traducción de la presentación y los poemas de José Javier Villarreal.
Eugénio de Andrade (1923-2005) es el más luminoso y claro de nuestros poetas del siglo XX. Un poeta luminoso en tiempos sombríos, y un poeta claro en una época en que lo que se quería decir muchas veces tenía que pasar por la expresión codificada y hermética para los no iniciados, puede parecer una contradicción, pero Eugénio había aprendido esa claridad con dos poetas para quienes una cierta sencillez del lenguaje y de las imágenes no disminuía su arte: António Botto y Federico García Lorca. El primero, muy lejos, como es obvio, de la grandeza de Lorca, pero no por eso menos perfecto en los momentos en que el poema resulta entero, como en las Canciones, siendo a través de su convivencia con Botto, como Eugénio me explicó, que oyó y descubrió la poesía de Pessoa en un momento en que éste estaba lejos de tener el reconocimiento universal que hoy posee.
Pero quizá haya sido en Lorca, que tan bien tradujo, como Eugénio aprendió la comunicación y el decir musical del poema, que, para quien lo escuchó recitar su propia poesía, gana, en esa voz suya, un ritmo en el que nada se perdía, y cada verso era saboreado sílaba a sílaba. De ahí que el título Las palabras prohibidas tenga un doble sentido: el más inmediato que remite al contexto de censura de la época; y el otro más profundo en que la asociación de la palabra hacia lo prohibido tiene algo de sagrado, lo que le da al lector un sentido que nunca reduce el poema a lo inmediato, aunque de algún modo complique su comprensión. Y de aquí se desprende la otra cualidad de esta poesía, que es su capacidad de comunicarse con el lector, muchas veces sin que éste perciba lo que se encuentra más allá de esa aparente facilidad de expresión.
Ésta transcurre por encima de todo por el hecho de que el espacio de la poesía de Eugénio de Andrade es el espacio de las palabras. Palabras iluminadas, o palabras prohibidas, se alinean en la superficie del poema, recuperando el sentido transparente de una voz que no se cansa de restituirlas a la pureza de la luz primigenia, la luz del campo o la luz del mar, limpiándolas de la noche citadina, y de los tratos de la convivencia que regulan la vida vacía y enferma de las ciudades. Pero aun en la ciudad que “fue mutilada”, vigilada por los “centinelas del miedo”, es posible encontrar un espacio para el amor, y en ese espacio, que a veces se reduce a “un cuarto blanco y vacío”, basta un retrato para llevar al poeta a otra dimensión donde se adivina un discreto toque de interseccionismo, en el sentido de entrecruzamiento de planos y perspectivas que Pessoa dio a este concepto.
Paradójicamente, dentro de esta luz que nace de un sueño de pureza y de transfiguración del ser, germina también esa imagen angélica que se da a través de la rigurosa musicalidad de estos versos. Ángel, o figura de una juventud eterna, es una presencia encubierta que mal deja adivinar una sed de amor apenas musitada. Pasan por estos poemas los diálogos con esa sombra alada que, mal desciende a la tierra, introduce el peso de un cuerpo que la noche ilumina y oscurece, en su lisura plana y, finalmente, andrógina, que aparta de la soledad a un “corazón habitado”.
Es una poesía de imágenes en que se repite la imagen única que se encuentra en el horizonte de esa búsqueda de perfección que da sentido a cada poema, y que cada poema agota, finalmente, en su plenitud de expresión. No es una búsqueda del yo, como la que se da en Fernando Pessoa, porque el poeta habita sin problema su mundo poético, pero sí de un lenguaje más puro, en el que se encuentra el ciclo natural, como si las palabras naciesen de una gama de sensaciones en el campo de la propia vida. Y si también hay noche, sombra, miedo, luego se disipan con la palabra poética.
Fue un privilegio haber conocido a este poeta, y haber encontrado en él esa generosidad para con los más jóvenes que solo practican los verdaderos Maestros. Pero todos sus lectores pueden reconocer, más allá del ser humano cuya presencia permanece en estos poemas, el trazo riguroso de un escultor del verso y de la imagen en cada poema que nos dejó.
—Nuno Júdice
Canción
Tenía un clavel en mi balcón;
vino un joven y me lo pidió
—madre, ¿se lo doy o no?
Sentada, bordaba un pañuelo;
vino un joven y me lo pidió
—madre, ¿se lo doy o no?
Le di un clavel y un pañuelo,
sólo el corazón no le di;
pero si el joven me lo pide
—madre, ¿se lo doy o no?
Canção
Tinha um cravo no meu balcão;
veio um rapaz e pediu-mo
—mãe, dou-lho ou não?
Sentada, bordava um lenço de mão;
veio um rapaz e pediu-mo
—mãe, dou-lho ou não?
Dei um cravo e dei um lenço
só não dei o coração;
mas se o rapaz mo pedir
—mãe, dou-lho ou não?
Los amantes sin dinero
Tenían el rostro descubierto a quien pasaba.
Tenían leyendas y mitos
y frío en el corazón.
Tenían jardines donde la luna paseaba
de la mano del agua
y un ángel de piedra por hermano.
Tenían como toda la gente
el milagro de cada día
escurriendo por los tejados;
y ojos de oro
donde ardían
los sueños más desvalidos.
Tenían hambre y sed como los animales,
y silencio
alrededor de sus pasos.
Pero a cada movimiento que hacían
un pájaro nacía de sus dedos
y deslumbrado penetraba en los espacios.
Os amantes sem dinheiro
Tinham o rosto aberto a quem passava.
Tinham lendas e mitos
e frio no coração.
Tinham jardins onde a lua passeava
de mãos dadas com a água
e um anjo de pedra por irmão.
Tinham como toda a gente
o milagre de cada dia
escorrendo pelos telhados;
e olhos de oiro
onde ardiam
os sonhos mais tresmalhados.
Tinham fome e sede como os bichos,
e silêncio
à roda dos seus passos.
Mas a cada gesto que faziam
um pássaro nascia dos seus dedos
e deslumbrado penetrava nos espaços.
Las palabras prohibidas
Los navíos existen, y existe tu rostro
superpuesto al rostro de los navíos.
Sin ningún destino flotan en las ciudades,
parten con el viento, regresan en los ríos.
En la arena blanca, donde el tiempo comienza,
un niño pasa de espaldas al mar.
Anochece. No hay duda, anochece.
Es necesario partir, es necesario permanecer.
Los hospitales se cubren de ceniza.
Olas de sombra revientan en las esquinas.
Te amo… Y entran por la ventana
las primeras luces de las colinas.
Las palabras que te envío son prohibidas
incluso, mi amor, por el halo de los sembradíos;
si alguna volviera, ya no reconocería
tu nombre en sus curvas claras.
Me duele esta agua, este aire que se respira,
me duele esta soledad de piedra oscura,
estas manos nocturnas donde aprieto
mis días quebrados por la cintura.
Y la noche crece apasionadamente.
En sus márgenes desnudas, desoladas,
cada hombre solo tiene para dar
un horizonte de ciudades bombardeadas.
As palavras interditas
Os navios existem, e existe o teu rosto
encostado ao rosto dos navios.
Sem nenhum destino flutuam nas cidades,
partem no vento, regressam nos rios.
Na areia branca, onde o tempo começa,
uma criança passa de costas para o mar.
Anoitece. Não há dúvida, anoitece.
É preciso partir, é preciso ficar.
Os hospitais cobrem-se de cinza.
Ondas de sombra quebram nas esquinas.
Amo-te … E entram pela janela
as primeiras luzes das colinas.
As palavras que te envio são interditas
até, meu amor, pelo halo das searas;
se alguma regressasse, nem já reconhecia
o teu nome nas suas curvas claras.
Dói-me esta água, este ar que se respira,
dói-me esta solidão de pedra escura,
estas mãos noturnas onde aperto
os meus dias quebrados na cintura.
E a noite cresce apaixonadamente.
Nas suas margens nuas, desoladas,
cada homem tem apenas para dar
um horizonte de cidades bombardeadas.
Bosque de Chapultepec
Con tanto sol en la boca, tanto sol,
¿cómo podía la sombra y sus anillos
de escama en escama aproximarse
y rápida morderte la cintura?
Bosque de Chapultepec
Com tanto sol na boca, tanto sol,
como podia a sombra e seus anéis
de escama em escama aproximar-se
e rápida morder-te a cintura?
Otro nocturno mexicano
Con este sol, esta hoja a plomo
entre los ojos,
¿cómo darte a beber tanta sed?,
la hoja clavada rasgando hondo.
Outro nocturno mexicano
Com este sol, esta lâmina a prumo
entre os olhos,
como dar-te a beber tanta sede?,
a lâmina cravada rasgando fundo.
Homenaje a Rimbaud
Se levantaron por la mañana, tenían costumbres que nos son ajenas a las que no les faltaba orgullo. Era gente de pocos recursos, pero también de pocas necesidades y, en cuanto a sabiduría, ningún valor le otorgaban a lo poco que tenían. Alguien los comparó con el fuego de los cardos: quien así hablaba quizá les conociese el ardor, pero no sabía ciertamente de su inmensa dulzura. Tenían ciertas incompatibilidades, no seré yo quien lo niegue, y odiaban ese comercio del alma que siempre prosperó entre las piernas. A mí no me son indiferentes; sobre todo por aquella obstinación suya en multiplicar sobre el cuerpo los lugares de amor.
Homenagem a Rimbaud
Ergueram-se na manhã, tinham costumes que nos são estrangeiros a que não faltava orgulho. Era gente de poucos haveres mas também de poucas necessidades, e quanto a sabedoria, nenhum valor atribuíam à quase nenhuma que tinham. Alguém os comparou ao fogo dos cardos; quem assim falava talvez lhes conhecesse o ardor, mas não sabia certamente da sua imensa doçura. Tinham certas incompatibilidades, não serei eu a negá-lo, e odiavam esse comércio da alma que sempre prosperou entre as pernas. A mim não me são indiferentes; sobretudo por aquela sua obstinação em multiplicar sobre o corpo os lugares de amor.
Así es la poesía
No sé dónde desperté, la luz se pierde al fondo del corredor, largo, largo, con cuartos a cada lado, uno de ellos es el tuyo, tardo mucho, mucho en llegar allí, mis pasos son de niño, pero tus ojos me esperan, con tanto amor, tanto, que corres a mi encuentro con miedo de que tropiece en el aire —oh musicalísima.
28/11/85
Assim é a poesia
Não sei onde acordei, a luz perde-se ao fundo do corredor, longo, longo, com quartos dos dois lados, um deles é o teu, demoro muito, muito a chegar lá, os meus passos são de menino, mas os teus olhos esperam-me, com tanto amor, tanto, que corres ao meu encontro com medo que tropece no ar —ó musicalíssima.
28/11/85
* Poemas pertenecientes al libro Corazón habitado. Antología poética. Edición bilingüe. Selección, prefacio y notas biográficas de Nuno Júdice. Traducción de José Javier Villarreal (UNAM, 2022).
El cloroformo hecho macana
Campeón de palabrotas
y de chingadazos,
al chile
—¡ese mi Púas Olivares!—
te dejaste vivir en la Bondojo
en el pináculo de tu carrera
allende la “ojetería” del Cuyo y el Chilero
a quienes no concediste concesiones.
Míster Knock Out entre flashes
y cien rounds de entrenamiento,
doblegado ante el cara blanca
que cura la prisa y la catástrofe,
aquí en el Jardín Dr. Ignacio Chávez
en la hélice de los recuerdos
detallas la caída del campeón del arrastre
que tropezó con la gloria novelesca del boxeo
en el Sport Arena de Los Ángeles.
Los clinchecitos ordinarios
terminaban —me dices—
por cubrir el expediente de la fiesta grande
entre birria y barbacoa, carnitas y tequila
y cheves elodias para todos.
Una ilusión ácida que dio vueltas
sin licencia debida del hastío.
“¿Qué vamos a hacer o qué plan Rubén?”
“¿Cuál es la onda? ¡No las calientes tanto!”
este sábado de monsergas y anticuarios
porque aquí en bancarrota de disimulados olores
los caprichos de los diez mil dólares
o los quince millones malogrados
no se dan ya en maceta.
Los abejorros de hoy
chingan a modo, Rubén, en el billar,
y en el éxtasis de la santa cubeta
rebosante de curado de jitomate
todavía recaudan tu cuota de desencanto.
Vamos a echarnos un chingadacito en la Hija de los Apaches.
Y a malsoñar los ayeres de esa noche de Inglewood, California
cuando arrebataste el campeonato mundial
de peso gallo al australiano Lionel Rose.
Del récord de 89 victorias ni hablamos
Monstruo de la Taquilla, 79 nocauts y 3 empates,
“Sísifo casi de veras, inagotable casi”,
escribió Garibay de tu ascensión
a la vida alegre y tus refugios.
Hoy, alzo la voz a la mitad de la curia
garnachera y augusta, ante el melocotón pues,
con techno y soul norteño de fondo,
porque confesar a este paladín tunante
es un nocaut debajo de las doce cuerdas.
Afanados en las cuitas y carisma
de un público que hincha y festeja, Púas,
en un close-up protagónico en desgracia
y entre los corredores de las vecindades,
este flashback finisecular nos permite zanjar
la desenfocada sintonía de tu nostalgia.
Diamante de Santiago Tianguistenco
Tu rival, Wilfredo Gómez,
acudió a llevarte flores
el día de tu sepelio, Sal Sánchez,
transmitido a nivel nacional.
A mis diez años, tu audacia de perfil bajo
hizo estragos en mi corazón tosco
—generación Pac-Man—
como tus puños y contraataque en el primer round
cuando mandaste a la lona al puertorriqueño
por primera vez en su carrera.
Aquella noche escuché del Caesars Palace de las Vegas
y fuiste el primero en el Olimpo
de mis dioses recónditos del vecindario,
junto a Sid Vicious y E. T.
En un mundo sin tele ni otras pesadillas sensitivas
Artemio me habló del duelo mundial
tras tu sorpresiva muerte
a bordo de tu Porsche 928
en agosto del 82.
Fue una lámpara sin luz
—el subtítulo de El Universal que conservo aún—
tu rabia y coraje como brújulas del ímpetu
que quiso santificar el cuadrilátero.
Luego me hice fan de Sugar Ray Leonard
con quien habías compartido en el 81,
con 22 años de edad, el título del boxeador del año,
que te dio la revista Ring Magazine.
La gloria mañanera te arrebató
del planeta de la fama que nunca pisaste.
Y antes de las sublevaciones
que la segregación racial en Sudáfrica y Namibia
fueran noticia en mi vocabulario político,
te vi derrotar al ghanés Azumah Nelson
en el Madison Square Garden de NYC,
un mes antes del pandemónium de la velocidad
que encendió tu coraje rumbo a Querétaro.
La revancha nunca llegó para el boricua Juan Laporte
en septiembre de 1982.
En cambio alguien graffiteó tu nombre
en las laderas del Canal del Desagüe,
y junto a Carl Lewis, Sinéad O´Connor y Gorbachov,
mi generación cinceló tu inmortalidad
susceptible al tropiezo y a los estragos físicos
que a nosotros nos tenían preparados
los años maravillosos por venir.
