abril 2023 / Entrevistas

Los poemas que prefiguran el futuro. Una charla con Hernán Miranda Casanova

 

 

Germán Carrasco: En Arte de vaticinar (1970) está el poema más hermoso que se ha escrito, quizá, sobre la Unidad Popular o sobre la poesía misma. Ambas pueden ser la mujer que se lanza al tren y cuyas partes saltan por todos lados y que el poeta debe reconstruir. Muere una forma de expresión, una forma de comprender el país. Me pregunto si eras consciente del poder de la imagen —la mujer como la poesía o una forma de gobierno— o si hubo algo inconsciente. Vaticina, además, lo que ocurrió después.

Hernán Miranda Casanova: Para mí es notable que un poema escrito en la soledad del poeta pueda prefigurar el futuro. Validaría la idea de que el arte “vaticina” lo que va a pasar. Curiosamente, un comentarista escribió con frustración que en el libro “no se vaticina nada”. También me comentó un librero que una persona compró el libro pensando que era un manual de magia para aprender a adivinar el futuro. Y quizá le haya servido… El poema tuvo su origen en un recuerdo de infancia que me marcó y que tuve en la mente durante muchos años, y que un buen día se convirtió en lo que es. En verdad, pienso que hubo algo inconsciente respecto de su significación.

Los poemas de Arte de vaticinar fueron precedidos de varios premios obtenidos en 1969, lo que me estimuló a publicarlo. Antes había escrito un par de poemarios nonatos que sabiamente no llegaron a imprimirse y se fueron a la basura. Los premios fueron de un concurso de la FECH (primer premio), otro del concurso Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago (mención honrosa), otro de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile (primer premio compartido con José Ángel Cuevas) y el primer premio de un concurso para poetas de menos de 30 años convocado por la Juventud Comunista que tuvo un jurado de lujo: Pablo Neruda, Jorge Teillier y Juvencio Valle. Me comentaron que a Neruda le interesaron los poemas, pero, en mi timidez, no se me pasó por la cabeza pedirle un prólogo como muchos acostumbraban hacerlo.

Una de las cosas que más me llama la atención en Arte de vaticinar es cierto bestiario, pero que, exceptuando la cabeza de toro colgada en la carnicería, trata de insectos. Hay un poema hermoso de Montale, se me viene a la cabeza —no estoy acusando influencia—, en donde a su amada Drusilla le dice Mosca. Hay un hermoso poema de amor en donde los amantes andan un poco como insectos furtivos, o haciendo cripsis o camuflaje, y cuando ella se va, él definitivamente se convierte en algo como un insecto.

Desde niño me llamaron mucho la atención los insectos y he seguido interesándome en ellos. Me ha sorprendido mucho que tengan sus propias vidas, como mundos paralelos, con los cuales uno no se puede comunicar como sí ocurre con las mascotas. Hace muchos años, por mi trabajo periodístico, tuve que relacionarme con el centro de entomología del Ministerio de Agricultura, que está en La Cruz (provincia de Quillota), donde se estudian los insectos chilenos, entre los cuales hay unos que constituyen plagas, otros que son beneficiosos y los más que desarrollan sus vidas anónimas en los campos y en las ciudades sin hacerle mal a nadie. Aunque sea prosaico referirlo, el inicio del poema “Insectario” surgió de la lectura de un aviso de propaganda de un insecticida que decía “donde hay luz hay sombra, y en la sombra viven hormigas, cucarachas y arañas […] Soluciónelo aplicando X”. Fue como un descubrimiento, el pensar que los amantes son como insectos buscando guarecerse en la sombra.

Está el poema de las hormigas que el niño interrumpe con el dedo como si fueran personas y a las que la realidad pone un obstáculo. Pienso nuevamente en Arte de vaticinar: vaticinar el clima según el beso de las muchachas (¿había prejuicios como hoy con el poema de amor propiamente tal?); vaticinar el fin de la poesía y del proyecto popular en “Doralisa”, el mejor poema escrito sobre la Unidad Popular. O en la cucaracha, un pequeño cortometraje de terror político. Él se levanta en la noche, está la cucaracha en medio de la pieza; se sabe descubierta y se queda quieta, con la esperanza miserable de no ser advertida, pero el hablante comienza a reflexionar sobre el miedo, en el terror político, y empatiza con el animal. Probablemente tú y [Gonzalo] Millán hablaron de cosas mínimas en tiempos de épicas. En realidad, la poesía chilena tiene una tendencia a la épica y el gigantismo; probablemente esto no fue intencional, pero quería saber por qué estaba la apuesta por lo pequeño.

Como dije, he sido un observador de insectos. Una vez, con ayuda de un intérprete, entrevisté a un científico francés especialista en hormigas. Me dijo que, según sus estudios, las hormigas se están organizando por grandes zonas y que se prevé que algún día se organicen en un ámbito planetario. Las hormigas son muchísimo más antiguas que nosotros, y a lo mejor van a reemplazar a los humanos cuando nuestra especie desaparezca.

Tus poemas son claros, nítidos; no hay ambigüedad ni fisura en ellos. La apuesta por la legibilidad, ¿tiene que ver con estar ad portas de una promesa política con un pueblo ilustrado? Sé cómo nacen los poemas y que una entrevista no tiene sentido, pero intentemos contextualizar. También está la estrategia de, no sé cómo decirlo, bajo perfil, piolez. No hay dolorismo alguno en el libro; hay voz baja, algo que para mí es fundamental. El énfasis declarativo es la muerte del poema.

Me vinculé muy tempranamente a la militancia política. A los 16 años ingresé a una célula del Partido Comunista, que era de adultos (en el sector no funcionaba la juventud del Partido), y compartí con viejos militantes, incluso con un catalán veterano de la Guerra Civil Española. Me posesioné de la idea de que estábamos preparándonos para grandes cosas, sin descartar el dar la vida por una revolución, quizás vivir la experiencia de una guerra civil como lo relataba el veterano. Viví intensamente los años que precedieron a la Unidad Popular, y durante el gobierno de Allende trabajé en La Moneda, como periodista de la OIR (la Oficina de Informaciones y Radiodifusión de la Presidencia). De allí surgió el poema La Moneda, que es el centro del libro La Moneda y otros poemas, con el que gané en 1976 el Premio Casa de las Américas, el cual incluyó Insectario y otros textos de Arte de vaticinar. (Las bases establecían que se debía concursar con el nombre real, no con seudónimo, y se permitía incluir poemas publicados anteriormente.)

Debo confesar que, durante la Unidad Popular, me preparé anímicamente para enfrentar una guerra civil e, incluso, el 11 de septiembre salí a la calle armado, dispuesto a dar la vida, lo que se vio frustrado por el demoledor golpe de Estado.

Vayamos a lo más prosaico. Arte de vaticinar fue hecho con un sistema de crowdfunding o venta en blanco, como se dice actualmente. Por un lado es un homenaje a quienes —permíteme el verbo— desean el libro. Eso es hermoso. Pero digamos que los tiempos no estaban para andar poniendo nombres completos que podían ser usados como listas.

Hay que aclarar que en los años sesenta, o antes, autopublicarse era carísimo, inalcanzable para un joven poeta. Incluso hubo iniciativas desesperadas como una Sociedad de Autores Inéditos, que formó un grupo que pretendía juntar dinero para comprar una linotipia y crear, así, una editorial popular. No prosperó, ante el argumento de que esa sociedad tenía poco futuro, porque al publicar un libro el autor dejaría de ser inédito y se acabarían los socios.

Arte de vaticinar se financió con venta anticipada. Imprimí talonarios similares a los de los concursos, de diez hojas cada uno, y los repartí entre una gran cantidad de amigos. La suscripción era por dos ejemplares y se aclaraba que los suscriptores figurarían en una “lista de honor”. En poco tiempo se conocieron los resultados. La impresión del libro, con mil ejemplares, costó cuatro mil escudos. Y con los talonarios se juntaron 3,750 escudos. Éxito completo. La lista de honor incluyó a escritores y estudiantes, varios de los cuales se contaron entre los presos políticos, los exiliados y hasta un detenido que desapareció posteriormente.

Estábamos en Buenos Aires en el 2000 con Daniel Freidemberg —que para mí y para varios es un maestro, como tú; no le tengamos miedo a la palabra: los libros buenos siempre fueron brújulas—, y por algún motivo mencioné entonces un poema tuyo. “¡Hernáaaan Miraaanda, che!”, saltó Freidemberg, feliz de oír que citaba a un hermano mayor; yo era más joven entonces. Cuéntame cómo fue tu relación con él, creo que la amistad entre los poetas tiene una importancia casi sagrada.

Con Freidemberg compartimos intensamente en una época; primero en una revista y, después, a diario, por años, como redactores en la Agencia TASS en Buenos Aires, en un turno matinal entre despacho y despacho por teletipo rumbo a la central de la agencia en Moscú, de donde se distribuían al resto del mundo… Freidemberg cubría noticias locales y yo participaba como especialista en asuntos chilenos (que eran utilizadas en el programa Escucha Chile). Entretanto conversábamos de poetas latinoamericanos y sobre el trabajo poético, compartiendo el infaltable mate porteño. Una vez que teníamos calentando la “pava” para el mate, se me pasó de temperatura y la tetera empezó a hervir. “Pero, che, ¡¿qué has hecho?!” me dijo con desesperación, y después nos reímos de buenas ganas. (Para los materos ortodoxos, el mate debe hacerse con agua caliente pero antes de que hierva.) Freidemberg es un notable poeta y estudioso de la poesía. Con él tuvimos, y tenemos, una gran amistad, algo que fue valioso viviendo como extranjero en la gran urbe.

El poema “A nadie daré una droga mortal”, el del médico, y el otro, sobre el tipo sin antecedentes, al que matan, están entre los mejores poemas sobre muertos, básicamente porque hay una levedad o naturalidad con el tema, cierto humor incluso. Tratan sobre muertos pero la muerte no los invade. La muerte no nos posee a los poetas, creo. Es como si pudiéramos tomar mate con ella.

Tengo la impresión de que “A nadie daré una droga mortal” es otro poema que anticipa el futuro ominoso que nos esperaba, aunque se dice: “…soy un cirujano fiel a su juramento/ y seguiré cortando tendones, removiendo las vísceras,/ sin lograr ver en ellas el futuro/ y a nadie daré una droga mortal”. (No es un arúspice, pero su labor removiendo cadáveres me parece que podría prefigurar los terribles informes de la Vicaría de la Solidaridad y el Informe Rettig.)

El hombre “que perdió un mal día toda su documentación” da las gracias antes de morir. Esto lo tomé de un campesino conocido de mi padre, que decía a menudo a quien conversaba con él: “Gracias por haberme tomado en cuenta”.

El tema de la muerte aparece en varios poemas míos. Un conjunto nuevo que pienso publicar próximamente tiene como título tentativo Memento mori, como se sabe, una frase en latín (“recuerda que has de morir”) que ha sido utilizada a través de los siglos, y según dicen especialmente en la época barroca, en libros o imágenes acompañadas siempre de una calavera. Ahora lo usan hasta los cantantes de rock satánico.

¿Cómo era la relación entre los poetas en tu época?, ¿había camaradería, buen humor? Pregunto esto porque hay cierta cosquilla, un humor, que hace que los poemas sean bienvenidos. Es más difícil, para mí al menos, tener una relación amistosa con las poéticas de la queja —aunque con [Pablo] de Rokha y varios otros, uno tiene que hacer la excepción.

Contrariamente a lo que se puede pensar, en Santiago no había mucha relación entre los poetas. Sí la había bastante en provincia: en Valdivia, en Concepción, en Arica, en Chiloé. En Santiago funcionaba más bien en las universidades, o en torno a la Sociedad de Escritores. Participé en un encuentro de poetas del sesenta en Valparaíso, en 1971, convocado por la sede porteña de la Universidad de Chile. Ahí conocí a poetas como Floridor Pérez, Omar Lara, Gonzalo Millán o Waldo Rojas. En 1972 participé en el Taller de Escritores de la Universidad Católica, dirigido por Enrique Lihn, Alfonso Calderón y Luis Domínguez (todos fallecidos), donde conocí a varios escritores más.

¿Llenaste tus pulmones de natura, olor a forraje y heno para alguna batalla venidera, para lo que venía? Háblame un poco de tu infancia. ¿Eras de recorrer y mirar, o más libresco? Me da la impresión que eras de novias, no de soledad; me interesa esto aunque sea más personal.

Nací en Quillota y viví ahí hasta los seis años, en una casa ubicada en la calle Condell, por donde pasaba el tren que circulaba entre Santiago y Valparaíso. Después nos cambiamos a Santiago por problemas de salud, especialmente de salud mental, que tenía mi padre. En mis años infantiles el tren fue muy importante. De ahí viene la historia de Doralisa y otras referencias que he seguido rememorando. Mis primeras impresiones eran las de vivir en un lugar perdido, aunque en realidad era testigo del paso diario de viajeros entre el puerto y la capital.

Por mi calle circulaban vendedores de pescado, de luche, de jaibas, de leche, de paltas, de chirimoyas, etcétera. Recuerdo una vez en que pasó un convoy de militares de caballería, con carromatos tirados por grandes caballos percherones, como parte de un ejército que parecía más bien del siglo XIX. Otra vez mi madre nos llevó a la plaza del pueblo a ver un desfile, que incluyó carros alegóricos representativos de distintas instituciones, lo que era una novedad para mí.

Pero haciendo un recuento, de esos años infantiles, estuvieron rodeados de historias trágicas, nada de idílico. Resumiendo, están: la historia de Doralisa; un amigo de la casa que se suicidó con una pistola que le prestó mi padre; un caballo al que se le quebró una pata frente a nuestra casa y fue rematado con el disparo de un carabinero; otro suicida, al que no vi, pero que supe que avanzó leyendo un diario al paso de un tren; un hombre con una gran mancha de sangre en la camisa que cruzó por donde estábamos jugando, sujetándose el vientre, que iba huyendo seguramente después de haber acuchillado a otro, y una noche en que vi a mi padre que estaba con un amigo secando las balas de sus revólveres en un brasero, esperando el ataque de una pandilla rival —supe después que los atacantes llegaron sólo a hacer unos disparos al aire y lanzar unos insultos.

Tuve novias pero a ninguna le escribí poemas. Entonces (no sé ahora) había un temor de caer en sensiblerías. Pero de hecho aparece algo por aquí y por allá.

Voy a insistir con el tema de lo pequeño o la metonimia, si se quiere, porque en el poema de la ducha ves torrentes y vertientes montañosas recorrer tu cuerpo, un guiño al Canto a mí mismo [de Walt Whitman]. En ese tiempo no se hablaba de masculinidades. Quería saber si eras corporal; de caminatas, por ejemplo. Tus abuelos y bisabuelos construyeron casas, carretas. Eran manuales, corporales. En “Trabajos en la vía” te da vergüenza ver a unos hombres hacer trabajo duro en un alcantarillado de cemento, y cruzas y bajas la vista. Los obreros merecen el honor. También encontré ese verso del poeta [Martín] Gambarotta que sube a una micro y atrás van los obreros y adelante los estudiantes, y como su poesía es pura neurosis, el tema se convierte en un problema.

Desde de mi llegada a Santiago, a partir de los siete años, vivíamos en el sector de Avenida La Paz con Dávila. La elección no fue casual. Era a dos cuadras de la Casa de Orates, donde mi padre se atendía y le daban electroshocks (“terapia electroconvulsiva”). De ese periodo hablo en el poema “La Moneda”, de los paseos que hacíamos al centro de Santiago con mi hermano Hugo, de los locos vociferantes que veíamos asomados en las ventanas con rejilla de alambre de la Casa de Orates, mientras íbamos a la escuela primaria, ubicada en la calle Lastra, o de locos pacíficos vestidos con ropas de milico de segunda mano que eran autorizados para desplazarse por el barrio, donde hacían pequeños trabajos como barrer el frontis de las casas por una propina.

Tengo muchos recuerdos de los paseos por el centro de Santiago. En la adolescencia descubrí que se podía ir a leer a la biblioteca. Incluso fui un par de veces al Congreso a mirar los debates del Senado. También recuerdo las idas a la galería del cine del barrio. Un amigo arribistón de José Ángel Cuevas, refiriéndose a mí y con tono peyorativo, le dijo: “Miranda es un tipo del centro”, gente de cuarta clase.

En mis correrías por el centro, en febrero de 1957, a los quince años, hice cola para despedirme de Gabriela Mistral cuando la velaban en la Casa Central de la Universidad de Chile. En septiembre de 1973 estuve en el histórico funeral de Neruda.
 
 
“Crítica literaria chilena en el Periódico de Poesía de la UNAM (México) y en Vallejo & Co. (Perú)”. Proyecto seleccionado por el Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio 2021.
Responsable: Rodrigo Landau.


Autor

Germán Carrasco

/ Santiago, Chile, 1971. Poeta y traductor. Autor de los libros de poesía Multicancha (2005) Ruda (2010), Ensayo sobre la mancha. 15 poemas (2012), Mantra de remos (2016), Imagen y semejanza. Antología de 6 poemarios de Carrasco (2016) y Metraje encontrado (2018), entre otros. Su obra le ha valido reconocimientos como el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2001 y el Premio Pablo Neruda en 2005.

abril 2023