Blanca Berjano, Rosario, Valparaíso Ediciones, Granada, 2023, 58 pp.

La poesía, ese demonio de la tradición que surge para escribir lo que en la lengua no existe. Nos lo enseñó Idea Vilariño y cada vez nos parece más certero. La poesía permite distinguir los bordes del abismo y, a veces, vislumbrar la liana brillante que nos puede sostener pendulando sobre la nada. La poesía, “qué es sino mástil al que me aferro que en seguida se oxida porque la palabra se desvanece”, escribe Blanca Berjano (Madrid, España, 1987) en Rosario, un poemario magistral en torno a la memoria íntima y colectiva, a los silencios heredados y al odio entre hermanos y hermanas. La ternura y la delicadeza con las que Berjano empuña la pluma contrastan con la brutalidad que esconden sus poemas. Y en este hallazgo de piedra y corazón está el regalo de este poemario: Berjano escribe lo que en la lengua no existe. Un libro que se abre como un precipicio desolado y nos invita a pensar en los mecanismos que trazan la memoria personal y la memoria política. Un poemario deslumbrante y ambicioso.
“Grita/ me escapé de casa a los diecisiete/ grita/ ¿tú ya sabes que tu abuela fue franquista?” Rosario —la tía Rosario— se asoma al portón con la escopeta, como si toda su vida fuera un protegerse del daño de los otros. La niña que observa y se posa en el poema diciendo “somos nosotras tía, somos nosotras”. La niña tiembla frente al silencio de la cámara magmática familiar, ese volcán que lleva mucho tiempo apagado pero cuya influencia silenciosa trepa por las bocas como chimeneas apagadas. La voz poética, niña-joven-otra vez niña, sabe y no sabe pero insiste y reclama el lenguaje que la nombre. Enuncia, enciende la mecha al nombrar las palabras silenciadas, y toda la lava acumulada durante años de inactividad brota y transforma el mundo conocido. La conciencia de la verdad, el peso y su responsabilidad, el testimonio desgarrador de la madre que ha decidido huir de la violencia pero no ha podido salvar a sus hijas de ella… Todo lo que impone la herencia tremenda de las dictaduras, los cuerpos marcados para siempre, son algunos de los temas que articulan los poemas y componen este libro extraordinario.
La voz poética se asoma a la fisura que deja el movimiento sísmico y araña los vestigios de un tiempo brutal de soldados bravucones, que entran en las casas y se llevan a las mujeres; de mujeres que fingen demencia para volver a casa, sabiendo que casa nunca volverá a ser igual; de mujeres que huyen del hogar de sus padres para no llevarse con ellas el pasado, pero a quienes el ayer las persigue y las alcanza en cada esquina, porque entre las cosas que no podremos olvidar está la violencia que a veces nos ha educado más que el afecto. “Busco a mis muertas/ aunque sé que sus héroes fueron los verdugos de la plaza de España/ bañándose grotescos/ en la sangre que brota de la tierra”. Berjano se acerca a la herida en carne viva de la tierra y elabora la pregunta que tanto miedo parece tener el mundo de pronunciar: ¿quiénes eran los justos? En su voz la palabra anhelada entronca con la miseria, la violencia sin explicación y sin perdón, la familia destruida por la brutalidad que sale a las calles y no distingue nombres, la vida horadada por la rabia de poner rostro a los enemigos que antes eran amigos. La memoria histórica está compuesta de memorias individuales que persisten en su dolor, y esa herida es la que se asoma a este libro, lo atraviesa y nos arranca todas las seguridades. El gran tema termina siendo la destrucción del mundo, que es a lo que apelan todas las guerras, la enajenación que lleva a la distorsión de la mirada —el otro ya no es el otro sino una representación de los propios miedos, y la única forma de sobrevivir es eliminándolo— y la soledad a la que todos los perseguidos son condenados. “No conozco la historia/ pero siento el peso/ de la violencia/ anidando en las pestañas/ de una niña pequeña”, escribe Berjano.
El silencio familiar es el gran protagonista de este poemario. La voz poética recorre los paisajes de la infancia —desde su memoria, la de su madre, su tía Rosario y su hermana trans— e intenta reconstruir un relato salvífico, una nueva forma de nombrar el mundo sin el silencio que apaga la verdad dormida del volcán. Aquí encuentro algo fascinante: la voz es colectiva. Por momentos, quien habla es la niña nacida en la democracia —“¿Cómo me considero hija de la libertad si tengo un pasado que me pesa?”—; pero luego la voz se tuerce y aparece un registro nuevo, la tía Rosario, que reconstruye el secuestro y la rabia de los hombres sobre su cuerpo —“y me queda qué lengua/ si me arrebataron/ la voz/ y mi hermana no es mi hermana/ ni mi casa es ya mi casa”—. Y su testimonio será pronto una voz colectiva nacida de la tierra —“se hizo la loca para que la dejaran marchar”—. Berjano fusiona los discursos de forma extraordinaria, difuminando la distancia generacional y construyendo una voz feminista plural, salvaje y rotunda que nos invita a pensar en la fuerza de la reconstrucción de nuestra genealogía y de la memoria de las nuestras. Porque entender el pasado de nuestras ancestras —y pronunciar también sus desvíos y su violencia— nos puede servir para revisar nuestro propio pasado, poner luz sobre la incomprensión y el dolor heredado que hemos mascullado sin ser capaces de verbalizar. Este viaje del nosotras al yo es el gran ejercicio de este libro alucinante: “Aprehender el color de la piedra/ sus diferentes estratos que eran mi carne/ hasta llegar a la grasa/ de mi cuerpo de niña”.
Rosario es un poemario donde la furia coordina los vértices del relato, pero donde también hay paisaje y ternura, en un equilibrado y sofisticado trabajo formal. La voz poética busca explicar sus propios fracasos a través del silencio hereditario, quizá con el deseo de hallar perdón por no haber sabido cuidar lo que se ama —“No logré cuidar a nadie/ rescatar aquel hogar descompuesto/ y aquella sensación de fracaso”, leemos. Y también: “Yo […] que había mordido la manzana de la princesa/ que seguía creyendo en la bondad”—. Pero para conseguir el indulto debe antes reconstruir el relato, y para hacerlo debe adentrarse en las ruinas de la casa familiar a fin de interrogar a los fantasmas que habitan todavía en la memoria. Recién desde ahí, y poniendo en palabras la memoria de las idas, podrá acceder a la gracia. “Aquella casa hacia fuera erguida/ llena de escombros por dentro”, escribe Berjano en un poema que lleva un fragmento de La casa perdida de Wisława Szymborska y el mismo y bello título. Por todo esto, lejos está este libro del discurso derrotista; rezuma un testimonio luminoso que late en los gestos primigenios y se eleva desde la sororidad. A lo largo de todo el poemario, la autora hace pie en múltiples voces y nos ofrece una doble lectura sobre la memoria íntima y colectiva, en un libro durísimo a la vez que lúcido y que derrocha ternura. “Entrégame tu abismo,/ lo cubriré de sueño”, escribe Szymborska. Y es precisamente eso lo que hace Blanca Berjano: asomarse al abismo para encontrar palabras que transformen la realidad en un sueño de vida y memoria colectiva.
Autor
Tes Nehuén
/ Argentina, 1983. Poeta y periodista literaria. Creadora del blog Bestia Lectora, donde realiza reseñas de libros y entrevistas a escritoras y escritores. También colabora en los sitios Cuento Volador, Galerna Estudio y Poemas del Alma. Todos los pájaros que vimos (2022) es su libro más reciente de poemas.