Rocío Cerón, Divisible corpóreo, México, Universidad Autónoma de Nuevo León/Tresnubes, 2022, 86 pp.

El primer juicio sobre esta obra se ve asaltado por la tentación de calificarla como un diálogo entre el formato tradicional y los componentes no verbales de la experiencia performativa. Las razones no faltan, comenzando por la trayectoria previa de la autora. Los asistentes a sus recitales conocen la confluencia de lenguajes en verdaderas puestas en escena, donde lo físico y lo sensorial interactúan en pie de igualdad con el lenguaje verbal. Más que un mero acompañamiento, Rocío Cerón (Ciudad de México, 1972) integra música, imágenes, ritmos recitativos y su propia acción corporal con el lenguaje para potenciar todas sus dimensiones. A la hora de la publicación, su concepción del libro traspasa las fronteras del mero soporte papel a la búsqueda de trasladar a la lectura los efectos de la performance. Así se planteaba, por ejemplo, en dos obras simultáneas a la que comentamos, Presente sucesivo y, sobre todo, en Miuni, difundido también en el espacio virtual y en soportes informáticos, atrayendo las nuevas tecnologías al reto de actualizar la vivencia poética. Sin embargo, una cierta perspectiva y un momento de reflexión llevan a corregir la primera impresión, para considerar el grado en que la propuesta —que ahora materializa este poema-libro— es un viaje a la semilla y una recuperación de las esencias del fenómeno poético, antes de verse encerrado en la prisión de la escritura.
Divisible corpóreo combina poemas en prosa (o, quizá fuera mejor decir, un poema extenso articulado en partes liberadas del metro y la rima), fotografía y contenido audiovisual accesible mediante códigos QR. En sus páginas y en el material virtual anexo, en la estrecha relación entre ambos, indaga en la corporalidad y la experiencia de la fragmentación, con la tensión entre lo concreto y las sensaciones que despierta cuando la realidad amenaza con disolverse, y lo plasma en una expresión contenida y evocadora: “La imagen, lejana o desaparecida. El interlocutor ausente. La frase acorralada entre los labios. La belleza acechante del silencio” (p. 59). Si las raíces de esta creación pueden localizarse en el trauma pandémico, una realidad tan dura y extendida casi queda relegada a la categoría de anécdota a partir de la indagación en espacios de intimidad.
Las fotografías, desde la impresionante que ocupa toda la portada y coloca en el centro la sugerencia de un sexo femenino, están realizadas en blanco y negro, en busca de la esencialidad de las líneas, las luces y las sombras. La renuncia a los colores, como los adjetivos del verbo, pone en primer plano de la mirada una composición en que lo abstracto se funde con lo meramente representado, al partir de un objeto material, cotidiano, y sublimarlo en una esencialidad que puede compartirse. Las sábanas y ropa de cama que componen la serie se muestran arrugadas, esto es, usadas y no recompuestas. Junto a su imagen de soledad y abandono imponen su textura, y su materialidad se convierte en una forma de vacío por la ocupación total del espacio, desplazando lo ajeno pero también evocándolo, abriéndose al despliegue de una historia, interrumpida o congelada en un instante, como una puerta a la sugerencia. En las últimas fotos se da cabida a algunos elementos de la presencia humana, ausente en la mayoría. La aparición, en forma de una mano o un pie que se cuelan por el encuadre dejando el resto fuera de plano, es fragmentaria y subraya la divisibilidad de lo corporal, la desaparición de los elementos individuales y subjetivos. De nuevo, la historia interrumpida. La serie introduce una especie de temporalidad, pero también impone lo ubicuo para proponer una generalización de lo particular: el detalle trascendido.
Los poemas visuales dialogan con los compuestos en una prosa poética liberada de los elementos de regularidad, donde el ritmo puede convertirse en una prisión estrecha, en un corsé limitador. Aunque la regularidad de la tipografía impone visualmente la imagen de la prosa, la verbalización —en especial, durante el recitado de la poeta— libera su condición de los que podrían caracterizarse como versículos, que, en su discurrir, generan una secuencia a modo de salmodia, entrelazada sugerentemente con la secuencia sonora que se genera al activar los códigos QR colocados al principio y al final del libro. Como las imágenes visuales y las metafóricas, los textos se presentan también fragmentados, descompuestos en visiones de detalle. La renuncia a la lógica expositiva convencional genera los mismos vacíos que las imágenes plásticas: “La belleza acechante del silencio” (p. 59), en palabras de la autora. En otro momento propone, con valor programático, “Cierre de ojos, apertura de oídos” (p. 80). También con un matiz paradójico en una obra de esta naturaleza pero sólo aparentemente, porque Divisible corpóreo viene a plantear otra forma de lectura que rehúye los códigos formalizados e identificados con lo visual, con una iconografía definida, para potenciar los valores perceptivos ligados a la música, las imágenes, las palabras y el mundo —tal y como quería el pensamiento pitagórico y su concepción de la poesía, donde el individuo revelaba su condición de microcosmos.
En el planteamiento de la obra hay huellas que trazan una genealogía, y ésta remite a dos momentos divergentes de la modernidad, aparentemente opuestos pero con raíces compartidas. De adelante hacia atrás, “el golpe de dados” (p. 36) evoca la lección de Mallarmé, con su superación del simbolismo, la subjetividad y la atención a los elementos visuales trazados por el texto y su ausencia sobre el espacio blanco de la página; así sucede con la composición del libro y la maquetación de los poemas, pero también con su indagación en los efectos y las causas de lo fragmentario y divisible de los cuerpos.
En otro plano, el lector transita desde la sugerencia evocadora, discorde, de los adjetivos que forman el título. Con su factor de extrañamiento y ausencia, a la materialidad de los versos, dominados por los sustantivos, por lo sustancial; con escasa presencia de los calificativos y epítetos a que llevan las tentaciones de la subjetividad. Es difícil resistirse a la rememoración de cómo Juan de la Cruz recurre a este giro para hacer presente el momento preunitivo: “Mi Amado las montañas…”
Hay, sin duda, en conexión con el pitagorismo antes evocado, una especie de misticismo laico, de impulso a la fusión con el mundo, con el todo —casi un panteísmo—, que se anuncian ya en las citas que presentan el libro (de John Dewey, Eva Lootz y Walt Whitman) y que coinciden en la valoración de las conexiones, de la recomposición de una trama trascendente más allá de las apariencias y la reducción fenomenológica. Mirada para atravesar y mirar más allá. Mirada fotográfica sobre los objetos cotidianos y sus enormes dosis de sugestión. Mirada poética para situarse ante el lenguaje y e intentar despojarlo de los elementos que lo vuelven opaco, impidiendo ver al otro lado pero, también, escondiéndose a sí mismo bajo una falsa transparencia.
El libro parte de una conciencia de los límites del lenguaje —del lenguaje fosilizado—, al tiempo que de un radical convencimiento de las posibilidades de la ruptura: una desintegración que es una depuración, una búsqueda de lo esencial. Las vías, como no podía ser de otra forma, no son las lastradas por la rutina. La propuesta es la apertura. En su expresión, “gramática del roce / fricción de las palabras” (p. 45), porque “mientras el mundo calla, entre muros, se esparcen los susurros” (p. 13).
En este punto, junto al propio carácter audiovisual del libro, se sitúa la conexión más profunda con el espacio del performance y con todo lo que éste implica como concepción poética. Cerón traduce el volumen de Divisible corpóreo al formato y molde del libro, los elementos performativos de una intervención; pero, sobre todo, reinventa en las páginas lo esencial de una propuesta. Esta parte del rechazo a la lectura silenciosa y solitaria como vía única para la poesía, para despertar los efectos de una recepción colectiva y conjunta, de un sentido de la poesía pública que apela a los espacios humanos que desbordan la subjetividad, del individualismo que nació de la mano de la poesía moderna —la de Petrarca y su cancionero de amor—. La obra de Cerón nos enfrenta a la soledad, pero también genera un sentimiento de comunidad, incluso de comunión. El sentido metafórico de las sábanas abandonadas resulta especialmente efectivo en este doble plano: el de la experiencia inmediata que nos sacude y lo que en ella hay de esencial, de humano.
Una vez más, Rocío Cerón explora los límites de la lírica para ensancharlos y abrirnos a una experiencia renovada, como surgida de las aguas, y lo hace con la belleza de lo que surge limpio y despojado de escombreras.
Autor
Pedro Ruiz Pérez
/ Córdoba, España, 1959. Escritor y catedrático de Literatura Española en la Universidad de Córdoba, donde dirigió el Aula de las Artes. Entre sus trabajos recientes se encuentra Poesía, estética, ciudad. En torno a la poesía cordobesa del último medio siglo (2023). Ha dedicado estudios a autores como Juana Castro, Juan Rejano, Ángel González, Ángeles Mora, Vicente Luis Mora, Federico García Lorca, Rafael Alberti o Jaime Gil de Biedma, entre otros. Ha preparado Contra la soledad (2002, antología de Javier Egea) y prologado Radio Varsovia. Muestra de poesía joven cordobesa (2004).