junio 2024 / Reseñas

Espinas en la garganta. A propósito de Sobre mi espalda llevo claveles blancos, de Danhia Montes

 
Danhia Montes, Sobre mi espalda llevo claveles blancos, México, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo, 2023, 128 pp.
 

 

Nombres que son palabras y se llenan de pronto de espinas, de modo que nos duele pronunciarlos, pronunciarlas. Desde esa coordenada despega el libro de Danhia Montes, Sobre mi espalda llevo claveles blancos, ganador del Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo 2022, en Hidalgo. Y yo pienso inevitablemente en Alma. Ése es el nombre que me llena la garganta de espinas. Al-ma. Sus dos sílabas. Es el nombre que no puedo. Han pasado casi quince años. Cuando alguien ve la dedicatoria de mi primer libro, y me pregunta: “¿Quién es Alma?”, enseguida las espinas. Figura materna muerta. Figura materna primera (información aprendida en terapia), si bien no me parió. La voz poética de Montes ya me hizo transitar todas estas emociones y recuerdos con cuatro líneas. El libro recién inicia. Un libro así de personal no puede leerse de lejos, pienso. Así de cerca, el lector traga saliva.

Otras madres han muerto. Morir equivale a “estar con Dios”. Palabras que se usan como fórmulas. Cosas que decimos por default, sin siquiera detenernos a pensar en lo enunciado. La muerte hace eso, particularmente. Paraliza la razón que siente. Activa la razón instrumental. Y repetimos frases que parecen lógicas: sí, otras madres han muerto. El doliente no es el único, la única doliente. Resulta lógico pero también frío, insensible. Y si contara las veces que escuché algo así tras la muerte de Alma, no me alcanzarían los dedos. Montes toma esa lengua viva, esas palabras-fórmula, y encuentra un sentido profundo debajo: si mamá está con Dios, y mamá no está, Dios tampoco anda por acá.

El pastor vino a casa
y sin dejar de mirar hacia el suelo
dijo que no soy la primera
ni la última:

otras madres también han muerto.
Dijo que ahora está con Dios.

Pero si mamá está con Él
y ella no está aquí,
entonces Dios no habita entre nosotros.

Páginas adelante: el retrato —no es gratuito el símil con la fotografía: en este libro, los poemas muestran más de lo que escenifican— de ese momento tan lleno de confusión que es un velorio. Las palabras que se dicen por inercia. Que Montes las retrate en su sinsentido, en su estatus de automatismo del lenguaje, es importantísimo: una de las labores esenciales de la poesía. Eso que es ver, a través del lenguaje, lo que el lenguaje hace o deja de hacer. Que el lenguaje nos muestre del lenguaje aquello que, a razón de repetirlo siempre, habíamos perdido la facultad de percibir. “Está bien si lloras”. Yo no pude llorar durante el velorio de Alma. Yo tampoco entendía el cambio que ocurría frente a mis ojos. La gran mayoría de las personas alrededor, igual que yo, incapaces de lidiar con lo suyo y lo nuestro. Todos esperan que sientas otra cosa. Quieren que reacciones predeciblemente, como las fórmulas del lenguaje a través de las cuales se aproximan. “Claro que está bien que llore”, pensaba en el velorio de Alma. Siempre ha estado bien. Déjenme experimentar mi confusión. La necesaria meseta de no saber qué es lo que pasa.

[…] desconocidos me acechan.

Susurran que está bien si lloro

aunque nunca los haya visto.

Repiten que el enojo es natural,

no avergüenza.

Aprietan mi rostro contra su pecho

para que permanezca callada

sin decirles que en mí
no hay rabia ni llanto
porque no comprendo aún

qué habrá de ser distinto.

Ya he hablado públicamente de la profunda conexión que siento con este libro, de cómo retrata-muestra-narra, pero también de cómo reflexiona en torno a una herida que —hablo de mí— es la herida primera. La figura materna perdida. Hay cosas que sólo la poesía puede tratar (tratar en serio: ir al fondo). La muerte tiene que ser una de ellas. Y no es sencillo plantarse frente a uno de los más grandes temas del arte y la literatura, y hacerlo tan bien, salir tan bien librada de ello. Montes, sin embargo, lo consigue. Y creo que es porque:

a) Usa un lenguaje vivo, no exageradamente adornado, pero bello (la belleza de la sencillez profunda).

b) La sinceridad no puede fingirse, así como no puede forzarse la cercanía con el lector que la sinceridad produce. El lector en este libro no sólo existe como un fantasma lejano, sino que se presume necesario y como tal se le trata. A través de la sinceridad, de la transparencia, del respeto a su inteligencia.

c) Es un libro muy vivo: entre páginas y páginas de poesía muerta producida en talleres encabezados por rancios patriarcas —cuyos versos bien podrían ser el fósil de un dinosaurio extinto hace millones de años—, la poesía de Montes es un oasis y un manantial de arte vivo. Una poesía demasiado viva que, irónicamente, encuentra esa vida hablando de la muerte.

Páginas adelante: la reconstrucción, no sólo de eso que hace la muerte a la voz que encarna Montes, sino de lo que hace a la gente alrededor. Lo que hace al padre, por ejemplo. El hombre que sufre, en su desnudez, visto desde fuera, retratado con precisión de daga, capaz de abrir la piel. Yo me desmoronaba junto con el padre en más de una ocasión, leyendo el libro. Ése es el calibre poético, el alcance de la voz: en ella caben muchas más y todas son dolorosamente precisas al trazar los contornos de situaciones cotidianas (como el peinado antes de ir a la escuela, como los rituales previos al sueño, etc). Ése es el alcance de la onda expansiva de la pérdida. Una poesía viva que no adorna lo que no se pude adornar. Una poesía viva que tiene un propósito mayor al de ser simplemente bella. Sería una ofensa. Tratar la muerte maquillándola sería una ofensa. Hay, en la manera de escribir de Montes, mucho de contemplación, que se siente muy cercana a ciertas tradiciones de Oriente.

Mamá jamás se imaginó
que estamos pensando comprar más peces

para que ninguno vuelva a sentirse solo.

La soledad del pez: la muerte es capaz de hacer brotar una empatía por aquel otro doliente, solitario. Y no sólo humano, incluso de otras especies. Nadie merece estrechez de espacio y ese “nadie” no es un decir mera y exclusivamente antropocéntrico; es un verdadero nadie: ninguno. Nadie debe sentirse solo. Nadie debería. La escena de la maqueta del circo —tarea de escuela, hecha a medias— es otro de los momentos en que me sentí conectado al libro, en un plano otra vez biográfico. Cuando Alma murió, yo estaba en clase. Tercero de secundaria. Salón del profesor Peter. Cuando me mandaron llamar a la dirección, le dije a Sebastián, mi amigo desde que tengo seis años, algo así como: “Creo que ya pasó”. Y él entendió, me dijo algo que no recuerdo. Así es la enfermedad antes de la muerte: te prepara. Pero no, nada te prepara. Volver a la escuela los días siguientes: ni siquiera lo recuerdo. Tener que mantener una beca. En el libro de Montes: una maqueta hecha como está, como podría estar hecha una maqueta en una situación así. En mi vida: una beca de excelencia perdida. Qué precisamente doloroso es, insisto, este libro. Lo que hace conmigo no puede estarlo haciendo únicamente conmigo. No somos las únicas personas que han perdido figuras maternas. No soy ni seré la única persona llorando frente a este libro. Así de grande es Sobre mi espalda llevo claveles blancos.

La abuela no notó
todo lo que está mal en mi trabajo.

Pero mis compañeros sí.

Muy bien, dicen,
casi todos lo hicimos muy bien

y se vuelven hacia mí.

El arte —en concreto la poesía— puede hacer muchas cosas. Puede ser una demostración de lo largo que es nuestro aparato retórico (para medírnoslo entre pares: se asoma el fantasma patriarcal). Puede servir para mostrarle al poder lo bien que escribimos y así conseguir que nos reclute para discursos y comunicados de funcionarios incapaces de juntar dos palabras. También puede servir como adorno de clase: “Vean lo culto que soy, admiren mi privilegio”. Ese arte, para mí, sólo sirve para dos cosas: para nada y para estorbar. Un arte que adorna es un arte que estorba. La poesía contenida en Sobre mi espalda llevo claveles blancos hace otra lista de cosas: retratar (con la dolorosa precisión de la que ha hablado antes), acompañar (ese hacernos sentir menos solos) y conmover de una manera que ojalá más poetas de nuestra generación (me incluyo) se atrevieran, al menos, a intentar. Este libro de Montes opera a ras de suelo, ésa es su dinámica con el posible lector. Y ese lector es quien sea, quien quiera, quien tenga el libro en sus manos. No es una poesía elitista, lejana, llena de referencias que sólo gente que ha tenido cierto acceso a la educación puede descifrar. Es un libro que participa de la democratización de un arte, el nuestro, tan tristemente en manos de unos pocos.

Danhia Montes ha escrito un libro inmenso. Ojalá invente lectores nuevos. Al escribir sobre un tema y en un lenguaje que nos toca a todos, ya lo está haciendo. Así se mantiene viva la poesía.
 


Autor

Martín Rangel

/ Pachuca, Hidalgo, 1994. Poeta, editor y net-artist. Autor de sometimes I write poems and sometimes I write poems (Lawrence Schimel, trad., 2021) y de otros ocho libros de poesía. Ganador del Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo 2014 con el libro El rugido leve: las canciones de Ryan Karazija (2015). Su obra ha sido presentada en distintos foros y medios de México, Brasil, Argentina, Perú, España, Reino Unido, Estados Unidos y Canadá. Ha producido las piezas de literatura electrónica SOY UNA MÁQUINA Y NO PUEDO OLVIDAR (2017), [error] (2023) y [local_distante] (2023). Algunos de sus poemas, en traducciones de Schimel, han aparecido en las revistas británicas Modern Poetry in Translation, The Abandoned Playground y Under The Radar, así como en el anuario de poesía San Diego Poetry Annual de Estados Unidos. Fragmentos de su obra poética han sido traducidos al portugués, por Italo Dantas y Victor H. Azevedo, para medios como Revista Garupa y Vermelho, en Brasil. Ha publicado artículos, reseñas y traducciones en medios como La Tempestad, WARP, Revista Marvin y Milenio Hidalgo.

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