agosto 2024 / Reseñas

Elogio de la curiosidad. Gato por liebre de Claudia Hernández de Valle-Arizpe

 
Claudia Hernández de Valle-Arizpe, Gato por liebre, Universidad Autónoma Metropolitana (Col. La Lengua que Habito), Ciudad de México, 2024, 83 pp.
 
 

 

Se dice que, en la España del Siglo de Oro, los comensales estaban tan acostumbrados a que se les diera burro en vez de ternera, gato por liebre, que practicaban una suerte de ritual, el cual consistía en que, previo a la degustación, recitaran frente al plato: “Si eres cabrito, mantente frito; si eres gato, salta del plato”; por supuesto, el animal ni se inmutaba. Gato por liebre es un muy buen título, pero la expresión puede hacernos pensar que el libro habla de situaciones de engaño; en realidad, se trata más bien de puntas de iceberg: son poemas sobre esas cosas con las que interactuamos día a día y sobre las que sabemos solamente una ínfima parte. Cosas banales en apariencia, que en realidad tienen mucho peso y que pueden, incluso, ser peligrosas.

Pero ¿qué le da coherencia a estas “cosas”? ¿Cómo podríamos definir conceptualmente este libro? Una idea que podría ser útil (me perdonarán porque está muy de moda) sería la de pensar Gato por liebre como un gabinete de curiosidades, como una colección de objetos extraordinarios o que a simple vista no lo son, pero cuyos usos pueden serlo. Hay piedras bezoares, búcaros, aceite de ballena, colmillos, cuernos y pieles, tintes naturales; plantas como la salicornia, la orquídea o el marañón. Materia mineral, animal, vegetal, digna de ser coleccionada, no tanto por su valor estético sino por el valor social que ha podido adquirir en distintos contextos.

Todo esto parece muy heterogéneo, pero, como toda colección, hay un hilo conductor: las tácticas que pone en práctica el ser humano, en diferentes tiempos y geografías, para transformar la materia y sacarle provecho. Tácticas que suelen tener que ver con el control del cuerpo humano, con la gestión de la fertilidad, de la enfermedad e incluso de la digestión. Prefiero hablar de tácticas y no de estrategias (que se desarrollan bajo un marco de poder e implican cierta planeación), siguiendo a Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano (1980). Para el filósofo francés, las tácticas de resistencia permiten un uso “desviado” de los objetos y de los códigos gracias a la perspicacia, muchas veces anónima, de los individuos. A la autora de Gato por liebre le interesan esos “otros usos” que permiten que la materia simple se transforme en algo más complejo, en una materia intervenida por mano humana, digna de ser observada y coleccionada. Pero lo interesante de esta colección es que deja espacio para aquello que escapa al control humano, como la insospechada toxicidad de ciertas sustancias.

De hecho, no se trata solamente de la curiosidad de la autora por entender los procesos de transformación de la materia y sus usos sociales, sino que, a través de la lectura de los poemas, se va haciendo visible una suerte de elogio a la curiosidad de los otros. Lo dice en las primeras páginas del libro: “Los días son largos/ para quienes se conforman. Para el que busca,/ un relámpago (p. 15). Esta doble curiosidad produce objetos que se van descubriendo capa por capa y adquiriendo una sorprendente profundidad. Ejemplo de ello es el búcaro en el poema “Comedoras de barro” (p. 16-17):

I
Que es vicio, dicen, debilidad,
peligrosa costumbre.
 
¿Quién fue la primera?
¿Morder y triturar
la arcilla
fue instinto gremial
o solitario impulso?
 
Abre los labios
y no le basta el beso
ni saliva que lo entibie;
pide hincar los dientes:
su tejido mineral
contra el objeto.
 
 
II
 
“Las he visto tragar arena y ceniza”,
divulgó Montaigne escandalizado.
Detrás de puertas y cortinas
acechaba, en su tiempo libre,
esos y otros hábitos mujeriles.
Que la palidez me regale el hígado
por más daño que yo le inflija,
habrán dicho, ya anémicas,
las comedoras de barro.

Este poema aborda una interesante práctica que se representó en la pintura y la literatura del Siglo de Oro: la de comer vasijas de barro, conocidas como barros o búcaros, ya sea en polvo o, de plano, a mordiscos. Un hábito presentado por Quevedo o Lope de Vega como cercano a la adicción y exclusivamente femenino. El objetivo de las comedoras de barro era, según estos autores, perder peso y verse pálidas, y así alcanzar cierto ideal de belleza muy de la época. En realidad existían, según otro tipo de fuentes como las epistolares y médicas, intenciones de mayor peso, como la de provocarse una anemia que a su vez derivaría en la ausencia de menstruación y, por tanto, como se llegó a creer, en la imposibilidad para estas mujeres de quedar embarazadas. Incluso se ha argumentado que algunas de ellas habrían ingerido búcaros con la intención de abortar. Tal idea la encontramos en un poema titulado, precisamente, “Búcaro (abortivo)” (p. 19-20).

Con cada preñez
cambia mi cuerpo,
mi cerebro.
 
Sobre muros
crecen ramas y hojas que abro
para indagar su savia
que esconde un remedio.
No beberé mercurio ni aceite.
Acaso un veneno de plantas.
Será punzante el dolor,
y este miedo, herencia:
un negro mar; un vino oscuro
a quedarse.
Que termine la congestión
de cabras en la noche
y se disuelva,
bajo el poder cantábrico
del tejo,
la cara del no nacido.
Sea yo misma quien lo haga,
no con rudas infusiones,
sino a punta de morder arcilla
                               y
“con la abnegada castidad de un búcaro”,
regrese mi sangre mansa.

Gracias a la lectura de este poema queda muy claro el proceso de la autora, que va revelando capas de significado a partir de un objeto. Lo interesante aquí es que salimos de la frivolidad, de la mirada masculina de Montaigne o de los poetas misóginos del barroco, que reducen esta práctica a los objetivos ligados con la belleza. Se trata de un ejemplo de agencia femenina, de una capacidad para actuar ante una situación tan importante como la de un embarazo no deseado, capacidad que se lee en ese “Sea yo misma quien lo haga” (p. 20).

El poema “Contraceptivo” abre diciendo: “Háblame de la ‘cabeza de negro’. Me emociona su historia” (p. 22). Aquí, la autora aborda uno de los orígenes de la pastilla anticonceptiva a base de progesterona, sintetizada por Russell Marker a partir de la diosgenina que contienen los tubérculos del género Dioscorea, encontrados en Veracruz, donde la planta crecía en abundancia. Pero lo que me interesa comentar es ese “me emociona su historia”, pues es uno de los méritos del libro: el conmoverse ante el descubrimiento de ciertas conexiones, en este caso entre un anticonceptivo de farmacia y una planta acuática, documentada en el Códice Florentino por Bernardino de Sahagún, y cuyo rizoma oscuro, lleno de chipotes, resultó en esa desafortunada asociación con una cabeza de negro.

Cito ahora una parte de “Desvelando capas” (p. 33):

Azurita por lapislázuli,
agua por turquesa,
qué importan trueques
y engaños,
si todo es roca o mineral,
carbonato y cobre: iridiscencia.

Y unos versos más adelante (p. 34):

Digamos que
al admirar el ropaje más noble
en un cuadro,
se ignoran, bajo el azul de Prusia,
las burdas capas de yeso,
el aliento del carbón
y la azurita.

Lo que encontramos aquí son precisamente las capas que hay debajo de lo visible. Los poemas de Gato por liebre dan profundidad, cuerpo y complejidad a la superficie; eso que tiene la poesía de dar peso a eventos cotidianos; todo lo contrario de comer huitlacoche (presente aquí en el poema “Ustilago maydis”) y no indagar para descubrir sus otros usos, tomarse una pastilla anticonceptiva de forma automática, mirar un cuadro atendiendo al significado de la representación sin preguntarse por el significado de la materia, es decir de los tintes, de los microorganismos que viven y han quedado atrapados entre pinceladas y veladuras. Lo dice muy bien Hernández de Valle-Arizpe en “Aceite de semilla”: “porque, francamente, ¿quién piensa, ante su belleza, que estas flores esconden antioxidantes?” (p. 44). En efecto, no es fácil ver más allá de la belleza, interesarse por esos “usos lúgubres” que en algún momento menciona la autora. Pero esta es una poesía que, precisamente, trasciende la observación de la belleza.

En la primera parte del poema “Bezoar” (p. 35-36), el guanaco que come pasto y arcilla, formando una piedra que se convertiría en amuleto y medicina, recuerda a las mujeres comedoras de barro:

A mayor edad del guanaco,
mayor tamaño de piedra:
más cal y magnesio,
más materia vegetal ya descompuesta

De hecho, en la parte III, el bezoar lo produce una mujer que come pelo, y dice la autora: “¡Es su vástago!” (p. 38). Abortos, anticonceptivos, vástagos de pelo, enfermos de sífilis, de peste; es decir, el interés por el cuerpo, los cuerpos y las soluciones que van encontrando las personas y sociedades para domarlos, curarlos: el tubérculo veracruzano transformado en anticonceptivo, el palo santo como remedio para la sífilis, algún fragmento del cuerpo de una vaca que ha servido para fabricar un hilo quirúrgico.

Pero, ya lo decía al principio, no todo son remedios. En “Verde Sheele”, la autora aborda el pigmento del mismo nombre, producto de la mezcla de diferentes sustancias con cobre y arsénico, utilizado hasta mediados del siglo XIX, presente en papeles pintados, velas, tejidos, y de gran toxicidad. Tóxico como la cubierta del marañón, poderosa fruta objeto de otro poema. Más adelante, en el poema “Radón” (p. 53), leemos:

Lo que huele fuerte y sabe feo,
alerta.
Lo que se propaga turbulento
hace huir, o intentarlo,
pero ciertos tóxicos –escondidas bestias–
suben incoloros e insípidos
al abandonar su guarida.

Así, sabiéndolo o sin saberlo, se intoxican las comedoras de barro, los que vivían rodeados de muros pintados de verde, los que habitan sobre subsuelos contaminados con el imperceptible radón. Y una vez más pensamos: ¿qué vida habrá tenido ese jarrón de barro que hoy descansa en la vitrina de un museo? ¿Qué se esconde detrás del agradable tono de ese muro o bajo los cimientos de un hospital, de una escuela?

Lo resumen muy bien estos versos del poema “Añil tendedero” (p. 40):

Hoy pervive en pastilla,
sobrecito o líquido,
tan banal,
ese tesoro que siglos antes
transportaban los barcos.

Cito también unos versos de “Tintoreros de Europa” (p. 41):

Del prestigio de un color saben las guerras,
la cerámica, el vestido. También, de su mala fama.

Ese “saben” es muy elocuente. No es casual que la cerámica y el vestido sean sujeto activo de un verbo tan humano como “saber”; decía yo que la autora va haciendo visibles capas de usos y significados detrás del objeto, pero además revela la agencia de los objetos, su capacidad para actuar, pues, como diría el historiador del arte Daniel Arasse a propósito de algunas pinturas emblemáticas —pero válido también para cosas más banales—, los objetos piensan (aunque sea de manera no verbal) y siguen pensando siglos después de su fabricación. Incluso podríamos decir que el propio poema tiene un valor epistemológico, pues piensa y produce una forma de conocimiento.

Así, Gato por liebre es un libro que no sólo se interesa por los demás, por las soluciones que han ido encontrando las personas para darle uso a las cosas y por las dificultades y sorpresas con las que se encuentran en el camino, sino que manifiesta un interés por la cosa misma, por el objeto. Un interés por la cultura material que recuerda la labor del historiador del arte; no del historiador que se interesa por eventos históricos, rupturas y vidas de grandes personajes, sino del que busca reconstituir la vida de los objetos. Con la particularidad de que, en este caso, los objetos son entendidos en un sentido amplio, que no sólo incluye objetos “terminados” sino objetos vegetales, animales, minerales, sustancias vivas, que tienen en común una gran capacidad de transformación.

En definitiva, los poemas de Gato por liebre hacen pensar en todas esas prácticas a través de las cuales quienes dan uso a los objetos logran apropiarse el espacio. En este libro, la autora va desenterrando las formas subrepticias que adopta la creatividad táctica, habilidosa y escurridiza de grupos e individuos. Si lo planteamos en términos foucaultianos, estos procedimientos y artimañas de los seres humanos son los que van componiendo, poco a poco, la red de una antidisciplina.
 


Autor

Sofía Navarro Hernández

/ Ciudad de México, 1988. Investigadora en Historia e Historia del Arte. Licenciada en Ciencias Políticas y maestra en Relaciones Internacionales por el Instituto de Estudios Políticos de París. Después de trabajar unos años en evaluación de políticas públicas, realizó la maestría en Historia del Arte de la UNAM. Desde entonces, ha publicado varios artículos relacionados con la pintura de castas y con la cultura material del México virreinal, y ha impartido clases en la especialidad en Historia del Arte de nuestra Máxima Casa de Estudios. Actualmente concluye su doctorado en Historia por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París.

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