Mamá odia las moscas. Las odia tanto que se ha vuelto una experta en cacería con raqueta eléctrica; era buena con el viejo matamoscas, pero ni un enérgico ¡zas! se compara con el ¡chis! que desprenden las cuerdas al momento de la ejecución (si chispean más de una vez no hay que preocuparse: sólo son reflejos post mortem, seguramente). Desde que tengo memoria, pasa una mosca y mamá grita: “¡Mátala, mátala!, ¡mosca asquerosa! Seguro anduvo en la caca”. (Me cuesta imaginar sus patitas llenas de mierda. Más que por su afición a la suciedad, las moscas me disgustan por latosas; me molesta que se estrellen conmigo en su ir y venir, que hagan bzzz en mi oído y me distraigan; que no atinen a salir por la ventana, abierta a sus anchas, mientras la buscan desesperadas; me avergüenza que revoloteen junto a mí frente a otras personas.) Mamá ha llegado a asegurar que actúan con malicia. Cuando consigue asesinarlas celebra con una crueldad que resulta inquietante, pues suele ser dulce y contemplativa con los animales, incluso con los temibles, repugnantes o poco carismáticos.
La casa se llenó de moscas de manera inexplicable; no habíamos comido carne ni acumulado basura. La casa es un lugar limpio: mamá odia las moscas. Esa tarde encontró detrás del basurero unos pequeños sacos oscuros, largos, ovalados, con apariencia de barrilitos. Por curiosidad los puso todos en un frasco de vidrio que alguna vez fue un contenedor de alcaparras. La noche siguiente, siete hermosas moscas, completamente desarrolladas, habían nacido. “¡Son moscas!”, dijo mamá sorprendida. Parecía más conmovida que apesadumbrada por la eclosión de aquella familia alada y zumbadora, torpe y testaruda, antojadiza y puerca. “¿Qué hago?, ¿las mato?”, preguntó. Entonces tomó el frasco, lo llevó consigo afuera de la casa y retiró la tapa. Las moscas fueron liberadas, a la luz de la luna, como mariposas: “¡Vuelen, asquerosas!, ¡ya me las chingaré mañana!”
El frasco permaneció varios días en el lugar de la emancipación; quisiera decir que como símbolo de fraternidad o al menos de compasión, pero más bien fue por olvido y porque los capullos rotos, abandonados dentro de él, obligaban a cualquiera a desviar la mirada.
Me pregunto qué cosa enterneció a mamá al grado de impedir que electrocutara a las moscas. Quizá fue el hecho de que eran unas recién nacidas; tal vez le pareció injusto que murieran sin saborear la mierda.

Autor
Debra Figueroa
/ Zapopan, Jalisco, 1989. Ensayista, comunicadora y programadora. Becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2017-2018), en la disciplina de ensayo. Textos suyos aparecen en los libros Ciudades aprehendidas y otros apegos. Antología de ensayo literario joven en México (2019) y El rey de las bananas (2015), entre otras publicaciones. Es parte de El Club Botánico. En su tiempo libre busca tardígrados.