Saber es sabor
Está en los alimentos ser deliciosos. Es una cualidad propia, que late en ellos, sin necesidad de un cocinero. El cocinero, a su vez, no es más que un puente entre lxs comensales y la delicia. No hace, en realidad, ningún trabajo. No es instrumentista sino herramienta: deja que la belleza de su materia prima lo hipnotice, para llevar a cabo las transformaciones necesarias que pongan en evidencia la potencia poética que siempre estuvo ahí.
Ignoremos, entonces, al cocinero. Hagamos de cuenta que no existe. Pensemos en los alimentos: en cómo se nos presentan, en qué dicen y no en qué significan. En lo que son no para nosotros, sino en las sucesivas e inasibles transformaciones que los convierten en tesoros. Existen sin necesidad de ser pensados; no dependen del criterio de unas papilas gustativas. Ellos mismos perciben su deliciosidad y trabajan para ella. Frente a las adversidades de un mundo apurado, los ingredientes quieren durar. Aunque el instante de comerlos sea breve y nunca alcance, no hay que dejar de lado todo lo que hicieron para llegar tan lejos. No queda otra que hablar en términos de amor: los alimentos se esfuerzan, con cada segundo que avanza, en convertirse en la versión más bella de ellos mismos. Se emperifollan no para nosotros, sino porque a eso vinieron.
Las cosas —los alimentos entendidos como tales— existen en el mundo rodeadas de otras cosas que producen, continuamente, modificaciones unas sobre otras. Funcionan como conjuntos de relaciones, pequeñas comunicaciones que entran en contacto y se desentienden, una y otra vez, componiendo de manera constante el mundo como se nos presenta. Se podría, a partir de estas imágenes, tratar de comprender la materia alimenticia más como un flujo incesante que como una serie de instantes detenidos en el espacio. Así, los alimentos pueden ser puro movimiento: casi una danza donde las figuras de un bailarín podrían ser sus estados de madurez, sus momentos privilegiados, y sus piruetas y desplazamientos, la pura duración que los constituye.
Los alimentos, entonces, tienden al cambio, porque la duración es cambio. Gilles Deleuze, retomando a Henri Bergson, insiste: “El movimiento siempre remite a un cambio […] Y lo mismo sucede con los cuerpos: la caída de un cuerpo supone otro que lo atrae, y expresa un cambio en el todo que comprende a los dos”. En esta transformación continua, que Bergson llama lo Abierto, no es posible definir un Todo. La propia definición de durar implica el surgimiento persistente de algo nuevo, que impediría que esa totalidad en que está inmersa la materia pueda congelarse el tiempo suficiente para poder fijarla. En ese escenario, el alimento puede permitirse todas las variaciones que lo llevan de semilla a fruta, de animal a carne, de planta a especia. Con esto en mente, ahora no queda sino seguir adelante con el caprichoso pero exhaustivo ejercicio de pensar qué convierte a un ingrediente en una comida, ahora que la respuesta no implica a un cocinero.
En su libro Materia vibrante, Jane Bennett se concentra específicamente en la fuerza de los objetos mismos: no tanto en los significados humanos que se pueden interpretar como encarnados en ellos, sino en su materialidad misma como un agente activo de los intercambios entre cuerpos. Existen afectos que no son específicos de los cuerpos humanos pero que, por nuestra ceguera y voluntad de leer todo a nuestra imagen y semejanza, han sido relegados o minimizados. Bennett, sin embargo, insiste: hay que dejarse encantar por las cosas en sí mismas. Este encantamiento, como una calle de doble mano, genera, por un lado, que lxs humanxs se sientan fascinadxs sin ninguna explicación, pero da cuenta, a la vez, de que las cosas producen efectos en los cuerpos en general. El problema es que la capacidad para detectar la presencia de esos afectos está atenuada, adormecida. Y, como bien decía Antoni Muntadas, la percepción requiere participación: hace falta —sea por parte del cocinero, del comensal, de la persona que pasea por el mercado y contempla cajones y cajones y frutas y verduras—, que se deje llevar por las impresiones que le comunican sus sentidos. Que se deje atrapar por el afecto.
Sin embargo, aunque enriquecedor para la experiencia humana del mundo, este ejercicio de percibir no es necesario para que la naturaleza vibrante de las cosas —y específicamente de los alimentos— exista. Las cosas en la naturaleza irradian, incluso antes de ser explotadas o instrumentalizadas. La materia está viva: habla por y para sí misma, aunque no haya nadie para interpretarla. Esta incapacidad de traducirla es, quizás, ese misterio al que Bennett llama encantamiento. Existe una fuerza anímica en las cosas que le permite a la materia extraer mucho más de sí misma de lo que parecer ser. Así, los alimentos hacen de su esencia el cambio constante: se confirman como procesos, se alejan de cualquier posible detención. ¿Cómo definir el movimiento más que por el movimiento mismo, por su temporalidad?
Los ingredientes, entonces, forman parte de un enorme circuito colectivo, no necesariamente humano, en el que sus cuerpos aumentan su potencia en cuanto a ensamblaje. Poseen una vitalidad propia que se encuentra en constante movimiento y comunicación con otros cuerpos en el espacio, pero sobre todo en el tiempo. Modifican y se dejan modificar. Las transformaciones a las que se ven sujetos son innumerables y profundas, una suerte de constante desafío a la belleza: cuando se pensaba que una fruta había llegado a su punto perfecto, se deja caer del árbol y renuncia a su mejor versión para esparcir sus semillas en la tierra. Cuando una pequeña planta está en su momento ideal, se seca y se convierte en la especia más profunda y aromática. El cocinero y el comensal sólo llegan a estas versiones mucho después de que los alimentos hayan revelado tanta de la potencialidad que existe en sus cuerpos. Y a lo sumo pueden encontrar, con algunas operaciones, sabores nuevos o combinaciones que no conocían. Pero que, insisto, ya estaban en sus cuerpos comestibles antes de ser ingeridos.
Hay poemas que, como la comida que describen, son deliciosos. En un fragmento de Creer en el trabajo (Pre-Textos, 2022), Alberto Carpio (España, 1983) escribe sobre la fruta:
quien no gusta de mucho
un copioso manjar
la exuberancia
del color y el sabor del mango
la intensidad de su frescura dulce
su acidez el contraste entre los colores
que cambian
del rojo al verde de su piel
al naranja chillón
de su carne fibrosa
la diferencia de la piel rugosa y oscura del aguacate
con su carne suave y su hueso sobrio
la sólida armadura de la piña
como coraza del armadillo
el azúcar del dátil
acumulándose
Sorprende leer, o siquiera pensar, en un grupo de alimentos tan dispuesto a transformarse a sí mismo como las frutas. Habrase visto semejante maravilla: armaduras tan sofisticadas como sus cáscaras, algunas gruesas como una cota y otras ligeras como el encaje, de texturas y colores tan hermosos como las plumas de un ave, que debajo esconden el mayor placer posible. Una carne dulce y ácida, que se deshace al tacto de los labios y se queda entre los dientes para poder saborear por horas después. ¿Qué otra cosa que un deseo puede estar detrás de algo semejante? ¿Cómo no confundir esta fuerza con una voluntad?
Sin embargo, las frutas no son libres en su capacidad de mutar. Ellas, sencillamente, son. No existe tal cosa como el libre albedrío de un alimento. Es sólo que se le debe concebir como se pensaría un poema: abierto, casi infinito, bello. El oficio del poema, a diferencia del trabajo del poeta, es hacerse a sí mismo. La fruta se organiza alrededor de un carozo para desdecir la dureza de ese origen: de sus pepitas amargas y huesos obstinados, hace un colchón suave. Como las palabras que se organizan en el poema para hacer bailar al lenguaje, la carne de la fruta hace valsar la lengua. Aunque las frutas varíen en tamaño desde lo infinitesimal de una baya al peso imposible de una sandía, habría que preguntarse por aquello que las une: primero entre ellas, luego con las verduras, luego con otros alimentos y, una vez después, con el resto del mundo natural que las abriga. ¿Qué las hace familia? Por supuesto que responder a esta pregunta sería tan sencillo como abrir un diccionario y buscar una definición. Pero eso sería reducirnos a las lógicas de nuestro lenguaje, cuando lo que se procura es dejarse conmover por su vibración intraducible. Entonces esbozamos algunas tentativas, con la ilusión de que le hagan justicia a su ludismo y color. Podríamos decir que las frutas son hermanas por cómo se despliegan frente a la vista: existen juntas porque son redondeadas y hermosas. O porque sus siluetas orgánicas se buscan y encuentran en el único grupo de alimentos que promete sensualidad. Una fruta es un cuerpo tan cargado —o incluso más— de erotismo como el humano.
En cuanto a las verduras parece obvio hablar, también, de su belleza. Pero hay que entenderla en términos todavía más desafiantes que sus hermanas azucaradas. A diferencia de la fruta, la mayor parte de las verduras (o de las que son realmente memorables) necesitan del fuego para volverse perfectas. Sin él, su amargura es intolerable o su dureza intragable. Así como la fruta se entrega de manera inmediata, jugosa y disponible, la verdura es misteriosa: esconde en su corazón el secreto de su gusto. Su existencia general es una casi delicia, conformando una gran familia de tímidos que esperan el momento en que se desate el incendio. Esto no significa, de ninguna manera, que su vida en crudo no valga la pena. Simplemente da fe de que un alimento siempre puede más de lo que su apariencia promete.
Por más que quisiera convencerles, lectores, de que esta breve tesis esencialista es tal como se plantea, creo que iba a darse, inevitablemente, un paréntesis relativista para explicitar que, aunque la materia hable por sí misma, difícilmente podemos interpretarla fuera de nuestras propias subjetividades. Es decir: se puede percibir de los alimentos que hay algo más allá de nuestro entendimiento, pero nuestra experiencia del mundo se define más por relaciones directas que por especulaciones. Todo para decir: puede parecer, después de lo planteado antes, que la fruta se entrega y la verdura no. Pero si nos detenemos unos segundos, resulta claro que ambos grupos de alimentos requieren de cierto trabajo nuestro, por no hablar de otros grupos aún no mencionados. La fruta se pela, la verdura se cocina, la especia se muele, la carne se mata. Si bien la potencia de ser comida —y, específicamente, de ser deliciosa— siempre estuvo ahí, hizo falta una serie de operaciones para explicitarlo. El sabor, fenómeno anímico oculto detrás de todo ingrediente, no se conoce hasta que se experimenta.
Roland Barthes, en una serie de viajes que hace a Japón entre 1966 y 1968, queda profundamente fascinado no tanto por la gastronomía nipona, sino por lo que encuentra de novedoso en el vínculo que tienen lxs japoneses con la comida en sí. En sus notas, compiladas en El imperio de los signos, el autor pareciera en principio esbozar algunas interpretaciones sobre qué es el Oriente, en qué se distingue de lo que él conoce, en qué se parece. Sin embargo, sucede algo intraducible, ininterpretable: Barthes es incapaz de aplicar los sistemas con los que trabaja a las lógicas históricas y cotidianas del país extranjero. En Japón, Barthes dice, no hace sino encontrar signos vacíos: puro significante. No puede trazar esas relaciones convencionales que esperaría de los objetos. Descubre una manera, para él desconocida, en que lxs japoneses se entrelazan con sus cosas a partir de la materialidad de éstas.
En los capítulos más deslumbrantes del libro, Barthes queda enormemente conmovido por la cocina y la ingesta. Contempla cada comida a la que es invitado y se deja afectar por los rituales que la acompañan. Como una estancia sin sujeto, el lingüista entiende, de la cocina japonesa, que en realidad no existe tal cosa como un cocinero. Sí, es cierto, hay cuerpos humanos en cocinas ocupándose de llevarle comida a la mesa; Barthes no niega el trabajo. Pero percibe que, allá, la cocina opera como una suerte de escritura poética: “una comida escrita, tributaria de gestos de división y de parcelamiento que no inscriben el alimento en el plato de comida […], sino en un espacio profundo que sitúa en diversos planos al hombre, la mesa y el universo. Porque la escritura es precisamente ese acto que une en el mismo trabajo lo que no podría aprehenderse junto en el único espacio plano de la representación”.
Barthes se apropia del siguiente haiku:
La comida traza poemas, cuadros, escenas. Los ingredientes en estos versos se organizan de forma armónica y mínima. Se desdoblan hacia lo infinitesimal “para cumplir su esencia, que es la pequeñez”. No hay cocinero, no hay siquiera cuchillo, y sin embargo ahí aparecen como venas, como animalitos, todas las relaciones dadas en la naturaleza que han modificado y siguen modificando a esta fruta.
Nada tiene que ver esta lógica con la comida occidental. Mucho menos con la comida latinoamericana, que ante todo peca de exuberante: guisos, porotos, lentejas, arroces, salsas, picores, largas cocciones. La comida latina no es discreta, pero me interesa, en los términos que propone Barthes, la idea de que un plato no sólo está para ser comido, sino que los elementos en ese plato son comestibles para cumplir con una esencia que les es única y secreta. A cada ingrediente, su secreto. A cada comensal, el desafío de dejarse afectar por su misterio.
Juan Cárdenas (Colombia, 1978), en un fragmento hermoso de su novela Elástico de sombra (2019), pone en boca de Don Sando, viejo maestro de esgrima de machete, algunas de las observaciones más lúcidas que haya leído al respecto. El viejo Sando, insomne, se pregunta mirando al techo por la etimología de un nombre local, en la que una misma palabra significa pensamiento y sabor. “El pensamiento es apenas la abertura de la razón hacia las profundidades del misterio, que no es otra cosa que el misterio del sabor, o sea el misterio de lo Incomunicable”.
El sabor es un fenómeno que no puede compartirse a través de las palabras. Hace falta el cuerpo y la experiencia: se pueden esbozar algunas aproximaciones, pero nunca serán suficientes. A esos intentos, Don Sando los llama poesía y “la poesía no rompe el misterio, sino que le da forma, permite apreciar el misterio del sabor desde el umbral de pensamiento. Allí, en la poesía, es donde el sabor se vuelve imagen, se vuelve música, roce del cuerpo a cuerpo”. Como Barthes, Cárdenas y su narrador dan cuenta de que hay algo de lo gustoso que no alcanza a las palabras: el sabor no está en el lenguaje, sino en la lengua. La poesía, género perfecto para todo lo que es demasiado, ocupa el cuerpo entero —la lengua, el estómago, el alma—. Poesía y sabor se hermanan, provocan y ponen en evidencia que el pensamiento no siempre es conveniente, que a veces hace falta dejar que hable el cuerpo, como tomado por un encantamiento.
Por una cocina menor
No aprendí a cocinar por mi madre. Sin embargo, pienso en ella cada vez que me veo frente a una verdura sin cortar, a una carne por adobar, a una sartén que se calienta. A pesar de que comer es probablemente lo que más me gusta de todo, la cocina me llega tarde, como un aprendizaje accidentado y lacunar.
Existe una suerte de imaginería compartida de que las recetas se heredan, sobre todo entre generaciones de mujeres, que se convocan unas a otras y se encuentran alrededor de una mesa. Mi entrada al espacio de la cocina se da bastante a ciegas. No pretendo justificarme, pero no quiero dejar de aclarar: medio huérfana, burguesa y con escolaridad completa, las comidas hasta mis dieciocho años pasaban por llegar hambrienta a casa y ver con qué plato listo me encontraba, preparado por la empleada doméstica. No es que no fueran deliciosos, pero su elaboración pasaba bastante como un misterio. A pesar de eso, insisto: me gusta mucho comer. Más que dormir, más que tener sexo, más que muchos otros lugares comunes y sobrevalorados. Qué delicia lo salado, qué delicia lo dulce, qué delicia el hambre.
Pasan cerca de veinte años antes de que me atraviese la idea de acercarme a un plato y, a partir de ahí, el entusiasmo no para. El problema quizá tiene que ver con no haber tenido maestra. Creo que se podría decir, a grandes rasgos, que soy una buena cocinera. Pero, aunque nadie nunca lo admita, es claro que hay algo que falta. Un secreto que sólo se aprende observando. E, insisto, mi aprendizaje es ciego: no es que la cocina fuese para mí una hoja en blanco; mis abuelas y mi mamá eran grandes cocineras. Pero yo no tengo nociones prácticas, carezco de esa formación afectiva que circula entre mujeres como el mejor secreto a compartir. Nunca tuve la oportunidad de sentarme a verlas orquestar un plato. Lo que sí he logrado es convertir mi experiencia en una suerte de Frankenstein compuesto de videos de YouTube, recetas robadas de libros que no puedo pagar, intuiciones (que suelen fallar) y la fe de que esa magia para sazonar se hereda. Todavía no confirmo estar en lo cierto.
Sin método y sin certezas, entonces, mi vida en la cocina es puro amateurismo: un romance cachorro, en las antípodas del profesionalismo. Principiante pero amatorio. Devoto con los posibles comensales, pero también con los fantasmas cocineros del recuerdo. Y, como todo amor adolescente, inevitablemente marcado por un aturdimiento general de las partes. El cineasta experimental Stan Brakhage, en su manifiesto en defensa de lo amateur, dice que “el amateur permanece aprendiendo y creciendo constantemente a través del trabajo en su vida, en una ‘torpeza’ de descubrimiento continuo tan bella de ver cómo dos jóvenes amantes en la ‘torpeza’ de su inocencia y el placer del constante descubrimiento de sí mismos. Los amateurs y los enamorados son aquellos que observan la belleza y se comparan con ella, la aprecian…” Brakhage asocia la belleza a la visión, al hecho de asistir a esos descubrimientos. En el espacio de la cocina, sin embargo, ese encanto no depende tanto de presenciar los procesos, que pueden ser largos y muchas veces se dan a solas. Para el cocinero, el instante de belleza se desdobla. Por un lado, en el momento de júbilo en que el plato se da por terminado y los ingredientes se convierten en la versión más perfecta de sí mismos. Luego, esa sensación termina de coronarse como gratificante cuando se presenta la receta ante el comensal, que se desborda de ganas y agradecimiento.
En otro fragmento de Creer en el trabajo, Carpio continúa:
haces
más sabroso el pescado y el arroz
más verde el verde de la planta
más fuertes sus raíces
iguales y distintas
del árbol haces libro
sin cortarlo, del libro
árbol, del hueso caldo
En una escena mínima pero deliciosa, el poeta especta; reconoce en los gestos del cocinero todos los mundos posibles que existen en sus ingredientes. Sus movimientos, como arabescos y piruetas, no hablan de un talento particular o de una capacidad humana. Revelan toda la belleza preexistente que hay en la materia prima: como la escritura de un poema, la preparación de un plato pone en evidencia un espacio indefinido pero profundo en que la esencia de las cosas, sean palabras o ingredientes, alcanza su grado de mayor belleza y potencia; vuelve mejores a los alimentos, más capaces de conmover y dejarse conmover. El comensal privilegiado, que puede asistir a esta metamorfosis, no tiene mucho más que decir que gracias. Incorpora, igual en cuerpo que en alma, el amor que el cocinero entrega.
Muchos son los poetas dispuestos a desarmarse por un buen plato. Charles Simic, entre ellos, ha dedicado no pocos ensayos y versos bellísimos al recuerdo que le suscitan en el cuerpo las salchichas que le cocinaba un amigo en California, o a una sopa de pollo de su infancia. “Me acuerdo más de lo que he comido que de lo que he pensado”, ha dicho en alguna oportunidad. Y, personalmente, estaría dispuesta a redoblar la apuesta: me acuerdo más de lo que he comido que de cualquier cosa que haya leído. Las frases y los versos, aunque hermosos y memorizables, se desdibujan en el recuerdo. Se les puede repetir, pero seguramente están vacíos. En la memoria, un buen plato interrumpe la cronología.
Realmente no hay placer que se compare al de la buena comida. Se podría caer en la tentación de decir que no hay como una gran copa de vino, o una cerveza helada, o la bebida que fuese. Pero sucede que, al final, el trago es siempre traicionero: un primer vaso es entusiasmo, uno más es hablar fuerte, otro quizás es baile, pero el último es camino directo a la melancolía.
Un plato abundante, en cambio (y a pesar del cliché), nunca está de más. Es un gesto de cariño. O incluso más que un gesto porque invita a la duración. Una serie de pasos, como un minué, que oscilan entre lo conocido y la alquimia, sostenidos en el tiempo entre la cocina y la sobremesa. El infinito de la cocina puede parecer abrumador: no hay una unidad mínima, aunque sí hay un método. Una suerte de uno más uno que, en principio, no se entiende y que eventualmente se aprende y se hace propio.
Este proceso, sin embargo, no se da con rapidez ni naturalidad. La cocina no puede desvincularse del cuerpo, y el cuerpo siempre es un problema. Esa suerte de torpeza romántica que menciona Brakhage, aunque entendible cuando aplicada a otros, no podría parecerme tan lejana de la forma en que me llevo adelante. Lamento cada uno de mis pasos y movimientos. No tanto porque conduzcan a una suerte de destino fatal —no tiene que ver con hechos y consecuencias empíricas—, sino por lo que mi falta de coordinación corporal le genera al fluir de mis pensamientos. Aunque disfrute de llevar a cabo ciertas acciones, el bienestar que me proporcionan no es suficiente para que deje de pensar en eso que estoy haciendo. Aunque ame cocinar, apenas me relajaría en el proceso. Cortar verduras me parece profundamente estresante: los pedazos nunca serán iguales, no van a cocerse parejos. Ni hablar de lidiar con carnes o huesos. Los cuchillos nunca son los indicados. Pelar frutas es sucio y peligroso, así de sencillo.
Lo mismo puedo decir de la poesía. Es un género que amo pero que temo profundamente. Aunque ávida lectora, es una lengua que no puedo hablar y que ni siquiera estoy dispuesta a aprender. Nunca, pero nunca, me animaría a tratar de escribirla. En el día a día, por más que milite a favor de un amateurismo en la cocina, frente a la poesía me convierto en una conservadora amarga y demodé. Sucede que, en la lengua de la cocina, es muy fácil entender lo que se puede hacer y lo que no. Existe una serie de pautas dadas, algo así como un orden geométrico, donde lo que está mal y lo que está bien es fácilmente delimitable: a cierto punto, la carne se quema; a cierto grado, el agua hierve; si se sala de más, no hay vuelta atrás, y así sigue. Nadie se lanza a preparar un menú de diez platos sin antes haber hecho un buen arroz. En cambio la poesía, pobre santa, tiene que lidiar con toda esa gente que jamás leyó un verso en su vida y que se hace llamar a sí misma poeta. No quisiera que se entienda con estas divagaciones que abogo por una poesía erudita y clasista. Pero sí considero muy difícil lanzarse a ella sin una mínima noción previa de las formas, de los sonidos, de las estructuras. Esa gente que sólo escribe malos aforismos y les da enter no hace sino ofrecer, noche tras noche, el mismo plato de delivery recalentado, con el gusto a microondas. Si la comida fuese sólo su contenido, todavía comeríamos como animales: crudo e insulso.
En el acercamiento a la forma radica la posibilidad de desarmar los moldes para generar modos nuevos, reaccionarios y lúdicos. El problema, sin embargo, es que la lectura obsesiva tampoco enseña a escribir, así como comer obsesivamente no enseña a cocinar. El lector y el comensal difícilmente puedan aprehender aquello que se despliega en la unión de palabras o ingredientes. Deben conformarse con el placer que otorga contemplar o saborear un manjar elaborado por alguien más, confiando en que al menos ese ejercicio vuelve sus intuiciones menos traicioneras y los convierte en personas más agradecidas.
Entre aquellas intuiciones rescato una primera estrofa, sencilla y poderosa, de un poema que Mark Strand (Canadá, 1934-Estados Unidos, 2014) le dedica a una carne a la cacerola. Dice así:
cortada y desplegada
en mi plato
y encima
echo el jugo
de zanahorias y cebollas.
Y por una vez no lamento
el paso del tiempo.2
La imagen es conocida, casi proustiana. Más adelante en el poema, Strand se refiere al plato como la carne de la memoria, la carne del no-cambio: recuerda a su madre preparándoselo por primera vez, rememora cada aroma, cada sensación en el cuerpo. Ahí aparecen Proust y su madalena. Una vez más, un plato delicioso como una fisura: no detiene ni retrocede el paso del tiempo, pero sí incomoda. Suspende. En una comida casera el poeta encuentra un antídoto a envejecer, además de cierta calma: no porque comiéndolo rejuvenezca sino porque disfruta. El poeta busca a Dios en lo mundano y lo encuentra en el recuerdo de su madre cocinera y en todxs aquellxs que han logrado recrearla: En estos días en que hay poco/ para amar o alabar/ uno podría hacer peor/ que entregarse/ al poder de la comida.
Como la cocinera anónima del poema —que asumo mujer porque a ellas asocio la larga historia de carnes a la cacerola que me acompaña—, yo también soy de esas que usan una sola olla para todo. Creo, pensándolo ahora, que se debe a que ahí reside el único momento en que permito que se desdibuje el cuerpo, mi cuerpo: una vez que todos los ingredientes se funden en el fondo de la misma olla. En ese proceso de integración en el que se deja atrás todo el sufrimiento y el estrés que generan en sus existencias individuales y se convierten en un individuo mayor, aromático y perfecto.
Mis comidas, entonces, suelen ser abundantes y muy poco fotografiables. Feas pero ricas, dignas de la ceguera de que me jacto desde el principio. Como los viejos bodegones y naturalezas muertas que la historia del arte ha relegado a las categorías de ejercicio o borrador, la comida casera se sostiene en el tiempo como una suerte de género menor de la alta cocina. Un espacio para el ensayo, un buen recuerdo para los pocos que lo experimentan, pero ningún reconocimiento a la larga. Una injusticia que debe cambiarse. Basta de planos cenitales a platos microscópicos y de libros de recetas para hacer en quince minutos. La comida amateur tarda en hacerse, dura en el recuerdo y siempre sobra en la olla para el día después (porque así es incluso más sabrosa). El gesto amatorio no se resuelve en tres sartenes y media hora. Hay que dejar que hierva, que macere: que el cariño que hay para el plato crezca tanto como el amor por el comensal, así como también la expectativa de él por lo que le van a servir.
Me permito un último poema sobre comida, una carta de amor como pocas, de la estadounidense Jesse Lee Kercheval (Francia, 1956):
que yo te doy de comer.
Te sirvo un plato de sopa de lentejas,
un mar chiquito
lleno de sol y de calor.
Le sumo una ensalada con ajíes
que queman como estrellas fugaces,
palta, aceitunas,
un toque de jugo de limón
y ajo.
Yo no soy una eximia cocinera,
pero por vos, amigo mío,
me paso la noche en vela
sudando en la cocina,
para que a la mañana
tengas la gastronomía
de once países diferentes
en tu plato.
Estás enfermo
y te vas a morir,
dicen los médicos,
pero yo no voy
a permitir que sea
de hambre. 3
Igual que yo, la cocinera del poema se sabe imperfecta y sin embargo ofrece, en igual medida, amor y sufrimiento en el mismo plato. El profesional jamás podría: trabajando en piloto automático, no deja que el sudor de su frente sirva para salar más y mejor. Toma demasiadas precauciones, no comete error alguno, no invita a que el baile sea de a dos. El cocinero amateur, en cambio, se convierte en un creyente pagano, devoto al mismo tiempo de sus ingredientes y de la magia que sucede en el momento de la unión, así como de la persona que va a recibir. El cocinero necesita que el comensal sea un Dios benévolo y perdonador; depende de su agradecimiento y conformidad para poder seguir entregando, una y otra vez, sus ofrendas.
No me engaño.
Sé que el futuro,
esa puerta de hierro,
espera ahí,
sin importar
qué tenga yo en el horno.
Mientras tanto,
tenemos choclos dulces,
y una parva de mejillones
que está claro que Dios
creó especialmente para hacer al vapor.
Vení, sentate,
que yo te los cocino.
La cocina, como la poesía, es un arte devoto de la forma, del experimento. Procura apropiarse de las estructuras conocidas, aunque sea con torpeza, para reinventar y homenajear en igual medida. El cocinero, como el poeta, es un ciego cuyas limitaciones lo llevan más allá de lo que se espera de los sentidos. Ambos entregan sonidos y sabores, rimas y texturas, posibilidades y finales. Ambos prometen y dejan con hambre.

1 Barthes no explicita ningún autor para este poema, sino que lo rescata como parte de la tradición oral del país. Traducción de Adolfo García Ortega.
3 Traducción de Ezequiel Zaidenwerg.
Autor
Carmela Pérez Morales
/ Buenos Aires, Argentina, 1997. Estudió Comunicación Audiovisual en la Universidad de San Martín. Actualmente cursa una maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas en la Universidad de Avellaneda. Es librera y docente.