Poco después de desembarcar en Nueva York, Jacques Rigaut, el fundador de la Agencia General del Suicidio, publicó, loco de amor por la pintora Georgia O’Keefe, la siguiente nota en un periódico: “Joven pobre, mediocre, 21 años, manos limpias, contraerá matrimonio con mujer, 24 cilindros, erotómana o hablando el anamita, a ser posible apellidada O’Keefe”. De cierta manera, Rigaut se adelanta algunos años a Bryan Ferry, quien, en lo que parece una canción de amor dedicada a “the sweetest queen you’ve ever seen”, de pronto comenzaba a cantar los números de las placas de “la más dulce reina”: CPL593H. Pensemos también en el binomio María/Maschinemensch de Metrópolis y en la intriga tecnopolítica que enreda a sus dos componentes. Marinetti claramente se volvió loco por culpa de una motomami. Las motomamis, se sabe, son un fenómeno recurrente a lo largo de la historia, y las consecuencias del fanatismo que provocan pueden ser gloriosas o catastróficas.
Otro de esos momentos recurrentes en la historia fue la presentación de Rosalía el pasado 28 de abril, en el Zócalo de la Ciudad de México. Lo que en principio parecía un simple concierto gratuito promovido por el gobierno de la capital se convirtió en una plataforma para la discusión de todos los asuntos y problemáticas del país. En este concierto se ha querido ver lo peor y lo mejor de nuestra política, un hito cultural, la prueba de que la cultura en México va en picada, un descarado gesto de campaña presidencial, el único acto respetable del gobierno capitalino, el desesperado intento por ser cool de una persona con la mirada evidentemente muerta, una muestra de que el poder entiende o no a lxs jóvenxs, un intento desesperado de captar su voto, un distractor con el que se pretendían ocultar algunos eventos ocurridos ese mismo día. (En las jornadas posteriores al concierto, fueron comunes tuits del tipo “Mientras veías a Rosalía, políticos corruptos se robaban la democracia”, casi todos redactados por personas que se quedaron en su casa mirando Ted Lasso). Todo esto nos puede llevar a una conclusión: Rosalía importa, aunque aún no sabemos si lo hace en el sentido de que un político importa lo mismo que Tim Hardin.
Avenida Juárez estaba decorada como si esa zona de la ciudad se hubiera convertido temporalmente en un parque temático de Rosalía. Lo último que separaba a esta zona autónoma del resto de la ciudad era una banda que tocaba covers de rock en tu idioma frente a la taquería El Caifán; pero incluso ellos, en el breve momento en que ocuparon nuestro espacio auditivo, hicieron una referencia a Rosalía. Sobre podios pequeños había trabajadores del Gobierno de la Ciudad promoviendo el evento con altavoces, y de vez en cuando dejaban que en las bocinas sonasen fragmentos de “Bizcochito” o “Despechá”. Algunos organilleros colocaron la M/mariposa, el logo de Motomami, en los instrumentos. No estamos del todo seguros de que esto sea real pero, en nuestro recuerdo, algunos de los uniformes de esos trabajadores tenían emes/mariposas bordadas a la altura del corazón. Mientras seguimos avanzando, las referencias a Rosalía se acumulaban; el efecto era de saturación. Una especie de prólogo estático para cualquier fan o la imagen misma del demonio para quienes aborrecen a la cantante. Cuando llegamos a la mitad de Madero, alguien con altavoz anunció que, en ese momento, la plancha del Zócalo se acercaba a su máxima capacidad.
Una vez en la plaza, sólo queda esperar. La playlist ambiental tiene cierta coherencia. La anomalía más notoria es “Hey Joe”, en la versión de Jimi Hendrix. ¿Esta música es aleatoria o fue preparada cuidadosamente por alguien? A medida que la hora prometida se acerca, la reacción a cada nuevo tema se vuelve más eufórica. La gente canta con el mismo entusiasmo a Selena, Daddy Yankee y El Recodo, aunque también reacciona con rabia cuando en la lista de reproducción comienzan a repetirse las canciones. No obstante, la espera tiene momentos interesantes.
Aprovechamos cualquier oportunidad para hacer photobomb en las selfies de las personas que nos rodean. Mientras discutimos sobre si en Antro Juan se abordaban las noches temáticas desde la postironía o el apego sincero, escuchamos que un grupo de cien personas, todas jóvenes en apariencia, comienza a entonar el cántico “¡Claudia, Claudia, Claudia!” Compartimos algunos chistes con las personas que están enfrente. Alguien sugiere que Rosalía le ha dado todo a Sheinbaum y que, incluso la whitmaniana declaración “me contradigo, yo me transformo” podría ser usada como lema para excusar cualquier hipocresía o promesa incumplida. De nuevo nos vemos incapaces de determinar si se trata de postironía o de afecto sincero. A ratos llegan oleadas de gente que nos empujan lejos del lugar en el que planeábamos quedarnos. Una hora antes del concierto, gente con altavoces sugiere que las familias con niñxs se desplacen mejor hacia la Alameda Central, en donde se han instalado pantallas. Junto a nosotros hay una señora que agarra con una mano a su hija y, con la otra, una caja en la que hay una plancha nueva. Dice que se metió sólo por curiosidad y ya no se pudo salir. Antes de que empiece el show, nos parece ver a un tipo muy parecido a Marcelo Ebrard tras el escenario. ¿Qué está haciendo?, nos preguntamos al verlo encorvado como un roedor gigante en traje de dos piezas. “Está… ¿masticando un cable?” Luego se apagan las luces, suena el ruido de un enorme motor, el ruido que haría el motor del primum mobile al encender, y cada persona en la audiencia se queda a solas con su locura y su flor favorita.
un gran boato nos devolvía a la Pureza del cielo,
al mundo inconcebible que en su forma resplandeciente,
emanante y fluida no es más que regreso a aquello que no es,
al imperio radiante de la Luz, a las llanuras interminables del Cielo,
pues ese es el lugar en el que existimos aunque no existimos,
ése es el lugar en el que podemos pensar que Seiobo descendió a la tierra.
Como pasa con cada cosa que hace Rosalía, los comentarios sobre su show en vivo polarizan a la gente; para los fans incondicionales, parece estar reinventando absolutamente todo. Para sus detractores, lo que hace no sólo carece de calidad sino que resulta derivativo, cuando no una serie de gestos de apropiación cultural. El director fotográfico del show, presente en el escenario, sigue a Rosalía en cada movimiento; encuadre tras encuadre proyectado en las pantallas, se afianza nuestra historia de amor con ella: en juego de planos abiertos y close-ups extremos, nos mira fijamente, nos coquetea, nos reta colocándose los lentes oscuros más cool de la historia. Nuestro enamoramiento llega a su punto más alto mientras canta el cóver de la noventera “Héroe” de Enrique Iglesias: en un acercamiento a cámara, Rosalía llora por nuestro amor y se le salen los mocos. Beyoncé ya se adelantó a robar ideas del show que Rosalía ha presentado durante el Motomami Tour —lo cual está bien: sólo mentes retrógradas se niegan a aceptar que pop=robo y repetición— y, durante los últimos días, quienes hemos seguido la discusión al respecto en tuiter nos hemos enterado, voluntaria o involuntariamente, de los pormenores de la historia de la videodanza —en la cual, según algunas fuentes, Rosalía no figura para nada.
Una chica grita a todo pulmón “¡EMBARÁZAMEEE!” mientras Rosalía canta “La noche de anoche”. Llevan en hombros, discretamente, un condón inflado. Cada que Rosalía se dirige al público, alguien cercano a nosotros grita: “¡Eres humilde, mi chiquita!” La lista de canciones interpretadas abarca Motomami casi en su totalidad, más algunos éxitos previos y posteriores. Llama la atención el modo en que Rosalía, sus fans y su equipo han deconstruido la metafísica de la presencia: a nadie parece molestarle que la estrella cante sobre una pista pregrabada o que sus colaboradores aparezcan sólo como grabaciones. Así, interpreta “Linda” y “La combi Versace” (acompañada por el fantasma de Tokischa), “Con altura” (sin necesidad de tener ahí a J Balvin o a El Güincho) y “La fama” (a manera de dueto consigo misma, usando los pasajes con la voz de The Weekend sólo como fondo para sus coreografías. Claro, cualquier fantasma se perdona si se cuenta con la cantante en carne y hueso).
Su canción más reciente es “Vampiros”, que marca otra ausencia. No del todo familiarizados con la letra, gritamos varias veces “Vanpiro Esiten” durante su ejecución. A la hora de revisar este texto para su publicación, y después de tenerlo en reposo (o abandono) durante meses, nos lamentamos por no haber gritado en su momento “vanpiro emosionale esiten”, en referencia a la entonces reciente ruptura entre Rosalía y su vampiro de talento.
La épica toma que aparece en las pantallas es digna de aparecer en un fanfic como Evangelion: al no poder salvar el mundo de los ángeles, Rosalía nos canta con el corazón roto y una multitud detrás. La escena también se antoja para imaginar a Hernán Cortés cantándole a su fallido personal durante “La Noche Triste”. ¿Lloran los españoles por los conquistados? ¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Rosalía sea nuestra nueva reina?
Una de las principales tendencias surgidas en redes después de este concierto es el análisis poscolonial de todo el asunto. Se habla del supuesto simbolismo negativo de que una española cante “La Llorona” frente a una catedral construida sobre pirámides y que sea idolatrada por los habitantes de un país que antiguamente fue colonia española. Pareciera que la cantante carga todo el peso y la culpa histórica de su país de origen. Cultura e imperialismo. Quítate la playera de la Escuela del Resentimiento, papi, y mueve el culo. La única culpa histórica que carga Rosalía es la de haber dado lugar a aquel momento de kitsch innecesario, en línea con el trato condescendiente que bandas e intérpretes extranjeros suelen dar al público nacional.
Otra tendencia analítica del evento podría caer en las teorías de la conspiración. Algunos de los pasos que la cantante ejecutó durante su interpretación trunca de “Bulerías”, ahora son analizados como un posible ritual satánico en ciertos rincones hipercristianos del internet. La imagen usada para promover el concierto también ha sido sometida a un análisis parecido, ya que en la forma del traje de Rosalía figura vagamente la cara de un Baphomet. Y estas y otras teorías se complementan con algunas más de corte político. Para ciertos sectores de la imaginería popular, Rosalía —como Beyoncé, Amanda Bynes o Rihanna— ha ascendido a reina de los Illuminati.
¿Qué más? Julieta Venegas estaba ahí, bailando. La mamá de Rosalía estaba ahí. Fue el concierto más grande de su carrera. Las personas que acamparon el día anterior con el fin de tener los mejores lugares, se han convertido en una prueba rápida para saber si eres de izquierda o derecha. Los asistentes somos, ahora, apestados políticos; la mitad de nuestras amistades nos niegan el saludo y ya no seremos invitados con la misma frecuencia a expresar nuestras ideas en la televisión. Algunas otras amistades lamentan no haber asistido.
Poco después pasó algo que se había anunciado junto con la noticia del concierto: Sheinbaum dejaba su cargo como jefa de Gobierno para hacer precampaña presidencial. Al terminar el concierto, quienes lo siguieron desde el Hotel Majestic arrojaron basura y agua contra quienes desalojaban la plaza por Madero mientras, en un gesto contradictorio, también aplauden. Esto sería analizado desde todos los ángulos en los días posteriores a “Zocalía”. Les regalamos el espectáculo de nuestros dedos medios y gritamos complejas maldiciones mientras la multitud nos empujaba y casi nos caímos. La fiesta siguió en Madero con una procesión de cosplayers de la española, mientras la gente cantaba “Pero pusieron la canción” con el corazón partido. Quizá esas personas se referían a todas las canciones que escuchamos en la plancha del Zócalo. De regreso en Avenida Juárez, unos policías motorizados pasaron haciendo demasiado ruido pero muy lentamente. No pudimos evitar gritarles “¡Saoko, papi, Saoko!”, aunque ninguno se atreviera a realizar alguna acrobacia.
Autores
Bárbara González Miranda
Ciudad de México. Fundadora de la HCAN, editorial romántica para cínicos jóvenes y no tan jóvenes. Voz en off de su vida, vendedora de veneno y autoretratista. También escribe.
Iván Ortega
Ciudad de México, 1990. Poeta. Es maestro en Literatura Comparada. Ha colaborado en diversas revistas nacionales como La Tempestad, Poligrafías, Grafógrafxs y Metrópolis.