Ha muerto Ángel Ortuño. Tan sólo pensar en lo que significa esa frase ya es una insensatez. Escribirla es inaceptable.
Lo conocí en 1991, cuando fuimos asistentes de investigación en el entonces llamado Centro de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara. Yo ignoraba que fuera poeta, si bien escribíamos anagramas, palíndromos y rimas burlescas, robándole tiempo a nuestras obligaciones. Pese al respetuoso voto de silencio de aquellos cubículos, éramos parlanchines y nos reíamos escandalosamente, muchas veces a costillas de nuestros jefes y compañeros. Un día matamos un ratón en el patio. Lo acorralamos entre dos botes de basura y lo golpeamos con el palo de una escoba. Cuando al fin entendimos que ya estaba muerto, volteamos a vernos con horror, mientras la risa se nos congelaba en la cara.