Miré al cielo: es mi manera de renacer
César Dávila Andrade, “Al Dios desconocido”

 
I

Oí el nombre de César Dávila Andrade en una conversación, hace más de treinta años, con Vladimiro Rivas Iturralde.1 El entonces joven poeta lo pronunció con reverencia y casi con pudor. Volví a encontrarme con el nombre del poeta de Catedral salvaje en el libro de Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia. La primera vez que, por así decir, vi y sentí al poeta, fue en el ensayo “La fortaleza fulminada”, que le dedicó Eugenio Montejo, quien lo encontró en Mérida. Al autor de Terredad del todo le llamó la atención la fuerza y contundencia con que se expresaba en la voz del alto poeta ecuatoriano, el universo plural de la tradición hermética:

Conocí a César Dávila Andrade a mediados de 1961, en la ciudad de Mérida, donde residía por entonces. Habitaba una pieza blanca de cal, que daba a una ladera próxima al rio Albarregas. En la pared, por único objeto, un retrato de Krishnamurti joven que concentraba toda visión. Nos vimos después muchas veces, pero ya no me fue dado imaginarlo fuera de aquel habitáculo ascético que componían una cama de balaustres metálicos, una estera de palma y algunos libros. En el fondo, una ventana abierta sobre un ribazo enneblinado con moles de piedra fuera de madre. Era esta, tal vez por su adustez y despojo, “la casa del poema” a que aludía de continuo, cuyo fervor presidía en una ceremonia donde parecía ordenar invisibles palimpsestos y donde se encendía su lámpara ilusoria.

Hacia fines de enero de 1967 lo visité por última vez.  Le escuché entonces leer algunos poemas de Materia real, su libro ulterior. Como ante muchos de sus textos, retomaba la certidumbre de estar frente a un creador de jerarquía, cuya fabulación simbólica, si bien se resiste a quienes la penetran sin claves válidas, aguarda un legítimo reconocimiento futuro. Como en la gran tradición, sus palabras vienen a ser conmovedores logaritmos de la existencia, signos nada literarios que crecieron hasta consumir la llama viva de un ser.

   Toda resurrección te hará más solitario.
   Mas, si en verdad quieres morir,
   disminuir ante los pórticos,
   comunicarte, 
   entonces ábrele.
   Se llama Necesidad.
   Y anda vestido de arma.
   de caballo sin sueño,
   de Poema

   (De Conexiones de tierra, 1964).2

En ese paisaje es imposible no aludir al testimonio de su amigo Juan Liscano, el poeta y director de Zona Franca, la revista donde colaboraba Dávila Andrade. Dice Liscano que éste “se acercó a todas las formas del hermetismo, leyó libros de alquimia, de filosofía indostánica, de rosacrucismo, de Martiniano, de espiritismo, de magia. Conoció intelectiva y emocionalmente el vasto panorama de las Ciencias Ocultas, de la Parapsicología, del Yoga-Zen que pareció influirle hasta su muerte […] también leyó a los sufi, a los teósofos, a Fromm, a Suzuki”.3

A esas referencias deben añadirse las que consignó el propio poeta al escribir sobre Omar Jayam, Mahatma Gandhi, Antonio Machado, Ernesto Cardenal, Jorge Carrera Andrade, Ciro Alegría, James Joyce, Rómulo Gallegos, Franz Kafka, Yorgos Seferis, Pierre Reverdy, Arthur Rimbaud, Maldoror, Mariano Picón Salas y Jorge Enrique Adoum, entre otros. A esos nombres cabe añadir otros que podríamos decir ambientales, como los del poeta ecuatoriano Alfredo Gangotena y el de Gonzalo Escudero en Ecuador, y fuera de este país, los de César Vallejo, Pablo Neruda y Rosamel Del Valle.

 
II

En el vasto firmamento de las letras, hay una línea de fuga, una oscura pendiente oblicua a la que pertenecen quienes se han retirado de este mundo por propia decisión y por motivos diversos… Esas figuras trazan una constelación absorta. Pertenecen a ella figuras tan disímiles como Manuel Acuña, Jorge Cuesta y Jaime Torres Bodet (mexicanos), José Antonio Ramos Sucre (venezolano), Alejandra Pizarnik y Alfonsina Storni (argentinas), José María Arguedas (peruano), Pablo de Rokha (chileno), José Asuncion Silva y Andrés Caicedo (colombianos), Reinaldo Arenas (cubano), Horacio Quiroga (argentino), y, más recientemente, María Mercedes Carranza (colombiana). Y en otras lenguas y culturas Cesare Pavese (italiano), Paul Celan (alemán) y Yukio Mishima (japonés). En la Antigüedad, entre otros, Petronio. A esa constelación misteriosa pertenece el alto poeta ecuatoriano César Dávila Andrade, autor de narraciones y ensayos y creador de un estilo inimitable tanto en prosa como en verso.

 
III

A los veintiocho años de edad, César Dávila Andrade, el poeta nacido en Cuenca el 5 de octubre de 1918, bajo el signo de Libra y bajo el signo del Caballo en el horóscopo chino, publica en Quito, en mayo: “Carta a la madre”, “Oda al arquitecto” y “Canción a Teresita”, y en noviembre de ese año, su primer libro de poemas Espacio me has vencido. Dos años después, en 1948, publicó su primer libro de cuentos Vinatería del Pacífico, en 1951 su libro Abandonados en la tierra y La catedral salvaje. En 1955, se publican sus Trece relatos; en 1959 Arco de instantes y Boletín y elegía de las Mitas. Las recopilaciones Conexiones de tierra (1961) y En un lugar no identificado (1962) reúnen poemas de índole hermética. Ese mismo año, 1962, El huracán y su hembra gana el concurso de cuento convocado por la Universidad de Zulia. En 1966 da a la estampa Cabeza de gallo, su último libro de cuentos que se publica en Caracas en la editorial Arte. Un año después, en 1967, en un hotel de Caracas, se suicida. Aparte de esta producción, dejó un conjunto de escritos que se encuentran recogidos en los dos volúmenes de sus Obras completas, editadas en Quito, en 1984, por la Universidad Pontificia del Ecuador y por el Banco Central de Ecuador, en su sede de Cuenca, con ilustraciones de Eduardo Kingmann.

 
IV

Descendiente de uno de los héroes de la Independencia, el general José María Córdova, en la raíz del poeta y narrador César Dávila Andrade conviven varias fibras de la cultura hispanoamericana. Su poesía está como imantada por el poder de La palabra perdida y embebida en El dolor más antiguo de la tierra. Sus cuentos y narraciones abren otra ventana al cosmorama de su mundo y región, sus ensayos proporcionan al lector las cartas credenciales de este autor disciplinado por el Zen y las experiencias ascéticas y monacales de un peregrino de los jardines de Babel. La historia y la geografía se resuelven en su obra en un sistema de vasos comunicantes que va declinando y exponiendo su sedosa trama en un conjunto de composiciones en prosa y en verso que van alzando, con el pulso de cada poema y el aliento de cada cuento, un paisaje fiel a la intemperie americana, a la complejidad de la herencia indígena y a una suerte de museo vivo de los usos y costumbres de las regiones andinas que se conviene en llamar Ecuador, cuya obra poética y narrativa resuelve y declina.

 
V

La liebre salta donde menos se espera: leyendo la Antología poética, preparada por Xavier Oquendo de César Dávila Andrade para la colección Visor de Poesía editada en Madrid en 2015, me encuentro con el apocalíptico poema “Habrá”, dedicado al poeta y pensador venezolano José Manuel Briceño Guerrero. La dedicatoria me sorprendió y representa como un guiño a través del tiempo y del espacio, pues tuve la fortuna de conocer a “El amo de los valles”4 en Mérida, y la ocurrencia de dedicarle una pequeña estampa titulada así y que se encuentra en uno de mis libros.

La coincidencia me abrió el caracol de las asociaciones en relación con la obra del ecuatoriano. Pensé en la geografía oculta del esoterismo en Hispanoamérica, en las figuras de Miguel Serrano y del Mago Jeffa, el padre de Jorge Enrique Adoum, y antes del poeta mexicano José Juan Tablada. También pensé en los nombres de Sergio Fernández, el escritor mexicano y en el de la poeta argentina Olga Orozco, lectora de los libros esotéricos de la editorial argentina Kier.

 
VI

Y busqué Mi Lugar en los lugares.
“El recuerdo es un ácido seguro”

El lugar del canto, el lugar de la palabra, la obediencia a los genios del espacio y de la geografía, son determinantes para el proyecto estético de este arquitecto del logos, ya sea en verso o en prosa. Junto a esa poética de los espacios desplegada en sus escritos, se dibujan las siluetas de ciudades, como en “Canto a Guayaquil” o a la “Ciudad a oscuras”, la Oda al arquitecto o “Espacio me has vencido”, “La casa abandonada”, para culminar con la vertiginosa “Catedral salvaje”, himno a las cumbres y a la intemperie. Dávila Andrade es un cazador insomne al acecho de los genios del lugar, incluido desde luego el continente mismo, como “Mi América india”, “Hospital”, “La gran muralla”, “En qué lugar”, “Tierra pura” o “Breve historia de Basho”, para no hablar de “En un lugar no identificado” o de ese espacio agreste e infernal que resguarda esa otra catedral salvaje que es el Boletín y elegía de las mitas… Este conjunto de espacios, esta topología americana expuesta en la poesía, se complementa con los lugares en los que se desarrollan los cuentos y narraciones.

 
VII

El océano Pacífico y una vinatería vecina, las alturas inconcebibles donde planean y vuelan los cóndores, las cárceles y páramos, las pequeñas ciudades donde los hombres buscan a Dios, mueren y agonizan bajo la lluvia, los ranchos remotos donde florece la lepra como una orquídea inconfesable, el espacio donde “El viento” despliega su furia erótica y azota puertas y cuerpos, los pueblos donde la crueldad acostumbra sacrificar animales, como en el terrible cuento “Cabeza de gallo” o la villa donde se desarrolla “La sierra circular”, novela gótica de tierra caliente que recuerda “La mansión de Araucaima” de Álvaro Mutis, o finalmente el espacio geométrico de la muerte y sus visiones póstumas “En la rotación viviente del dodecaedro”, hacen ver hasta qué punto César Dávila Andrade es como artista un constructor de espacios y andamiajes emblemáticos de una geografía interior.

 
VIII

El lugar es una idea clave para Dávila Andrade, así lo muestra su poema “En qué lugar”: “Tienes que indicarme el lugar/ antes de que este día se coagule” (Visor, p. 152). Como el lugar de la palabra y el lugar del canto, será un imán que lleva hacia el “Origen”. Y éste es precisamente uno de los vértices ordenadores del poeta capaz de escribir, como en un espejo, “Origen I” (“Y vengo de la muerte de mil cuerpos errantes”) y “Origen II” (“Alguien debe continuar la agonía de los Mayores/ sobre la mesa errante del pañuelo de maíz”), que podrían considerarse de paso como dos asomos a su arte poética.

 
IX

“Ángel sin misión”, César Dávila Andrade va preparando su final desde por lo menos los tiempos en que publica el poema “El ebrio” (1957), si no es que antes: “Salir en la noche pálida ya de aurora, y elegirse entre los ahogados más humildes del Señor”. La apuesta. Por la transfiguración como una necesidad va floreciendo como una premonición desde “Autopsia”, el cuento publicado en 1952 donde un pecaminoso sacerdote se quita la vida (Advertencia del desterrado, Ayacucho, p. 35).

Es otra seña en ese vía crucis a la vez entrañable y dolorido. Las señales sembradas por el poeta como piedras fosforescentes a lo largo de su obra no parecen fortuitas, y enmarcan como armónicos musicales su decisión final que de paso preñan de sentido a su palabra. “Pacto con el hombre”, “La última cena de este mundo”, “En la rotación viviente del dodecaedro”, son otras tantas variaciones del verbo morir expuestas a lo largo de su impecable obra. En fin, el poema “Vallejo prepara su muerte” (Ayacucho, p. 78), no solamente es una aproximación fraternal e íntima a la experiencia, sino, en cierto modo, una prefiguración de la suya propia: “venías, sin saberlo, preparando la muerte. De los sabios. Cadáveres del alma, y de los días de andinos cáñamos” (Visor, p. 171).

 
X

Una de las experiencias que marcan la lectura de la poesía de César Dávila Andrade es la de sentir que se encuentra ante una cascada de hechos del lenguaje, poco habitual y sin duda asombrosa. Es como si la lengua española se hubiese sumergido en un océano purificador capaz de transfigurarla.

Esto sucede desde la “Canción a Teresita”, escrita “apasionadamente”, en cuyo texto se advierte “el trabajo fonético de la lengua, las descripciones surrealistas, la potencia para llegar a un misticismo telúrico y audaz”, según apunta Xavier de Oquendo en “La deuda de la poesía ecuatoriana a César Dávila Andrade” (en Antología poética, Visor,  p. 8). “Canción a Teresita” dibuja en su primer plano la silueta de la niña Santa de Lisieux, y en un segundo plano, según apunta Jorge Dávila Vázquez, se enfoca hacia la memoria doliente de su amor platónico con su consanguínea prima María Luisa Machado, quien morirá el 6 de enero de 1946, pocos meses después de que haya publicado en 1945 la memorable “Canción…” Tanto este poema como la Oda al arquitecto culminan un primer ciclo productivo, según apunta Jorge Dávila Vázquez por “‘La vida es vapor’. Poema escrito para Brummel. Hélice de armonioso ciclón de la poesía Vanguardista en el Ecuador” y contemporáneo de los “primeros poemas”: “Canto a Guayaquil”, “Ciudad a oscuras”, “Constitución del agua”. “Canción a Teresita” tiene afinidad sentimental y sensitiva con “Carta a una colegiala” y “Cancion a la bella distante” y con “Carta a la madre” e “Infancia muerta”.

Estos “campos de fuerza” de este poeta secreto hicieron que se ganara a pulso el sobrenombre de “fakir”, voz islámica empleada habitualmente para referirse a los ascetas musulmanes sufíes que renuncian a sus posesiones mundanas y se dedican al culto de Dios. En esta voz resuena el significado de la pobreza. Fakir en lo terrenal y mundano, pero no en el ámbito prosódico y poético, pues Dávila Andrade es el artesano de una de las prácticas literarias más completas y complejas de las letras hispanoamericanas.

 
XI

“Ahora voy hacia ti, sin mi cadáver”, dice en “Espacio me has vencido”. Esa misma frase podía haberla dicho el hermano Silvestre Aumotz de la orden de los Frailes Menores. “En la rotación viviente del dodecaedro/ cuyos avatares póstumos son referidos en esa enigmática y perfecta fábula que concluye con las palabras./ Aquí, en donde no ondea más la tela del nacimiento ni de la muerte” (Ayacucho, p. 201).

 
XII

El motivo de la muerte anunciada se reitera en “La pequeña oración”:

Abre ya, de una vez, los espejos enlutados
Que pusiste sobre la placa oscura de mi féretro…
[…]
Y que cualquiera tarde, pueda irme de mí mismo,
al través de mis poros, en mi aliento,
con la huida música descalza del deshielo

(Ayacucho, p. 14).

 
XIII

Todo esto podría ser leído como una serie de ejercicios preparatorios para la travesía oceánica de “Catedral salvaje”, uno de los poemas en que la voz profética del poeta alcanza las alturas de sus modelos: la Biblia, Victor Hugo, Paul Claudel, Pablo Neruda y Jorge Carrera Andrade.

“Catedral salvaje” afina el arco hecho himno de “Canto a Guayaquil” y anuncia el estricto movimiento de Boletín y elegía de las mitas, poema en el que la oralidad seca rima con la miseria de los indios explotados, como supo ver Guillermo Sucre:5

La verbosidad no tiene por qué ser siempre paródica. La verba es también, o puede ser, búsqueda del Verbo; aun así, sin embargo, se trata de una crítica del lenguaje: la búsqueda de sus antiguos poderes, de sus fundamentos mágicos. Esto no es nada “metafórico” en relación con la obra de César Dávila Andrade.6 En efecto, la obra de este poeta ecuatoriano parece asumir el ritmo de un conjuro ancestral, indígena en su caso: no importa tanto, en su lenguaje, la significación de las palabras como su frotación y la irradiación que de ellas emana. El estilo interjectivo es muchas veces dominante en sus poemas, aun en los más extensos como Catedral salvaje: un texto inacabable (pero no inacabado) en el que la visión exaltante de la tierra (“¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!”) no se resuelve en la consabida enumeración de los “dones” del trópico, sino que adquiere el movimiento de un ritual especial lleno de furor y, a la vez, de reverencia: “¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol!”; “¡Aquí el viento destruye las actividades de la podredumbre/ y las huellas deliciosas se convierten en cicatrices pálidas!”, “¡Allí yace el cóndor con su médula partida/ y derramada por la tempestad!”. La interjección, que había sido relegada después del exceso sentimental de una poesía romántica, recupera en Dávila Andrade el tono, como en Claudel o en Saint-John Perse, del gran recitativo: un lenguaje coral. Pero el recitativo suyo es el de un ser poseso, arrebatado, que hace del drama de una raza no sólo una instancia histórica sino también cósmica. Catedral salvaje es un poema sacrificial y a un tiempo purificador: “¡Yo que jugué a la Juventud del Hombre,/ alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses!/ ¡Y mientras cae el rocío sobre el mundo,/ atravieso la hoguera de la resurrección!” La resurrección de que se habla al final de este poema tiene un carácter simultáneamente religioso y poético: la transmutación de un yo individual en un yo colectivo. En otro poema también extenso —casi todos los de Dávila Andrade lo son—, ese yo colectivo no excluye la identidad, pero la identidad múltiple: no habla en nombre de nadie, sino que todos los nadie hablan y así, como en Vallejo, rescatan en la anonimia la verdadera presencia. Muchos pasajes de ese poema (Boletín y elegía de las mitas) no son más que un catálogo de nombres, pero ese catálogo tiene algo de florecimiento o de renacimiento del ser a través del nombre —¿no tiene también algo de magia verbal?:

   Yo soy Juan Atampam, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña,
   Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri,
   Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicondor.
   Nací y agonicé en Chorlavi, Chamanal, Tanlagua,
   Niebli. Sí, mucho agonicé en Chisingue,
   Naxiche, Guambayna, Paolo, Cotopilaló
   Sudor de sangre tuve en Caxaji, Quinchirana,
   En Cicalpa, Licto y Conrogal.
   Padecí todo el cristo de mi raza en Tixán, en Saucay,
   En Molleturo, en Cojibambo, en Tovavela y Zhoray.
   Añadí así más blancura y dolor a la Cruz que trajeron mis verdugos.

[…]

La elegía, pues, se convierte en una resurrección por la simple presencia de los nombres; pero no se trata de una vía de escape hacia “lo social” o “lo mesiánico”, que en otros poemas se vuelve un falso pacto (retórico, prestigioso) con la historia. Dávila Andrade no se escudó en nada y afrontó su propio e íntimo rito sacrificial. En uno de sus textos más impresionantes, titulado justamente “Poema”, ya desarrolla esa atracción por la muerte —como purificación— que subyace en toda su obra; la muerte, además, está ligada al poema mismo, como una fuerza que se hace y se deshace, que accede a la plenitud en el momento mismo de la revelación de la fatalidad:

   Toda resurrección te hará más solitario.
   Más, si en verdad quieres morir,
   disminuir ante los pórticos,
   domunicarte,
   entonces ábrele.
   Se llama Necesidad.
   Y anda vestido de arma,
   de caballo sin sueño,
   de Poema.

Sobre Boletín y elegía de las mitas, esa otra visión de los vencidos en los Andes ecuatorianos, el lector curioso podrá beneficiarse con la lectura del ensayo de Vladimiro Rivas Iturralde sobre el mismo tema (en César Dávila Andrade: el poema, la pira del sacrificio, Quito, Paradiso Editores, 2008, pp. 95-11). También podría serle útil repasar el ensayo de Dávila Andrade sobre “Ciro Alegría y su alto y ancho mundo” (Ayacucho, pp. 221-223).
La “comedia humana” presente en las narraciones con sus soldados, jueces, verdugos, herreros, cóndores, jorobados, leprosos, estancieros, sostiene un diálogo subterráneo con la “comarca de las tumbas esféricas” (p. 32), que despliega la poesía y donde la presencia del “indio oscuro”, del “peón innumerable de la soga” se alterna con las escenas conmovedoras de “Carta a la madre” o de “Muchacha en bicicleta”. Y desde luego, y ante todo, con el eslabón obsesivo de los lugares por donde pasa la muerte, como en “Hospital” (p. 43).

El día es largo como el éter.
La tarde se prolonga como un fémur
por esto, los muertos dejan la comida para el día siguiente
y sus platos se enroscan como perros
que han perdido el hambre para siempre
[…]
Que bella es la salud,
un día antes de la muerte…

 
XIV

La comedia humana desplegada por la narrativa de César Dávila Andrade dibuja un contrapunto imantado por la muerte y el asesinato, accidental y a veces voluntario que hace pensar en la narrativa de Horacio Quiroga. Por la locura y el deseo, el encarnizamiento goyesco del narrador con sus personajes hace pensar en algunos casos en un arquitecto de la ciudad de la enfermedad y del dolor, el escenario lúgubre y fantástico de “Vinatería del Pacífico” se complementa con una sinfonía de la muerte en la que una mujer muere frente a sus hijos y a su hombre rodeada por el estruendo de “La batalla” insensata. “La moribunda emitió un chillido de rata aplastada; casi no se le oía ya” (Ayacucho, p. 100).

En “Un cuerpo extraño” aparece de reojo un autorretrato irónico del poeta: “Puedo asegurar que durante todos aquellos años fui un sincero buscador de Dios. Consideré absurda la religión heredada y me entregué a la gran búsqueda. […] Varias fraternidades secretas me dieron su bienvenida. Leí ávidamente textos herméticos, me fascinaron las misteriosas teogonías; llegué a creerme predestinado a fabulosos avatares”. El “cuerpo extraño” será una visitante enloquecida que se instala en la casa del narrador durante unos días hasta que éste da con el marido de un “súcubo” disfrazado de frágil mujer. En “El hombre que limpió su arma” se verá expuesto el tema de un juicio equivocado contra un hombre que morirá en la cárcel. En este cuento, el narrador desarrollará al final el tema absorbente de la conciencia posterior a la muerte o del desdoblamiento del que muere o acaba de morir.

 
XV

El poema de gran aliento que participa de la cosmogonía y del himno se ramifica en la obra del poeta ecuatoriano desde “Catedral salvaje” hasta los dos dípticos de “La corteza embrujada” I y II, y “Origen” I y II. El huracán de la inspiración religiosa alienta y sopla por los hemisferios de esta poesía telúrica, decidida en cada estrofa a tomar el cielo por asalto.

 
XVI

Obra de poeta, de alto y poderoso poeta, la de César Dávila Andrade está sellada por el ritmo, movida por el compás de una respiración profunda capaz de estremecer la prosodia y, en todo momento, alerta para seguir el impulso secreto de una armonía superior. El detective filológico puede rastrear las huellas o los ecos de Rubén Darío, Antonio Machado, José Asunción Silva o Julio Herrera y Reissig, para mencionar algunos, de Pablo Neruda y Baudelaire y antes de Dante, Omar Jayam o de los himnos sumerios, la poesía bíblica… Esas conexiones terrestres y celestes son las cortezas embrujadas de este bosque habitado por los dioses que entrevió el alto poeta ecuatoriano. Estas letras sólo aspiran a correr la voz de su ascua prodigiosa.

 
XVII

El ritmo corre como río órfico por debajo de la palabra de César Dávila Andrade, sea en el verso, la narración o el ensayo. La afirmación la he puesto a prueba leyendo en voz alta a mi esposa y a mí mismo algunas composiciones del poeta ecuatoriano, como “Hospital”, “Infancia muerta”, “Carta a la madre”, “La casa abandonada” o “Profesión de fe”, en verso; y en prosa: “En la rotación viviente del dodecaedro”. La lectura en voz alta de esas piezas llenó la habitación con su eco y dejó en el aire estremecido, como un prolongado tañido, la resonancia de sus vertiginosas sílabas.

 
XVIII

Agradezco a Susana Cordero, directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, que me haya extendido la invitación a poner en claro mi jubiloso y asombrado sentir leído en torno a la obra de Dávila Andrade, al igual que a Jorge Dávila Vázquez, su tutela y amistad, y a Vladimiro Rivas Iturralde, el primero que hace años me habló de este autor, como expreso al inicio de este acercamiento.

 
XIX

Bibliografía

César Dávila Andrade, Poesía, narrativa, ensayo, selección, prólogo y cronología de Jorge Dávila Vázquez; Bibliografía de Jorge Dávila Vázquez y Rafael Ángel Rivas. Caracas: Biblioteca Ayacucho, Vol. CXCI, 1993, 292 pp.

__________, El dolor más antiguo de la tierra. Antología poética, edición de Xavier Oquendo. Madrid: Visor de Poesía, Núm. 914, 2015, 195 pp.

__________, El vago cofre de los astros perdidos. Antología poética, selección y presentación de José Gregorio Vásquez C., ilustraciones de Bethania Uzcátegui. Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana/Centro Editorial La Castalia, 2011.

Vladimiro Rivas Iturralde, César Dávila Andrade: el poema, la pira del sacrificio. Quito, Paradiso Editores, 2008.

Rocinante (revista, número especial por el centenario de César Dávila Andrade), núm. 119, septiembre 2018.

Guillermo Sucre, “El antiverbo y la verba”, en La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. México, FCE, 1985, pp. 274-275.

Zona Franca. Revista de Literatura e Ideas (número especial de homenaje a César Dávila Andrade), año III, núm. 45, mayo de 1967.

 

* Texto leído el 12 de noviembre de 2024 en el XVII Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española e incluido en César Dávila Andrade: antología e interpretación, recientemente publicado por la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

 

 


1 Sobre Vladimiro Rivas Iturralde, véase su libro César Dávila Andrade: el poema, la pira del sacrificio. Quito, Paradiso Editores, 2008.

2 En “La fortaleza iluminada”, en Eugenio Montejo, Obra completa II, Ensayo y géneros afines, ed. de Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vincentini. Valencia, Editorial Pre-textos, pp. 96-97.

3 Juan Liscano, “El solitario de la gran obra”, Zona Franca, no. 45, mayo de 1967, p. 4, citado por Jorge Dávila Vázquez en César Dávila Andrade, Poesía, Narrativa, Ensayo, Biblioteca Ayacucho, 1993, p. LI.

4 Adolfo Castañón, “El amo de los valles”, en La campana en el tiempo, 1970-2020 (Poesía, fábula y a veces prosa). México, UAS/UV/BUAP, 2023, pp. 748-752.

5 Guillermo Sucre, “El antiverbo y la verba”, en La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. México, FCE, 1985, pp. 274-275.

6 Dávila Andrade vivió casi la mitad de su vida en Venezuela; se suicidó, a los cincuenta años, en Caracas el año 1967 (cita de Sucre).

 

¿Hubo error que antecedió el horror?

Siempre volvemos a Comala (USACH, 2024) es el nuevo libro de Soledad Fariña (Antofagasta, Chile, 1943), cuyas publicaciones, que ya suman más de una decena, se han caracterizado, entre otros rasgos, por su sutileza y economía lingüística. Este nuevo texto suyo también responde a estas particularidades, a las que yo añadiría su osadía por construir y re-construir actos y circunstancias históricas que, en buena parte, existieron y que pueden ser sinónimos de conocimiento real y personal, vividos y comentados una y otra vez, trascendiendo a la escritora y trascendiendo, incluso, a nuestro país, volviéndose preocupaciones colectivas.

Entonces, esta re-elaboración poética, plena de antecedentes verdaderos, precisos y afincados en una época determinada, trasciende los hechos puntuales que se expanden volviéndose dudas, preguntas, preocupaciones, incógnitas que nos seguimos haciendo desde tiempos inmemoriales: la vida, la muerte, la dignidad, el horror, el poder, el sufrimiento, la valentía, la culpa, los liderazgos, la fiereza, la entrega, la renuncia, el espanto, la verdad, los olvidos, las memorias, la traición, el destino y, así, interrogándose (el texto) e interrogándonos  nosotros, lectores— casi sin término ni descanso, en especial cuando experimentamos una “situación límite” (Karl Jaspers). A estos enigmas, tan humanos, muchas veces sin respuestas, colaboran que este libro esté constituido por decenas y decenas de fragmentos que, en muchas ocasiones, no son consecutivos y quedan descontinuados, exigiéndonos colaborar con la poeta y el texto para participar en profundidad de él y con él.

Ya dije que Siempre volvemos a Comala es el título de este volumen. El nombre incorpora un lugar que es posible que no todos recordemos, pero este texto que trabaja con la memoria y es memoria (nos) exige volver a consultar: ¿Comala existe en alguna parte?, ¿lo habré leído en algún escrito? Y rememorando nos encontraremos con Juan Rulfo, ese extraordinario escritor y fotógrafo mexicano, rara vez sonriente, tan serio y enigmático como el mundo y los mundos que nos muestra y transmite en palabras e imágenes visuales. Y Comala se nos aparece como el sitio donde sucede su novela Pedro Páramo, el emplazamiento al que llega Juan Preciado y donde permanece para siempre, pues allí muere. Si seguimos evocando a Comala, ese pueblo lleno de ecos, crujidos, hablas, cuchicheos, nos transportamos a un espacio, a un tiempo, a un universo de finados que platican, se quejan, susurran, gimotean, se secretean, rumorean como seres vivientes cuando todos son difuntos. ¿Será esta atmósfera, este ambiente, una clave para comprender el texto que comenzamos a leer?

Y… abordando Siempre volvemos a Comala con esta incertidumbre, a las pocas páginas descubrimos que las heterogéneas voces que se expresan y que “escuchamos” al leerlas, pertenecen a seres que —en su mayoría— existieron (en la vida “real”), pero que cuando los vamos conociendo y reconociendo y vamos construyendo su trayectoria comprendemos que, en su generalidad, ya no están entre nosotros, pues han dejado de ser, muchos de ellos por propia voluntad.

Podrían ser descripciones de fotos o tomas de cine o la simple narración de un hombre innominado que se hace palabra para relatar su quehacer en unos diez, quizás una docena, de trozos casi siempre breves donde es figura principal. Él mismo no se nomina (hasta más tarde), ni nadie le otorga un nombre. Mas, a medida que se expresa y se va mostrando en el paso del tiempo, vamos descubriendo, con menor o mayor sospecha o certeza, quién es ese hablante-narrador, quién se contempla y se presenta a sí mismo desde joven, en la década del 30, hasta su dramática muerte. Por detalles (que pueden llegar a ser fundamentales), deducimos que quien enuncia no es cualquier persona: en ocasiones lo hace frente a un micrófono (que varía en su forma de acuerdo a la época); en otras, es filmado; en terceras, está solo en su soledad, enfrentado con él mismo y, por último, ya es estatua, mito, presencia inolvidable aún en ausencia física.

Con posterioridad hay cambios en su modo de expresarse, aunque el monólogo continúa, amplificado. Quien piensa revela su nombre: “Allende, Allende, más allá…”, que ciertos lectores ya suponíamos, ya sabíamos. El Presidente ya no es cuerpo. Su mente, su pensamiento no está estático y juega con los tiempos, nos muestra que conoce el futuro, lo que sucedió posteriormente a su digna desaparición a causa de su suicidio-asesinato: “sienes dispersas”, “estallido fulgor mentón bóveda cráneo”, “la abstracción de mi cabeza”, “mi cabeza inexistente”. Los cambios temporales nos obligan a trasladarnos desde el gobierno de la Unidad Popular a los momentos posteriores al Golpe cívico-militar, muy en especial a la brutalidad, la indignidad e inhumanidad, a la falta de valores y de ética, que diferenciaron el pasado de ese presente de la época de la dictadura.

Finalizadas estas escenas —“¿en qué no-lugar del no-tiempo?”— hay circunstancias, quizás la mayoría, en que la “voz sin cuerpo” del Compañero Presidente, su palabra, se comunica con otros fantasmas: cercanos, partidarios, parientes. Estos son los momentos en que no podemos olvidarnos de Comala porque Allende percibe murmullos, sonidos, presencias espectrales (sin organismos) y, al reconocerlos, los enfrenta y enlaza diálogos complejos que se relacionan, por lo general, con las situaciones que sucedieron durante su gobierno que, como sabemos, fue abortado sangrientamente el 11 de septiembre de 1973. Así, imbuido de sus principios y de las convicciones que motivaron y guiaron su trayectoria política completa, con una consecuencia indiscutible que nadie, ni siquiera sus enemigos pudieron desconocer ni ayer ni hoy, intercambia pareceres, entre otros, con quienes lo acompañaron, aunque no estuvieran totalmente de acuerdo con su compromiso de “llegar al socialismo por elección” y realizar una revolución en democracia, a la chilena: con empanadas y vino tinto, y respetando las bases de la Constitución de ese entonces.

El texto Siempre volvemos a Comala es un verdadero tejido de voces diversas, de hablas, de palabras, de lenguajes, que pueden confundirse y confundirnos, que pueden engarzarse, que pueden aproximarse, pero sin clausurar jamás diversidades y desemejanzas: “La vida no es una secuencia”. Por esta razón, el abanico sonoro se amplía y ensancha mucho más allá de los discursos de Allende, de sus conversaciones con Régis Debray y de los nombres dolorosamente emblemáticos; y no son sólo los torturados ni los habitantes de La Legua ni Luz Arce ni Miguel Enríquez ni Carmen Gloria Quintana ni el Guatón Romo (con su escritura de patas de gallo) ni Pinochet ni Lumi Videla ni Laurita ni Beatriz Allende ni Clara Tamblay ni Arnoldo Camú ni Freddy Taverna ni Violeta Parra ni sólo chilenos quienes se expresan pues con mayor cercanía o distancia —encarnadas en el tipo, la ubicación, el color y el tamaño de la letra y de la estrofa—, se dan diálogos entre todos, entradas y salidas múltiples, apariciones, sueños. Con el Che Guevara, José Martí, Fidel Castro, Primo Levi, José María Arguedas, Alejandra Pizarnik, Emil Cioran, José Lezama Lima, Georg Trakl, Dante Alighieri y, sin duda, con Juan Preciado y Juan Rulfo.

No creo que ahora, en esta actualidad de mixturas literarias, tenga importancia a qué género pertenece un escrito. No obstante, podría especularse que este no es solamente un poema, pues hay extensas participaciones narrativas. Incluso, me parece que podría volverse obra teatral o leerse como tal o entonarse como un coro o una cantata. Lo que sí me gustaría enfatizar es el gesto generoso de su autora. A 50 años del Golpe cívico-militar, Soledad Fariña elabora un homenaje concluyente al Presidente Salvador Allende que demuestra un traba jo de investigación responsable y profundo. La escritura, disposición y complejidad de Siempre volvemos a Comala es totalmente acorde no sólo con la trayectoria literaria de esta autora, siempre tan lejos de obviedades, sino también con la complicación que significa enfocar artísticamente uno de los momentos más arduos de la historia de Chile. Además, como señalé, respeta y honra la magnitud y grandeza del Presidente Allende, cuyo proyecto de socialismo en democracia lo erige como el político más importante del siglo XX, allende Chile y Latinoamérica.

—Soledad Bianchi

 
 
Hablo frente a un micrófono grande y romboide, mi rostro aún es joven, delgado y llevo un bigote mínimo. Mis lentes no tienen el marco oscuro que más tarde marcarán mi identidad. Hombres y mujeres vestidos a la usanza de los 30 escuchan con gravedad mi palabra.

Mi rostro se ha ensanchado y mis lentes llevan ya marco oscuro, grueso. Me he quitado la chaqueta, hace calor. Frente a un micrófono cilíndrico, hablo y sonrío.

Visto guayabera blanca. Con una mano rodeo los hombros de un niño y su guitarra; con la otra sostengo también una guitarra, obsequio de la gente de campo. El sol pega fuerte esta mañana. Mirando directamente a la cámara, el niño y yo sonreímos.

Mi mano izquierda en alto. Cuatro micrófonos apuntan a mi boca. Enfático y con la vista hacia la izquierda me dirijo al pueblo.

De soslayo miro a Ernesto Guevara. Él, en primer plano, mira a la izquierda.

Día glorioso, salgo del Senado investido con la banda tricolor. No sonrío, mi rostro delata orgullo, satisfacción, pero también pesantez: el momento de triunfo no puede ocultar mi inquietud por los días que vienen. Mi edecán aéreo se cuadra. Camina hacia la Historia.

 
 
Hace frío. Chaqueta gruesa, camisa cerrada sin corbata. Frente a sus viviendas de cartón y madera converso con pobladores. No sonrío y mi frente surcada de líneas muestra preocupación ante mi interlocutor que aparece de espaldas; es joven y usa una boina negra. A la derecha, mi edecán militar con la cabeza gacha deja ver la circunferencia de su gorra gris. Por sobre ella se alza la mano del poblador en actitud demandante. Atrás, entre los vecinos, una señora alta sostiene la solapa de su abrigo en ademán de cubrirse. Es hermosa. Es mi hermana.

Ambos de pie, Pinochet y yo, su mandíbula inferior gruesa sobresale levemente señalando lo que puede ser decisión y a la vez bobería. Su complexión, más gruesa que la mía, parece la de un perro de caza listo para abalanzarse sobre su presa. Sin embargo, yo no parezco la presa.

Sólo entran en la zona de luz mi perfil y el cuello de mi camisa blanca. La chaqueta oscura se funde con el silencio de la sala. En la zona de luz está también la barandilla del podio sobre la que apoyo mi mano izquierda. Hablo tranquilo y denuncio la agresión a mi pueblo ante la ONU.

Con la mano izquierda he tomado el teléfono. Llevo casco, chaqueta gruesa sobre una chomba tejida, también gruesa. Es una Mañana fría. En pocos minutos más estaremos en llamas. Por última vez hablo al pueblo.

Tal como lo predije, soy estatua frente a la Moneda. Voy dando un paso que imprime movimiento a los pliegues de la túnica con que me han investido. Han reproducido mis lentes de marco grueso. En una placa con letras grandes han escrito mi nombre

 
 
Alguien habla

y la voz se desplaza
mira       observa la oscuridad —la luz—
de las palabras pronunciadas
en el tiempo
Y qué son las palabras ahora,
una entonación oscura       amarga      dulce
como los rostros que pasan bajo el balcón

Ellos cantan       aplauden      Yo sonrío
atesoro en mi mano  la soledad
contenida en el aire (¡ah! mantener el poder
                   como brasa en la mano y soplar las cenizas
                   a la frente del otro)

Yo      que hoy vago conversando      conmigo
y con quienes encuentro en esta tierra
de ánimas que vuelven a pagar su culpa
—a decir lo no dicho—

Nosotros      espíritus errantes
en este cuenco oscuro      en esta ánfora gris
que nos contiene a todos,            tal vez sea Comala
tal vez sólo mi oído

 
 
En esta hora, mi hora

ordeno que todos salgan no hay vacilación
lo he decidido —con calma en estos años,
como un relámpago estos últimos días—
mi
voz no tiembla en el adiós pero un dolor
agudo me clava como estilete fino: qué irá
a ser de sus rostros oscuros de sus puños en
alto luego de esta hora mi hora estallido
fulgor mentón bóveda cráneo
y cómo es que
sigo pensando desde trocitos blandos blancos
dispersos en el muro minúscula materia que
contiene      mi humor      mi labia      mi
ironía todo lo que soy es pensamiento dije
en el tiempo y en esta hora el vacío recoge mi
certeza mientras ellos van vienen se acercan.
Alguien llora    alguien se inclina     alguien
no resiste este paisaje rojo y decide cubrirme
con una manta ¡Qué irán a hacer con mi
despedazado cuerpo? Sigo vagando en esta
niebla gris en esta niebla blanca. Alguien
canta en un lenguaje antiguo.

 
 
Tal vez son tus esquejes lo que creo que es tu voz
y entonces pienso si piensas o sólo vagas como
recuerdo en mi mente y pienso si soy Yo todavía
una cosa que duda, entiende, quiere, imagina…
o sólo soy el recuerdo de alguien que me evoca
y escribe. Pero aún soy, porque pienso, y pienso
(intuyo) que es la fuerza de mi conciencia —en el
último instante— lo que hace que aún sea, porque
sigo pensando

Ah, Laura, creías —crees— en la migración de las
almas y tu alma transmigra de un estado a otro
estado y dice palabras que llenan los sentidos,
imaginarios sentidos. O tal vez, como yo, crees
—creías— en la infinitud del ser por sus actos,
también por sus palabras pronunciadas, escritas,
transcritas…

 

 

 
Traducción de Jorge Aulicino

Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, Italia, 1908 – Turín, 1950) tenía para sí que “escribir es lindo porque reúne dos alegrías a la vez: hablar solo y hablarle a muchos otros”. Dispersos en cartas remitidas a distintos corresponsales, en hojas sueltas, en cuadernos manuscritos y aún en la eventual prolijidad que entonces aportaba una máquina de escribir mecánica —aunque tales transcripciones han llegado a nosotros con tachaduras y correcciones ológrafas marginales—, Pavese acumuló una obra que había conocido lectores de manera fragmentaria y accidentada. En un libro que la editorial Einaudi dio a la publicidad en el presente siglo, se incluyeron por primera vez en un solo volumen, y como parte de la obra poética completa, la suma de estos poemas. Bajo la forma expresa del verso regular (sonetos, cuartetas rimadas); construidos a través de acumulación de imágenes que hacen recordar los procedimientos de cierto famoso poeta con residencia permanente en Camden, Nueva Jersey (iteraciones, anáforas, epanalepsis, repetición incluso de versos enteros); entre la manifiesta tensión del poeta decadente y el cultor de los clásicos (Dante, Petrarca, Leopardi), se prefiguran los temas que el autor luego desarrollaría, con denodada profundidad, en su primer libro: el verano aventurado, las colinas, las mujeres de cuño (la búsqueda frenética de ellas), la vida en las ciudades (la música que las glosa), lo que se recuerda como testigo (o como sospechoso), el arte y el amor (u otras palabras fáciles de escribir, aleves y baratas).

En vida del autor sólo se publicó un volumen de su poesía: Trabajar cansa (1936/1943). Italo Calvino, su camarada y albacea, publicaría, bajo un título impuesto por él mismo, el postrer volumen Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (1951); años después organizaría ambos libros —más poemas provenientes de los escritos privados del autor— bajo el nombre de Poemas éditos e inéditos; los que componen el apartado “Poesía juvenil (1923-1930)” no conocían, hasta la fecha, traducciones en nuestra lengua. El poeta Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) presenta al desocupado lector versiones que articulan un mito, una forma de la verdad que no requiere demostración porque se impone por sí misma: no es algo que pueda hallarse entre las dos tapas de un libro —y eso también implica lo que alguien quiso saber en Turín o en Buenos Aires, y que ya no volvería a ver ni en esas ciudades ni en la vida.

—Alberto Cisnero

 
 
¡Oh, pasear con ella en la noche oscura,
  ir entre las plantas y escuchar con ella
  los roncos gritos que cruzan la llanura
  trémulos como la luz de las estrellas!
¡Oh, permanecer en el cálido aliento
  del viento, encontrar de nuevo su figura
  cerca de mi cara y sentirla temblar,
  sentir temblar junto a mí su boca pura!
 
 
Oh, vagare con lei la sera scura,
  perderci tra le piante ed ascoltare
  le stride rauche su per la pianura
  tremule come la luce stellare!
Oh, soffermarci al tepido alitare
  del vento e ritrovar la sua figura
  stretta al mio volto e sentirla tremare,
  sentir tremare la sua bocca pura!
 
 
 
 
Oh, la alegría, alegría de crear
seres humanos, para que todos lloren,
rían, vivan embelesados en ellos,
en la existencia ardiente de ellos, oh nada,
nada en el mundo merece esta alegría.

[14 de octubre de 1925]
 
 
Oh, la gioia, la gioia di creare
esseri umani, sì che tutti piangano,
ridano, vivano, rapiti in essi,
nella loro esistenza ardente, oh nu[lla,]
null’altro al mondo vale questa gioia [!]

[14 ottobre 1925].
 
 
 
 
Me consume el alma perdidamente
el deseo de una mujer viva,
espíritu y carne, para estrecharla
sin freno y agitarla, entrelazado
mi cuerpo con su cuerpo tembloroso,
pero luego, en los días más serenos,
quedarme junto a ella suavemente, sin
ningún pensamiento carnal, mirando
su dulce rostro de muchacha, ingenuo,
como envuelto en dolor,
y oír su voz ligera
hablarme despacio, como en un sueño…

[24 de octubre de 1925]
 
 
Mi strugge l’anima perdutamente
il desiderio d’una donna viva,
spirito e carne, da poterla stringere
senza ritegno e scuoterla, avvinghiato
il mio corpo al suo sussultante,
ma poi, in altri giorni più sereni,
starle d’accanto dolcemente, senza
più un pensiero carnale, a contemplare
il suo viso soave di fanciulla,
ingenuo, come avvolto in un dolore
e ascoltare la sua voce leggera
parlarmi lentamente, come in sogno…

[24 ottobre 1925].
 
 
 
 
  Andando triste por las avenidas,
atormentado siempre por el terror
de que desaparezcan ante los ojos
las creaciones largamente deseadas
y que se debiliten dentro del alma
el ardor, la esperanza, todo… todo…
  Y quedarse así sin un amor,
una grandeza; vulgar, pequeño,
condenado a la tristeza diaria,
al incesante pensar que infinitos
hombres ya sufrieron esto que yo sufro
y murieron oscuramente, sin alzarse
en una luz de la gloria, desesperados.
  En mi dolor no me queda entonces nada,
¡ni siquiera el orgullo de sentirme solo!

[14 de noviembre de 1925]
 
 
  Andare per le vie tristemente
tormentato in continuo dal terrore
di vedermi svanire sotto gli occhi
le creazioni a lungo vagheggiate:
sentire indebolirsi dentro all’anima
l’ardore, la speranza tutto… tutto…
  E restare così senz’un amore,
una grandezza, piccolo, volgare,
dannato alla tristezza quotidiana
e al pensiero incessante che infiniti
uomini han già sofferto quel ch’io soffro
ora e son morti oscuri, senza sorgere
a una luce di gloria, disperati.
  Nel mio dolore nulla m’è lasciato,
neppur l’orgoglio di sentirmi il solo!

[14 novembre 1925].
 
 
 
 
Oh nada en la vida hay que valga
  mi alma inflamada en este instante,
  su sufrimiento desgarrante
  que funde en sí todas las esperanzas,
  todas las angustias de mi existencia.

[17 de diciembre de 1925]
 
 
Oh nulla nella vita c’è che valga
  la mia anima gonfia in quest’istante,
  il suo struggimento doloroso
  in cui si fondon tutte le speranze
  tutte le angosce della mia esistenza.

[17 dicembre 1925].
 
 
 
 
Veo borrarse lejos las colinas
  en una niebla gris y todo el verde
  de la campiña rojizo y podrido.
  No más azul el cielo, no más sol.
  ya no vivos sonidos del verano,
  sino un tedio frío, grave, que envuelve
  todo. Solo, rápido, entre los árboles,
  a ratos pasan ráfagas de frío
  sacudiendo las frondas esqueléticas

[30 de septiembre de 1925]
 
 
Vedo lontano le colline perdersi
  in una nebbia grigia e tutto il verde
  della campagna arrossa e infracidisce.
  Non più l’azzurro in cielo non più il sole
  non più i vivi rumori dell’estate
  ma un tedio freddo e grave che ravvolge
  ogni cosa. Sol rapide, tra gli alberi,
  passano a tratti gelide ventate
  scrollandone le fronde ischeletrite

[30 settembre 1925].
 
 
 
 
¡Sin mujer que oprima mi corazón!
Nunca la tuve y nunca la tendré.
Solo, agotado por deseos inmensos de pasión.
y pensamientos continuos, sin meta.

[18 de abril de 1926]
 
 
Senza una donna da serrarmi al cuore!
Mai l’ebbi e mai l’avrò.
Solo, stremato da desideri immensi di passione
e pensieri incessanti, senza meta.

[18 aprile 1926].
 
 
 
 
  He caminado una tarde de diciembre
por un camino oscuro de campaña
desierto, el corazón alborotado.
  Llevaba un revólver en el bolsillo.
Cuando estuve lejos
de lo habitado, lo volví a la tierra
y presioné.
     Saltó al rugido
del disparo que me pareció que lo
sacudió como si estuviera vivo
en el silencio.
  De veras tembló en mis dedos.
a la repentina luz que brilló
fuera del cañón.
         Fue como el espasmo,
el último atroz estremecimiento
del que muere por muerte violenta.
               Lo puse de nuevo,
todavía caliente, en el bolsillo
y remonté el camino.
         Así, caminando
entre árboles desnudos, me imaginé
agarrando ese revólver,
en la noche en que la última ilusión
y los terrores me abandonen
y lo apoye contra mi sien,
la sacudida destrozando mi cerebro.

[enero de 1927]
 
 
  Sono andato una sera di dicembre
per una strada buia di campagna,
tutta deserta, col cuore in tumulto.
  Avevo dietro me una rivoltella.
Quando fui certo d’esser ben lontano
d’ogni abitato, l’ho rivolta a terra
ed ho premuto.
      Ha sussultato al rombo,
d’un rapido sussulto che mi è parso
scuoterla come viva in quel silenzio.
  Davvero mi è tremata tra le dita
alla luce improvvisa che sprizzò
fuor della canna.
       Fu come lo spasimo,
l’ultimo strappo atroce, di chi muore
di una morte violenta.
              L’ho riposta
ancor tepida, allora nella tasca
e ho ripreso la via.
        Così, andando
tra gli alberi spogliati, immaginavo
quando afferrando quella rivoltella,
nella notte che l’ultima illusione
e i terrori mi avranno abbandonato,
io me l’appoggerò contro una tempia,
il sussulto tremedo che darà,
spaccandomi il cervello.

[gennaio 1927].
 
 
 
 
Frases a la enamorada

      Salgo a caminar en silencio con una chica
abordada en la calle, en la avenida, por la tarde,
la avenida llena de árboles y luces.
Es nuestro tercer encuentro.
La chica no puede tomar una decisión, es difícil:
no vamos al café porque odiamos a la multitud,
tampoco al cine, porque la primera vez
fuimos… porque… ya no tenemos que hacerlo más,
si no nos amamos tanto.
            Caminemos así
hasta Po, hasta el puente, miraremos los edificios
de luz que los faroles construyen en el agua.
      La saciedad de la tercera cita.
Sé tanto de ella como un extraño podría saber,
uno que la besó y la abrazó en una sala oscura,
donde otras parejas oscuras se apretaban
y la orquesta —de un solo piano— tocaba Aída.
      Caminamos por la avenida, entre la gente.
Aquí también hay una orquesta que chilla y canta.
Hace un ruido metálico como los sacudones de los tranvías.
Estrecho a mi compañera y la miro a los ojos:
ella me mira y sonríe.
Sé tanto de ella como siempre he sabido de todos los demás,
quién trabaja, quién está triste y quién, si le preguntan
—“¿quieres morir esta noche?”— diría que sí.
—“¿Y nuestra aventura?”— “Nuestra aventura es diferente,
vamos a romper” (Hay un novio dando vueltas).
 
      Oh mi hermosa niña, yo no soy el compañero de esta noche,
atrevido, que te ganó besándote en la calle
bajo la mirada de un anciano caballero asombrado.
Esta tarde camino pensando en la tristeza,
como tú a veces piensas en que quieres morir.
No es que quiera morir. Ese tiempo ha pasado
y luego, “no nos amamos”. Es la multitud que pasa
que me oprime y me asfixia, y tú también eres la multitud,
que, como todos, caminas a mi lado.
No es que te odie, pequeña —¿podrías pensar eso?—
pero estoy solo y siempre estaré solo.

      Aquí está el Po. —“¡Qué hermoso es!… Esta noche es de cristal.
Las columnas de luz… y la curva del muelle:
en la oscuridad casi parece la playa del mar.”
La compañera me habla alegremente y me abraza:
yo también tendré que abrazarla más fuerte en el puente.
Una orquesta lejana nos persigue hasta aquí.
Las colinas están oscuras. “¿Vendrías a las colinas?”
—“No, no a la colina. Está muy lejos. Quedémonos a mirar…”
      En el fondo esta noche ni siquiera quiero tu cuerpo,
ay mi nena hermosa, que también estás viva
para la mano que busca tu flanco.
Sé de ti tanto como siempre he sabido de todos:
que eres ávida bajo el vestido de seda azul,
que trabajas y estás triste y que un día tal vez seas mía,
si vencieras —¿quién sabe?— todos los escrúpulos.
      Pero en este momento callo y estoy solo,
como estaré hasta la muerte.
No es orgullo, niña, hace tiempo que lo olvidé.
pero no quiero, no quiero que nadie me quite la vida.

      —“¿Quieres que salgamos a navegar un poco esta noche?”
      —“Está fresco. Mejor nos quedamos.”
      —“Pero así no estaremos cerca” —“Pero está oscuro, nos podemos caer.”
      —“¿Qué quieres hacer aquí mirando el aire?”
      —“Aquí es hermoso” —“Bajemos. Es más hermoso junto al agua.
      Nos darán luz los faroles.” Le hablo, le estrecho
      la mano con suavidad y, torpemente, le doy un beso rápido
      en la mejilla. Desde debajo del sombrerito de fieltro me mira fijamente
      y luego, casi compungida, repite: “Quedémonos a mirar.”

[4 a 10 de agosto de 1930]
 
 
Frasi all’innamorata

      Vado a spasso in silenzio con una bambina
abbordata per strada, lungo il viale, di sera,
il viale pieno d’alberi e di luci.
È il nostro terzo incontro.
La bambina è difficile nella scelta scabrosa:
al caffé non andiamo perché odiamo la folla,
al cinema neppure, perché la prima volta
siamo stati… perché… non dobbiamo più farlo,
se tanto non ci amiamo.
          Passeggiamo, così,
fino a Po, fino al ponte, guarderemo i palazzi
di luce, che i lampioni fan nell’acqua.
      La sazietà del terzo appuntamento.
So di lei tutto quanto può sapere un estraneo
che l’ha baciata e stretta in una sala buia,
dove altre coppie buie si stringevano
e l’orchestra —di un piano— suonava l’Aida.
      Camminiamo nel viale, tra la gente.
Anche qui c’è un’orchestra che stride, che canta
ha un frastuono metallico come i tram che trabalzano.
Stringo a me la compagna e la guardo negli occhi:
ella mi guarda e sorride.
So di lei quanto ho sempre saputo di tutte,
che lavora, che è triste e che, se le chiedessero
vuoi morire stanotte?”— direbbe di sì.
E la nostra avventura? ”— “La nostra avventura è diversa,
ci lasceremo noi” (C’è un fidanzato in giro).

      O mia bella bambina, stasera non sono il compagno
audace, che ti ha vinta, baciandoti per strada
sotto gli occhi di un vecchio signore stupito.
Questa sera cammino pensando tristezze,
come tu qualche volta pensi che vuoi morire.
Non ch’io voglia morire. É passato quel tempo
e, poi, “noi non ci amiamo”. É la folla che passa
che mi preme e mi schiaccia, e anche tu sei la folla,
che, come tutti, mi cammini accanto.
Non ch’io ti odî, bambina —potresti pensarlo?—
ma sono solo e sempre sarò solo.

      Ecco il Po. —Com’è bello!… Stasera è un cristallo.
Le colonne di luce… e la curva del molo:
pare quasi, nel buio, la spiaggia del mare”.
La compagna mi parla contenta e mi stringe:
dovrò anch’io abbracciarla più stretto sul ponte.
Un’orchestra lontana c’insegue fin qui.
Le colline son buie —Verresti in collina?”
No, in collina. È lontano. Restiamo a guardare…”
      Non desidero in fondo, stasera, nemmeno il tuo corpo,
o mia bella bambina, che pure sei viva
alla mano che cerca il tuo fianco.
So di te quanto ho sempre saputo di tutte:
che sei avida sotto la veste di seta azzurrina,
che lavori e sei triste e che un giorno sarai forse mia,
se vincerai —chi sa?— tutti gli scrupoli.
      Ma in questo istante tacio e sono solo,
solo come sarò fino alla morte.
Non è orgoglio, bambina, da tempo ho scordato l’orgoglio,
ma non voglio, non voglio nessuno a stornarmi la vita.

      Vuoi che andiamo un po’ in barca, stasera?”
      Fa fresco, restiamo”.
      Ma no, staremo accanto” —Ma è buio, si cade”.
      Cosa vuoi fare qui a guardare in aria?”
      —”Ma qui è bello” —Scendiamo. È più bello dall’acqua.
      Ci daranno il fanale”. Le parlo, le stringo
      la mano dolce e, goffo, le dò un bacio rapido
      sulla guancia. Di sotto il caschetto di feltro mi fissa
      e poi, quasi compunta, ripete —Restiamo a guardare”.

[4–10 agosto 1930].
 
 
* Poemas pertenecientes al libro Cesare Pavese / Poesía juvenil: 1923-1930 (Jorge Aulicino, traducción, edición bilingüe), Buenos Aires, Barnacle, 2024.
 

 

 
 
El domingo 6 de agosto de 2023, en un hospital de Saint-Jean-de-Védas, a las afueras de Montpellier, murió el poeta francés Franc Ducros. Tenía 87 años: los había cumplido apenas diecinueve días atrás, el 18 de julio.

Ducros nació en 1936 (el mismo día, por cierto, en que del otro lado de los Pirineos estalló la Guerra Civil española) en Moulézan, un poblado que hoy en día ronda los 400 habitantes, en el distrito de Nîmes. Tres años después dio comienzo la segunda Guerra Mundial, de cuyas penurias y angustias Ducros conservaría, como prácticamente todos los franceses de su generación, un recuerdo muy vívido. También, como tantos franceses de su tiempo, Ducros “hizo mayo del 68”, según la expresión coloquial. Es decir: no sólo vio pasar el movimiento estudiantil y obrero de 1968, como podría verse pasar el Tour de Francia, sino que intervino en las protestas y formó parte de los comités profesionales, universitarios, artísticos y sindicales que hicieron posibles las reformas políticas y sociales de aquel año.

Todavía se respiraba el aire del 68 cuando publicó en las Prensas Universitarias de Francia su tesis doctoral a propósito de un aspecto poco conocido del utopista napolitano Tommasso Campanella: su obra poética (Tommasso Campanella, poète, 1969). Profesor de italiano, Ducros traduciría más tarde una serie de pasajes de Leonardo da Vinci (Ombre lointaine, 1983) y los poemas y fragmentos poéticos de Miguel Ángel (Poèmes, 1998). Uno de sus libros más importantes apareció en 1997: el dedicado a Dante Alighieri (L’odeur de la panthère). Como se verá, los años posteriores a 1996, fecha en que se jubiló de la Universidad Paul Valéry de Montpellier, donde había fundado la revista Prévue y el Centro de Investigación sobre lo Poético, son particularmente ricos en libros y traducciones.

Ducros oyó poemas desde antes de comenzar a leerlos. En septiembre de 2003, entrevistado en Guadalajara por Víctor Ortiz Partida, narró que, siendo niño, conoció la poesía gracias a una maestra que leyó en voz alta “Las rosas de Saadi” de Marceline Desbordes-Valmore. Fiel a esa experiencia, mantuvo con la tradición poética de su país una relación profunda y apasionada. De ahí surgieron, en buena medida, dos libros de artículos y ensayos breves (Le poétique, le réel, de 1987, y Poésie, figures traversées, de 1995) y el revelador Pour Mallarmé (1998), así como dos libros publicados en 2006: Lectures poétiques y Notes sur la poésie. La prosa de Ducros, de sintaxis flexible y pensamiento exigente, desafiaba la rigidez formal que neoclásicos e ilustrados habían hecho prevalecer no sólo en el estilo literario, sino en la enseñanza misma de la lengua. Ducros, en ese desafío, se apegaba con orgullo a los ejemplos de Mallarmé, Proust y quien habría de ser, como poeta, su principal modelo: André du Bouchet, tras cuya muerte compuso, en 2001, el memorable poema Neige du 21 avril.

Ducros publicó su primer libro de poemas, Les yeux, la terre, en 1992, cuando tenía 56 años. El segundo, S’ouvrant, l’arbre, apareció cinco años después, en 1997. Du noir cela se publicó en el año 2000. Con los tres, en versiones muy depuradas, formó un libro compilatorio en 2003, Surgies syllabes arrachées, que también contiene poemas como Entre le feu et le soleil, Delphes y Taureaux, que sólo habían aparecido hasta entonces en ediciones artesanales de tirajes reducidos, hechas en colaboración con los pintores Anne Slacik y Jean Azémard. Luego publicó Ici partagé, disparaissant (2006) y Évanouie la parole (2016). Pero sin duda su libro definitivo, mezcla de antología personal y recopilación, es L’oubli l’éclat (2019), que además contiene tres páginas de notas tan sucintas como esclarecedoras y una dedicatoria que, sin mencionar nombre alguno, alude a la mujer que suscitó —en palabras de Ducros— la resurrección y el asombro a la luz de los cuales nacieron los poemas del volumen: la profesora, escritora y artista vocal Gisèle Pierra.

Invitado a la Universidad de Guadalajara desde 1986 por Dante Medina y Dulce María Zúñiga, Ducros visitó a lo largo de tres décadas México, donde impartió cursos, dictó conferencias y cultivó amistad con poetas, narradores y ensayistas como Gabriel Magaña, Ricardo Castillo, Jorge Esquinca, Raúl Aceves, Carmen Villoro, Guadalupe Morfín, Teresa González Arce y Javier García-Galiano, entre muchos otros. Magaña es el principal traductor al español de su obra poética, de la misma forma que Zúñiga recogió y tradujo sus conferencias en volúmenes como Prácticas poéticas contemporáneas (Universidad de Guadalajara, 1988) y Claves poéticas de la Divina Comedia (Universidad de Guadalajara, 1993; reeditado por Ficticia en 2011). Diferentes editoriales publicaron sus libros de poemas: Los ojos, la tierra (Cuarto Menguante, 1994), Entre el fuego y el sol (filodecaballos, 2001), Abriéndose el árbol (Ediciones Sin Nombre, 2001), Lo negro, eso (Ediciones Sin Nombre, 2006), Aquí compartido (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2011) y Desapariciones (Bonobos, 2017).

Hace algunos años, Esquinca escribió que “la poesía de Ducros se alza sobre los bordes de un abismo sólo para mejor abismarse”. Ese abismo, cabe añadir, no es filosófico ni religioso: es el abismo del cielo abierto, del aire de la mañana o del atardecer, de las minúsculas partículas de agua concentradas en la calidez del verano, y es también el aliento que proyectamos al decir cada palabra. Uno de sus verbos favoritos era proferir (en francés, proférer), porque la emisión de la voz contenía por sí sola la fuerza que, para él, posibilitaba la existencia de la poesía. En cualquier punto de cualquier frase de Ducros, independientemente de lo que significara, podía ocurrir la “falla” (en el sentido geológico de la palabra) que propiciaba el vaivén de la respiración y, con ella, del ritmo.

Espíritu abierto a la pintura, el cine y el teatro, pero también a la historia, la política, la canción popular y los deportes, hombre hospitalario y sonriente, capaz de la mayor inteligencia y la mayor calidez, Ducros tenía el raro talento de dar a entender, incluso en una lengua que, como el español, no había estudiado. Pocos merecen como él ser admirados como sabios.
 
 
* En este número de Periódico de Poesía se puede leer un poema de Ducros traducido por Gabriel Magaña y el propio autor.

 
Transcripción y edición de Eduardo Hurtado.
 
 
Eugenio Montale afirma que la obra de todo poeta debe leerse como una hermosa biografía. En efecto: nacer y morir acá o allá son simples fatalidades que muy poco nos dicen, comparadas con el retrato esencial que nos entregan sus poemas, acerca de Villon, Dante, Marvell, Hölderlin —o bien sobre los fundadores de la poesía moderna: Rimbaud, Baudelaire, Rilke, Valéry, Vallejo, por no hablar de Pessoa, el poeta más dotado de los últimos siglos, en cualquier lengua.

Montale, por cierto, se propuso en su juventud, como yo en la mía, dedicarse al canto. Estudié ópera en mis años mozos. Aunque muy pronto me asumí como un cantante fallido, nunca traicioné mi pasión por la música y me convertí en un melómano irreductible. Otras vocaciones me animaron desde temprano: la pintura y, claro está, la poesía. A los doce, me juzgaba dueño del talento necesario para ser, de manera simultánea, un Titta Ruffo, un Miguel Ángel y un Góngora.

En cuanto a mis pretensiones de poeta, bastante descaminado andaba a mis quince años, a la deriva en los mares de un romanticismo trasnochado y del más rancio modernismo. De aquella época sobrevive un conjunto de sonetos que en mala hora atesoró mi madre. Aquellos versos primerizos dan fe de un repulsivo candor y del empeño con el que mi padre me inculcó los principios de la más elemental artesanía: “¿Por qué, placer, si pareciste un siglo,/ te volviste de pronto raudo instante,/ y tú, dolor efímero y punzante,/ dejaste vivo el colosal vestiglo?”

De esta simpleza aldeana me rescataron la lectura del mejor López Velarde y mi primera inmersión en las obras de los Contemporáneos: Novo, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza. En poco tiempo mi formación se enriqueció con aproximaciones a los poetas españoles del ’27: Cernuda, Lorca, Salinas, Alberti. Ellos me revelaron la importancia cardinal de Góngora. El fervor aplicado en explorar el formidable universo lingüístico y metafórico del genio cordobés está en la raíz de mis propios hallazgos.

Hacia 1948, Enrique González Rojo y el que esto escribe con la exigua contribución de un testarudo amanuense, diseñamos una especie de fenomenología que bautizamos con un nombre previsiblemente vanguardista: poeticismo. Mucho más tarde, yo mismo me encargué de hacer la crítica de aquella desatinada empresa, cuya borrosa existencia, para beneficio de la especie humana y de la historia del arte, fue muy breve. Irracionalmente extensas fueron, en cambio, las obras pergeñadas con apego a su farragosa preceptiva. Tan sólo la exposición de sus enredados principios ocupó, en la versión de mi querido Enrique, un imponente número de páginas. Descomedidos y mayormente infumables fueron también los poemas redactados por los tres o cuatro militantes de aquella prescindible escuela.

Nunca me atreví a publicar mis libros estrictamente poeticistas, verdaderos aluviones de versos confeccionados a partir de una teoría que, según los presupuestos debatidos en las abrumadoras reuniones de nuestra minúscula cofradía, buscaba formular y sistematizar los recursos expresivos que permitirían la creación de imágenes inéditas. Debo admitir, sin embargo, que aquellos títulos rigurosamente inéditos eran tan deplorables como el primero de mi autoría que conoció la imprenta, La mala hora (1956), contrahecha criatura nacida de la aberrante cópula de un poeticismo jactancioso y un marxismo escolar.

Mucho más tarde, con fines más bien admonitorios, incluí unas cuantas muestras de los adefesios que es posible engendrar cuando se ejerce la escritura como una labor subsidiaria de cualquier ideología, política o religiosa. Adviértanse, si no, la grandilocuencia y el didactismo edificante de estos versos: “Para los pobres ya el pan era tortuga/ que mucho tiempo tardaba en caminar/ del mostrador a la boca.// Pero el pan subió de precio/ y con ello fue mayor su lentitud./ Era el pan de los hambrientos:/ para llegar, tortuga/ y liebre para irse”.

Al final, ¿qué saldo positivo dejó en mí el episodio poeticista? Algún crítico perspicaz consignó un inventario de presuntas ganancias, entre ellas la lectura concienzuda y exhaustiva de los grandes poetas de nuestra lengua, junto con la determinación de enfrentar el lenguaje como quien examina un organismo vivo, en cuyo cuerpo late la inagotable posibilidad de articular los nombres de otro modo. En lo personal, de aquella experiencia creo haber sacado en claro que es un error confundir el amor a las palabras con la tentación de ponerlas al servicio de un estilo pulcro, o simplemente dotado de elocuencia. La relación con el lenguaje suele cobrar la forma de una querella entre seducción y rechazo, fascinación y desencanto.

Para el poeta es obligado reflexionar sobre un asunto tan antiguo como arduo: el de la relación entre las palabras y las cosas, los nombres y lo nombrado. A principios de los años sesenta el tema me llevó a sostener intrincados debates con González Rojo. Él solía desmenuzarlo desde una perspectiva filosófica, que yo enfrentaba con un montón de teorías entresacadas de la nueva lingüística. Aquellas disputas fueron el caldo de cultivo de Cada cosa es Babel (1966), un largo poema en el que, por primera vez en mi biografía de escritor, pude reconocer un rango, el del decoro, que me permitió absolverlo de mis tentaciones revisionistas. La proliferación de imágenes de signo apocalíptico que pueblan las páginas de aquel babélico poema, bien puede leerse como un vislumbre de la violencia exacerbada, el misántropo encono que destila buena parte de mi obra a partir de El tigre en la casa.  Yo no existí a los ojos de lectores y críticos antes de la circulación de ese delgado volumen, publicado en 1970 y que en breve tiempo se ganó la aprobación casi unánime de esa congregación exigua pero persistente capaz de entusiasmarse con la aparición de un buen libro de poemas. Desde luego, el recibimiento de una obra literaria responde a diversas circunstancias. El tigre en la casa, el título más emblemático de todos los salidos mi pluma, encontró terreno fértil en el ánimo desencantado que pesaba sobre distintos sectores de la aldea global, secuela del colapso de ideales y utopías nacidos al amparo de los candorosos años sesentas.

Aunque el ciclo de incertidumbres se había iniciado varias décadas atrás, el annus horribilis de 1968 representó un punto de quiebre que, según sostuve en su momento y hoy podría refrendar desde el plano inmaterial que ocupo, habrá de concluir con la extinción de la especie. En su momento, Vallejo escribió sobre la urgencia de reinventar el lenguaje incubado en las aulas, los hogares y los centros financieros, envilecido hasta la raíz por el uso degradante que le han dado nuestras culturas, despiadadamente inhumanas. En Los heraldos negros (1918), Trilce (1922) y los Poemas humanos (1939), el gran poeta peruano se dispuso subvertir las palabras y la gramática que han sostenido la injusticia, la explotación, el mal. “Las perras palabras”, como las llamó Cortázar, guardan ese oscuro poder. El ejemplo de Vallejo fue para mí un punto de referencia ineludible.

Frente al giro que en mi poesía representó la aparición de El tigre…, la crítica se dio a la tarea de consignar las variaciones formales y conceptuales que explicarían la aparición de esa “otra voz” que no era fácil entrever siquiera en mis tentativas preliminares. En mi opinión, el factor que favoreció ese cambio se finca en el uso, exhaustivo y con un sello muy personal, de la ironía, elemento de antigua data que jugó un rol central en la lírica moderna, en especial desde la publicación de Las flores del mal (1857). Sin ese elemento, la vallejiana operación de desmontaje que registra cada página de mis libros a partir de El tigre en la casa y La zorra enferma hubiera desembocado en la inadmisible puesta en escena de una vivisección. El sesgo irónico me ha permitido también construir una especie de estética de lo grotesco, que a los lectores les permite asimilar, en el sentido boxístico de la palabra, mis frecuentes ataques a ideales y principios consagrados por la costumbre.

Se ha hablado con razón del uso reiterado en mis poemas de paráfrasis, recreaciones y parodias creadas a partir de fragmentos y citas que, a lo largo de mi biografía de lector, tomé prestados de diversas tradiciones literarias. Desde muy temprano, me apasionó este intrincado intercambio escritural que me permitió afirmarme en y contra las muy distintas voces que pueblan el bosque fascinante de la literatura. De esas voces me he servido para expresar mis puntos de vista sobre algunos asuntos que me obsesionan: el amor, el sexo, la violencia y la ternura, la moral, la vida ciudadana, la política. Mi intención fue asomarme a las maneras en que otros han explorado estos temas ecuménicos, retomarlos con un talante crítico, indagar su envés, acosarlos, trazar su caricatura. Ejercí esta especie de hostigamiento con la misma disposición con la que un felino acecha su presa.

A propósito de posiciones cuestionadoras, quisiera retomar, desde este vago plano en el que las consideraciones de espacio y tiempo no tienen ya sentido, cierto tema que hace mucho abordé en notas y entrevistas olvidadas. Comentaba en ellas que mi obra forma parte de las vertientes rupturistas que a partir de los años sesenta propusieron otras maneras de escribir poesía. “Otras maneras” no es más que un eufemismo que alude a la poética dominante del momento, encabezada por Octavio Paz. Entre mis colegas nacidos hacia el final de los veinte y en la primera mitad de los treinta del siglo pasado, algunos emprendieron, sin manifiestos de por medio, esta búsqueda indispensable. Entre ellos destacan dos autores con los que comparto un carácter descreído y mordaz: Gabriel Zaid y Gerardo Deniz. Paz, con quien conversé franca y abiertamente sobre el tema, supo entender que nuestro gesto no implicaba la desaprobación de su obra. En el mundo del arte, lo planteó él mismo mejor que nadie, las rupturas no ocurren como negación de los hallazgos del pasado, sino como natural consecuencia de la necesidad que todo verdadero creador tiene de construir su peculiar visión de esa cosa mudable que llamamos realidad. La determinación de aplicarle a esa cosa el ácido de la duda, de vivir la poesía como insurrección y disidencia, le otorga a mi poesía un sello distintivo.

Se ha dicho y reiterado que en mis poemas prepondera la voz de un moralista escéptico, a la manera de Emil Cioran. No lo sé. En todo caso, mi escepticismo echa raíces en la idea de que la desdicha humana es el más grave síntoma de un mal incurable: la inteligencia, esa pifia evolutiva que ha corroído nuestra condición de animales sensibles. Para Cioran la lucidez, como la falta de ilusión, es resultado de una mengua de vitalidad. No puedo estar más de acuerdo. Y agregaría que la razón, reverenciada como la herramienta más eficaz de conocimiento y apropiación del mundo, es el instrumento con el que la especie ha dispuesto su autodestrucción.

Muchos de mis poemas asumen la idea, fácilmente verificable para quien se dé a la lectura de la historia universal, de que la humanidad ha fracasado de manera irremisible. Desde la aparición de las primeras civilizaciones hasta la actualidad, esta pobre criatura que somos ha practicado el odio al prójimo; se ha adherido a las ideologías religiosas y políticas más idiotas; ha dado muestras de un egoísmo impúdico y un afán compulsivo de riqueza. “El hombre será siempre/ lobo artero del hombre”, escribí en La zorra enferma.

Nunca renegué de la belleza, aunque muchas veces cuestioné la noción maniquea de lo bello como antítesis de la fealdad. Y lamenté la suplantación, en nuestras sociedades, de los valores estéticos por los valores del mercado. “Es una verdadera lástima/ que toda esta belleza, que todo esto/ no tenga el menor sentido./ Es lástima de veras./ Es verdaderamente lamentable./ No se encuentran palabras/ —ni existen, es lo más seguro—/ para lamentarlo a fondo./ […] Qué lástima. Qué lástima. Qué lástima.” Pero desmenuzar ciertas ideas ramplonas sobre la belleza no significa renunciar a ella. Artistas de todos los tiempos se han internado en esa zona del arte donde el horror engendra belleza. Dante, Shakespeare, Quevedo, Blake, Sade, Baudelaire o Lautréamont, nos han legado obras que justifican esa especie de aforismo que alguien trajo a colación a propósito de mi poesía: “Sin la belleza no existiría el infierno”. Reconsiderar nuestras opiniones estéticas desde un punto vista así, abriría la posibilidad de conjurar algunos de nuestros automatismos más nocivos.

No sólo de la belleza me hice cargo sobre la mesa de disecciones de la poesía. También me di a la tarea de aplicarle el bisturí al cuerpo maltrecho del amor, uno de los valores más venerados de la lírica universal. Muchos han criticado la forma especialmente acerva en que me ocupé de tan ilustre sentimiento, sin detenerse a observar que mi interés a la hora de someterlo a examen no era otro que echar luz sobre las pasiones más oscuras que son parte de su naturaleza: los celos, el odio, la pulsión criminal. Y ocurre que una lectura literal de mis textos dio pie a que se me endilgara el deshonroso epíteto de misógino. Error flagrante. Leer “literalmente” un poema es signo de estulticia. Cuando pongo en palabras de un hombre los más brutales insultos encaminados contra una mujer, no hago sino darle voz a la furia, la reacción animal que desencadena el desengaño amoroso, la más lacerante de las tragedias humanas. Griegos y romanos lo recrearon sin concesiones en cantos y epigramas de una violencia inédita. La literatura contemporánea se ha ocupado de retomarlo desde una perspectiva que se alimenta de las más recientes aportaciones de la sicología, la filosofía y la semántica.

Mis poemas de desamor no pueden leerse, salvo forzando las cosas, como un llamado al rencor universal contra las mujeres. No fue esa mi intención, como no fue la de Nabokov en Lolita, Flaubert en Madame Bovary, Arreola en los Cantos de Maldolor, o Bonifaz Nuño en su extraordinario Albur de amor. Todos ellos han recibido, en su momento o a toro pasado, la desaprobación de muchos lectores y críticos. Al final del día, sus obras siguen ahí para quienes se dispongan a leerlas sin prejuicios extraliterarios.

Más allá de las experiencias personales implicadas en estos poemas míos sobre el desamor, mi objetivo al escribirlos fue delinear una especie de espectro de la desdicha humana. Escribí sobre sobre la infelicidad en el amor, esa “blanda furia”, sin establecer diferencias de género, tal y como lo hice al arremeter contra los cimientos de una cultura que ha hecho de los grandes ideales y las buenas intenciones un arma de dominio. Mis malignidades son incluyentes. Mi decepción es del ser humano. Siempre me asumí como un misántropo, nunca como un misógino.

Dicho lo cual, señores, dado que el tiempo es suyo y nunca sobra, debo llevar a término este recuento. Lo haré con un breve comentario, sin el cual esta semblanza quedaría trunca. Fui, lo digo por si no quedara claro, un escéptico y un agnóstico incurable. Y no fue fácil. Para poder vivir, elegí ser leal a unos cuantos hábitos que aquí refiero: bebí cantidades considerables de excelentes vinos, sin que esto entorpeciera mi dedicación a la lectura y el trabajo; procuré tener siempre en la despensa los mejores quesos (en primer término, naturalmente, un buen rocheblond); cultivé la conversación, sobre todo con amigos inteligentes, cultos y dispuestos a no ser dueños de la verdad; escuché música todos los días, durante horas, como bien lo saben todos aquellos que alguna vez visitaron mi casa, en el número 64 de la calle Moras, en la colonia Del Valle.

 

 
El presente ensayo es el prólogo de la nueva edición del libro Poética de Josu Landa, que será publicado por Ediciones Poesía, sello auspiciado por la Dirección Central de Cultura de la Universidad de Carabobo (Venezuela). Este prólogo se reproduce en Periódico de Poesía con permiso de la editorial.

—La Redacción

 
El libro que Josu Landa (Caracas, Venezuela, 1953) nos entrega es de altos vuelos, pues se trata de una poética o, mejor, de una filosofía de la poesía. De hecho, filosofía y poesía han ido juntas, pues ha habido filósofos poetas, como los presocráticos Empédocles, Heráclito y Parménides, que escribían sus ideas en poemas, y también poetas filósofos, como Lucrecio, Dante y Goethe. Sin embargo, el mayor reto es escribir una filosofía de la poesía, porque es tan arduo como intentar una poesía de la filosofía.

Esta empresa se conecta con la filosofía del lenguaje, pues así como ella debe explicar en qué forma una serie de ruidos o de marcas de tinta adquieren significado, aquí se trata de explicar cómo llegan a tener el estatuto de poesías.

Y lo mejor es lo que hace Landa, a saber, no ir a ese ente ideal, pero demasiado abstracto, que sería La Poesía, sino tomar ejemplos de poemas, es decir, textos con una intención de poetizar, para analizar el proceso por el que alcanzan ese cometido y lo realizan. Es que no basta con tener una intención poética, sino que el texto debe ser aceptado como poema tal por quienes lo reciben.

Nuestro autor atiende no a los cánones establecidos, incluso los clásicos, sino a los elementos sintácticos, semánticos y pragmáticos que se dan en el texto, para ver cómo colaboran a la realización de lo poético. Por eso toma en cuenta la materia verbal y las formas que se le imponen, sobre todo si son canónicas, como el soneto, el romance, etc. Ni solos ni en mera conjunción determinan el ser poético, sino en la estructura que conforman.

La gran pregunta que se plantea Landa es: “¿Qué clase de cosa es un poema?”. Esto llega, de alguna manera, a la ontología: el ser de la poesía. Se responde con una construcción parecida al hilemorfismo de Aristóteles: hay una materia verbal que recibe una forma poética; pero el poema no puede prescindir de esa parte material ni del aspecto formal que lo constituyen. Nos recuerda la labor de una forma que organiza una materia, tanto para Kant como para Husserl.

Pero nuestro autor renuncia a esas categorías metafísicas, y se va a algo más hermenéutico. El poema es, por así decir, un acontecimiento semiótico, y Landa lo examina en su proceso, como algo dinámico, vivo. Adopta un método más inductivo, atento a los fenómenos poéticos, para dilucidar los procesos culturales que los construyen como tales.

En ese abordaje semiótico de los textos con intención poética nuestro autor ha considerado, de manera crítica, los aspectos relacionados con el lenguaje, como el carácter inlocutivo y perlocutivo del habla según Austin y Searle; el juego de lenguaje en el que actúan, dentro de formas de vida, de acuerdo a lo que trazara Wittgenstein; o las funciones que adjudicaba a lo poético Jakobson, gran seguidor de Peirce.

Landa ofrece aquí una teoría suya: la de la “transignificación”, consistente en que no basta con que los significantes que participan en el texto con intención poética funcionen como tales para que se dé el poema. Tiene que operarse en ellos una verdadera transformación de sus significados. Es toda una transubstanciación, un cambio de forma, porque es lo que hace que dejen de ser meros signos para adquirir el estatuto de símbolos, según ese carácter simbólico que atribuía Heidegger a la poesía.

Nuestro autor persigue esa transignificación desde la composición del texto, en la que se procura una cierta autonomía de las palabras con respecto a las cosas que designan, para romper las reglas pragmáticas ordinarias. Es el juego en el lenguaje, más que un juego de lenguaje, una especie de metaforización de la lengua, para sacarla de su registro prosaico y elevarla al poético.

Además del principio de transignificación, Landa agrega el de relevancia, según el cual el texto poético adquiere un relieve que lo saca del fondo indiferente de los lenguajes y lo convierte en un lenguaje nuevo, en una manera fresca de hablar, incluso acerca de lo que se habla cotidianamente.

En su línea pragmatista, el autor se da a la tarea de analizar los elementos culturales que concurren al poema, para evitar el esencialismo y destacar el carácter relacional de la creación poética. Por eso, así como en la teoría del conocimiento se habla de comunidades epistémicas, aquí se habla de comunidades poéticas, que son aquellas en las que el poema se produce, dentro de una tradición, como indicara Gadamer, pero también gracias a una ruptura de la misma, ya que la creación conlleva cierta transgresión.

Este abordaje pragmático es una suerte de sociopragmática, además de psicopragmática, ya que se analiza la figura del autor, se aplica la teoría de la recepción, se examina la forma de vida poética, el solipsismo y el relacionismo del poeta, así como otros elementos.

Percibo en nuestro autor una valiente independencia y alejamiento de las estéticas más influyentes en nuestra época (estructuralismo, analítica, hermenéutica y otras), para proponer algo nuevo: una topología de lo poético. Nos avisa que es algo provisional, en marcha; pero creo que da excelentes pistas para su construcción.

La propuesta filosófica de Landa me parece a la vez seria y abierta, consistente y dúctil. Me suena cercana al concepto de la analogía. Gracias a un amigo común, hace muchos años pude hablar en dos ocasiones con Octavio Paz acerca de la analogía, y él me decía que la analogía era el núcleo de la poesía. Algo de esto me ha hecho recordar Landa, pues para transignificar sin distorsionar se necesita una sensibilidad analógica. Es incardinar en los tropos poéticos lo que es mero lenguaje llano.

Me parece claro que lo que nos muestra Landa es que la poesía está cercana a la filosofía. Son diferentes, pero también semejantes. Aristóteles decía que la poesía era más filosófica que la historia, porque ésta versaba sobre lo particular y aquélla sobre lo universal. Lo que ha hecho nuestro autor nos hace ver que la buena poesía universaliza, porque el poeta habla de su alegría personal, o de su tristeza, o de su enamoramiento…, pero nos alude a todos, y todos nos vemos reflejados en su texto, como en un espejo.

Lo que ha hecho Landa en este libro es algo novedoso, pero que tiene la consistencia de lo clásico, de lo que está inmerso en la tradición pero la sobrepasa. Es que él es, al mismo tiempo, filósofo y poeta, porque ha transitado en las dos veredas, la de la filosofía y la de la poesía, que a veces se entrecruzan, y es lo que aquí ha ocurrido. Y cuando se encuentran, una luz diferente resplandece.

Nuestro autor, al hacer una filosofía de la poesía, ha hecho una verdadera filosofía poética. Esto nos muestra a Josu Landa como uno de nuestros filósofos más creativos y originales, porque la mejor filosofía es la que participa del carácter simbólico de la poesía, como ha ocurrido en este caso.

 

 

Raúl Zurita lleva sus versos al cielo de la CDMX como en Nueva York ¿Dónde y cuándo verlo?

 

Todos los días —lo que de ellos podemos recordar— se han preservado de una u otra forma en la escritura, desde la cuneiforme hasta los códigos fuente. Transformamos los soles en palabras y a estas les cortamos las alas para que, a diferencia nuestra, no se vayan: verba volant, scripta manent. Tal vez detrás de la escritura están los sueños o la imaginación: lo que cambia y se disipa si no se atrapa antes de que sea demasiado tarde.

Es el 2 de junio de 1982. En el cielo de Nueva York aparecen quince líneas escritas con cinco aviones skytypers. No son propaganda ni mensajes de otro mundo: es un poema, que nace, dura algunos minutos y se desvanece. El poema se llama “La vida nueva” y fue soñado por Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950). Es un texto con un ciclo de vida peculiar: fue escrito, pero no permaneció.

*

Del borroso neolítico se han conservado los primeros registros de la memoria humana: las bullae mesopotámicas, que inscribían en pictogramas —es decir, con figuras y símbolos— propiedades, como cabezas de ganado, o dejaban constancia de los trueques realizados. El fin era inmediato y práctico: la administración o el comercio, y coincide con el sedentarismo, la fijación de las comunidades en un sitio.

Antes de resguardarse en tablillas y papiros, la poesía se cantaba: era libre de moverse y habitaba el aire. En la Antigüedad, eso implicaba una poesía volátil porque la memoria se cansa y llega a agotarse, mientras que, en ocasiones, las palabras se confunden con otras, se prohíben o dejar de entenderse; incluso pueden olvidarse.

Un canto reproduce la naturaleza misma de sus voces: inventa, combate el olvido, ama, lamenta, cambia, se repite: es y se desvanece. La única manera de preservar esa poesía literalmente viva —esa oratura, para emplear el término de Pio Zirimu— era a través de la vida, es decir, de las personas. Como de una generación a otra en las leyes de Mendel, las canciones iban adquiriendo otros rasgos, apariencias distintas, nuevas maneras de pensar y de decir las cosas.

Milenios más tarde se empezaron a escribir. La escritura cuneiforme de Sumer logró conservar algunas shìr (“canción” o “encantamiento”) hasta nuestros días; muchísimas otras se deshicieron en el polvo del desierto. Así podemos leer y repetir algunos versos de Enheduanna —poeta y sacerdotisa nacida en el siglo XXIII a. n. e.—, la primera autora conocida de la historia.

Como escribir se hizo sinónimo de preservar, creció la desconfianza hacia las palabras habladas por ser efímeras: al día de hoy, ¿no cae más rápido un hablador que un cojo? La primera epístola de Juan invita al amor “[no] de palabras y lengua, sino de hecho y en verdad”. Las palabras, parece insinuar este versículo, solo valen escritas o encarnadas: materializadas sobre un pergamino o con el cuerpo.

El poeta sirio Adonis resumirá, muchos siglos después, el principio filosófico de la potencia y el acto: “Palabra — primavera perpetua. Acción — otoño sin fin”.

*

Al hablar de palabras fugaces, pienso en las canciones sumerias y egipcias que nunca leeremos; inútil es soñar con escucharlas. Imagino los himnos o los cánticos rituales en momentos de desesperación, alegría o angustia. Antes bastaba liberar las palabras en el aire y verlas parpadear, como luciérnagas, para que algo pudiera suceder: desde una buena cosecha hasta ablandar la tierra de los muertos.

*

Los versos de Zurita en el cielo me conmueven tanto por ser inmensamente frágiles. Nada queda de ellos sino las fotografías en Anteparaíso (1982) y el video que demuestra que fueron. (Otra vez Adonis: “Lo efímero es la cosa más bella que posee la eternidad”.) Nací más de diez años después en la Ciudad de México, y solo puedo imaginar esa escritura que pudo ocurrir y tuvo que difuminarse. Algo así como escuchar una leyenda frente al fuego: “en esos días, cuando las nubes hablaban…”

Canturreo unos versos del Himno Nacional: “que en el cielo tu eterno destino / por el dedo de Dios se escribió”, del romántico potosino González Bocanegra, los que siempre se entonan los lunes a primera hora en todas las escuelas mexicanas. También pienso en el final de la canción de Polifemo, de la Fábula… de Góngora:

¿Qué mucho, si de nubes se corona
por igualarme la montaña en vano,
y en los cielos, desde esta roca puedo
escribir mis desdichas con el dedo?

Por un lado, la imagen divina del autor que escribe el devenir de nuestras vidas; por otro, la imagen fantástica de un cíclope que, por su tamaño, puede alzar el brazo y enlistar sus penas de amor en la pizarra del cielo. Desde que andamos en dos pies, el cielo ya se había pensado como una voz que comunica, un monólogo celeste que hay que atender sin chistar: el sitio adonde alzar los ojos para leer las estrellas, los soles decayendo, las épocas de frío, las viejas fábulas, el futuro acechando.

Sin embargo, la imaginación de Góngora fue quizá de las primeras que quiso reflejar en el cielo los anhelos del suelo, aunque solo un ser mitológico fuera capaz de llevarlo a cabo. Un par de siglos más tarde, aparecerá el primer atlas estelar de palabras y la blancheur rigide dérisoire [blancura rígida irrisoria] de las páginas donde Stéphane Mallarmé trazó Un coup de dés…, su poema-constelación.

Ahora los skytypers son tan poco legendarios como los encendedores, y cabe aclarar que la primera línea en el cielo no fue escrita por el dedo de Dios ni por la poesía, sino por el comercio (¿el ciclo de la historia?): en 1932, el piloto Andy Stinis escribió un solo renglón aéreo para una pequeña compañía estadounidense. Las primeras palabras que se hicieron visibles en el aire fueron “Pepsi-Cola”.

Escribir en el cielo es acercarlo. Volverlo endeble. Involucrarlo en nuestra vida. Compartirlo. Que la poesía penetre en un espacio físico, más allá de la imprenta, nos permite apreciarla en toda su dimensión: no como un objeto arrumbado en la abstracción o en las alcantarillas de lo práctico, sino como un hecho concreto, limitado y necesario, igual que una silla o un submarino.

Escribir palabras que van a borrarse es recordar que la poesía no puede ser eterna porque la eternidad es una suma de finales ajenos. Y la poesía es tremendamente nuestra, y muere y sigue naciendo en nuestros huesos como el amor y el miedo.

*

En una tablilla sumeria del tercer milenio a.n.e., traducida por Samuel Noah Kramer, aparece la siguiente inscripción: “la canción [la poesía], parecida a la orilla del mar, a la orilla de los lejanos canales, es el corazón de la canción lejana”.

Dentro de muchos siglos, alguna expedición arqueológica que busque restos del Antropoceno quizá reactive una tablet y logre descifrar que, para el poeta chileno Raúl Zurita, “ningún poema es poema si no puede ser recitado frente al mar en voz alta”.

Tal vez en ese tiempo sea posible hacer poesía en el agua.

*

Cuatro poemas de Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) | Digo.palabra.txt

 

En 1979, durante la brutal dictadura pinochetista, Raúl Zurita escribió “¿Qué es el Paraíso?”, un manifiesto que plantea la idea rectora de su primer ciclo poético, constituido por Purgatorio, Anteparaíso y La vida nueva. Su trabajo en la obra del Paraíso: “asumir en los límites de nuestra vida la construcción del Paraíso”, que no es inmaterial ni preexistente, sino tangible y con posibilidad de realizarlo.

La propuesta de Zurita implica que la creación de dicho Paraíso es una responsabilidad común. Por otro lado, aboga por la corrección del dolor a partir de la transgresión de las “grandes” obras artísticas e intelectuales —muertas o que terminan en la muerte: la no incidencia en la realidad— y la ficción colectiva: “ficción produciendo vida […], no para el arte en el arte sino para el arte en la vida, una actividad productora de un nuevo sentido de belleza en la vida”.

*

Veo/leo “La vida nueva” y pienso en una pequeña historia de la humanidad. Este poema es la marca en el cielo que Zurita plantea en su manifiesto, el intento de corregir las cicatrices personales y colectivas, y las expectativas que se han acumulado sobre la atmósfera —ese lugar que nuestras manos no han podido rasgar ni acariciar—: hambre, nieve, pampa, no, desengaño, carroña, paraíso, chicano, cáncer, vacío, herida, ghetto, dolor.

*

MI DIOS ES MI AMOR DE DIOS”: es el verso final. ¿Nombrar a dios “mi amor de dios” es darse cuenta de haberse aferrado a la idea del milagro? ¿Es una alarma que despierta del sueño para ver que, detrás de las nubes, no nos escucha nadie? ¿Todo fue una proyección, una función en la que vuelven a prender las luces para mostrar una pantalla en blanco? ¿O es exhalar aliviados hacia esa página vacía y entender que allá nada, sino lo mío, lo nuestro: lo de aquí? Tal vez no es un querer llegar a las esferas celestes ni a los recuerdos que son, sino aún más arriba: al sitio en el mundo que se quiere. Es la nueva intelligenza de la que habla Dante al final de su Vita nuova:

Oltre la spera che più larga gira
passa ‘l sospiro ch’esce del mio core:
intelligenza nova, che l’Amore
piangendo mette in lui, pur su lo tira.

[Más allá de la esfera que más gira
sube un suspiro de mi corazón:
inteligencia nueva, que el amor
le da llorando, más lo lanza arriba.]

*

Durante muchos siglos solo se pensó la poesía como trazos imborrables, ya fueran tallados, impregnados o impresos. “La vida nueva”, escrita con humo, me hace pensar en las canciones sumerias y egipcias, en su fugacidad y su extraña manera de afectar la realidad.

Leo Anteparaíso como un cielo impreso. En él se intercalan las fotografías del humo y, entre ellas, todos los versos que componen las quince nubes se revelan: los poemas de las playas de Chile y las terribles cordilleras, las pastorales y el “esplendor en el viento”. Anteparaíso sería entonces un solo poema hecho, a la manera dantesca, de visiones o sueños. Y, a diferencia de Alighieri, Zurita —ingeniero de profesión— redacta un anteproyecto que intenta corregir la violentísima experiencia de la dictadura: un borrador de una vida distinta.

Si la imaginación no vuelve real el Paraíso, el hecho de imaginarlo abre la pesada puerta de lo posible. De ahí la postura estética —y física— del libro: ante-, “frente a, en presencia de”. ¿Y cómo leer/ver “La vida nueva” si no es delante nuestro? Arriba, sobre el azul realista, sus versos aproximan el cielo a nuestros dedos. La distancia no importa, conocemos esas palabras: nos identificamos. Y en ese momento es como si el cielo se quebrara. Su fragilidad es, por unos segundos, un espejo de cuerpo y corazón completos: “Lámina sirva el cielo al retrato”, pronosticó Sor Juana.

Por un instante es posible anhelar y vislumbrar incluso un Paraíso, como si la imaginación también estuviera hecha de átomos y fuera un trazo nuestro en los renglones del aire. De manera análoga en el poemario —mallarmeano a su modo—, se pueden volver a ver “las radiantes estrellas” luego de tanta noche.

*

Pero no se puede tapar el sol con un poema: “Porque vinieron a ser solamente retratos de espuma nuestras vidas, pero de piedra fueron las desgracias”, nos recuerda el propio Zurita. Un poema no borrará jamás ninguna marca de dolor o violencia: “la memoria duele ahí donde la toques”, afirma Seferis [tr. de Selma Ancira y Francisco Segovia]. Tampoco descompone las leyes del tiempo o de la física que rigen el presente, como constata Ajmátova:

Puede una pena así mover montañas
y detener la corriente de un gran río
pero no puede quebrar con su fuerza los cerrojos
que nos separan de las celdas y los presos…

[tr. de Monika Zgustova y Olvido García Valdés]

Si acaso, el único campo de acción de la poesía es el futuro: to be is yet to be, that is the question.

*

En 2021 se habría proyectado en la noche de la Ciudad de México una coda de “La vida nueva”, escrita con drones, pero la mala logística de una empresa tecnológica lo impidió. Los nuevos versos fueron publicados en el número 300 de El Cultural, suplemento del diario mexicano La Razón. Esta vez el mismo dios no despierta, no quiere, no siente, no sangra, no viene, no es. Desoladoras, las luces de estos versos también se habrían apagado (aún no existen las baterías perpetuas). Si haberlos escrito es repetir que siempre estamos solos, leerlos/verlos, en cambio, es acompañar la soledad.

*

A veces basta mirar el cielo y pensar que aún es posible escribir otro día, aunque vaya a esfumarse por completo.

 

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(La primera parte puede leerse aquí.)

Lo que prevalece en Migraciones es un “no saber” sobre un “saber”, pero ese “no saber” en ocasiones “sabe” e intuye la complejidad de lo que se intenta mostrar. Esa intuición hunde sus raíces en el sentir, en esa memoria sensorial que se vuelve materia inmaterial (palabra) y que se asienta tanto en el ámbito materno como en la lengua materna. Y aunque la madre no es siempre y exclusivamente esa “ella” que permea el texto de principio a fin, en muchos momentos del poema sí es su referente. La madre es núcleo del poema, ella está desde el inicio, es el comienzo del comienzo, y quizás por eso mismo se encuentra encriptada en una oración judía que al lector no bilingüe le resulta un puro extrañamiento:

יזכר אלהים נשמת אמי מורתי שהלכה לעולמה

80

Gloria Gervitz coloca esta oración hasta abajo de la página en blanco; la oración está, hasta cierto punto, sosteniendo un vacío. La ausencia y la presencia de la madre se ponen en evidencia en este gesto, pero también se muestra la contradicción que atraviesa al poema: el apego y el desapego a la madre. La madre es la maestra, pero es asimismo la represora, a la que hay que obedecer. La oración en hebreo supone entonces una distancia: se le reza a la madre, no en su lengua materna, el español, sino en una lengua extranjera, en la lengua de la abuela paterna, esa otra madre que, inventada o soñada, sobrevuela el poema.

La madre entraña un conflicto, y es que, como lo precisó Jorge Monteleone, el nacimiento es en Migraciones la primera migración:

¿Quién podría decir cómo debe ser dicho el lugar de la madre en el origen de sí, cuando lo que somos se hace en nosotros en aquella unidad que la vida, la propia vida, comienza a desunir? Y esa es entonces la migración primera, la migración radical, la migración del deseo y el nombre, la migración primigenia: la separación de la madre.81

Desunir lo que en principio estaba unido, separarse del seno materno, es la hendidura inicial, y ese hueco resonará como herida y refugio a un mismo tiempo en el poema:

y mi madre tiene más miedo que yo
y está más huérfana que yo
y yo traigo su miedo
y hago lo que ella quiere
y soy lo que ella quiere
y las prohibiciones siguen
y los castigos siguen
y es allí donde habito
allí me cobijo
allí encuentro sosiego
allí en ese hueco en esa carencia
en ese agujero allí82

La contradicción que plantea en su interior el oxímoron se acentúa de manera álgida dentro del poema en ese habitar lo deshabitado, en ese buscar y rehuir a la madre. La madre es el tercero que falta y que se dice sin nombrarse. La madre no tiene nombre y eso la hace, como a todas las otras “ellas” (abuela, vieja, niña, muchacha), figura o arquetipo, en el sentido etimológico del término: arjé, “origen” y τυπος, “modelo”: “y la muchacha que lloraba abrazada a su madre muerta/ sigue llorándose dentro de mí”.83 Esa madre es todas las madres y la orfandad que señala es también la de todos. Pero la madre es, de igual manera, y aun sin nombre, singular: “y veo a mi mamá poniéndole alcatraces/ a un jarrón de talavera y en la radio/ están tocando los boleros que tanto le gustan/ y veo a mi nana y veo a esa niña que soy yo/ llevándole alcatraces a mi mamá”.84 La irrupción de la palabra “mamá” en el poema entra en el ámbito de lo familiar. Esa palabra íntima, infantil, afectiva, es la intrusión de lo que Juan José Saer llama la lengua privada, una lengua cargada de emoción y de experiencia, desde la que se invoca la inmediatez y lo concreto de esa figura original: “la madre” no es “mi mamá”: la distancia se vuelve proximidad.

Esta relación antagónica, que siguiendo a Kristeva, implica a la vez, el culto a la madre y el matricidio, coloca a esa figura en un lugar ambivalente: “Tanto el culto de la madre como el matricidio [señala Kristeva] son salvadores. No obstante, es evidente que el matricidio lo es más que el culto maternal, pues sin el matricidio el objeto interno no se construye, la fantasía no se construye, y la reparación es imposible […]”.85 Gloria Gervitz tiene el coraje de verbalizar esta verdad perturbadora: para poder ser y hacer, hay que quitarse a la madre de encima. Es esa liberación la que le permite a la poeta inventar a su madre, y reinventarla una y otra vez en la escritura, y paradójicamente, es así también como le da vida nueva a esa madre muerta o asesinada. Se trata de curar la herida, de zurcir la hendidura y de restablecer la unidad. En el fondo, lo que se busca en el poema es una reconciliación. De ahí que de entre todos los rezos que se alzan en Migraciones, los más conmovedores sean, precisamente, los que se le dirigen a la Virgen, la primera madre, la gran reconciliadora: “ven y cálmame ven/ ven y besa tú la herida/ bésala para que algo como un destello/ se filtre en eso tan deshabitado/ abismal incomprensible/ hermético/ reseco/ cerrado/ inalcanzable”.86

Volviendo a la madre y siempre a ella, Gervitz cita dos inquietantes versos del poema “Llamado del deseoso” de Lezama Lima, pero la cita no es exacta, la poeta cambia “deseoso” por “dichoso”. La coincidencia sonora entre las palabras propicia un juego semántico entre lo que está y lo que no está: el deseo queda sumergido, pero vigilante, entre los versos:

¿y de qué madre huyo?
¿y qué madre huye de mí?
dichoso aquel que huye de su madre
dice Lezama Lima
y yo de quién huyo si traigo el útero dentro
de quién si no puedo salir de esa matriz
no puedo salir y la madre
está fría y está cumplida
y yo allí hambreándome de su hambre
allí dentro de esa madre que tuve
allí dentro de esa madre que me inventé
y nos devoramos la una a la otra
y no nos saciamos
y la madre también soy yo87

El “deseo” como “apetito” está oculto detrás de la “dicha”, no está dicho y, sin embargo se manifiesta, se hace presente en esa antropofagia en la que la madre y la hija se comen la una a la otra: dos cuerpos devorándose insaciablemente para que pueda alcanzarse al final ese “yo” que es madre e hija al unísono. Un yo unificado por el deseo. El deseo atraviesa los cuerpos (el cuerpo y sus instintos, el cuerpo y su necesidad, el cuerpo y sus afectos); quizás es por esto que la presencia de lo animal, aunada a la sexualidad, se impone en muchos momentos del poema:

estoy allí ofrendada
lamiéndote como una perra
lamiéndote las manos lamiendo tus pies
lamiendo tu sexo
recorriéndote con la lengua como una perra
invisibles tatuajes mis besos
pequeñas corzas desbalagadas
buscando el olor de su madre
mis besos88

La potencia de lo femenino lo penetra todo: la madre, la palabra, la perra, incluso se nombra en Migraciones el poder de “la volcana y feroza Iztaccíhuatl” y la fuerza de la luna sobre los ciclos biológicos que atañen a la mujer: “y aunque es ella la que rige los ciclos menstruales/ y aunque no hace concesiones con la menopausia/ y puede ser despiadada con los bochornos/ y los cólicos y los cambios de estado de ánimo/ la luna es ahora solo una respiración/ un sueño fragmentado”.89

Desde la perspectiva de Mark Schafer (estudioso y traductor al inglés de Migraciones):

El poema de Gervitz, con sus profecías divinas y sus dudas humanas, nos muestra claramente su esencia oracular y su ascendencia matriarcal. Por un lado, la objetividad, las jerarquías, el pensamiento lineal, la historia cronológica, el erotismo protagonizado por el hombre, no se encuentran en Migraciones. Por otro lado, el poema comienza in media res, sin mayúsculas, y encuentra su “autoridad” en el movimiento y el cambio, y no en un punto fijo. Estamos en movimiento desde el primer verso: “en las migraciones de los claveles rojos”. Al llegar al segundo –“y se pudren las manzanas antes del desastre”– nos damos cuenta de que este principio no es el principio. Estamos en un génesis que precede por mucho al Génesis de la Biblia judeocristiana. Tan antes de ese Génesis que al parecer solo hay mujeres: “ahí donde las mujeres se palpan los senos y se tocan el sexo” Y el cuarto verso –“en el sudor de los polvos de arroz y de la hora del té”– vincula aquel mundo remoto y matriarcal con nuestro presente.90

Y es otra vez Kristeva quien aclara un punto fundamental para pensar lo anterior:

En nuestra cultura judeocristiana, esta revaloración significante de la madre [de lo femenino] no carece de importancia. La fertilidad de la madre judía era bendecida por Yahveh, pero suprimida del lugar sagrado, donde se despliega el sentido de la palabra. La Virgen Madre se convirtió después en el centro vacío de la Trinidad Cristiana. Hace dos mil años el Hombre de Dolor, Jesús, fundó una nueva religión apelando al padre, sin querer saber lo que había en común entre él y su madre.91

La figura de la madre silenciada encuentra en el poema su voz. Esa tensión recorre todos los versos: no la “música callada” de un san Juan de la Cruz, sino la “música silenciosa” de Gloria Gervitz, que se instala en el poema como un susurro. Pero también la madre asoma desde ese “centro vacío” para fundar su propio lugar. En Migraciones la palabra nueva, evangélica, se enfrenta con el mutismo antiguo, con ese gran silencio de la tradición judía. La palabra que se alza en el poema está entre ambas. La palabra poética perturba los dos órdenes y busca una tercera vía: el agujero desde donde poder entrar y salir de lo que se habla (la ley) y de lo que se calla (el tabú). Lo que pone en juego Migraciones es, entonces, una erótica de la lengua. Una palabra concebida en la oscura impureza de estar siendo, palabra interior, palabra deseada y deseante, atravesada por su propia incomprensión, pero en búsqueda constante de sí misma:

tócame adentro de ti
con esa contención que se desborda

tócame
en esta oscuridad del pensamiento

en lo incomprensible de mí
en esa otra incomprensible yo

ah si pudieras tatuarme
si te quedaras ahí
si tan sólo te quedaras

como una perra ciega
amamantando

quédate
dame las palabras92

Gervitz, vive, siente e imagina: inventa a su abuela, a su madre, a la niña que fue y a la mujer que es. Migraciones resulta su gran invención. Pero inventar, según la etimología de esa palabra, sería descubrir algo en el interior, traer algo de adentro: invento, del latín inventus, compuesta con el prefijo in- (hacia dentro) y ventus, el participio del verbo venire. Y lo que la poeta trae hacia el exterior es un “querer” antes que un “saber”, una intuición que se materializa en un ritmo: oleaje de palabras, que en su constante movimiento vuelven sobre sí mismas y se repliegan, marcando a la lengua con la desemejanza de ritmos verbales que entrechocan en un “fluir quietísimo”.

La “música silenciosa” y el “fluir quietísimo” muestran la contradicción plena, esa desemejanza que se “asume paradisiacamente” en el poema porque acaba siendo, a pesar de la hendidura inicial, reconciliación. La contradicción no es un obstáculo; todo lo contrario, pone en movimiento a las palabras, llevándolas al exceso de ser un “entre-dos”: ellas mismas fluctuación y suspenso del sentido, separación y goce del “intervalo”. Las palabras en Migraciones oscilan siempre entre lo abstracto y lo concreto, lo general y lo particular, lo impersonal y lo singular, lo decible y lo indecible. Pero también generan otras desemejanzas: luz y oscuridad, silencio y voz, visión y ceguera, despertar y sueño, entrada y salida, lluvia y sequía, saber y no saber.

Hacia el final del poema se introduce un “él”: “ella” y “él”, por primera vez, se buscan a través del lenguaje. Las condiciones están dadas para que surja ese encuentro, para que esa última desemejanza se enfrente reconciliándose en el éxtasis del abrasamiento:

y la luna allí impredecible
certera como Artemisa
la luna con sus garras blancas de leona
la luna escondiéndose entre los matorrales
dispuesta a hundirse en mi carne
allí escondida en este calor
allí donde yo también me escondo
y me dejo lamer entre las piernas
allí me dejo dar esos besos
allí bajo esa música silenciosa
allí aturdida por el calor
allí expuesta allí pido allí te pido
allí intoxicada de deseo
allí en ese abrasamiento
allí en esa inmensidad
allí toco allí le guío
allí le ayudo con las manos
y él se deja guiar se deja hacer
hace lo que le pido
lo hace en la voluptuosidad
en el esplendor de la luna
lo hace llorando
y yo de bruces también lloro
y le pido más93

“A la pregunta ‘¿Quién soy yo’, el goce responde”.94 Un “yo” pleno se alza al final de Migraciones. Ese “yo” gozoso y deseante se levanta sobre las otras “yoes” y celebra su propia vida: “y yo/ que un día/ moriré/ estoy aquí/ en este instante/ que es todos los instantes/ estoy viva”. Una vida urdida en el entramado de tantas otras vidas y que se afianza en contra y a través de ellas: “rómpete memoria/ rómpeme”.95 A la ruptura le sigue la reunión y la posibilidad del olvido, única manera de liberarse del tiempo y entrar en el presente.

La vida en el poema se puede recorrer en muchas direcciones, no solo hacia adelante que es como estamos condenados a vivirla. Ahí se dan muchos tiempos simultáneamente: el tiempo de la infancia y el de la vejez, el tiempo de la herida y el de la curación, el tiempo del duelo y el del perdón, el tiempo de la separación y el de la reunión. “El tiempo por fin vencido: ¿acaso no es esta, quizá, la mejor definición del arte?”,96 se pregunta Balthus, el pintor francés, en sus Memorias. Y Migraciones, hacia el final, nos entrega esa victoria: nos entrega un “yo” a manos llenas, en la generosidad misma de existir y de dejarse existir en el instante.
 
 
 
IV. La lengua y las mordeduras del entorno: escribir una voz

Migraciones está marcado tanto por la escritura como por la oralidad. Gloria Gervitz escribe una voz. El poema nos remite a una concepción oral de la lectura. La palabra escrita habla para ser escuchada: “Oh tú que lees, oye…” escribió Dante en el Canto XXII del “Infierno”, y Garcilaso anotó en la “Égloga tercera”: “Unas letras escribía […] que hablaban”.97 Ese hablar pone en el centro a la escucha: “¿a quién le estoy hablando?/ ¿quién me está hablando?”,98 se pregunta la voz en el poema. En Migraciones las palabras no están fijas, migran de un lugar a otro, son un acontecimiento. Walter Ong señala que “la voz hebrea dabar, que significa ‘palabra’, también quiere decir ‘suceso’, y por ende se refiere directamente a la palabra hablada”.99 No es extraño entonces que Gervitz, descendiente de judíos, le dé primacía a la voz y a la escucha en su escritura.

Escuchar una voz, ya se ha dicho muchas veces, pero también escuchar un “habla”, y ahí hay un cambio de matiz. La escritura poética de Gloria Gervitz se apropia del habla de la lengua materna y la lengua coloquial. Las marcas de esa lengua hablada pueden rastrearse a lo largo de todo el poema. Ahora bien, como lo señala Hugo Gola en su libro Prosas, la vinculación del poema con la lengua hablada “es algo mucho más sutil de lo que generalmente se piensa. Reclama un oído atento a las inflexiones, los matices, las repeticiones, los silencios, la velocidad misma de la palabra. No consiste en la inclusión de palabras más o menos comunes, que se incorporan al poema, sino sobre todo, en la percepción de tonos, de modulaciones, de movimientos, que fluyen en la cadencia de la lengua”.100 Más adelante Gola afirma: “El ritmo, el pulso, el aliento de un texto, no proviene de la observación de las reglas gramaticales, sino de la atención al tempo interior del escritor, su apego incondicional a éste”.101 Gola recalca la importancia del ritmo y la velocidad de la lengua, y de cómo el poeta debe encontrar para su escritura su propio tempo interior.

En Migraciones el lector se enfrenta a un ritmo lento, un tempo abismal, en el que las palabras resuenan desde el vacío de la página:

¿es que no hay nadie?
¿nadie?
¿ni siquiera yo?102

Aquí las palabras se detienen, vuelven sobre sí mismas, tantean, intentan desesperadamente tocar al otro, hacer contacto. De ahí que sea la función fática la que en muchos momentos lleve a la voz en su tránsito por el poema. Una voz que pregunta y se pregunta como un eco persistente que apela con insistencia a su interlocutor: “¿me estás oyendo?”,103 “¿me oyes?”,104 “¿me oyes todavía?”105 Al decir de Roland Barthes, esas interpolaciones vacías de sentido, “esas expresiones, tienen sin embargo algo de discretamente dramático: son llamados, modulaciones –¿diría pensando en los pájaros: cantos?– a través de los cuales un cuerpo busca otro cuerpo”.106 Las palabras hablan –cantan– para convocar o para quedar hundidas en su propia reverberación.

Pero no todo es titubeo o vacío en el poema. Ese ritmo lento, ese despojamiento total, tiene su contrapunto vigoroso en el torrente de palabras con el que inicia Migraciones y con el que se articula lo que aquí llamaré “la escena del mercado”, que se encuentra un poco después de la mitad del poema. Las marcas del habla se intensifican de manera franca en estas doce páginas en las que las palabras se zambullen gozosamente en la lengua materna. Gervitz recupera aquí el habla coloquial, recreando, mediante la saturación de sabores, olores, sonidos e imágenes, el ambiente sensual y polifónico de un mercado mexicano: el mercado de su infancia. Así que este mercado abre en el poema, a un mismo tiempo, el espacio de la memoria y el de la oralidad: voces, vocablos, expresiones populares, dichos, albures, canciones… Todo se entremezcla en el ensueño de la niña que, a escondidas de su nana Lupe, se masturba:

y es la primera mañana del primer día de primavera
y yo salgo de tu sueño para entrar en el mío
y la luz es blanca
y se amanece con el calor
y el corpiño blanco me aprieta
y acariciándome mis pequeños senos
me bajo los calzones
me cubro con la sábana almidonada
y toco mi sexo de niña
me meto los dedos
me exploro
encuentro el punto del placer
y me detengo allí
mis dedos son cada vez más hábiles
más exactos
cierro los ojos y me digo —cochina
decírmelo me excita
y lo que siento se expande
me invade toda
me cubre toda
y soy este cuerpo
este rapto esta inmensidad
estoy en el placer adentro del placer de darme placer
y mi nana dormidísima en la hamaca de al lado
y la casa hundiéndose en el sopor
y en el zócalo comienza el bullicio del mercado107

El placer corporal invade a las palabras, se expande entre las frases, recubre a las cosas en el regodeo mismo de las palabras que las nombran. La desmesura apunta a un festín barroco del lenguaje: la enumeración, la proliferación, el exceso léxico y la acumulación aceleran el ritmo del poema oponiéndose a toda monotonía y a todo silencio. El ambiente se torna alegre, jocoso y juguetón. La lengua desinhibida retoma su “rol acariciador”:108 toca, prueba, huele, lame, siente, mira, se mete en todos los recovecos. La poeta se deja llevar por las tonadas, las inflexiones, los matices de su lengua materna. Se sumerge en la sensualidad y en el ritmo incesante que lo atraviesa todo. Los rezos, la cotidianidad y el placer se mezclan: frutas, moluscos, sexos, guisos, huitlacoche, la Zandunga de Tehuantepec, el “si no es ahora cuando” del Rabí Hillel, los escapularios, las bacinicas. El barullo del mercado satura al lenguaje, erotizándolo: “hay jugos de naranja y de toronja”,109 “y plátanos morados y plátanos machos”,110 “guanábanas expuestas como sexos/ zapotes negros desbordándose/ mameyes abiertos como vulvas/ piñas gordas y jugosa/ la fruta de la pasión endureciéndose/ y el calor metiéndose en los petates”,111 “metiéndose en las langostas”, “y en las almejas entreabiertas y asustadísimas”,112 “y el calor acaloradísimo con tantos celsius/ desmoronándose en las conchas y en los cuernos”,113 “y el calor derritiéndose en las barras de chocolate/ y los chiles güeros sudándose y los serranos”,114 “y el calor erosionándose en los sueños”,115 “y el calor con su hocico abierto / y su voracidad y su jadeo”,116 “y las gentes abanicándose/ y el sudor chorreándose/ y la ropa empapándose/ y yo traigo los calzones mojados/ y el sexo pegajoso/ y en el baño sucio del mercado/ me toco y me vengo y me orino/ y el calor desmesurado frenético/ y la Santísima Virgen de Guadalupe/ y sus ofrendas marchitándose”,117 “y los nardos perdiendo la erección/ y el calor desojándose/ y el cáliz derramándose/ y las flores calientes”.118 El calor se introduce dentro de estos cuantos versos, tomados de entre los 396 que componen “la escena del mercado”, aglutinándolo todo, dilatando al lenguaje, dando cuenta de la intensidad y la potencia verbal que sostiene a las palabras. En ese largo recorrido las figuras de repetición: anáfora, paralelismo, epífora, en su insistente reincidencia, llenan al mercado de resonancias. El placer de los sentidos lleva al de las palabras, es por eso que el gusto insaciable por nombrar y la celebración toman las riendas del lenguaje, convirtiendo cualquier zona de su superficie en zona erógena. Lenguaje y piel coinciden: se exalta el trabajo de la mano sobre el cuerpo y el del lenguaje sobre sí mismo. Todo es material y corporal. Gervitz no vacila en mencionar el nombre de la “Santísima Virgen de Guadalupe” al lado del “sexo pegajoso” y de los nardos que pierden la erección. Lo sagrado y lo sensual, en este ambiente carnavalesco, se dan la mano.

El mercado nos lleva a un entorno familiar, incluso doméstico; es la nana Lupe, la única que tiene nombre propio en el poema, la que enmarca la escena. Es ella la que le enseña a la niña a rezar, la que le habla en una lengua que trastabilla entre el español y el zapoteco, la que le muestra la ternura de esa lengua: “mi nana Lupe habla poco/ es de Oaxaca y no sabe bien español/ me lleva a misa a escondidas de mis padres/ me enseña a persignarme/ y me encomienda a la Virgen de Guadalupe/ ay! virgencita Madre de Dios/ consoladora de los afligidos/ salud de los enfermos/ refugio de los pecadores/ rosa mística/ líbrame del mal”.119 Pero también es la nana Lupe la que la introduce en un mundo mágico y afectivo, profundamente físico: “y mi nana me cuenta de su nahual/ y me dice que las niñas blancas no tienen nahual/ y que voy a estar siempre sola y desprotegida/ y yo me abrazo a ella y lloro con ella/ y ella me enreda en su rebozo/ el rebozo huele a humedad y a sudor/ y nunca más volví a oler ese olor/ tan de ella y tan solamente de ella”.120 La humedad y el olor del rebozo acentúan la relación con lo corporal, y los rezos y la lengua de Oaxaca (ese español a medias que la nana habla), intensifican la relación de la poeta con su lengua.

“La escena del mercado” está salpicada de frases y expresiones que ponen en el centro al “habla”. Siguiendo el ejemplo del investigador mexicano Enrique Flores,121 quien en su ensayo sobre Lizardi (“Cuando los pericos mamen”) transcribe una lista de expresiones populares, familiares o vulgares utilizadas por el novelista en El Periquillo Sarniento, haré una transcripción de algunas expresiones o frases que provienen de esa jerga de la lengua vulgar:

-cierro los ojos y me digo — cochina
-y loros verdes mentando madres
-y un enamorado empinándose una cerveza tras otra para darse valor
-y las marchantas del pinole y del cacao
-y sus escuincles colgándose de sus pechos colgados
-me toco y me vengo y me orino
-los pirados volándose como papalotes
-hagan sus apuestas señores chicoteen los billetes
-no se me achicopalen no se me echen para atrás
-no se me rajen échense al dinero por delante
-atízenle mis valientes atízenle
-y tan morida
y tan muerta
-y tanto ajetreo la vida
-y para las que se matrimoniaron con Dios
-bebo a grandes sorbos una coca-cola bien fría
-y me sabe tan rica que se me saltan las lágrimas
-y se me pasa el berrinche

-un día se largó con el jardinero

El vocabulario que utiliza Gervitz es también particular. Transcribo solo unas cuantas palabras, muchas de ellas de origen náhuatl: amole, amate, alebrijes champurrado, chiquihuites, cempasúchiltl, chapulines, charales, copal, conchas, cuetlaxóchitl, epazote, escamoles, escuincles, huaraches, huauzontles, huipiles, huitlacoche, mamey, mezcal, metate, mijo, molcajete, mole, pápalo, papalote, petate, pulque, pinole, quelites, quintoniles, tlacoyo, tlayuda, toloache, tunas, verdolagas, zapote… Las frases y palabras antes citadas muestran la decisión de la poeta de escribir en una lengua localizada; podríamos decir que Gloria Gervitz escribe en “mexicano”, y es por ello que en su escritura se registran las “mordeduras del entorno”. La poeta ha permitido que esa lengua coloquial deje su huella en su escritura, trastocando la corrección normativa e incluso el estereotipo de la retórica de la tradición literaria.

Esas marcas del habla se perciben, además, en lo que podríamos llamar las “imperfecciones” de la escritura. Ricardo Piglia en una entrevista llama la atención sobre este punto:

En cuanto a las imperfecciones, me parece que así encontramos la voz propia. Lo que cualquiera puede corregir, eso es el estilo. Sabemos que Onetti usa demasiados gerundios, que la conclusión de las frases por momentos es incierta, los pronombres no siempre están bien definidos, que suele usar más adjetivos abstractos de los que uno desearía, pero esa suma de imperfecciones, esa persistencia en el error –digamos así– convierten su escritura en algo único y su prosa es un gran acontecimiento de la lengua. No es solo por eso que escribe como escribe, pero es también por eso.123

En las imperfecciones se encuentra la voz y el estilo de un escritor, afirma Piglia. Desde esta perspectiva, ¿cuáles serían los “errores” de Gervitz? Si revisamos Migraciones, veremos el uso abundante de ciertos elementos. A lo largo de todo el poema lo primero que notamos es el abuso de la conjunción copulativa “y”. En “la escena del mercado” las largas enumeraciones con polisíndeton coordinan unas frases con otras, siempre mediante esta conjunción. La estructura acumulativa que produce la insistencia en esta conjunción aproxima al poema a un estilo oral aditivo, antes que a una estructura subordinada propia de la escritura. Llama la atención también el continuo uso de los sufijos superlativos: “-ísimo”, “-ísima”, y de los adverbios de cantidad “tan” y “tanto”, que intensifican el tono del poema y acentúan la emoción. El empleo del gerundio y el amor por las palabras esdrújulas son otras de las marcas que se perciben constantemente; el gerundio, además de alargar las palabras, genera el efecto de continuidad y simultaneidad de las acciones, y las esdrújulas vigorizan con sus acentos al texto. Está también el uso persistente de verbos reflexivos con el pronombre enclítico “se”, que genera la sensación de un decir impersonal y a la vez del repliegue de la lengua sobre sí misma. Abunda asimismo el uso del prefijo “des-”, que denota inversión o negación del vocablo simple. La superabundancia de este prefijo en palabras como “deshecho”, “desteñido” y “deshilado” suscita la sensación de pérdida que se filtra en todo Migraciones, pero también evoca lo opuesto en vocablos como “desmesura”, “deslumbrar” y “desbordar”, provocando la impresión de apertura y de lo ilimitado. Las derivaciones o variaciones están también presentes en el poema; ambas crean ritmos reincidentes que recuerdan, por momentos, ese entrañable tono rulfiano: “ella llora/ sin tocarla en un acto reflejo lloro con ella/ busco el lugar del corazón/ el llanto se pierde en lo oscuro del sueño en la oscuridad de la noche/ en lo oscuro de la casa en la opacidad del silencio/ somos los que se van”.124 Otros “errores” serían las hermosas redundancias con las que de pronto nos topamos: “y la triste tristeza de los muertos ensordeciéndose”, “y la desolada desoladísima desolación de esos zapatos”,125 “y tan morida y tan muerta/ que ya ni sabe lo muertísima que está”.126 Son todas estas “imperfecciones”, como diría Piglia, las que hacen del poema de Gervitz un gran acontecimiento de la lengua.

Pensando en lo anterior, me parece sugerente que a pesar del silencio y el vacío que colman Migraciones, la escritura de Gervitz tienda hacia el exceso, hacia la intensificación del decir. Me atrevería a insinuar que esa intensificación tonal es la marca que el “bolero” ha dejado en ella; esa música tan desgarradora que, como lo dice la propia Gervitz, astilla el corazón. La letra y música de esos boleros cubanos (“y yo no me canso de oír una y otra y otra vez las canciones de Bola de Nieve”)127 o mexicanos, están unidas a su memoria afectiva y a sus recuerdos de infancia: “y estoy oyendo los mismos boleros que oía mi mamá”,128 y resuenan en ese “para morirme de amor”,129 o en ese “amor amor qué cosas nos hacemos/ sin saber lo que nos hacemos”,130 a los que solo les falta el dramático y dulce acompañamiento del piano de un Bola de Nieve.

Hablando del uso privado de la lengua, Saer anota: “La privacidad en sentido estricto, el uso personal de la lengua, es el jardín secreto en el que cada uno cultiva las especies de su predilección. En ese espacio íntimo, las leyes del idioma se relativizan y la infancia que persiste en el adulto, la ensoñación, la somnolencia incita a retorcerles el cuello a las palabras como otros antes a la retórica o al cisne”.131 Gloria Gervitz ha sabido cultivar en su poema ese jardín secreto en el que las palabras crean su propia atmósfera afectiva. No otra cosa son esas “imperfecciones” y esas “mordedoras del entorno” en su lengua; estas ponen al descubierto las huellas afectivas y la emoción que trastoca sus palabras. Dicha intimidad con la palabra muestra el amor de Gervitz a su lengua materna: “lo que nos queda al final es la lengua materna, estoy segura que si muero lejos de México mis últimas palabras van a ser en español, el idioma es nuestro refugio, el último, lo que queda, lo más nuestro”.132

Pero aunque Migraciones está escrito en español, en ese idioma tan querido por la poeta, el inglés tiene una presencia innegable. En principio por los fragmentos escritos en inglés, pero también y sobre todo por la discreta fuerza que este ejerce sobre el español. Me parece que Gervitz ha sabido aprovechar los rasgos distintivos de cada idioma. En su poema convergen la mesura y la concisión propias del inglés, filtradas por las poéticas norteamericanas que apuestan por una lengua directa y sin adornos, con la exuberancia florida del español. La poeta logra que ambos idiomas se toquen y propicia un equilibrio entre la contención de uno y el desbordamiento del otro.

En Migraciones se encuentra de manera palpable esta confluencia:

Old sunflower
you bowed

to no one
but Great Storm
of Equinox

Viejo girasol
ante nadie

te inclinaste
solo ante la Gran Tormenta
del Equinoccio133

Los versos de Lorine Niedecker, traducidos en espejo por Gervitz, producen el efecto de ese “toque”: el sentido del original y el sentido de la traducción se tocan. Este pequeño guiño dice mucho; nos habla de la relación que Gervitz ha entablado con ambos idiomas; nos habla también de la afinidad de la poeta con las poéticas norteamericanas; pero además, ese juego de espejos que pone a un idioma tan cerca del otro, nos confronta, me parece, con la necesidad de tocar, de hacer contacto: algo así como permitir la seducción de una lengua sobre otra o de un cuerpo sobre otro. Tocar, sugiere Jean-Luc Nancy, es el gran tabú: “En cierto sentido amplio, incluso podemos decir que ‘tabú’ significa ‘prohibido tocar’”.134 Sin embargo, en Migraciones no podemos escapar de ese “toque”; el poema nos interpela continuamente, nos llama, dirige nuestra vista, nuestra escucha, nuestro sentidos a él: “tócamelo/ siéntelo/ ¿lo sientes?/ ¿me sientes?”135 El poema nos toca y nos hace conscientes de la materialidad de las palabras, nos hace conscientes del cuerpo del poema y de nuestro propio cuerpo. Migraciones, podría decirse, nos restituye a nosotros mismos y restituye nuestros lazos con los otros y las otras: borra las fronteras.

Está de más decir que el trabajo de la poeta sobre la lengua abre posibilidades éticas y genera caminos diversos para el “decir poético”. En suma, Gloria Gervitz abona la tierra de nuestra lengua materna para devolvérnosla más fértil, más fecunda, lista para que allí plantemos nuestras semillas y que nazcan nuevos frutos. No me cabe la menor duda de la función vigorizante, incluso alimenticia, de Migraciones. Poemas como este ofrecen el nutrimento necesario para alimentar a la poesía contemporánea.

80 Ibíd., p. 36. En el glosario que viene al final del libro, Gervitz revela el significado de la oración: “Recuerda Dios el alma de mi madre, mi maestra, que regresó a su semilla, a Ti, Dios.”
81 Jorge Montelone, “Regresus at uterum”. Texto leído durante la presentación de la poesía de Gloria Gervitz en la Serie de Lectura Frost, mayo de 2019: https://anchor.fm/podcastuntref/episodes/Serie-de-Lecturas-FROST–Gloria-Gervitz-El-viaje-en-lo-ms-solo-necesita-ser-compartido-Conferencia-completa-e41qo2.
82 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 222.
83 Ibíd., p. 33.
84 Ibíd., p. 174.
85Julia Kristeva, El genio femenino, 2. Melanie Klein. Traducción de Jorge Piatigorsky. Buenos Aires, Paidós, 2001, p. 149.
86 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 186.
87 Ibíd., p. 224.
88 Ibíd., p. 205.
89 Ibíd., p. 196.
90 Mark Schafer, “El testimonio del oyente”, en Crítica. Revista literaria, 184. Puebla, BUAP, 2018, p. 99.
91 Julia Kristeva, El genio femenino, 2., p. 272.
92 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 96.
93 Ibíd., p. 194.
94 Michel de Certeau, ed. cit., p. 234.
95 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 20.
96 Balthus, Memorias. Traducción de Juan Vivanco. Ciudad de México, Penguin Random House, 2019, p.99.
97La referencia de los versos de Dante y Garcilaso los tomé de Margit Frenk, Entre la voz y el silencio. La lectura en los tiempos de Cervantes. Ciudad de México, FCE, 2005.
98 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 240.
99 Walter Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Traducción de Angélica Scherp. Ciudad de México, FCE, 2004, p. 78.
100 Hugo Gola, Prosas. Córdoba, Alción, 2007, p. 24.
101 Ibíd., p. 40.
102Gloria Gervitz, Migraciones, p. 245.
103 Ibíd., p. 39.
104 Ibíd., p. 40.
105 Ibíd., p. 100.
106 Roland Barthes, El grano de la voz. Entrevistas 1962.1980. Traducción de Nora Pasternac. Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, p. 11.
107 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 165.
108 La expresión es de Vicente Huidobro.
109 Ibíd., p. 166.
110 Ídem.
111 Ídem.
112 Ídem.
113 Ibíd., p. 168.
114 Ibíd., p. 169.
115 Ibíd., p. 171.
116 Ibíd., p. 172.
117 Ídem.
118 Ídem.
119 Ibíd., p. 175.
120 Ibíd., p. 176.
121 Enrique Flores, Periquillo emblemático. Ciudad de México, UNAM, 2009. El libro de Enrique Flores ha sido de gran ayuda para pensar la relación de la escritura con la voz.
122 La expresión “mordeduras del entorno” es de Gola y la utiliza en varias entrevistas para hablar de la escritura de Rulfo.
123 Ricardo Piglia, “Uno escribe para saber qué es la literatura”, entrevista con Ana Solanes, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009, p. 137, http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmctx3w0.
124 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 42.
125 Ibíd., p. 227.
126 Ibíd., p. 173.
127 Ibíd., p. 21.
128 Ibíd., p. 175.
129 Ibíd., p. 192.
130 Ibíd., p. 204.
131 Juan José Saer, “El jardín secreto”, en El poeta y su trabajo, 18. Ciudad de México, UIA, 2004, p. 38.
132 Gloria Gervitz, “Algo sobre el poema Migraciones”, p. 28.
133 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 146.
134 Jean-Luc Nancy, Dar piel. Edición y traducción de Cristina Burneo Salazar. Quito, Trashumante, 2016, p. 41.
135 Gloria Gervitz, Migraciones, p. 162.

Traducción y notas de Alejandro Crotto.

 
Sobre el Infierno de Dante Alighieri nada tengo para decir más importante que el sabido consejo de animarse a entrar. Lo que esta versión quiere es redescubrir y recordarnos que el Infierno (que tantas veces está como sepultado debajo de su fama) es, antes que nada, un poema. O sea, un texto que se dirige a la inteligencia y la imaginación, sí, pero para trascenderlas despertando en quienes lo recorren un punto de íntimo gozo y verdad.
 
En italiano, ese poema está escrito en tercetos endecasilábicos de rima consonante encadenada; para decirlo de otro modo: en estrofas de tres versos de once sílabas, donde el primer verso rima consonantemente con el último, y el del medio marca la rima que aparecerá en el primer verso y el tercero de la siguiente estrofa, cuyo verso segundo, a su vez, indicará la rima del comienzo y final de la estrofa siguiente… Puesto así parece complicado, pero en realidad es bastante sencillo; por ejemplo, el canto XX, 3-15:
 

Io era già disposto tutto quanto                    endecasílabo a
a riguardar ne lo scoperto fondo,                    endecasílabo b
che si bagnava d’angoscioso pianto;               endecasílabo a consonante
e vidi gente per lo vallon tondo                    endecasílabo b consonante
venir, tacendo e lagrimando, al passo           endecasílabo c
che fanno le letane in questo mondo.              endecasílabo b consonante
Come ’l viso mi scese in lor più basso,      endecasílabo c consonante
mirabilmente apparve esser travolto              endecasílabo d
ciascun tra ’l mento e ’l principio del casso,   endecasílabo c consonante
ché da le reni era tornato ’l volto,               endecasílabo d consonante
e in dietro venir li convenia,                            endecasílabo e
perché ’l veder dinanzi era lor tolto.             endecasílabo d consonante
Forse per forza già di parlasia                       endecasílabo e consonante
si travolse così alcun del tutto;                    endecasílabo f
ma io nol vidi, né credo che sia.                      endecasílabo e consonante
 

El efecto, comenzada la lectura, es fascinante: es como si la progresión narrativa estuviera inscripta en la forma y sucediera desde allí. Al mismo tiempo, Dante escribe con una verdad tal que las rimas marcan el pulso de lo que nos está contando sin entorpecer nunca su desarrollo. Este cruce entre el claro hilo narrativo y la consumación formal (donde sentimos físicamente la apertura de la poesía) es uno de los aspectos medulares del poema. Otro, que también es un cruce, es el que se da entre el asombroso despliegue de la imaginación poética y un tono calladamente íntimo, con el que Dante nos acerca a él.

El desafío era traducir esa fascinación, traducir el latido que anima el viaje, e imaginé entonces una forma que recreara la dimensión generadora del ritmo rimado y a la vez me permitiera ser fiel al hilo narrativo: traduje los endecasílabos italianos en diferentes versos (en su mayor parte se trata de endecasílabos, pero también hay eneasílabos, versos de pies acentuales —sobre todo anapestos—, tridecasílabos, alejandrinos y heptasílabos, ya sea solos o combinados con pentasílabos) y mantuve la rima encadenada usando, además de rimas consonantes, rimas asonantes y rimas oblicuas. Las rimas consonantes son las rimas donde coinciden vocales y consonantes a partir de la última vocal acentuada, como entre “vida” y “perdida” (también las que agregan una letra sin alterar esa identidad, como por ejemplo “sentidas”). Las rimas asonantes son las rimas en donde son iguales las vocales desde la última vocal acentuada, pero pueden variar las consonantes, por ejemplo entre “congelado” y “caballo”, o “siempre” y “festejen”, o “río” y “camino”. Las rimas oblicuas son las que surgen al variar la vocal acentuada en una rima consonante, como por ejemplo entre “pronto” y “tanto”, o “leche” y “noches”, o “sol” y “piel”.

En algunos casos busqué otro tipo de rima de variación vocálica, como rimar “sombra” con “hombre”, o “males” con “palos”. Me permití también que el tercer elemento de una tríada rimara con el segundo aunque ya no con el primero; por ejemplo, que en el cierre de un terceto, “momento” rimara oblicuamente con “punto”, que había rimado asonantemente con “justo”.

Por último, varié levemente la disposición tipográfica de los versos y el corte estrófico, para ganar fluidez y subrayar la rima.

Queda así:
 

Estaba ya dispuesto y preparado                     endecasílabo a
para mirar el descubierto fondo                    endecasílabo b
que se bañaba de angustioso llanto,              endecasílabo a asonante

y sombras vi en lo hondo                              heptasílabo b consonante
que iban llorando y en silencio, lentas,      endecasílabo c
como las procesiones de este mundo.           endecasílabo b oblicua

Y cuando me incliné a mirar más cerca,    endecasílabo c asonante
retorcidas las vi monstruosamente              endecasílabo d
entre el pecho y la pera:                               heptasílabo c asonante

hacia la espalda apuntaba la frente,            endecasílabo d consonante
y entonces caminaban para atrás                   endecasílabo e
por no poder mirar hacia adelante.             endecasílabo d oblicua

A alguien la parálisis tal vez                         endecasílabo e oblicua
haya dejado así torcido todo,                      endecasílabo f
pero no creo, ni lo vi jamás.                          endecasílabo e consonante
 

Si todo salió bien, los detalles técnicos pasarán enseguida a un segundo plano: lo que hace que Dante sea Dante empieza cuando la forma se desvanece en su cumplimiento, abriéndonos su poesía. Nada me importó más, como dije, que traducir esa apertura. Quienes entren vivirán algo que no se olvida.

Comparto, después de cada canto, algunas notas con datos y comentarios. En general, provienen de las ediciones del Inferno de Natalino Sapegno y Anna Maria Chiavacci Leonardi —excelentes, por cierto, para quienes quieran después seguir más a fondo con la aventura en italiano.

Esta traducción no existiría sin las inspiradas clases de Claudia Fernández Speier y el entusiasmo de Lucas Brockenshire y Julián de la Mota: a los tres mi mejor agradecimiento.

—Alejandro Crotto

 

Canto XXVI

¡Alégrate, Florencia, eres tan grande,
que tus alas agitas sobre tierra y mar
y en el infierno tu fama se expande!

Cinco ladrones vi de la ciudad:
a mí me dio mucha vergüenza
y para ti no es motivo de honor.

Y si se cumple aquello que se sueña
al alba, has de sentir dentro de poco
lo que Prato, entre tantos, te desea.
Si ya hubiese ocurrido no sería pronto;
¡si lo que ha de pasar ya hubiera sido!;
cuanto más tarde me será más doloroso.

Dejando ese lugar detrás subimos
por las piedras que habíamos bajado,
guiándome el maestro en el camino;
y fuimos por un puente desolado,
todo de rocas y de escombros lleno,
asistidos los pies por nuestras manos.

Y me dolió, y ahora me duelo
cuando recuerdo lo que entonces vi,
y con prudencia mi ingenio refreno
para que lo conduzca la virtud:
si por mi buena estrella o mejor causa
recibí un bien, no he de arruinarlo yo.

Cuantas el campesino que reposa
en el cerro en el tiempo en que la cara
del sol menos se esconde, y es la hora
en que el mosquito a la mosca reemplaza,
ve en el valle luciérnagas abajo
en campos que quizá vendimia y ara,
tantas llamas entonces vi brillando
todo en lo hondo de la octava fosa
cuando llegué del puente a lo más alto.

Y como aquel que vengaron los osos,
que vio el carro de Elías que subía,
alzándose a los cielos majestuoso,
y él no pudo seguirlo con la vista,
solo una llama vio que se iba alzando,
perdiéndose como una nubecita,
así estas se movían por el fondo
sin revelar lo que adentro llevaban,
cada una ocultando un condenado.

Tan absorto en el puente yo miraba,
que si no logro asirme de un peñasco
me caía aunque nadie me empujara.

Me dijo el guía al verme así azorado:
“Los espíritus van dentro del fuego,
cada uno de su llama revestido”.

“Al escucharte”, respondí, “maestro,
confirmo lo que había imaginado,
e iba a preguntar: ¿quién está dentro
del fuego que está arriba separado
y parece surgiera de la pira
en que ardieron Eteocles y su hermano?”.

Me respondió: “Ahí se martiriza
a Ulises y Diomedes: los dos juntos
comparten el dolor, como antes la ira.

Se pena en esa llama el fraudulento
engaño del caballo de madera
que de la noble Roma fue el comienzo;
y el engaño también por el que, muerta,
a Aquiles le reprocha aún Deidamia;
y por el Paladión pagan la pena”.

“Si pueden hablar dentro de la llama”,
dije entonces, “maestro, te suplico
una vez y mil veces y otras tantas
que no me niegues esto que te pido:
esperemos que venga la llama dividida,
ya ves con qué deseo a ellos me inclino”.

“Tu súplica”, dijo Virgilio, “es digna
de alabanza, y por tanto lo concedo;
pero mantén tu lengua refrenada:

déjame hablar a mí, que ya he intuido
lo que quieres saber, y ellos serán
quizá ante ti, por ser griegos, esquivos”.

Después cuando la llama llegó al fin
donde juzgó oportuno mi maestro,
le comenzó de esta manera a hablar:

“Ustedes dos, que comparten un fuego,
si algún favor de ustedes merecí,
si algún favor, grande o pequeño,
por los versos que en vida yo escribí,
deténganse, y que uno de ustedes diga
dónde al perderse fue a morir”.

El mayor cuerno de la llama antigua
empezó a sacudirse murmurando
como una llama a la que el viento agita;
y la punta al final, yendo y viniendo,
como si fuese una lengua que hablara,
sacó afuera su voz, y dijo: “Cuando
dejé a Circe, tras que ella me tuviera
por más de un año cerca de Gaeta,
antes que así Eneas la llamara,
ni el dulce hijo, ni la reverencia
por el padre, ni el vínculo de amor
que debía a Penélope devota,

pudieron apagar en mí el ardor
por recorrer el mundo y conocer
los vicios de los hombres y el valor.
 
Por eso me lancé al abierto mar
con tan solo una nave y la pequeña
tripulación que no me quiso desertar.

Una costa y la otra vi hasta España,
pasando por Cerdeña y por Marruecos,
y otras islas que el mar rodeando baña.

Ya éramos yo y mis compañeros viejos
cuando llegamos al estrecho paso
que Hércules señaló porque más lejos
no se lanzara algún aventurado.

Y dejamos Sevilla a la derecha,
Ceuta a la izquierda habíamos dejado.

‘Oigan, hermanos’, dije, ‘que tras muchas
pruebas llegan ahora al Occidente,
a la poca vigilia que les quedan
a los sentidos nuestros no le nieguen
la experiencia de ahora continuar
detrás del sol, hacia el mundo sin gente.

Consideren su origen: a vivir
como brutos no han sido destinados,

sino a buscar la virtud y el saber’.

Con mis palabras los dejé tan ávidos
de seguir más allá nuestro camino,
que no habría podido sujetarlos.

Y así vuelta la popa al alba hicimos
los remos alas de insensato vuelo,
avanzando a la izquierda decididos.

Ya las estrellas del contrario polo
veíamos de noche, y no se alzaban
casi las nuestras del marino suelo.

Cinco veces prendida y apagada
habíamos visto la luz de la luna
desde que navegábamos las aguas,
y apareció una montaña, oscura
por la distancia: era tan imponente
que así no había visto yo ninguna.

La alegría fue llanto de repente,
porque de aquella tierra nueva vino
un viento que golpeó el barco de frente:
con toda el agua le hizo dar tres giros
y en el cuarto la popa hizo elevarse
y la proa se hundió, como otro quiso,
y volvió el mar sobre nosotros a cerrarse”.

 


Notas:

¡Alégrate, Florencia, eres tan grande,/ que tus alas agitas sobre tierra y mar/ y tu fama en el infierno se expande!: Célebre comienzo de uno de los más célebres cantos del Infierno. La exclamación de Dante apunta a lo que se ha visto en la fosa anterior: mientras Florencia prospera y crece, más ayuda a poblar el infierno.

Y si se cumple aquello que se sueña/ al alba: Se creía que lo que se soñaba al alba podía tener valor profético. Dante se refiere a un sueño que ha tenido, pero que no describe.

has de sentir dentro de poco/ lo que Prato, entre tantos, te desea: Al igual que muchas de las ciudades y los pueblos vecinos, Prato odia a Florencia y desea su destrucción.

Si ya hubiese ocurrido no sería pronto;/ ¡si lo que ha de pasar ya hubiera sido!;/ cuanto más tarde me será más doloroso: De dos maneras han sido leídos estos versos. Para los comentadores antiguos, lo que Dante dice es que cuanto más demore en producirse el castigo, más le dolerá porque más tiempo tendrá que esperar para saciar su sed de venganza. Los modernos, más compasivos, leen que Dante lamenta que siga pasando el tiempo, porque así Florencia acumula inequidades y por fuerza el castigo habrá de ser más duro.

y con prudencia mi ingenio refreno/ para que lo conduzca la virtud:/ si por mi buena estrella o mejor causa/ recibí un bien, no he de arruinarlo yo: Dado que en esta fosa se castiga a los que utilizaron fraudulentamente su inteligencia y su ingenio, Dante se recuerda que no debe dejar que su facultad poética vaya por delante de la virtud. Si el destino o la divinidad le han dado ese bien, que él no olvide subyugarlo virtuosamente. Los versos toman particular importancia al contrastarlos con el destino del insaciable Ulises.

Cuantas el campesino que reposa/ en el cerro en el tiempo en que la cara/ del sol menos se esconde, y es la hora/ en que el mosquito a la mosca reemplaza,/ ve en el valle luciérnagas abajo: La sintaxis es compleja también en italiano. Cuantas va con luciérnagas. La estación es el verano, y la hora en que el mosquito reemplaza a la mosca es el anochecer. O sea: cuantas luciérnagas ve el campesino desde el cerro hacia el valle al anochecer en verano, así vio Dante desde lo alto del puente una multitud de lucecitas lentamente errantes en la octava fosa. La imagen es feliz, lo que resulta raro en el infierno, y la complejidad de la construcción sirve para obligar al lector a detenerse en el pasaje. Es que hay que limpiarse de los ojos las horribles metamorfosis de la fosa anterior para llegar ante uno de los personajes centrales del Infierno.

Y como aquel que vengaron los osos: Es Eliseo, que vio a Elías subir al cielo en un carro de fuego, según se cuenta en el Libro Segundo de los Reyes. Lo de los osos viene poco después: mientras sube a Bethel unos chicos se burlan de su calvicie, y él los maldice en nombre de Dios y aparecen unos osos que matan a cuarenta y dos de ellos.

Tan absorto en el puente yo miraba,/ que si no logro asirme de un peñasco/ me caía aunque nadie me empujara: Es claro que Dante ha visto algo que lo atrae extraordinariamente.

y parece surgiera de la pira/ en que ardieron Eteocles y su hermano: Eteocles y Polinices, hermanos de Antígona, habían combatido el uno contra el otro y habían muerto en el campo de batalla el mismo día. Puestos en una misma pira funeraria, según cuenta Lucano, se generaron dos llamas independientes, por la enemistad irreconciliable que incluso muertos se tenían.

a Ulises y Diomedes: los dos juntos/ comparten el dolor: Ulises y Diomedes son dos de los héroes del ejército griego que venció en Troya. Están, según se dice, condenados por tres motivos: I) la estrategia del caballo de madera con la que finalmente conquistaron la ciudad (en consecuencia, Eneas y otros troyanos huyeron y fundaron Roma); II) el engaño por el cual los dos se inmiscuyeron en la corte de Licomedes para convencer a Aquiles que se sumara a la guerra, como sucedió para tristeza de su amada Deidamia; y III) por el robo del Paladión, o sea, la estatua de madera de Palas Atenea que estaba en Troya, cuyo robo perpetraron juntos.

maestro, te suplico/ una vez y mil veces y otras tantas/ que no me niegues esto que te pido: El deseo de Dante por escuchar a Ulises lo mueve a suplicar a Virgilio de manera inusualmente insistente.

y ellos serán/ quizá ante ti, por ser griegos, esquivos: Son los grandes héroes de la épica antigua. Solamente la mediación del autor de la Eneida puede hacer que se dignen a hablarles. También podría ser que Virgilio, advirtiendo la fascinación de Dante por Ulises, quiera mediar porque considera que esa fascinación es peligrosa.

y que uno de ustedes diga/ dónde al perderse fue a morir: Desaparece de la escena Diomedes y ya no aparecerá más; en quien estaba interesado Dante, intuye correctamente Virgilio, es en Ulises, y en particular, en cómo había sido el final de su vida.

Cuando/ dejé a Circe…: El Ulises que inventa Dante es uno de los puntos más altos del Infierno, y el entusiasmo por su figura muchas veces lleva a lecturas poco apegadas al texto. Un ejemplo típico es creer que Ulises cuenta que volvió a Ítaca y después, insatisfecho de la vida hogareña, volvió a lanzarse al mar. La lectura es muy sugerente y puede incluso justificarse, pero más bien pareciera que Dante pone en boca de Ulises el relato del resto de su vida a partir de lo último que se sabía por fuentes clásicas de él: la partida de la isla de Circe (Metamorfosis XIV, 154). Dante no había leído, como ninguno de sus contemporáneos italianos, la Odisea. También suele leerse lo que narra Ulises como un viaje directo hasta su naufragio, pero pareciera que entre los versos 103 y 106 han pasado muchos años.

pudieron apagar en mí el ardor/ por recorrer el mundo y conocer: En Ulises aparece delineado el nuevo paradigma que verán los siglos siguientes: el ser humano ya no acepta autoimponer un límite a su deseo de explorar y conocer. Científicos, navegantes, toda la aventura humana desde el Renacimiento aparece prefigurada en él. No resulta demasiado auspicioso encontrarlo en uno de los puntos más bajos del infierno, pero sin duda ese sería el pronóstico de Dante sobre buena parte de la modernidad.

cuando llegamos al estrecho paso/ que Hércules señaló porque más lejos/ no se lanzara algún aventurado: Es el estrecho de Gibraltar, a partir de allí comenzaba lo inexplorado.

detrás del sol, hacia el mundo sin gente: Se creía que el hemisferio sur estaba deshabitado.

Cinco veces prendida y apagada/ habíamos visto la luz de la luna: O sea que pasaron cinco meses navegando hacia el hemisferio austral.

y apareció una montaña, oscura/ por la distancia: Esa montaña es el purgatorio (vacío para ese entonces), pero Ulises lo ignora. La aparición de esa gigantesca montaña y la tragedia que súbitamente se desata hasta que vuelve a cerrarse el mar en calma es uno de los pasajes más leídos y comentados del Infierno.

y la proa se hundió, como otro quiso: Evidentemente, con lo de “como otro quiso” se refiere a Dios. La fórmula es importante porque Dante repite esas palabras al llegar al purgatorio, lo que establece un contrapunto entre ambos personajes: si el viaje de Dante responde al designio providencial, el de Ulises responde a su inmoderado deseo de conocer.

 


* Extracto del libro Infierno, de Dante Alighieri, publicado a fines de 2020 y reproducido aquí por cortesía de Audisea Editora (Argentina) en su colección Artesa.