……………………………….. Universidad Nacional de Colombia, colección Poesía, Bogotá, 2004. |
Lecciones de fagot Por Ramón Cote Baraibar Fernando Linero es un hombre de pocas palabras. Y las personas de pocas palabras tienen una enorme ventaja frente a las personas que hablan mucho: corren menos riesgo de equivocarse. Lo mismo se puede decir con las personas que publican poco pero que publican lo justo. Como es el caso que esta noche nos convoca. A pesar de su origen samario y de su dedicación a la música, de lo que se podría deducir un carácter festivo, Linero parece haber escogido un camino poético de la mesura y la contención. Prueba de ello es su más reciente producción, Lecciones de fagot, libro que se desmarca claramente de su anterior trabajo, representado en los siguientes títulos: Sonata del sonámbulo (1980), La risa del saxo (1985), Guijarros (1990), Aparte de amor (1993) y Palabras para el hombre (1998).
Si Darío Jaramillo Agudelo había señalado que su poesía estaba “llena de sonidos, de colores, de pájaros, de sabores frescos, de sensualidad”, ahora la reflexión, la duda, la no exaltación, empiezan a abrirle paso a lo que podría ser una segunda etapa en su producción poética. Ya no vemos esos cantos de amor como cuando dijera:
Ya no estamos
El asunto que encierra este libro es otro, y de esa manera su elaboración no es ajena a su voluntad de expresar lo máximo con el mínimo de elementos. Ahora el poeta se sitúa en lo tenue, avanza hacia eso que está detrás y casi nadie advierte, hacia tanta parte callada.
Hablar de la presencia de la música en la obra de Fernando Linero es como llover sobre mojado. El autor, quien nos ha dado sonatas a manos llenas, quien ha llevado hasta sus versos el melancólico y exultante sonido del saxo, quien nos ha hecho mecer al ritmo cadencioso de sus versos, ahora nos ofrece el misterio de otro instrumento: el fagot. Y en varias lecciones, como para que aprendamos de una vez por todas a distinguir su sonido en medio de una orquesta.
Este libro, Lecciones de fagot, logra en cada poema hilvanar un pensamiento, atrapar con una sutil red de palabras una sensación fugaz, acompasar al sonido melancólico de este instrumento el aullido del perro o de la lluvia, como también los sonidos de la casa, para lograr una melodía, un tono pausado y meditativo, ajeno a la estridencia, a la disonancia, a la vertiginosa rapidez de lo cotidiano, sin que por ello se aparte del mundo que lo rodea. Por el contrario, lo asocia en sus asuntos, pero de una manera asordinada.
Logra Linero en poemas breves que el lector entre en sintonía y alcance la misma frecuencia de sus pensamientos, de allí que encontremos versos que parecen aforismos o poemas que parecen dictados por un fantasmal director de orquesta. Entre los primeros quisiera citar algunos ejemplos como este que dice:
O este otro que dice:
O cuando dice que los amantes son
Y del segundo grupo, ese coro fantasmal que recorre como un viento transparente cada una de sus páginas, quisiera llamar la atención hacia estos misteriosos versos que dicen
O también cuando expresa
En el excelente prólogo, Gabriel Arturo Castro menciona que “pese a la persistencia de la imagen musical, lo demás lo cobija una atmósfera desleída, para nada circunspecta. La liviana sensualidad de esta poesía se disuelve en una sensación de fugacidad y de vacío”. Y ésta, es a mi modo de ver, la sensación que produce el escuchar el sonido del fagot: una melancólica melodía hecha de plenitud sostenida, de fugacidad y de vacío. Así estos poemas han logrado traspasar las fronteras mentales del lector para instalarse en un espacio donde el sentido, la armonía y la belleza no son lo que más importan, sino que apuntan a otro espacio, más inasible, más misterioso, menos celebrativo, que Fernando Linero explora con la minuciosidad de quien ensaya una y otra vez una melodía que se le escapa y que va, de lección en lección, hasta encontrar ese tono justo. Se trata, entonces, para decirlo con un verso del autor, de “tácitas confesiones que están allí donde no llega la literatura”.
Tenemos que estar agradecidos porque Fernando Linero ha sabido convertir ese instrumento de viento en un eficaz instrumento de sus palabras, que resuenan en ese salón vacío que es nuestra memoria.
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