Versión al español de José Saed Ayub

Auguste Rodin, Orphée et Eurydice. Mármol (1887-1893). Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
El episodio que se presenta a continuación corresponde a la historia de Eurídice y Orfeo, cuya versión más famosa y detallada se encuentra, como el mito de Píramo y Tisbe, en las Metamorfosis (X, 1-85) de Ovidio (43 a. n. e. – 17 d. n. e.). Narra la historia de Eurídice y del divino Orfeo —hijo de Apolo, el dios de la música, y de Calíope, la musa de la poesía épica y de la elocuencia—. Al contrario de otros episodios mitológicos, nada dice Ovidio sobre cómo se enamoraron los personajes. Sabemos, sin embargo, que, siendo hijo de quien era, Orfeo era capaz de conmover con su canto a los animales, a las piedras y a los árboles.1 Así había logrado enamorar a Eurídice, con quien finalmente se había casado. Pero ya desde la propia boda se presagiaba un desenlace funesto, pues, aunque Himeneo había en efecto asistido a la ceremonia, su antorcha nunca había terminado de encender. Al poco tiempo del casamiento, el mal augurio se confirmaba cuando moría Eurídice, mordida en el tobillo por una serpiente. Cansado de llorarla, Orfeo se decide a intentar lo que nadie nunca ha logrado: descender al inframundo en su busca y volver, con ella, al reino de los vivos. Ya abajo, tomando su cítara y pulsando sus cuerdas, emprende un hermosísimo discurso que todo lo suspende, incluso el castigo de Tántalo, el de Ixión, y el del mismo Prometeo y el de Sísifo, quienes detienen la ansiedad de sus tareas para escuchar al poeta. Con este canto, Orfeo busca persuadir a los dioses del inframundo, Hades y Perséfone, de que devuelvan a su esposa al reino de los vivos. Los dioses —a quienes ninguna emoción suele afectar— esta vez acceden, conmovidos. No obstante, estipulan una sola condición: que Orfeo no vuelva la mirada hasta no haber salido de los valles avernos. Él encabeza el ascenso al reino de los vivos, mientras ella lo sigue por los mudos silencios (per muta silentia). Ya cerca de la meta, es tal el silencio, la oscuridad y lo escarpado del camino, que el amante, inquieto y ansioso (metuens avidusque), vuelve los ojos, por saber si su amada todavía lo acompaña. Pero lo único que ve es cómo Eurídice es jalada hacia atrás (relapsa est), y cómo extiende todavía los brazos, luchando por tocarlo y por que él la toque, pero “la infeliz nada alcanza, más que aires que escapan” (“nil nisi cedentes infelix arripit auras”). Así, ahora arrastrada por el vacío, Eurídice muere por segunda vez.
El texto latino está tomado de la edición crítica de Hugo Magnus, que aparece en Die Metamorphosen des P. Ovidius Naso, Buch VI-X, publicada en Gotha, por F. A. Perthes, en 1885.
De ahí, por el cielo inmenso, velado con velo dorado,
se aparta Himeneo, y a las costas de los cícones torna
y en vano es llamado por la voz de Orfeo.
Es cierto, aquél asistió, mas no trajo las palabras rituales,
ni los gestos alegres, ni el favorable presagio.
También la antorcha estridente, que él sostenía,
estuvo siempre con lacrimógeno humo, y ningún fuego halló en su ajetreo.
Más grave fue el final que el augurio: pues, cuando la nueva esposa
vagaba entre hierbas, acompañada por una turba de ninfas,
murió por el diente de una serpiente, que recibió en el tobillo.
Cuando fue suficiente lo que lloró a las luces del día
el poeta de Ródope,2 para intentar también las penumbras,
se atrevió a descender, por la puerta del Ténaro,3 hacia la Estigia;
y entre pueblos ligeros y consumados espectros con la sepultura,
se dirigió hacia Perséfone y al que los grises reinos gobierna,
el señor de las sombras. Y, pulsando las cuerdas para el canto,
así dijo: “Oh, dioses del mundo bajo la tierra erigido,
al que caemos todos los que nacemos mortales,
si es lícito y, depuestos los rodeos de voz simulada,
me permiten decir la verdad, no bajé aquí para ver el opaco
Tártaro, ni para apretar la, hirsuta en culebras,
triple garganta del monstruo meduseo:
la causa del viaje es mi esposa, en quien una serpiente pisada
difundió su veneno, y arrebató los años mejores.
Quise poder soportarlo y no negaré haberlo intentado:
venció Amor. En las voces de arriba este dios es bien conocido;
dudo si aquí también lo sea: pero que también lo es aquí, adivino,
y si no es mentira el rumor del rapto antiguo,4
a ustedes también los unió Amor. Yo, por estos lugares llenos de miedo,
por este Caos inmenso y por los silencios de este reino desierto,
que retejan, les ruego, de Eurídice, el apurado destino.
Todo está destinado a ustedes y, demorados un poco,
más tarde o más pronto al mismo lugar nos apuramos.
Todos nos dirigimos aquí, ésta es la última casa,
y ustedes gobiernan los amplísimos reinos de la raza humana.
Cuando, adulta, haya cumplido los legítimos años,
ella también estará en su poder: les ruego como favor su disfrute;
mas si la voluntad divina niega el perdón a mi esposa,
estoy seguro de no querer regresar: gocen con la muerte de ambos”.
Mientras dice eso y acomoda las cuerdas a sus palabras
las exangües almas lloraban: y Tántalo la ola huidiza
no intentó capturar, y la rueda de Ixión se detuvo,
y las aves no desgarraron el hígado, y descansaron de sus vasijas
las Bélides, y tú, Sísifo, te sentaste en tu roca.
Es fama que entonces se mojaron con lágrimas, por el canto vencidas,
las mejillas de las Euménides,5 por vez primera. Ni la regia esposa
ni el que gobierna el infierno se atreven a negarse al que ruega,
y llaman a Eurídice. Estaba ella entre las sombras recientes
y, debido a la herida, avanzó con paso tardado.
El rodopeo Orfeo la recibe y, a la vez, también el mandato
de no volver los ojos atrás, hasta no haberse apartado
de los valles avernos: o quedarán sin efecto los futuros regalos.
Por los mudos silencios, recorren, cuesta arriba, el camino
escarpado, oscuro, denso de niebla sombría.
No estaban lejos de la orilla más alta de tierra:
aquí, para no separarse, inquieto y ansioso por verla,
volvió el amante los ojos; y ella fue enseguida arrastrada hacia abajo
y extendiendo los brazos, y luchando por asir y por ser asida,
la infeliz nada alcanza, más que aires que escapan.
Y, muriendo otra vez, ya no se quejó de su esposo:
¿pues de qué podría quejarse, sino de haber sido amada?
Y dijo el último “adiós”, que él recibió en los oídos apenas,
y al mismo lugar fue de nuevo devuelta.
Orfeo, por la doble muerte de su esposa, quedó estupefacto,
no de otra forma que el que, cobarde, vio los tres cuellos del perro
—el del centro llevaba cadenas—, quien por el terror no fue abandonado
antes que por su naturaleza primera, cuando la piedra surgió por su cuerpo.6
Tal como Oleno, que asumió para sí el delito y prefirió ser visto como culpable,
y tú, confiada en tu imagen,
desgraciada Letea, juntísimos corazones otrora,
piedras ahora que el húmedo Ida soporta.
Al que ruega y cruzar de nuevo desea en vano
el barquero había rechazado. Con todo, por siete días, él, descuidado,
en la ribera, sin el regalo de Ceres,7 se mantuvo sentado:
la inquietud y el dolor de su alma y las lágrimas fueron su vianda.
Quejándose de que los dioses del Érebo eran crueles,
al alto Ródope se retira y al Hemo batido por el viento del norte.
Tres veces el Titán8 había terminado el año, cerrado por los peces marinos,9
y Orfeo había rehuido todo amor femenino,
ya porque mal había resultado,
ya porque su palabra había dado. Aunque muchas tenían el deseo
de unirse al poeta, muchas sufrieron la pena de ser rechazadas.
Él, entre los pueblos de Tracia, también fue el responsable
de que el amor se transfiera a los tiernos varones
y, antes de la juventud, se goce la breve primavera de la edad y las flores primeras.
Inde per inmensum croceo velatus amictu
aethera digreditur Ciconumque Hymenaeus ad oras
tendit et Orphea nequiquam voce vocatur.
Adfuit ille quidem, sed nec sollemnia verba
nec laetos vultus nec felix attulit omen.
Fax quoque, quam tenuit, lacrimoso stridula fumo
usque fuit nullosque invenit motibus ignes.
Exitus auspicio gravior: nam nupta per herbas
dum nova naiadum turba comitata vagatur,
occidit in talum serpentis dente recepto.
Quam satis ad superas postquam Rhodopeius auras
deflevit vates, ne non temptaret et umbras,
ad Styga Taenaria est ausus descendere porta;
perque leves populos simulacraque functa sepulcro
Persephonen adiit inamoenaque regna tenentem
umbrarum dominum. Pulsisque ad carmina nervis
sic ait: “O positi sub terra numina mundi,
in quem reccidimus, quidquid mortale creamur,
si licet et falsi positis ambagibus oris
vera loqui sinitis, non huc, ut opaca viderem
Tartara, descendi, nec uti villosa colubris
terna Medusaei vincirem guttura monstri:
causa viae est coniunx, in quam calcata venenum
vipera diffudit crescentesque abstulit annos.
Posse pati volui nec me temptasse negabo:
vicit Amor. Supera deus hic bene notus in ora est,
an sit et hic, dubito. Sed et hic tamen auguror esse;
famaque si veteris non est mentita rapinae,
vos quoque iunxit Amor. Per ego haec loca plena timoris,
per chaos hoc ingens vastique silentia regni,
Eurydices, oro, properata retexite fata.
Omnia debemur vobis, paulumque morati
serius aut citius sedem properamus ad unam.
Tendimus huc omnes, haec est domus ultima, vosque
humani generis longissima regna tenetis.
Haec quoque, cum iustos matura peregerit annos,
iuris erit vestri: pro munere poscimus usum.
Quod si fata negant veniam pro coniuge, certum est
nolle redire mihi: leto gaudete duorum.”
Talia dicentem nervosque ad verba moventem
exsangues flebant animae: nec Tantalus undam
captavit refugam, stupuitque Ixionis orbis,
nec carpsere iecur volucres, urnisque vacarunt
Belides, inque tuo sedisti, Sisyphe, saxo.
Tunc primum lacrimis victarum carmine fama est
Eumenidum maduisse genas. Nec regia coniunx
sustinet oranti nec qui regit ima negare,
Eurydicenque vocant. Umbras erat illa recentes
inter et incessit passu de vulnere tardo.
Hanc simul et legem Rhodopeius accipit Orpheus,
ne flectat retro sua lumina, donec Avernas
exierit valles: aut inrita dona futura.
Carpitur acclivis per muta silentia trames,
arduus, obscurus, caligine densus opaca.
Nec procul afuerunt telluris margine summae:
hic, ne deficeret, metuens avidusque videndi
flexit amans oculos; et protinus illa relapsa est,
bracchiaque intendens prendique et prendere certans
nil nisi cedentes infelix arripit auras.
Iamque iterum moriens non est de coniuge quicquam
questa suo: quid enim nisi se quereretur amatam?
Supremumque “vale,” quod iam vix auribus ille
acciperet, dixit revolutaque rursus eodem est.
Non aliter stupuit gemina nece coniugis Orpheus,
quam tria qui timidus, medio portante catenas,
colla canis vidit, quem non pavor ante reliquit,
quam natura prior, saxo per corpus oborto;
quique in se crimen traxit voluitque videri
Olenos esse nocens, tuque, o confisa figurae,
infelix Lethaea, tuae, iunctissima quondam
pectora, nunc lapides, quos umida sustinet Ide.
Orantem frustraque iterum transire volentem
portitor arcuerat. Septem tamen ille diebus
squalidus in ripa Cereris sine munere sedit:
cura dolorque animi lacrimaeque alimenta fuere.
Esse deos Erebi crudeles questus, in altam
se recipit Rhodopen pulsumque aquilonibus Haemum.
Tertius aequoreis inclusum piscibus annum
finierat Titan, omnemque refugerat Orpheus
femineam venerem, seu quod male cesserat illi,
sive fidem dederat. Multas tamen ardor habebat
iungere se vati, multae doluere repulsae.
Ille etiam Thracum populis fuit auctor amorem
in teneros transferre mares citraque iuventam
aetatis breve ver et primos carpere flores.
1 Cf. Ovidio, Metamorfosis, XI, 1-2 y Apolodoro, Biblioteca, I, 3, 2.
3 Promontorio en Laconia donde se pensaba que había una de las entradas a los infiernos.
4 El rapto lo cuenta el propio Ovidio en Metamorfosis, V, 341-348.
5 Las Erinias, a las que también se conocía como Euménides y, en latín, como Furias.
6 El perro al que se refiere Ovidio es Cerbero, que tenía tres cabezas y era capaz, como Medusa, de convertir en piedra al que lo miraba.
7 Es decir, sin probar alimento.
8 El titán Hiperión, sc. el sol.
9 Piscis es el último signo del zodíaco. Los griegos lo conocían como el zodiakós kýklos, que en español sería “la rueda” o “el círculo de los animales”. Por tal motivo, Ovidio escribe que los peces marinos cierran el año, esto es: el círculo del zodíaco.
Autor
Publio Ovidio Nasón
/ Sulmona, República romana, 43 a. n. e. – Tomis, Imperio romano, 17 d. n. e. Considerado uno de los tres poetas canónicos de la literatura latina. Sus obras más famosas son las Metamorfosis, una de las fuentes más importantes de mitología clásica, y el Arte de amar. Su fama en la Antigüedad tardía y la Edad Media lo volvieron una de las mayores influencias en la literatura occidental. Murió en el exilio en la actual Constanza, Rumania, por órdenes del emperador Augusto.