Ya nunca nadie podrá decirme estas no son horas
2014
departamento en la calle
sarmiento, buenos aires.
Un camión de basura produce un estruendo en el reposo nocturno. Una caja de cartón abierta sobre la mesa de luz, otras apiladas en el piso de la habitación. Mañana las vendrá a buscar un recolector de Cáritas. Por ahora son muchas y están acumuladas en desorden. Juana abre los ojos y ve la ropa amontonada, azul marino, verde, la capa negra que a Hugo le gustaba usar. Mientras no termine de guardar sus cosas y cierre las cajas, sabe que no podrá conciliar el sueño. Quiere mandarlo lo más lejos posible. Ver su ropa caminando en el mundo de los vivos le resultaría simplemente insoportable.
Se levanta y va a la cocina. En la mesa de mármol hay restos de queso y fiambre, botellas de torrontés vacías, una copa. Abre la heladera, que tiene mucho espacio libre porque no anda de ánimo para probar nuevas recetas, y se sirve un vaso con agua. En el reloj de pared ve que son las tres de la mañana. Las piernas, que sostienen su cuerpo alto y enorme, le duelen.
Camina hasta su punto panorámico preferido del departamento de la calle Sarmiento, al ventanal de cuatro metros de ancho en el octavo piso, desde donde se observan las luces de la ciudad y la cúpula refulgente del Congreso. El living es amplio: tiene una pared lateral pintada de borravino y otras tres del color del trigo, un mueble largo de laca negra sobre el otro lateral y en el centro una mesa amplia de madera oscura con sus sillas, pensada para recibir invitados. Los cuadros, las esculturas y las porcelanas conforman una pequeña exhibición. A diferencia de lo que se espera de la casa de una escritora, no hay allí una biblioteca desbordante, el lugar parece más bien una pequeña galería. Los libros, repartidos entre estantes y armarios, están en su cuarto de trabajo. Las rodillas le tiran y se sienta en uno de los dos sillones de madera del living; se recuesta en el respaldo, que tiene la forma de una trompa de elefante.

Casamiento de Juana Bignozzi y Hugo Mariani.
Cortesía del Archivo Juana Bignozzi.
Cuando Juana y Hugo vivían en Barcelona, daban largas caminatas por la “ciudad con cuestas que me hartan”, como la llama en un poema. Una de esas veces vio los sillones, y desde entonces, cada vez que pasaba por ahí, se detenía un momento para observarlos con mayor atención. Una tarde desaparecieron de la vidriera. Desolada, Juana volvió a la casa para contarle a Hugo que alguien había comprado los sillones que ella quería y al abrir la puerta se los encontró en el living. Varios años después, los amados sillones viajaron en barco hasta Buenos Aires. Ahora la madera maciza está vieja, marcada, y ella piensa a quién le podrían gustar.
Ya son las cuatro de la mañana. En el minibar con ruedas busca una lapicera, la encuentra detrás de un portarretratos con la foto de su casamiento, que se sostiene entre porcelanas de elefantes; abajo hay una decena de botellas de licor y vasos de aperitivos. Escribe con la urgencia del alumbre un poema que se transformará en pedido o un pedido que se volverá poema:
necesito un albacea
la lucidez nos ha llevado a no tener hijos
la lucidez de mis padres me llevó
a no tener hermanos
o sea a no tener sobrinos
la ideología de mi marido lo llevó
a no tener familia
Esta noche empieza a pensar en lo que va a pasar cuando ella ya no esté. Al no haber herederos naturales (ni hijos ni sobrinos ni familia política), ¿cómo elegir a quién dejarle los libros, las porcelanas italianas, los cuadros, los sillones, el departamento? Y algo más: se pregunta quién será ese o esa joven que podría recibir la otra herencia, el arsenal de papeles escritos a pulso, de carpetas y folios con textos inéditos, pasados a máquina, que todavía no tienen forma pero que compondrán un libro final; quién ordenará lo que ahora aparece suelto y desgajado, a quién puede legarle ese conjunto pulsante de emoción.
y ahora todos los cuadros los objets d’art […]
deben tener un destino
¿la lucidez es el desamparo?
¿la lucidez termina en un testamento para extraños?
pienso todo el día en mi albacea
Diversas personas a lo largo del tiempo ocuparon ese lugar vacante en su cabeza, “maravillosos chicos renegados de clase alta”, diferentes amigos que fueron sus discípulos, testigos que sostuvieron y avivaron delicadamente las brasas chispeantes de su conversación. Al final quedaron los tres que la acompañaban en sus últimos momentos.
En esta madrugada solitaria ella ya sabe lo que va a hacer. O lo intuye. Arma listas con nombres e indicaciones. Es precisa hasta el detalle pictórico, imagina el ambiente y, como si fuera una acuarela, le agrega un color. Planifica su escenario último mientras la luz empieza a entrar por la ventana.
El insomnio no es nuevo para ella. A los 70 años escribe el poema “Entre las 2 y las 5 no duermo”, en el que conjetura que alguien joven, a esa misma hora, estará escribiendo la mejor poesía de su ciudad. A los 60 se queda despierta hasta las cuatro mirando la amplia esquina del Ensanche barcelonés, donde vive, mientras hace cuentas para ver si les alcanzaría para volver a vivir en Buenos Aires. A los 50 se toma la noche para terminar de revisar una traducción de Marguerite Duras que tiene que entregar al día siguiente. A los 30 brinda en el primer piso de la librería Galatea, en una presentación a la que van todos sus amigos y compañeros de militancia. A los 20 se queda charlando y bebiendo en un bar de la calle Corrientes —“no se engañe con La Paz yo iba al Politeama con novios impresentables”— hasta la hora de tomar el último trolebús que la devuelva a su casa. A los 17, joven y llena de dudas que se expanden en la noche, en la mesa de cocina de la casa de Saavedra escribe sus primeros versos y se pregunta si va a poder ser poeta.
Todo se une con la noche. Era su laboratorio. Quizá por haber llegado al mundo, en la maternidad Pardo, antes de la madrugada. Aquietados los ruidos, se sumergía en cavilaciones profundas, decisivas; era el sigilo necesario en el que descansaba del runrún cotidiano y sus ideas tomaban apariencias tal vez más definitivas, las preguntas se formulaban con mayor claridad. Era el momento en el que podía sopesar antes de decidir. Cuando se pierde la utilidad llega la poesía.
Nunca era suficiente una botella de vino blanco. Tomaba dos, a veces tres. Cuando ya estaba en sus 70 años resultaba muy difícil, incluso para quienes teníamos cuarenta años menos, seguirle el tren. “¿Ya se quieren ir?”, decía al verte manoteando el bolso. “Serviles algo más a los chicos, Hugo”. Se llenaba otra copa, se conversaba, se reía, y cuando volvías a mirar la hora ya era de mañana y se escuchaban los cantos iterativos de los zorzales.
“Haber sido feliz me ha impedido hablar mal de los jóvenes, los jóvenes son mis amigos. Sigo amando la noche, sigo amando el vino, y donde puedo me acuesto a las cinco de la mañana. Pasó mi vida, por suerte yo soy muy vulgar en eso y estoy contenta de mi vida. Posiblemente no me equivoqué en las opciones fundamentales y me sigo peleando como si tuviera 20 años”, dijo en una entrevista de 2003.

Juana Bignozzi, ca. 1960.
Cortesía del Archivo Juana Bignozzi.
En la contratapa de Novísimos, el último libro de Bignozzi, editado póstumamente por Adriana Hidalgo, Martín Rodríguez escribe: “La muerte la encontró a Juana Bignozzi con las previsiones del caso: un apunte con el modo en que quería ser enterrada, el color de las flores que sus amigos debíamos llevar, la indicación principal de una tumba sin cruz y el cementerio público donde debía hacerse. Sobre estos detalles reposa también una contraseña del lugar que ocupó su escritura: que la muerte no tenga la última palabra”.
Cuando yo esté muerta un libro va a llevar mi nombre
se llamará obra completa porque nunca más
podré agregar una línea […]
crearán un personaje de papel
después de todo
tal vez solo fui eso
una mujer que sólo tomó en serio su compromiso con unas ideas
un hombre
y las palabras
Sus últimos días se extendieron por más de un año. Empezó a pensar en el legado y en la herencia exactamente el 8 de diciembre de 2013, cuando murió Hugo Mariani, su marido por cuarenta y cuatro años, el compañero de toda una vida. Él era once años más joven, y ella pensó siempre que la iba a sobrevivir, que él iba a encargarse de todo, también de ser su albacea.
El día que dejes de hablarme de manera irónica
seca y un poco desatendida
sabré que me estoy muriendo
el día que dejes de decirme
por favor se habla con el subjuntivo lo has olvidado
no se viste uno con flores y rayas […]
sabré que ya ha llegado el final
Sin embargo, no fue así. Un cáncer se llevó a Hugo demasiado pronto, de modo inesperado, al día siguiente de cumplir los 65 años. “Hugo Luis Mariani, q. e. p. d., falleció el 8-12-2013. Su esposa, Juana Bignozzi, con inmenso dolor, participa su fallecimiento”, escribió ella en su obituario. Lo lloró junto con su amiga Marcelina Jarma, las dos en solitario mientras lo velaban. La primera noche durmió en la casa de su amiga. Volver sin él al departamento fue muy difícil. Estar sin Hugo la desarmó, la dejó desamparada. En esos días escribió por mail a otra amiga: “Yo no quisiera seguir viviendo, pero nunca se sabe cuándo te morís”.
En pleno duelo, se tomó un tiempo, muchas noches blancas, para planear qué pasaría después de su propio final. Quizás por eso la muerte la encontró con todo organizado. Las flores amarillas para que la despidieran los amigos, lo que debía decir la lápida. Ni velorio ni discursos: que llevaran el ataúd directamente al cementerio, que depositaran el cajón lustrado más económico directamente en la tierra. Una tumba sin cruz en el Cementerio de la Chacarita, donde están los restos de sus padres y de Hugo. Las disposiciones del testamento, hasta el más mínimo detalle, reparten bienes y responsabilidades entre los poetas Martín Rodríguez, Martín Gambarotta y Mercedes Halfon; también deja algo al portero del edificio, que la ayuda en el último tiempo. Cuando los tres van al estudio del abogado a escuchar la lectura del testamento, se enteran de que la albacea designada de la obra de Bignozzi es Halfon. El abogado estaba haciendo la sucesión de Hugo cuando murió Juana; tuvo que terminar las dos juntas.
Esas escenografías finales dicen mucho acerca de una vida. Los últimos días ella ocultó su deterioro. No le dijo a nadie que estaba sufriendo. Cuando ingresó al Hospital de Clínicas ya se sentía muy mal. La internaron una noche y falleció al mediodía siguiente a causa de una infección con absceso. Estaba anticoagulada, hubo que hacerle transfusiones de sangre. Nadie pensó que todo se iba a desencadenar tan rápido y a partir de algo que parecía menor.
En sus últimas horas estuvo acompañada por estos poetas, que se turnaron para ir al hospital. Aparte de ellos, sólo llegó una amiga histórica, testigo de los años anteriores de su vida, de su generación: Marcelina Jarma, que fue a verla cuando ella ya se encontraba inconsciente.
soy injusta
tengo a la juventud queriéndome me buscan un taxi
me preguntan si puedo subir la escalera.
¿Qué queda de una vida cuando alguien muere? ¿Cómo leer esos restos que parecen formas sobre la arena? La muerte interrumpe. La muerte altera. La muerte se lleva secretos que ya no serán revelados; suelta a los objetos, preciados y banales, de sus ataduras con un yo. Como si la muerte apagara el imán que mantenía unido a todo ese mundo arbitrario y caprichoso que compone a cada persona y las cosas la rodearan flotando, ingrávidas, perdidas. ¿Qué queda? ¿Y qué se hace con lo que queda?
Carpetas, archivos, testamentos, legados. Organizar es tomar conciencia de lo perdido. En el final ella hizo prevalecer las definiciones que la habían tenido tantas noches despierta, las decisiones que tomó sin temor.
veo amanecer como una mujer no como una joven temerosa
de la ley tu ley
el acero de esta luz para una mujer sola
que no debe temer sino decidir
La fecha exacta de la muerte de Juana es significativa en relación con Hugo. Ese día, el 5 de agosto de 2015, hubieran cumplido 45 años de casados. Ella quería morir en su ciudad. Su vida, tras múltiples vueltas, terminó describiendo un círculo casi perfecto. Nació en la Maternidad Pardo, de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, sobre la calle Uriburu al 900. Murió a los 78 años, a dos cuadras, en el Hospital de Clínicas, en Córdoba y Uriburu. El nacimiento y la muerte separados sólo por 200 metros:
enferma de significación
murió a unos metros de donde había nacido
* Capítulo del libro Juana Bignozzi. Todo se une con la noche, de Vanina Colagiovanni, Buenos Aires, Gog & Magog, 2024; editado también en Santiago de Chile, Ediciones Bastante, 2025.

Autor
Vanina Colagiovanni
Buenos Aires, Argentina, 1976. Autora de la novela Laguna, del volumen de cuentos Seamos felices acá y de los libros de poesía La novia de Kafka, Una no elige cuándo caerse, Lo último que se esfuma, Sala de espera y Travelling, así como del ensayo biográfico sobre la poeta argentina Juana Bignozzi. Todo se une con la noche. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, desde 2007 dirige la editorial Gog & Magog y desde 2019 integra el equipo editor del sello Cúmulus Nimbus.