Nota preliminar y traducciones de Alejandro Bekes
Quien se asoma a la vida mortal de Giacomo Leopardi (Recanati, Italia, 1798 – Nápoles, Italia, 1837), a su niñez y adolescencia aplicadas sin tregua a estudios de una desproporcionada exigencia, no puede menos que sentir asombro y consternación ante la inextricable mezcla de genialidad precoz y de radical invalidez (invalidez provocada o agravada por el aislamiento, por el cerrado ambiente familiar y por su condición física) de cara a las cosas más llanas de la vida, o que a la mayoría le parecen más llanas; su condición de virtual prisionero que sólo puede escaparse escribiendo versos, versos propios, en medio de las incontables traducciones y notas eruditas que pueblan las “páginas transpiradas”, le sudate carte, de que le habla a su querida Silvia, ya fantasma, en uno de sus más hermosos poemas. Al mismo tiempo, la extrañeza o el desconcierto del lector se disipan al más ligero contacto con el maravilloso canto que es su poesía. Se diría, fantaseando un poco, que los átomos que pueden dar a este mundo hastiado una voz única no llegan a unirse sino en torno a una falta; una falta abismal. Una falta: a la vez una falla, un error y un vacío, una íntima ausencia, un hueco que haga de caja de resonancia a la cuerda destinada a vibrar. La explicación no alcanza, es claro; pero los talentos básicos del poeta: una percepción de sutileza exquisita, la inteligencia superior, la fantasía, la voluntad constructiva, la intensidad, la inventiva verbal, y sobre todo un oído y un dominio apasionado del lenguaje, están en Leopardi en su más alto grado, más allá de toda ponderación. Es evidente, casi hasta el escándalo, que traducirlo es profanarlo; aun así, la cercanía fraterna de su lengua, la belleza alcanzada sin esfuerzo visible, la incurable tristeza, parecen llamar “con gemido indecible” a quien ha contraído el hábito dudoso de traducir. Aquí estoy yo ahora, prologando bien o mal los pocos poemas suyos para los que he ido buscando por décadas un avatar castellano. Porque siempre en esto hay amor, y como en todo amor, también riesgo. El traductor lo siente en cada necesaria y penosa decisión que asume al poner la mano, que se siente torpe y pesada, sobre la delicadeza infinita del texto, sobre la intangibilidad tácita de la confidencia única, de la piedad musical.
El propio Leopardi, hallándose en Bolonia en 1826, escribió este resumen de su juventud, mostrándose en tercera persona, en una carta a su amigo Carlo Pèpoli:
Preceptores no tuvo sino para los primeros rudimentos, que aprendió de pedagogos, mantenidos expresamente en casa por su padre. En cambio, tuvo a su disposición una rica biblioteca, reunida por el padre, hombre muy amante de las letras.
En esta biblioteca pasó la mayor parte de su vida, tanto como se lo permitió su salud, destruida por sus estudios; los que comenzó independientemente de los preceptores a la edad de diez años, y que continuó luego siempre sin reposo, haciendo de ellos su única ocupación.
Aprendida, sin maestro, la lengua griega, se entregó seriamente a los estudios filológicos, en los que perseveró por siete años; hasta que, dañada la vista, y obligado a pasar un año entero (1819) sin leer, se dedicó a pensar y si aficionó naturalmente a la filosofía; a la cual, así como a la literatura que le es congenial, ha estado casi exclusivamente atento hasta el presente.
Con 24 años fue a Roma, donde rechazó la prelatura y las esperanzas de un ascenso rápido, que le ofrecía el cardenal Consalvi, gracias a las vivas instancias hechas en su favor por el consejero Niebuhr, por entonces enviado extraordinario de la Corte de Prusia en Roma.
Vuelto a la patria, de allí pasó a Bolonia, etcétera.
Sigue a esto un listado de sus obras publicadas hasta la fecha. Este viaje a Bolonia y a Milán era la segunda de sus “fugas” (la primera, como él dice, la había hecho a Roma, en 1822). Desde mucho antes, en su temprana adolescencia, Giacomo mantenía correspondencia con los más célebres eruditos de Italia y trataba con ellos de igual a igual. Lo distinto, sin embargo, es que en cierto momento empieza a escribir poesía propia y se revela como un poeta absolutamente original.
A fines de ese mismo 1826 Leopardi regresó a Recanati, donde pasó un lúgubre invierno, atormentado, según solía, por el frío, pero también por una persistente fatiga de sus ojos, que apenas le permitía leer. Trabajó, sin embargo, corrigiendo las pruebas de sus Operette Morali y redactando un índice temático para su diario, el Zibaldone dei pensieri. La familia y allegados lo recibieron con cierta admiración, pues ahora publicaba en revistas bien reputadas de Milán y Florencia; pero estos éxitos le daban otro pie para salir de la cárcel doméstica. Antes de finalizar el otoño de 1827, Giacomo, desoyendo el mandato paterno, resolvió mudarse a Pisa, donde, le habían dicho, los inviernos eran benignos.
Ríos de tinta ha hecho fluir la tenaz tiranía de Monaldo sobre su hijo superdotado y enfermo. Un fragmento de la correspondencia entre padre e hijo, que tomo prestado de la biografía escrita por Antonio Colinas, ilustra mejor que cualquier teoría cómo eran las cosas. Leopardi se había instalado en Pisa a su entero gusto, feliz con el clima de la ciudad, que le permitía trabajar hasta tarde con las ventanas abiertas y pasear a sus anchas, para descanso de su vista y de su cuerpo maltrecho. Giacomo le escribe a su padre a principios de noviembre, explicándole sus razones para alejarse de Recanati. El padre le responde, recriminándole “su continuo ir y venir” y ofreciéndole, si vuelve a la ciudad natal, una habitación con todas las comodidades para pasar el invierno “sin sentirlo”. Giacomo responde:
Pasa de Pisa a Florencia a comienzos de ese verano; sin embargo, enfermo y deprimido, asediado por la idea del suicidio, tras rechazar la insistencia afectuosa de sus amigos toscanos para que se quede con ellos, así como una oferta de incorporarse a la Universidad de Bonn, resuelve volver a Recanati para ver a los suyos antes de morir. No muere, sin embargo; y aun en la postración que le acarrea el retorno a la mezquina ciudad de su nacimiento, para la que no ahorra ningún desprecio, logra componer algunos de sus poemas más memorables y hermosos: “Le ricordanze”, “La quiete dopo la tempesta”, “Il sabato del villaggio”, “Il passero solitario” y el “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia”. La idea de este último le fue sugerida por unas líneas del barón de Meyerdorff, autor de un relato de viajes, donde se lee que, en ciertos pueblos de Oriente, algunos pastores “pasan la noche sentados sobre una piedra, mirando la luna e improvisando, sobre palabras muy tristes, cantos que no lo son menos”. Su hermana Paolina, que lo asiste en sus momentos más penosos, copia con amor los versos de Giacomo.
Repuesto y lleno de renovados proyectos, en la primavera de 1830 acepta la hospitalidad de sus amigos toscanos y parte rumbo a Florencia. El conde Montaldo no acude a despedir a su hijo, a quien no volverá a ver nunca. Desde Florencia le escribe a Paolina: “…Que sepan los recanateses, que vean con los ojos del cuerpo —que son los únicos que tienen— que el jorobado de los Leopardi sirve para algo en un mundo en el que Recanati ni siquiera es conocida por su nombre”.
En la patria de Dante se reencuentra con Antonio Ranieri, joven napolitano de familia noble, que lo acompañará en este último período de su existencia, y se enamora de Fanny Targioni, mujer casada que no habrá de corresponderle (enamorada de Antonio, que a su vez no le corresponde). En abril de 1831 se publica en la misma Florencia la primera edición de los Canti de Giacomo Leopardi, que tuvo un gran eco. Transcribo las palabras que su amigo Vincenzo Gioberti le escribe desde Turín:
Al parecer, la estrecha amistad con Ranieri alejó a Leopardi de sus amigos florentinos. En octubre de 1831 parten ambos a Roma. La estancia en la ciudad duró poco, sin embargo; retornan a Florencia a comienzos del año siguiente, faltos de dinero y atraídos por el odore di femmina que exhalaban la ya nombrada Fanny y una actriz a la que perseguía Ranieri. Todo fue decepción para Leopardi, quien poco a poco comprende que no hay ninguna esperanza de amor para él y escribe los desolados versos de Amore e morte y de A se stesso, cuya conclusión famosa no puede expresar mejor lo que se llama nihilismo, pero que encierra, además, una acusación directa contra Dios, “el horrendo poder que, oculto, en común daño impera”.
El destino último del poeta no será su tierra natal (que era para él, según decía, lo mismo que una tumba) sino Nápoles, la tierra de su amigo, adonde llega en 1833 precedido por su creciente fama. Allí pasará los cuatro años finales, marcados al final por el sufrimiento más extremo, en una larga y despiadada agonía. El poeta August von Platen, que lo visitó en 1834, se espantó de verlo, y dijo de él que llevaba “una de las vidas más miserables que se pueda imaginar”. También apuntó que su gran cordialidad y su vasta cultura disipaban enseguida la mala impresión inicial. En 1835 se publicó en Nápoles una segunda edición, ampliada, de sus Canti. Los lectores admiraban al poeta, pero cuando se paseaba por las calles los niños lo perseguían con burlas y hasta con piedras. También allí escribirá sus dos últimos grandes poemas, “Il tramonto della luna” y “La ginestra o il fiore del deserto” (“La retama o la flor del desierto”).
Giacomo Leopardi murió en Nápoles el 14 de junio de 1837, poco antes de cumplir 39 años.
La noche del día de fiesta
Dulce y clara es la noche y calla el viento,
y baña los tejados y los huertos
lenta la luna, revelando, lejos,
serenas las montañas. Oh mi amada,
ya callan los senderos, rara brilla
por los balcones la nocturna lámpara:
tú duermes; dócil sueño te retiene
en tu cuarto tranquilo, y no te muerde
ningún pesar; no sabes ya, ni piensas
en la herida que abriste aquí en mi pecho.
Tú duermes: yo este cielo, que benigno
quiere mostrarse, a saludar me asomo,
y a la naturaleza omnipotente,
que me entregó a la angustia. Aun la esperanza
te niego, dice, aun la esperanza; y nada
te hará brillar los ojos sino el llanto.
Distinto fue este día; ahora descansas
de divertirte; y quizá en sueños vuelven
cuantos de ti gustaron hoy y cuantos
te gustaron; no yo, que ya no espero
que en mí tú pienses. Y pregunto en tanto
cuánto más viviré, y aquí por tierra
me arrojo, y grito, y tiemblo. ¡Horrendos días
aun en tan verde edad! Ay, por la calle,
no lejos, oigo el solitario canto
del artesano que regresa, tarde,
tras los placeres, a su pobre albergue;
y con fuerza me oprime el corazón
pensar cómo en el mundo todo pasa,
casi sin dejar huella. Así se ha ido
el día festivo, y al festivo el día
vulgar le sigue, y se nos lleva el tiempo
todo humano acaecer. ¿Dónde está el eco
de los pueblos que fueron? ¿Dónde el grito
de los claros ancestros y el imperio
de Roma y de sus armas y el fragor
que anduvo por la tierra y el océano?
Todo es paz y silencio, el mundo todo
reposa y ya de aquellos no se habla.
En mi primera edad, cuando se espera
ansiosamente el día de fiesta, luego
que había pasado, yo angustiado, en vela,
me agitaba en el lecho; y ya muy tarde,
un canto que se oía en el sendero
alejarse muriendo poco a poco
me oprimía igualmente el corazón.
La sera del dì di festa
Dolce e chiara è la notte e senza vento,
E queta sovra i tetti e in mezzo agli orti
Posa la luna, e di lontan rivela
Serena ogni montagna. O donna mia,
Già tace ogni sentiero, e pei balconi
Rara traluce la notturna lampa:
Tu dormi, che t’accolse agevol sonno
Nelle tue chete stanze; e non ti morde
Cura nessuna; e già non sai nè pensi
Quanta piaga m’apristi in mezzo al petto.
Tu dormi: io questo ciel, che sì benigno
Appare in vista, a salutar m’affaccio,
E l’antica natura onnipossente,
Che mi fece all’affanno. A te la speme
Nego, mi disse, anche la speme; e d’altro
Non brillin gli occhi tuoi se non di pianto.
Questo dì fu solenne: or da’ trastulli
Prendi riposo; e forse ti rimembra
In sogno a quanti oggi piacesti, e quanti
Piacquero a te: non io, non già, ch’io speri,
Al pensier ti ricorro. Intanto io chieggo
Quanto a viver mi resti, e qui per terra
Mi getto, e grido, e fremo. Oh giorni orrendi
In così verde etate! Ahi, per la via
Odo non lunge il solitario canto
Dell’artigian, che riede a tarda notte,
Dopo i sollazzi, al suo povero ostello;
E fieramente mi si stringe il core,
A pensar come tutto al mondo passa,
E quasi orma non lascia. Ecco è fuggito
Il dì festivo, ed al festivo il giorno
Volgar succede, e se ne porta il tempo
Ogni umano accidente. Or dov’è il suono
Di que’ popoli antichi? or dov’è il grido
De’ nostri avi famosi, e il grande impero
Di quella Roma, e l’armi, e il fragorio
Che n’andò per la terra e l’oceano?
Tutto è pace e silenzio, e tutto posa
Il mondo, e più di lor non si ragiona.
Nella mia prima età, quando s’aspetta
Bramosamente il dì festivo, or poscia
Ch’egli era spento, io doloroso, in veglia,
Premea le piume; ed alla tarda notte
Un canto che s’udia per li sentieri
Lontanando morire a poco a poco,
Già similmente mi stringeva il core.
A la luna
Luna llena de gracia, yo recuerdo
que hace ya un año, sobre esta colina,
con angustia venía a contemplarte:
dabas entonces sobre aquella selva
como haces hoy, que toda me la aclaras.
Mas nebuloso y trémulo del llanto
que bajo el párpado nacía, a mis ojos
tu rostro aparecía, que penosa
era mi vida: y es, no cambia estilo,
oh amada luna. Y aun así me agrada
la remembranza, y evocar el tiempo
de mi dolor. ¡Oh, cómo grato ocurre
en la edad juvenil, pues larga fluye
aún la esperanza y la memoria es breve,
el recordar de las pasadas cosas,
aun cuando es triste y la aflicción perdura!
Alla luna
O graziosa luna, io mi rammento
Che, or volge l’anno, sovra questo colle
Io venia pien d’angoscia a rimirarti:
E tu pendevi allor su quella selva
Siccome or fai, che tutta la rischiari.
Ma nebuloso e tremulo dal pianto
Che mi sorgea sul ciglio, alle mie luci
Il tuo volto apparia, che travagliosa
Era mia vita: ed è, nè cangia stile,
O mia diletta luna. E pur mi giova
La ricordanza, e il noverar l’etate
Del mio dolore. Oh come grato occorre
Nel tempo giovanil, quando ancor lungo
La speme e breve ha la memoria il corso,
Il rimembrar delle passate cose,
Ancor che triste, e che l’affanno duri!
A Silvia
Silvia, ¿recuerdas todavía
el tiempo aquel de tu vida mortal
cuando resplandecía la belleza
en tus rientes ojos fugitivos,
y ascendías, alegre y pensativa,
tu umbral de juventud?
Sonaban los tranquilos
cuartos, la calle en torno,
con tu perpetuo canto
mientras atenta a la obra femenina
te sentabas, contenta
del vago porvenir con que soñabas.
Era el mayo oloroso: y tú solías
así llevar tus días.
Yo, dejando un momento
el grato estudio y las cansadas páginas
donde mi edad temprana
gastaba y aun de mí la mejor parte,
por los balcones del paterno albergue
al sonar de tu voz ponía el oído
y a tu mano veloz
que recorría la empeñosa tela.
Veía el sereno cielo
y las calles doradas y los huertos
y el mar a la distancia y aquí el monte.
Lengua mortal no dice
lo que el pecho sentía.
¡Qué pensamientos suaves,
qué armoniosa esperanza, oh Silvia mía!
¡Cómo entonces veíamos
la vida y el destino!
Cuando revivo la ilusión aquella,
una emoción me oprime
desconsolada, acerba,
y torno a padecer mi desventura.
¿Por qué, naturaleza,
por qué, naturaleza, tú no cumples
aquello que prometes? ¿Por qué engañas
de tal modo a tus hijos?
Sin que el invierno aun agostara el pasto,
ya tú, de un ciego mal vencida y rota,
morías, tierna amiga. No pudiste
ver la flor de tus años:
no te acarició el alma el dulce elogio
de tus cabellos negros,
o del mirar esquivo enamorado,
ni en los días festivos tus amigas
del amor te hablarían.
También moría mi esperanza dulce
poco después: también a mí el destino,
me negó, y a mis años,
la juventud. ¡Ay, cómo,
cómo te fuiste, amada compañera
de mi niñez, y tú, ilusión llorada!
¿Es éste el mundo aquel? ¿Éstos los goces,
el amor, los afanes, los sucesos
de los que tanto conversamos juntos?
Al surgir la verdad
caíste, desdichada: y con la mano
la muerte fría y la desnuda tumba
mostrabas a lo lejos.
A Silvia
Silvia, rimembri ancora
Quel tempo della tua vita mortale,
Quando beltà splendea
Negli occhi tuoi ridenti e fuggitivi,
E tu, lieta e pensosa, il limitare
Di gioventù salivi?
Sonavan le quiete
Stanze, e le vie d’intorno,
Al tuo perpetuo canto,
Allor che all’opre femminili intenta
Sedevi, assai contenta
Di quel vago avvenir che in mente avevi.
Era il maggio odoroso: e tu solevi
Così menare il giorno.
Io gli studi leggiadri
Talor lasciando e le sudate carte,
Ove il tempo mio primo
E di me si spendea la miglior parte,
D’in su i veroni del paterno ostello
Porgea gli orecchi al suon della tua voce,
Dd alla man veloce
Che percorrea la faticosa tela.
Mirava il ciel sereno,
Le vie dorate e gli orti,
E quinci il mar da lungi, e quindi il monte.
Lingua mortal non dice
Quel ch’io sentiva in seno.
Che pensieri soavi,
Che speranze, che cori, o Silvia mia!
Quale allor ci apparia
La vita umana e il fato!
Quando sovviemmi di cotanta speme,
Un affetto mi preme
Acerbo e sconsolato,
E tornami a doler di mia sventura.
O natura, o natura,
Perché non rendi poi
Quel che prometti allor? perché di tanto
Inganni i figli tuoi?
Tu pria che l’erbe inaridisse il verno,
Da chiuso morbo combattuta e vinta,
Perivi, o tenerella. E non vedevi
Il fior degli anni tuoi;
Non ti molceva il core
La dolce lode or delle negre chiome,
Or degli sguardi innamorati e schivi;
Né teco le compagne ai dì festivi
Ragionavan d’amore.
Anche perìa fra poco
La speranza mia dolce: agli anni miei
Anche negaro i fati
La giovinezza. Ahi come,
Come passata sei,
Cara compagna dell’età mia nova,
Mia lacrimata speme!
Questo è quel mondo? questi
I diletti, l’amor, l’opre, gli eventi,
Onde cotanto ragionammo insieme?
Questa la sorte delle umane genti?
All’apparir del vero
Tu, misera, cadesti: e con la mano
La fredda morte ed una tomba ignuda
Mostravi di lontano.
Canto nocturno de un pastor errante del Asia
¿Qué haces, luna, en el cielo? ¿Qué haces, dime,
oh silenciosa luna?
Surges, crepuscular, y los desiertos
vas contemplando; luego allá te escondes.
¿Aún no estás satisfecha
de retomar tu rumbo sempiterno?
¿Aún no te apartas, aún estás curiosa
de mirar estos valles?
Se parece a tu vida
la vida del pastor.
Se alza al primer albor,
mueve el rebaño por el campo y ve
rebaños, fuente y hierbas;
y a la tarde, cansado, se recoge:
otra cosa no espera.
Dime, luna: ¿qué vale
al pastor esta vida
y a vosotros la vuestra? ¿Adónde tiende
el breve vagar mío
y tu curso inmortal?
Viejo blanco y enfermo,
harapiento y descalzo,
con un pesado fardo en las espaldas,
por montaña y por valle,
por roca aguda y grietas y honda arena,
al viento, a la tormenta, y cuando abrasa
la hora, y cuando hiela,
divaga, corre, anhela,
torrentes cruza y charcos,
cae y resurge y más y más se apura
sin reposo ni alivio,
mísero, ensangrentado; hasta que llega
allá adonde el camino
y adonde tanto fatigar se vuelve:
hórrido abismo inmenso
donde, al precipitarse, todo olvida.
Luna virgen: y tal
es la vida mortal.
Nace el hombre a fatigas
y es con riesgo de muerte el nacimiento.
Prueba pena y tormento
antes que nada; y al principio mismo
lo toman padre y madre
a consolarlo por haber nacido.
Cuando creciendo viene
lo sostiene uno u otro y así siempre
con actos, con palabras
quieren forjarle el ánimo
y consolarlo de la humana suerte:
otro oficio más grato
no conciben los padres por su prole.
Pero ¿a qué dar al sol
y tener en la vida
a quien consuelo de ella necesita?
Si vida es desventura,
¿por qué tanto nos dura?
Pero así es, luna, de hecho,
nuestro estado mortal.
Mas tú mortal no eres:
tal vez de mi decir poco te atañe.
Tú, solitaria, eterna peregrina,
que vas tan pensativa, acaso entiendes
de este vivir terreno
lo que es el padecer y el suspirar,
lo que es este morir, este supremo
palidecer del rostro,
el adiós a la tierra, adiós a toda
acostumbrada, amante compañía.
Tú de cierto comprendes
el porqué de las cosas, ves el fruto
del alba y del ocaso,
del callado, infinito andar del tiempo.
Tú sabes, cierto, a cuál dulce amor suyo
ríe la primavera,
a quién sirve el ardor y qué procura
con su hielo el invierno.
Mil cosas sabes tú, miles descubres
que a la simpleza del pastor se ocultan.
Si a menudo te miro
tan muda estar sobre el desierto llano
que con el cielo en su girar confina;
o bien con mi majada
trashumando seguirme paso a paso,
y cuando miro el cielo alto de estrellas,
digo entre mí pensando:
¿A qué tantos candiles?
¿Qué hace el aire infinito, y la profunda
infinita quietud? ¿Y qué nos dice
la inmensa soledad? Y yo, ¿qué soy?
Conmigo así razono: y de la estancia
desmedida y soberbia,
y de tanta familia innumerable,
de tanto afán y tanto movimiento
de las cosas del cielo y de la tierra
que sin reposo giran
para tornar al punto de partida,
fin alguno, algún fruto
adivinar no sé. Mas ciertamente
tú, doncella inmortal, todo lo sabes.
Esto conozco y siento,
que de tu eterno giro
y de mi esencia frágil
tendrá bien o contento
otro, que para mí es un mal la vida.
Rebaño mío que feliz reposas
porque creo que ignoras tu miseria,
¡con qué envidia te miro!
No sólo porque vas
casi libre de afanes
y de penuria y daño
y de extremo temor pronto te olvidas,
sino porque jamás tedio has sentido.
Con sentarte a la sombra y sobre el pasto
estás contento y quieto
y gran parte del año
consumes sin disgusto en tal estado.
Yo en la hierba, a la sombra, aun reposando
un fastidio me embarga
la mente, y su aguijón tanto me punza
que allí quieto estoy lejos más que nunca
de encontrar paz o asilo.
Y eso que nada anhelo
y no tengo hasta aquí causa de llanto.
No sé decir; pero te sé dichoso.
Y yo gozo aun muy poco,
rebaño, y no me quejo de esto sólo.
Si hablar supieras, te preguntaría:
Dime, ¿por qué yaciendo
a su gusto y ocioso
todo animal disfruta,
mientras que el tedio asalta mi reposo?
Si tuviera yo alas
quizá para volar sobre las nubes
y nombrar las estrellas una a una
o como el trueno errar de cumbre en cumbre,
sería más feliz, dulce rebaño,
sería más feliz, cándida luna.
O quizá desvarío
viendo lo que la suerte en otros hace.
Quizá, sea cual sea
su estado o forma, y en cubil o cuna,
funesto el día natal es a quien nace.
Canto notturno di un pastore errante dell’Asia
Che fai tu, luna, in ciel? dimmi, che fai,
Silenziosa luna?
Sorgi la sera, e vai,
Contemplando i deserti; indi ti posi.
Ancor non sei tu paga
Di riandare i sempiterni calli?
Ancor non prendi a schivo, ancor sei vaga
Di mirar queste valli?
Somiglia alla tua vita
La vita del pastore.
Sorge in sul primo albore
Move la greggia oltre pel campo, e vede
Greggi, fontane ed erbe;
Poi stanco si riposa in su la sera:
Altro mai non ispera.
Dimmi, o luna: a che vale
Al pastor la sua vita,
La vostra vita a voi? dimmi: ove tende
Questo vagar mio breve,
Il tuo corso immortale?
Vecchierel bianco, infermo,
Mezzo vestito e scalzo,
Con gravissimo fascio in su le spalle,
Per montagna e per valle,
Per sassi acuti, ed alta rena, e fratte,
Al vento, alla tempesta, e quando avvampa
L’ora, e quando poi gela,
Corre via, corre, anela,
Varca torrenti e stagni,
Cade, risorge, e più e più s’affretta,
Senza posa o ristoro,
Lacero, sanguinoso; infin ch’arriva
Colà dove la via
E dove il tanto affaticar fu volto:
Abisso orrido, immenso,
Ov’ei precipitando, il tutto obblia.
Vergine luna, tale
È la vita mortale.
Nasce l’uomo a fatica,
Ed è rischio di morte il nascimento.
Prova pena e tormento
Per prima cosa; e in sul principio stesso
La madre e il genitore
Il prende a consolar dell’esser nato.
Poi che crescendo viene,
L’uno e l’altro il sostiene, e via pur sempre
Con atti e con parole
Studiasi fargli core,
E consolarlo dell’umano stato:
Altro ufficio più grato
Non si fa da parenti alla lor prole.
Ma perchè dare al sole,
Perchè reggere in vita
Chi poi di quella consolar convenga?
Se la vita è sventura,
Perchè da noi si dura?
Intatta luna, tale
È lo stato mortale.
Ma tu mortal non sei,
E forse del mio dir poco ti cale.
Pur tu, solinga, eterna peregrina,
Che sì pensosa sei, tu forse intendi,
Questo viver terreno,
Il patir nostro, il sospirar, che sia;
Che sia questo morir, questo supremo
Scolorar del sembiante,
E perir dalla terra, e venir meno
Ad ogni usata, amante compagnia.
E tu certo comprendi
Il perchè delle cose, e vedi il frutto
Del mattin, della sera,
Del tacito, infinito andar del tempo.
Tu sai, tu certo, a qual suo dolce amore
Rida la primavera,
A chi giovi l’ardore, e che procacci
Il verno co’ suoi ghiacci.
Mille cose sai tu, mille discopri,
Che son celate al semplice pastore.
Spesso quand’io ti miro
Star così muta in sul deserto piano,
Che, in suo giro lontano, al ciel confina;
Ovver con la mia greggia
Seguirmi viaggiando a mano a mano;
E quando miro in cielo arder le stelle;
Dico fra me pensando:
A che tante facelle?
Che fa l’aria infinita, e quel profondo
Infinito Seren? che vuol dir questa
Solitudine immensa? ed io che sono?
Così meco ragiono: e della stanza
Smisurata e superba,
E dell’innumerabile famiglia;
Poi di tanto adoprar, di tanti moti
D’ogni celeste, ogni terrena cosa,
Girando senza posa,
Per tornar sempre là donde son mosse;
Uso alcuno, alcun frutto
Indovinar non so. Ma tu per certo,
Giovinetta immortal, conosci il tutto.
Questo io conosco e sento,
Che degli eterni giri,
Che dell’esser mio frale,
Qualche bene o contento
Avrà fors’altri; a me la vita è male.
O greggia mia che posi, oh te beata,
Che la miseria tua, credo, non sai!
Quanta invidia ti porto!
Non sol perchè d’affanno
Quasi libera vai;
Ch’ogni stento, ogni danno,
Ogni estremo timor subito scordi;
Ma più perchè giammai tedio non provi.
Quando tu siedi all’ombra, sovra l’erbe,
Tu se’ queta e contenta;
E gran parte dell’anno
Senza noia consumi in quello stato.
Ed io pur seggo sovra l’erbe, all’ombra,
E un fastidio m’ingombra
La mente, ed uno spron quasi mi punge
Sì che, sedendo, più che mai son lunge
Da trovar pace o loco.
E pur nulla non bramo,
E non ho fino a qui cagion di pianto.
Quel che tu goda o quanto,
Non so già dir; ma fortunata sei.
Ed io godo ancor poco,
O greggia mia, nè di ciò sol mi lagno.
Se tu parlar sapessi, io chiederei:
Dimmi: perchè giacendo
A bell’agio, ozioso,
S’appaga ogni animale;
Me, s’io giaccio in riposo, il tedio assale?
Forse s’avess’io l’ale
Da volar su le nubi,
E noverar le stelle ad una ad una,
O come il tuono errar di giogo in giogo,
Più felice sarei, dolce mia greggia,
Più felice sarei, candida luna.
O forse erra dal vero,
Mirando all’altrui sorte, il mio pensiero:
Forse in qual forma, in quale
Stato che sia, dentro covile o cuna,
È funesto a chi nasce il dì natale.
Amor y muerte
Menandro
Amor y Muerte, a un mismo tiempo, hermanos
los engendró la suerte.
Cosas aquí más bellas
no tiene el mundo, no hay en las estrellas.
El bien nace del uno,
nace el placer mayor
que por el mar del ser hallarse puede;
la otra, todo dolor,
todo gran mal anula.
Virgen la más hermosa,
dulce de ver, no como
se la imagina la cobarde gente,
ella al joven Amor
gusta de acompañar constantemente;
sobrevuelan los dos la mortal vía,
de todo sabio corazón consuelo;
que nunca ha sido un corazón más sabio
que golpeado de amor, nunca más fuerte,
ni por otro señor la infausta vida
despreció, ni dispuesto
estuvo a peligrar como por éste;
donde das tu socorro,
Amor, nace el coraje
o se despierta, y sabiamente obras
y no vano pensar, como acostumbra,
la humana prole alumbra.
Cuando reciente nace
del corazón profundo
un afecto amoroso, allá en el pecho,
lánguido y fatigado a un tiempo mismo,
un vago anhelo de morir se siente:
cómo, no sé, mas tal es de un potente
y verdadero amor el claro efecto.
Quizá el ojo se espanta
de este desierto entonces, ya la tierra
quizá el mortal inhabitable encuentra
desde allí, sin aquella
nueva, sola, infinita
felicidad que piensa y se figura:
mas, por esa razón, grave tormenta
presintiendo en su ser, anhela calma,
refugio espera y puerto
ante el ansia terrible
que ruge ya a su alrededor, oscura.
Después, cuando ya todo lo revuelve
tal poder formidable
y el ciego afán el corazón fulmina,
¡cuántas veces te implora
con intenso deseo,
Muerte, y te llama el angustiado amante!
¡Cuántas de noche, y cuántas,
abandonando al alba el cuerpo exhausto,
se imagina feliz si de allí nunca
volviera a levantarse
ni retornase a ver la luz amarga!
Cuántas al son de fúnebre campana
y al canto que conduce
la gente muerta al sempiterno olvido,
con suspiros ardientes
desde el fondo del pecho envidió a ése
que entre los muertos a habitar se iba.
Aun la plebe, aun el hombre
de la villa, ignorante
de la virtud que del saber deriva,
aun la doncella tímida y esquiva
a quien de muerte el nombre
solamente erizar le hace el cabello,
osa a la tumba, al fúnebre sudario,
mirar de frente, llena de constancia,
osa en hierro y veneno
meditar largamente,
y aun en su inculta mente
la gentileza del morir comprende.
Tanto a la muerte inclina
de amor la disciplina. Ocurre a veces,
si llega a tanto el sufrimiento interno
y la fuerza mortal no lo sostiene,
que el cuerpo frágil cede
a tan terrible empuje y de esta forma
por fraterno poder vence la Muerte;
o tanto incita Amor en lo profundo,
que por sí mismo el rústico villano
o la tierna doncella
con la violenta mano
ponen el cuerpo juvenil en tierra.
De ellos se ríe el mundo,
a quien paz y vejez consienta el cielo.
Al ardiente, al feliz,
al animoso ingenio,
uno u otro de ustedes les dé el Hado,
dulces señores, caros
a la humana familia,
cuyo poder ningún poder iguala
en el vasto universo ni lo alcanza,
sino la del Destino, otra pujanza.
Y tú, a quien desde el fondo de mis años
siempre alabada invoco,
bella Muerte, piadosa
sola en el mundo al terrenal tormento,
si celebrada fuiste
por mí una vez, si a tu divino estado
intenté compensar
de la oprobiosa ingratitud del vulgo,
no tardes más, inclínate
a inusitados ruegos,
cierra a la luz ahora
mis tristes ojos, reina de mis años.
Seguro me hallarás, cual sea la hora
que a mi rogar las alas tú despliegues,
alta la frente, armado
e insumiso ante el Hado,
la mano que se tiñe flagelándome
en mi sangre inocente
sin colmar de alabanzas,
sin bendecir, cual suelen
por antigua vileza los humanos;
toda vana esperanza con que el mundo
al igual que a los niños se conforta,
todo consuelo estúpido
quita de mí; ya nada, en ningún tiempo
sino a ti espero, sola;
sólo aguardo sereno
el día que doble el rostro adormecido
en tu virgíneo seno.
Amore e morte
Menandro
Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte
Ingenerò la sorte.
Cose quaggiù sì belle
Altre il mondo non ha, non han le stelle.
Nasce dall’uno il bene,
Nasce il piacer maggiore
Che per lo mar dell’essere si trova;
L’altra ogni gran dolore,
Ogni gran male annulla.
Bellissima fanciulla,
Dolce a veder, non quale
La si dipinge la codarda gente,
Gode il fanciullo Amore
Accompagnar sovente;
E sorvolano insiem la via mortale,
Primi conforti d’ogni saggio core.
Nè cor fu mai più saggio
Che percosso d’amor, nè mai più forte
Sprezzò l’infausta vita,
Nè per altro signore
Come per questo a perigliar fu pronto:
Ch’ove tu porgi aita,
Amor, nasce il coraggio,
O si ridesta; e sapiente in opre,
Non in pensiero invan, siccome suole,
Divien l’umana prole.
Quando novellamente
Nasce nel cor profondo
Un amoroso affetto,
Languido e stanco insiem con esso in petto
Un desiderio di morir si sente:
Come, non so: ma tale
D’amor vero e possente è il primo effetto.
Forse gli occhi spaura
Allor questo deserto: a se la terra
Forse il mortale inabitabil fatta
Vede omai senza quella
Nova, sola, infinita
Felicità che il suo pensier figura:
Ma per cagion di lei grave procella
Presentendo in suo cor, brama quiete,
Brama raccorsi in porto
Dinanzi al fier disio,
Che già, rugghiando, intorno intorno oscura.
Poi, quando tutto avvolge
La formidabil possa,
E fulmina nel cor l’invitta cura,
Quante volte implorata
Con desiderio intenso,
Morte, sei tu dall’affannoso amante!
Quante la sera, e quante
Abbandonando all’alba il corpo stanco,
Se beato chiamò s’indi giammai
Non rilevasse il fianco,
Nè tornasse a veder l’amara luce!
E spesso al suon della funebre squilla,
Al canto che conduce
La gente morta al sempiterno obblio,
Con più sospiri ardenti
Dall’imo petto invidiò colui
Che tra gli spenti ad abitar sen giva.
Fin la negletta plebe,
L’uom della villa, ignaro
D’ogni virtù che da saper deriva,
Fin la donzella timidetta e schiva,
Che già di morte al nome
Sentì rizzar le chiome,
Osa alla tomba, alle funeree bende
Fermar lo sguardo di costanza pieno,
Osa ferro e veleno
Meditar lungamente,
E nell’indotta mente
La gentilezza del morir comprende.
Tanto alla morte inclina
D’amor la disciplina. Anco sovente,
A tal venuto il gran travaglio interno
Che sostener nol può forza mortale,
O cede il corpo frale
Ai terribili moti, e in questa forma
Pel fraterno poter Morte prevale;
O così sprona Amor là nel profondo,
Che da se stessi il villanello ignaro,
La tenera donzella
Con la man violenta
Pongon le membra giovanili in terra.
Ride ai lor casi il mondo,
A cui pace e vecchiezza il ciel consenta.
Ai fervidi, ai felici,
Agli animosi ingegni
L’uno o l’altro di voi conceda il fato,
Dolci signori, amici
All’umana famiglia,
Al cui poter nessun poter somiglia
Nell’immenso universo, e non l’avanza,
Se non quella del fato, altra possanza.
E tu, cui già dal cominciar degli anni
Sempre onorata invoco,
Bella Morte, pietosa
Tu sola al mondo dei terreni affanni,
Se celebrata mai
Fosti da me, s’al tuo divino stato
L’onte del volgo ingrato
Ricompensar tentai,
Non tardar più, t’inchina
A disusati preghi,
Chiudi alla luce omai
Questi occhi tristi, o dell’età reina.
Me certo troverai, qual si sia l’ora
Che tu le penne al mio pregar dispieghi,
Erta la fronte, armato,
E renitente al fato,
La man che flagellando si colora
Nel mio sangue innocente
Non ricolmar di lode,
Non benedir, com’usa
Per antica viltà l’umana gente;
Ogni vana speranza onde consola
Se coi fanciulli il mondo,
Ogni conforto stolto
Gittar da me; null’altro in alcun tempo
Sperar, se non te sola;
Solo aspettar sereno
Quel dì ch’io pieghi addormentato il volto
Nel tuo virgineo seno.
A sí mismo
Reposarás por siempre,
cansado corazón. Murió el engaño extremo,
que eterno me creí. Murió. Bien siento
que de bellos engaños
no ya esperanza, hasta el deseo ha muerto.
Reposarás. Bastante
palpitaste. No vale cosa alguna
tus afanes, ni es digna de suspiros
la tierra. Amargo tedio
la vida, nada más; y es fango el mundo.
Quieto ya. Desespérate
una vez más. Nuestro destino es sólo,
sólo morir. Despréciate y desprecia
tu condición, el ciego
poder que, oculto, en común daño impera,
y la infinita vanidad del todo.
A sè stesso
Or poserai per sempre,
Stanco mio cor. Perì l’inganno estremo,
Ch’eterno io mi credei. Perì. Ben sento,
In noi di cari inganni,
Non che la speme, il desiderio è spento.
Posa per sempre. Assai
Palpitasti. Non val cosa nessuna
I moti tuoi, nè di sospiri è degna
La terra. Amaro e noia
La vita, altro mai nulla; e fango è il mondo.
T’acqueta omai. Dispera
L’ultima volta. Al gener nostro il fato
Non donò che il morire. Omai disprezza
Te, la natura, il brutto
Poter che, ascoso, a comun danno impera,
E l’infinita vanità del tutto.

Autor
Giacomo Leopardi
/ Recanati, Italia, 1798 – Nápoles, Italia, 1838. Fue uno de los grandes poetas líricos del siglo XIX, autor de una obra caracterizada por su contenido moral y filosófico, donde dialoga con poetas como Dante y Petrarca. Su poesía reunida se publica bajo el título de Cantos (1831) y agrupa veintitrés obras previas. Publicó también Opúsculos morales (1827), una colección de ensayos filosóficos.