
El silencio.
El silencio.
El silencio.
Escúchalo.
Es el silencio convertido
en lenguaje
ya transfigurado
en mentalidad
junto a lo definido:
la cámara fotográfica
esta vez dándote
—precisa mente—
el instante
o lo ya memorable
de una imagen precisa
en el espacio
que aun sin envergadura
nunca se desploma.
Al fondo, la predisposición
sin cera
de la soleada catedral
con faroles hundidos
—es mediodía—
y las puertas nocturnadas
que de pronto resultan
pertenecientes
a un anochecer
no migratorio.

Chinolope y José Lezama Lima).
Al frente, acalorados,
sudorosos,
sin rapidez alguna,
Lezama Lima
con Julio Cortázar
se adueñan de lo irrespirable
y su blancura.
Aun así, aun sin nada
ni nadie,
ellos crean esa clase
de cercanía incapaz
de disolverse.
Entonces Chinolope,
diminuto y enorme,
dispara su cámara
—cinco
o cinco mil veces—
en la búsqueda,
siempre en la búsqueda
meta morfoseante
repleta de amor fosis
que al mismo tiempo
es ofrenda sin páginas
con tabaco forjada:
entonces se afianza
lo total
en las manos del humo.
Piensa Lezama:
lo no posible
o lo hipotético
de lo que sí es naturaleza,
desemboca
donde el tránsito
—o lo transitorio—
son algo por alguien
reservado, mal o bien,
mientras la fijeza
de la soledad insular
a la edad de un sol
más que robusto,
se internan
con vasta inundación
renacida ahí,
donde el río Máquina
—escúchalo—
se oculta de su cauce
trans
formándose
—¿o por qué no?—
de
formándose
en serpiente cascabel
ceñida al cuello
de José Cemí.
(Mente desde antes
de sus orígenes,
juega entonces Cemí
a ser más que analecta
en Paradiso, aunado
al tokonoma
que lo hace ser mayor
al espacio
que lo envuelve.)
La mano
o el sudor
o el féretro
se arriesgan
por un canto
arquitectónico
recién llegado
con labios
partidos
o dentro de un
círculo
de caminadores
que suben
o descienden de cedros
bien vistos:
llegan a ser boscajes
de cortezas platónicas.
Así entonces una herradura
es collar o sencilla fortuna,
ideada
por esa sobrevivencia
imaginaria
nacida en la vitalidad
de minúscula
vasija luminosa
sumergida
en un sótano
del Vedado.
Piensa Julio Cortázar:
para llegar al ombligo
de Venus hay que llegar
a la Montego Bay.
Después, bajo el recorrido
propuesto por algún
temporal,
escuchar debes
tú, Lector,
a Teodoro W. Adorno,
gato desquiciado,
gato barroco
que a menudo presume
de sordera o mudez
arrancándose las uñas
a punta de maullidos.
Mas ahí,
frente al recién llegado
de Trocadero, me pregunto:
¿Para qué inventar algo
que ha sido escrito ya,
y repetido y borrado
sin ninguna suerte?
¿Para qué, si también
se nos inyecta tinta
de calamar anímico
y así enfrentar bajo el estanque
símiles de inutilidad?
Heráclito
lo cita a su manera:
Difícil luchar contra el deseo;
lo que quiere lo compra con el alma.
Lezama.
Cortázar.
Chinolope.
Heráclito.
Adorno.
Apariciones.
Sí, apariciones
o desapariciones
o representaciones
como las de ese
alguien
que nos contamina
llamado el Otro,
el que ha sido dicho
y repetido por lenguas
bajo tierra
o encima de la piel
de un Santoespíritu
donde llega a verse
—multi plicada—
esa pluma que siempre,
hundida o no,
es una daga.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Pero escúchalo bien
a ese silencio.
Tu verdadera mente
o tu fuga verdadera,
aquí resuenan
para amor dazarte
ya convertido
—sin salvación—
en tú, sí, en tú,
lector acaso,
en desgradecida
mentalidad
ya trans formada.
Así entonces, con esta
húmeda,
insistente acción,
perforado ya
el territorio
del papel de China
o el cráneo del Everest,
portadores ambos
de mundos similares,
sentimos cómo la veleidad
se apropia
de lo definitivo,
aunque a pesar
de nuestros deseos
no florezca.
Así, de nueva cuenta
entonces, al disminuir
tu silueta donde eres
asma de fantasma
que a nadie atemoriza,
el Otro, sí, el Otro,
el que te acerca a lo interminable
de tu ausencia o al monólogo
de un diminuto abismo,
intenta y trata
y vuelve a perseguirte
con hambre o extrañeza,
hasta donde, ya para
entonces, sean
la mudez o la sordera,
y terminen haciéndose pasar
por las pupilas de la nada
o los párpados de nadie.
Entonces sí, entonces,
al mellar
su acerada majestad,
habremos de enrojecer
o palidecer —dichosa mente
sin cansancio—
y asediar una vez más
a la mudez o a la sordera
donde lo visual
o lo aplastante continúan
siendo altas murallas
de inexistencia.
Y así el aire, al sentirse
aspirado, logra ser
una roca enorme,
tal vez sin destino o peso,
y que —simple mente—
gira al ser vista por múltiples
pares de ojos ojivales
que provocan su desaparición
cuando, con insolentes
gruñidos, consigue
des
plo
marse.*
* SU MONUMENTO HASTA HOY, HASTA MAÑANA Y TAL VEZ HASTA SIEMPRE, SEGUIRÁ NACIENDO EN ÉL MISMO, MOSTRANDO LA FIJEZA LUNAR DE UNA NUBE DE POLVO DENTRO DE LO COMPLETAMENTE SILENCIOSO.
Autor
Francisco Hernández
/ San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1946. En 2012 obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura. Bajo el título En grado de tentativa (2016), el Fondo de Cultura Económica y Almadía reunieron la poesía escrita por Hernández entre 1974 y 2016.