dónde amanece ella
—dijo mi padre—
dónde su cama
su sombra su pie
las uñas mordidas
dónde
su voz
si allá
sé que no está
nunca me dejes de oír
le dijo
mi padre a ella
tal vez andes muerta
pero
nunca
nunca
me dejes de oír
si bajo tierra estás
llevemos —entonces—
unas piedras
a saber son piedras
dijo
como si cantara
a veces
tengo miedo
como si
su sombra
enterrada
mi madre
bajo tierra queda allá subraya él
se dice la-bás
en su francés
de escuela
las uñas
mordidas
la sombra
su huella
como piedra la voz
subraya
como muerta
nunca
* Poemas pertenecientes a Un leve aullido bajo la arena (Monte Carmelo, 2023).
Gabriel Zaid, Poemas traducidos, El Colegio Nacional, Ciudad de México, 2022, 403 pp.
La publicación de Versiones y diversiones (1974) de Octavio Paz (1914-1998), hace casi medio siglo, marcó nuestras letras con un nuevo matiz: la traducción es, debe ser, una parte de la propia obra creativa. No creo que haya sido el primero en hacer algo así en México —ni en español ni en el mundo—, pero su estela en nuestro país es profunda y rica. Voy a poner algunos ejemplos. Uno de los libros que más me gustan de Jaime García Terrés (1924-1996) es su Baile de máscaras (1989), compilación de sus traducciones. El poeta había traducido a finales de los sesenta los Tres poemas escondidos (1968) de Yorgos Seferis, y despertado en muchos una pasión lectora por la obra del gran poeta griego, lo que llevó con el tiempo a la aparición de la poesía completa de ese autor traducida por dos escritores mexicanos, Selma Ancira (1956) y Francisco Segovia (1958). Si Versiones y diversiones sugería una idea matizada de los nexos entre creación propia y traducción, Baile de máscaras también lo hace: traducir es divertirse (dice Paz) y participar en un carnaval (dice García Terrés). Y ya sabemos que, enmascarados, somos más nosotros mismos. Pero como Paz, García Terrés no traducía por la paga ni a destajo, sino con placer y paciencia por lo que le gustaba o interesaba. Y en ese gusto se apropiaba de los poemas y los volvía suyos.
Esa idea de la traducción como posible obra propia o apropiada es, desde luego, una idea culta, no vinculada tanto al oficio sino a la creación, y suele ser políglota. Se traduce de varias lenguas: las que se hablan, las que se leen, las que se pueden traducir con diccionario o, incluso, a partir de otras traducciones. El rigor filológico y la lengua de origen pasan a segundo plano. Un escritor como Juan Carvajal (1935-2001) tarda casi treinta años en empezar a publicar sus textos propios, y únicamente luego de publicar la poesía de Cavafis traducida del francés. Otros poetas buscan traducir como un desafío y escogen textos muy difíciles de verter a otro idioma. Es ya muy conocido el desafío de varios escritores por traducir un mismo soneto de Gérard de Nerval: “El desdichado”. Uno de los hechos más interesantes al comparar traducciones es la relativización que provoca en el juicio sobre la calidad del trabajo. ¿Cuál es la mejor traducción de El cementerio marino, de Paul Valéry? Unos escogen esta y otros aquella, y nunca nos pondremos de acuerdo; a la vez, esa relativización aumenta la exigencia sin que podamos obviar la siguiente circunstancia: un buen poeta traduciendo a otro es siempre un hecho de interés. Así, disfrutemos de la sugerencia de García Terrés y asistamos al baile.
Otros autores juegan con guiños al lector. Eduardo Lizalde (1929-2022), por ejemplo, publicó un libro llamado Baja traición (2009), término que reúne sus traducciones y que está tomado de la justicia militar para volverlo una exigencia/condena moral. Al rebajar la exigencia, facilita también la fidelidad señalada con un guiño irónico. Lizalde, por ejemplo, publica una traducción de Rosas (1995), los poemas franceses de Rainer Maria Rilke, y ese trabajo lo lleva a un libro propio, Rosas (1994), uno de los que prefiero entre los suyos. ¿Pide Lizalde una cierta condescendencia al lector con la palabra “traición” o admite de antemano que, al calificarla con ironía de “baja”, eso le autoriza la libertad de volver suyas las versiones? Entendámoslo desde el resultado: sus traducciones son muy buenas. Hago notar que, en los tres casos citados —Versiones y diversiones, Baile de máscaras y Baja traición—, hay un guiño irónico al lector que provoca la relación con la fiesta y el juego. Hay otros menos lúdicos pero con intención similar, como los cuatro tomos de El traidor (2021), de Miguel Covarrubias (1940). Pero la idea, casi lugar común, de que traducir es traicionar, nos lleva a la otra cara de la traducción en estos libros: traducir es declarar el amor a un poema, serle fiel en un sentido profundo. Compartimos lo que queremos, no lo que nos disgusta. Y si el amor desemboca a veces en la traición, esta nunca ocurre en pleno idilio.
En los años sesenta, cuando la influencia de Octavio Paz en nuestra poesía era ya muy evidente, los poetas de las siguientes generaciones tradujeron mucho en ese camino lúdico: Isabel Fraire (1934-2015), Ulalume González de León (1932-2009), Gerardo Deniz (1934-2014), José Emilio Pacheco (1939-2014) o Uwe Frisch (1935-1984). Algunos también lo hicieron de manera voraz, en la cauda de Agustí Bartra (1908-1982): Guillermo Fernández (1934-2012, del italiano) o Francisco Cervantes (1938-2005, del portugués); pero esa traducción, calificada de voraz, cambia de signo y es no pocas veces un oficio y pierde algo de, si no todo, las connotaciones de juego y placer. Entre ambos caminos hay otro elemento que me interesa destacar: si las traducciones forman parte de la obra propia, es porque al traducir se crea una atmósfera en que la propia escritura respira y quiere ser comprendida. Y es también la época en que una tendencia —que hoy alcanza altos niveles cualitativos y cuantitativos— ocupa el espacio literario. Se podría parafrasear la famosa frase atribuida a Pompeyo: escribir no es necesario, traducir es necesario. Fueron también los años sesenta cuando apareció la irrepetible revista El Corno Emplumado.
Estas notas responden a la lectura de un libro recién aparecido, editado por El Colegio Nacional: Poemas traducidos, de Gabriel Zaid (1934). Reúne los poemas que el poeta ha traducido al español, incluida la joya de las Canciones de Vidyapati (2008), pero también poemas suyos que han sido traducidos a otras lenguas. Me parece un interesante giro a la idea de que las traducciones son también parte de la obra propia, el hecho de que las traducciones de nuestros poemas sean también nuestros poemas. Aquí lo que se relativiza es la idea de propiedad y se extiende la idea de autoría. La fuente de la hipótesis mallarmeana de que la literatura es un libro que escribimos entre todos nace, tal vez, de la fuente de la traducción. Esa fuente me hace pensar en los ríos que de pronto se sumergen y brotan kilómetros adelante, y sentimos que su agua es distinta y la misma a la vez.
La idea es muy atractiva: un poeta no se limita a su lengua, y asume también que la traducción es posible y quizá necesaria. Y nos permite hacer una radiografía hipotética de hacia dónde se proyecta un poeta en sus traducciones a otras lenguas. Digamos que hay lenguas cercanas, incluso inmediatas —por ejemplo, el inglés o el francés—; en cambio hay lenguas extrañas, lejanas, aunque no lo sean en el espacio o el tiempo, como el navajo, el yaqui, el kumiai o el zuñi (algunas, al menos yo, no sabía que existían). ¿Hay lectores en esa lengua para estos poemas o sencillamente para la poesía? No lo sé y francamente lo dudo, pero, en cambio, me parece muy importante que haya traductores. Su interés, pienso, es sobre todo lingüístico y filológico, formal en todo caso, y también una forma de homenaje porque traducir en poesía es un acto de admiración en el 99 por ciento de los casos. Por eso, Zaid se siente en confianza con textos cuya comprensión en su lengua original no está a nuestro alcance y traduce, como poeta, de esas lenguas “raras” para crear notables poemas (suyos) en español. La noción de propiedad no es entonces la del terrateniente, sino la del gambusino que encuentra la pepita de oro. Y así hacer sentir el eco de aquellas lenguas en la nuestra…
Uno quisiera saber cómo suenan esos textos o, incluso, cómo se ven. Cuento aquí una anécdota muy sencilla: hace años, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica pidió a varios poetas un poema para ser traducido al chino. Cuando recibí el ejemplar publicado, lo que hice fue enmarcar la página en que estaba el mío (un acto de confianza en quien me dijo: “ese es tu poema en chino”). Tiempo después le pedí a un hablante chino que me lo leyera —entonces trabajaba yo en El Colegio de México—, y lamento no haberlo grabado. La noción de “lengua de origen” adquiere otro sentido. Si no recuerdo mal, una versión mexicana del OuLiPo francés (o Taller de Literatura Potencial) fue encabezado por Zaid en los años setenta para experimentar con la traducción —por ejemplo, traducir un poema del español al inglés, del inglés al francés, del francés al italiano y de vuelta al español… y compararlos—. Por un lado, la poesía como hecho consumado es inmutable; por otro, como acto de lectura, es mutación permanente.
Es natural que el mayor número de traducciones de Zaid sea al o del inglés, ya en un sentido o en otro; no lo es tanto que la segunda lengua sea al japonés. (Pero, en cuanto uno se pone a pensar en ello, surge la intuición de que hay algo de japonés en la lírica de Zaid.) ¿De dónde le vendría esa posibilidad oriental? Es fácil contestar: su cercanía con Octavio Paz y, en Plural, con Kazuya Zakai (1927-2001) y más tarde, en Vuelta, con Aurelio Asiain (1960), uno de sus traductores a esa lengua, y también —claro— de su lectura de José Juan Tablada. Así, pensar en la refrescante vitalidad que Tablada trajo hace un siglo a la poesía mexicana con el haiku, hoy devuelve algo de esa frescura al Oriente. Digamos que al publicar este libro, Poemas traducidos, Zaid contribuye a esa diáspora del texto y recupera una de sus funciones en la botella al mar de la traducción. Pero esa diseminación se reconstruye y nos regresa. Un ejemplo son las Canciones de Vidyapati que, desde que las leí en su primera edición de 1978, considero un momento tocado por la gracia en la poesía mexicana.
Los muchos sentidos que pueden dar a la traducción los caminos abiertos por Versiones y diversiones, han hecho hoy que la traducción en México viva un muy buen momento. La literatura vive, gracias a la traducción, un proceso de desindividuación por más individual que sea. Por eso decimos que la poesía pertenece a todos.
1. ¿Para quién editas?
Creo que lo más justo sería decir que para mí mismo: es un ejercicio que me obliga a leer, a prestar atención a diversas poéticas que quizás ignoraba y que, de pronto, se muestran como escrituras que me enriquecen y me dan placer. Decidirme a publicar tal o cual libro me coloca en la situación de tener que releerlo muchas veces, reflexionar sobre él, entender qué me resulta atractivo allí. Y por supuesto: ese editar para mí mismo es, en realidad, bastante menos egocéntrico de lo que puede parecer porque sospecho que mis gustos y criterios están muy lejos de ser tan especiales —muy por el contrario—, con lo que tiendo a pensar que eso que me ha sorprendido y me resulta valioso, también puede resultárselo a muches otres lectores.
2. ¿Cómo concibes tu labor como editor o editora de poesía?
En mi caso, hay tres o cuatro aspectos que son fundacionales y siguen ahí presentes. Por una parte, cuando surge Kriller71 lo hace como una respuesta a mi propia incomodidad ante el panorama de edición de poesía en España — y, de un modo más general, ante una noción de “cultura” que a mí, como sudamericano, me resulta exageradamente oficial y extremadamente filtrada por jerarquías económicas y sociales. Es decir: una cultura que queda en manos de las élites gobernantes, las corporaciones y las burguesías locales. Y en cambio mi idea era, y sigue siendo, mostrar que podía aspirarse a cierto grado de agencia en términos culturales —incluso en una supuesta capital editorial como Barcelona, incluso en medio de una crisis, incluso en una situación tan precarizada como lo era la mía en 2012, trabajando como recepcionista nocturno y con una hija recién nacida—. Para mí era importantísimo dar una respuesta a todo eso y, por ejemplo, desde ese lugar de inexistencia e invisibilidad, publicar la poesía de Paulo Leminski [1944-1989], que estaba inédita en España. Y acompañar el gesto con una independencia de criterio fuerte —esa capacidad de quienes no tienen nada que perder, justamente—. Siempre digo lo mismo: para editar un libro de poesía, un libro que no me hará rico ni famoso ni guapo, tengo que estar muy convencido, muy apasionado, porque tendré que dedicarle muchas horas de mi vida: horas en las que podría hacer estar con mi hija, o leyendo, o escribiendo, o durmiendo, cosas todas ellas esenciales para mí. Creo que mi labor como editor pasa por ahí, por mantener la coherencia con la radicalidad que originó el proyecto, con que la gente que conoce la editorial sepa, como creo que es el caso, que cada libro ha sido publicado con la convicción de compartir algo valioso.
3. ¿Cuál es el mayor reto de editar poesía?
Diría que la constancia, el ejercicio diario de fe, de seguir encontrando un sentido. Siempre hago la broma que la profesión de editor de poesía es la que más sufre crisis diarias de fe. (La prueba es que no hace falta que esta frase se explique, ¿no?) Entonces el reto tiene que ver con afinar la percepción, con seguir conectando con el principio de placer y el sentido que originó el proyecto, porque eso es móvil; pero, en mi caso al menos, que se mueva no quiere decir que desaparezca, sino que exige la sagacidad de ver por dónde anda a cada día. En el caso de Kriller71 hay, además, una fuerte identidad construida en contraste con gran parte de lo que el statu quo poético español propone y una apuesta importante por traducciones, autores y autoras de otras latitudes, lo que hace que nos resulte casi imposible hacer presentaciones donde elles estén presentes… A veces creo que nos lo ponemos tan difícil como sea posible solo para demostrar que si uno se obstina mucho en un despropósito, puede acabar por parecer una buena idea.
4. ¿En qué se diferencia la edición de poesía respecto a otros géneros?
Probablemente en la falta de rodaje que tenemos casi todes, ¿no? La sensación es que nadie sabe bien cómo se hace esto. (Al menos, yo no tengo ninguna idea de cómo hacerlo. No quiero ni recordar hace diez años, cuando comencé.) Y ese amateurismo, que por un lado es un lastre angustiante cuando tienes que hacer cosas como negociar derechos con agencias que pretenden tratarte (y cobrarte) como si fueras a publicar un best-seller, y que no entienden la naturaleza de la edición independiente de poesía o no les interesa entenderla; ese amateurismo, digo, la mayoría de las veces te lleva a una intemperie maravillosa porque tienes que ponerte de acuerdo con otros seres humanos en cómo hacer algo que nadie sabe muy bien. Es decir, tienen que exponerse, interactuar, mostrar sus deseos y sus temores sin el abrigo de una estructura. Eso me parece maravilloso. Desde luego, también hay quienes hacen su máster en edición en universidades carísimas y luego intentan implementar las fórmulas que les han vendido, ideadas para un mercado del primer mundo en el que la poesía nunca entra (eso no se los cuentan, ciertamente).
5. ¿Qué libro de poesía te hubiera gustado publicar y por qué?
Una antología de la portuguesa Adília Lopes [1960]. De hecho ese fue el motivo por el que monté la editorial; me encanta Adília y quería hacer un libro suyo. Y me gusta pensar que todo el trabajo de Kriller71 está edificado sobre un deseo que no se ha concretado, de modo que esa falta primordial nos garantiza que nunca estaremos satisfechos. Lo que paradójicamente es bueno, ¿no?
6. ¿Cómo convencerías a alguien que no lee poesía de acercarse al género?
Hay un primer nivel en el que suponemos que están operando los estereotipos habituales que hacen que la gente pueda expresar algunas reticencias y prejuicios contra la poesía: que es demasiado difícil de entender, o demasiado confesional, o demasiado solemne —en fin, todas esas cosas que hemos oído miles de veces y que están basadas en experiencias de lectura, o sea, que solo pueden ser desmontadas desde experiencias de lectura nuevas y más placenteras, pero que se enfrentan a la falta de deseo de una nueva oportunidad.
Esos casos son relativamente sencillos si podemos averiguar dónde reside el fastidio. La poesía, que tan pocas cosas puede darnos, tiene una cosa para regalarnos hasta la saciedad: contraejemplos de poéticas. Es la parte positiva de trabajar con un término tan amplio, tan confuso, que abarca tantos cientos de producciones distintas y que muchas veces no tienen nada en común. De hecho, hace poco estuvimos trabajando con el lado lúdico de todo esto, cuando creamos un recomendador de poesía para nuestra web, inventando posibles categorías y subcategorías que orientaran a quienes quieren acercarse a la poesía y no saben por dónde comenzar.
Pero más allá de ese nivel, que podría ser subsanable, hay otra posibilidad que me parece menos reversible: la de que alguien, ese alguien de la pregunta, no desee experimentar la intimidad con el lenguaje que propone la poesía. Y esto es mucho más difícil de negociar, porque ahí sí creo que se trata de una característica del género: eso que causa vergüenza ajena en un poema mal ejecutado, y que puede emocionarnos en uno bien logrado pero que, de un modo u otro, está siempre ahí —aunque sea como intento fracasado—. Ese vínculo entre el lenguaje y quien lee, esa espesura del texto, por supuesto que no es exclusivo de la poesía, pero sí creo que es una de sus características; hay quien se siente incómodo ante ello, ante este modo de ser interpelado. Como hay gente que siente pánico a comprometerse, o gente que no consigue hablar sin hacer bromas constantemente: creo que la poesía suscita una fobia similar en algunas personas.
7. ¿Cómo ganas dinero para editar poesía? ¿Tu editorial es sostenible económicamente?
Como decía un amigo: “La mejor forma de acabar con una pequeña fortuna editando poesía, es comenzar con una gran fortuna”. Lamentablemente este no es mi caso, con lo cual debo recurrir a las mismas estratagemas que tantas otras editoriales de poesía: autoexplotación, búsqueda de subsidios a la edición, amigos y amigas que colaboran de forma más frecuente o más esporádica con alguna traducción… La hipotética sostenibilidad es siempre una incógnita aunque, en general, siempre he sido muy austero en términos de gastos editoriales, al punto de que ha habido grandes períodos de tiempo en los que hacía todo, o casi todo, yo mismo. En cierta medida he privilegiado un tipo de edición “de guerrilla” frente a un modelo que llamaría más “europeo” y en el cual, si las condiciones materiales no están dadas de antemano y no pueden garantizar la continuidad del proyecto, sería mejor no hacer las cosas. Creo que en ese sentido soy más punk: lo hacemos y ya veremos cómo.
8. ¿Qué editorial admiras? ¿Por qué?
Zindo & Gafuri. Creo que el trabajo que hace Patricio Grinberg ahí es increíble, sobre todo para descubrir y poner en circulación propuestas poco o nada conocidas en el mundo hispanoparlante. También, desde el punto de vista de la estética de los libros, me parece que es una referencia para repensar la edición de poesía en nuestro tiempo.
9. Recomienda un poema. (Transcríbelo al calce o danos un vínculo donde pueda leerse.)
Este de Rafael Espinosa [1962], un poeta peruano al que admiro muchísimo y a quien tuve el gusto de publicar hace años:
Las nubes permanecerán limpias
No para las futuras generaciones
sino alrededor de mi cuerpo
he construido, sin ser vidriero,
un cubículo transparente.
Mis cadenas asociativas,
que las tengo, dibujan
adentro una deidad de dolor.
Lento blablablá inaudible
tallado en hueso que me hace
compañía y después llama
a la manada de humanos.
Pueden venir los reporteros,
pueden venir los artistas visuales,
sus egos en bolsas plásticas,
con la doble ganga de que una imagen
de devastación sea a un tiempo
una escultura efímera.
Yo estoy adentro, vuelto un plano,
es decir afuera de lo que yo mismo
pueda representarme, como
si llevara un pendiente
sin oreja. Tengo una estrofa,
tengo un peine; lo que no veo,
pegado al vidrio, es un peinado
que además sea un hombre,
posea una canción.
Versiones al español de Alfredo Núñez Lanz
Edgar Lee Masters (1868–1950) fue un abogado, dramaturgo, novelista y poeta estadounidense. Oriundo de Petersburg, el área central de Illinois en la que creció fue especialmente venerada por su asociación histórica con Abraham Lincoln. Usando una variedad de seudónimos para evitar posibles perjuicios a su práctica legal, Masters comenzó a publicar en revistas. Para 1915 había publicado cuatro libros de poesía, siete obras de teatro y una colección de ensayos, pero ninguno de ellos recibió atención por parte de la crítica.
Siguiendo el consejo del editor de Reedy’s Mirror, William Marion Reedy, Masters comenzó a experimentar con la forma poética, tomando como base el recuerdo de algunas personas que había conocido en su niñez. El resultado fue Spoon River Anthology, un conjunto de 250 epitafios que conforman el cementerio imaginario de Spoon River. Mezclando formas clásicas con estructuras innovadoras, esta serie de poemas criticaba duramente el sueño americano, hablaba con franqueza sobre el sexo, retrataba la decadencia moral y la hipocresía del sur de Estados Unidos. Este cementerio poblado de voces fantasmales que hablan con rencor, unas veces con afán de venganza o de forma reflexiva —y otras, ostentando la misma necedad que los caracterizó en vida—, fue un éxito sin precedentes. Durante 1915, el mismo año de su publicación, agotó catorce reediciones.
Tomando como referente la Antología palatina, los seres de Spoon River Anthology hablan desde la tumba, el único lugar donde pueden expresarse sin atavismos y con esa libertad que les confiere la muerte como denominador. Inspirándose en los epigramas clásicos, Masters hacía que sus muertos recitaran sus discursos en verso libre —una forma de poesía que, aunque iniciada por Walt Whitman muchos años antes, aún no había ganado aceptación popular—. La moda literaria de fines del siglo XIX consideraba a los pueblos y pequeñas ciudades como baluartes de los valores estadounidenses, pero Masters retrató a los pobladores de su cementerio como adúlteros, prostitutos, ladrones, víctimas de abortos fallidos, incluso intelectuales incomprendidos: una galería de personajes que se aluden entre sí. El escándalo por la actitud contundente del volumen hacia el sexo y su comentario sobre la moral de un pueblo se extendió rápidamente fuera de la comunidad literaria, conquistando miles de lectores.
Aunque Masters publicó muchos más libros, incluidas seis novelas, seis biografías y una secuela, The New Spoon River (1924), nunca logró escribir otro volumen que igualara el éxito de su primer cementerio imaginario. Quizá la razón por la cual los libros posteriores de Masters fracasaron radica en su tendencia a exponer sus puntos de vista políticos. Con todo, su poesía refrescó el vanguardismo de la época y despertó la admiración de poetas como Ezra Pound, quien tras la publicación de la Spoon River Anthology, comentó en The Egoist: “Al fin. Por fin Estados Unidos ha descubierto un poeta. Por fin, el oeste americano ha producido un poeta lo suficientemente fuerte como para evadir el clima, capaz de tratar la vida directamente, sin circunloquios, sin frases resonantes sin sentido”.
El poema “Silencio” fue escrito antes de la Spoon River Anthology; se publicó en el número cinco de Poetry. A Magazine of Verse en febrero de 1915.
— Alfredo Núñez Lanz
Silencio
He conocido el silencio de las estrellas y del mar,
y el silencio de la ciudad cuando se detiene,
y el silencio de un hombre y una mujer,
y el silencio por el que solo la música encuentra su palabra,
y el silencio de los bosques antes de los vientos de la primavera,
y el silencio de los enfermos
cuando sus ojos deambulan por la habitación.
Y pregunto: ¿para qué usos profundos sirve el lenguaje?
La bestia del campo brama unas pocas veces
cuando la muerte se lleva a su cría.
Y nosotros nos quedamos mudos ante realidades
de las que no podemos hablar.
Un chico curioso le pregunta a un viejo oficial
sentado frente a una tienda de abarrotes:
“¿Cómo perdiste la pierna?”
Y el viejo soldado se queda herido de silencio
o su mente vuela lejos
porque no puede concentrarse en Gettysburg.
Y vuelve jocoso
y le dice: “Un oso me la comió”.
Y el chico duda, mientras el viejo soldado
mudo, débil, revive
los fogonazos de los revólveres, el trueno del cañón,
los gritos de los caídos,
y se ve a sí mismo tirado en el suelo,
y a los cirujanos del hospital, los cuchillos,
y los largos días en cama.
Pero si pudiera describir todo esto
sería un artista.
Pero si fuera un artista tendría heridas más profundas
que él no podría describir.
Hay el silencio de un gran odio,
el silencio de un gran amor,
y el silencio de una profunda paz interior,
y el silencio de una amistad traicionada,
está el silencio de una crisis espiritual,
a través de la cual, el alma, exquisitamente torturada,
llega a visiones que no pueden pronunciarse
en un reino de vida superior.
Y el silencio de los dioses que se entienden sin hablar,
está el silencio de la derrota.
Hay el silencio de los injustamente castigados;
y el silencio de los agonizantes cuya mano
de pronto aprieta la nuestra.
Está el silencio entre padre e hijo,
cuando el padre es incapaz de explicar su vida,
y por eso mismo es incomprendido.
Hay el silencio que nace entre marido y mujer.
Hay el silencio de aquellos que fracasaron;
Y el vasto silencio que cubre
naciones rotas y líderes vencidos.
Está el silencio de Lincoln,
pensando en la pobreza de su juventud.
Y el silencio de Napoleón
luego de Waterloo.
Y el silencio de Juana de Arco
diciendo en medio de las llamas: “Jesús Bendito”,
revelando en dos palabras toda tristeza, toda esperanza.
Y hay el silencio de la vejez,
tan lleno de sabiduría que la lengua no pronuncia
palabras inteligibles para aquellos que no han vivido
la gran extensión de la vida.
Y está el silencio de los muertos.
Si nosotros, que estamos vivos, no podemos hablar
de experiencias profundas,
¿por qué asombrarse de que los muertos
no nos hablen de la muerte?
Su silencio podrá ser interpretado
al acercarnos a ellos.
Silence
I have known the silence of the stars and of the sea, And the silence of the city when it pauses, And the silence of a man and a maid, And the silence of the sick When their eyes roam about the room. And I ask: For the depths, Of what use is language? A beast of the field moans a few times When death takes its young. And we are voiceless in the presence of realities — We cannot speak.
A curious boy asks an old soldier Sitting in front of the grocery store, “How did you lose your leg?” And the old soldier is struck with silence, Or his mind flies away Because he cannot concentrate it on Gettysburg. It comes back jocosely And he says, “A bear bit it off.” And the boy wonders, while the old soldier Dumbly, feebly lives over The flashes of guns, the thunder of cannon, The shrieks of the slain, And himself lying on the ground, And the hospital surgeons, the knives, And the long days in bed. But if he could describe it all He would be an artist. But if he were an artist there would be deeper wounds Which he could not describe.
There is the silence of a great hatred, And the silence of a great love, And the silence of an embittered friendship. There is the silence of a spiritual crisis, Through which your soul, exquisitely tortured, Comes with visions not to be uttered Into a realm of higher life. There is the silence of defeat. There is the silence of those unjustly punished; And the silence of the dying whose hand Suddenly grips yours. There is the silence between father and son, When the father cannot explain his life, Even though he be misunderstood for it.
There is the silence that comes between husband and wife. There is the silence of those who have failed; And the vast silence that covers Broken nations and vanquished leaders. There is the silence of Lincoln, Thinking of the poverty of his youth. And the silence of Napoleon After Waterloo. And the silence of Jeanne d’Arc Saying amid the flames, “Blessed Jesus” — Revealing in two words all sorrows, all hope. And there is the silence of age, Too full of wisdom for the tongue to utter it In words intelligible to those who have not lived The great range of life.
And there is the silence of the dead. If we who are in life cannot speak Of profound experiences, Why do you marvel that the dead Do not tell you of death? Their silence shall be interpreted As we approach them.
1
Lo que te estuvo persiguiendo ayer
no era una gallina.
Tus pies no tropezaron
con el coche de los niños.
Lo que te hizo temblar y salpicar a otros con el agua de tu vaso
fue algo pequeño y simple.
No era, pero se le parecía.
Culeca, loca
te perseguía sin cabeza y daba miedo.
Con el rabillo del ojo la adivinabas en cualquier sitio.
Pero ella es más poderosa que cualquier ave.
Calladita se alimenta de todo a su paso.
Sus movimientos comienzan lentos
imperceptibles de tan lentos
hasta que un día no hace falta buscarla:
está ahí ocupándolo todo.
2
Hoy maté un cerdo en el taxi colectivo.
No una hormiga o una mosca
ni siquiera un ratón.
Un cerdo.
Tuve la sospecha de que no sería fácil
pero no imaginé que pelearía tanto.
Tiró patadas, mordidas.
Se sacudía y chillaba como loco.
No sentí pena por él. Solo admiración.
De no haberlo cogido por sorpresa
me habría ganado.
El resto del trayecto
contemplé el paisaje por la ventanilla.
Cuando llegué a mi destino
le pagué al chofer
y nos deseamos un buen día.
Sonreí.
Hacía un tiempo maravilloso.
3
Sentados en la playa en flor de loto
decretaron con un mantra:
“queremos que exista la reencarnación”.
Ommmm con toda su energía
Ommmm con infinito amor
hacia el universo y el creador.
Se verán entonces reencarnados
dentro de 2000 años
cuando todo lo que iba a salvarlos,
ciencia, ovnis, Chthuluceno, sororidad,
se haya ido al carajo.
Resucitarán deshidratados
entre hectáreas de piras
caminos de cadáveres
pinchando el botoncito inútil
saca balas
saca patadas
pinc pinc pinc infinito
muriéndose de sed.
Volverán
no en una cabina con aire acondicionado
sino pequeñitos
renacidos de entre las células muertas de toda su generación
sin saber qué hacer, qué decir.
Todos los cristos sangrantes de sus abuelos
sus tanques de guerra
sus derechos humanos
todo el yoga de sus padres conversos
sus banderas multicolores
les regalarán la más potente de las impotencias.
Así los deseo:
reencarnados en el yermo,
baldíos y zombis
y que no mueran.
Los deseo siempre verdes
siempre vivos.
Lo mejor para ustedes:
nunca mueran.
Bienvenidos, budas, al futuro.
4
El universo domesticado de X y Z
será destruido por un poderoso godzilla.
Érase una vez un niño que jugaba.
Ese universo salvaje será domado
por un más poderoso godzilla.
Había una vez los monjes de un convento.
Su universo cuadricular
con todo y la cruz central del pueblo y de su atrio
será quemado por un omnipotente godzilla.
Un asceta llamado el estilita.
Sus altas elevadas
larguísimas intenciones
serán zarandeadas por un poderoso godzilla.
Hace mucho tiempo un Sansón
con dorados y crecidos rulos.
Pero hay tijeras, prefecto y reglamento interno.
Sus rizos serán cortados por un dios godzilla.
Cuentan
era godzilla una creatura de plástico
con la que juegan los niños
a destruir maquetas.
Sus juegos serán prohibidos
por godzilla el arquitecto
de un mundo que inicia ya su fuego
en la hoguera de todas las ciudades.
5
Con un cerillo hicimos un fuego pequeño.
Logramos uno más grande
prendiendo la caja de fósforos.
Para obtener una hoguera
pusimos la caja encendida sobre la mesa.
La mesa incendió la casa
y la casa, la ciudad entera.
El cerillo soñó que era un incendio.
Al despertar ignoraba si era un cerillo que había soñado ser un incendio
o un incendio que había soñado ser un cerillo.
Cuando nosotros despertemos
sabremos qué es la combustión espontánea.
6
Todo empezó con pequeñas hogueras.
Apenas se las podía ver a lo lejos.
Dispersas
más que fogatas parecían espejismos,
luciérnagas extraviadas.
No es que en sí fueran pequeñas
pero así se las nombró
por lo que se quemaba en ellas:
los ídolos liliputienses
sus insignificantes templos
sus minúsculas casas.
Poco a poco las hogueras crecieron
hasta quemar en la cara.
Fueron los tiempos de la Gran Hoguera.
De ella sabemos el humo que nos cierra los ojos.
7
El 11 de junio pudo haber nacido el bebé más hermoso del mundo, porque parece mandatorio que el hijo de cada uno sea el más especial.
El mío no nació.
En su lugar, en el año de 1963, otra clase de belleza daría a luz en el cruce entre Phan Dinh Phung y Le Van Duyet.
8
Cuando dejo de hablar
el cuerpo habla por mí.
Pero no es por otros que quiere ser oído.
Sin lenguaje de señas
ni coreografías para el público
gesticula hacia adentro.
Aunque sigue funcionando
se dedica a perderme
el qué y para qué de cada miembro
y de una sacudida me lanza de la casa.
A puerta cerrada
con las cortinas bajas
no alcanzo a ver nada
solo oigo que tira la loza
patea los muebles
golpea los muros con martillos.
Quiero forzar la manija
pero es en balde.
Desde afuera siento cómo se transforma.
Me muerde.
Tiene mandíbulas fuertes.
Quizá se ha convertido en una colonia de hormigas,
una araña gigante,
no lo sé.
De lo que estoy segura
es de que crece,
se expande en mí como un hijo.
Se hospeda
me atraviesa desde el recto
hasta la punta de la lengua.
Cuando no puedo hablar
soy el mejor inquilino.
9
Algo es distinto los domingos.
En los parques, por ejemplo,
el llanto de los bebés parece no molestar
y los papás son el mejor padre, la mejor madre.
Los niños son de la comunidad:
todos los quieren, los cuidan,
comparten sus sándwiches con hijos de desconocidos.
La gente convive.
Imagine all the people.
Y people es el pueblo blanco
que extiende sobre el pasto sus manteles
como banderas de paz.
Incluso a mí me agrada la proximidad
del perro que llega a olerme el culo
porque estoy menstruando.
“Uy, pero qué lindo” y acaricio su cabeza.
El lunes, el parque se llena de moscas.
Huele a moras derrochadas en la tierra,
a sangre de animal cazado.
Sin duda, son muy distintos los domingos.
En los museos, la entrada es gratis.
Supongo que, comparado con la mayoría de personas que hacen de las letras su oficio cotidiano, podría decirse que yo comencé a escribir un tanto tarde —o sea, a pensar en escribir como un acto deliberado y a contemplar la posibilidad insensata de ganarme la vida a partir de ello, dedicando cada día más tiempo a eso que mi buen amigo y editor catalán Josep Sucarrats define como “la manera más tonta de mantenerse pobre”.
Cada quien guardará su propio mito de origen sobre cómo, cuándo y por qué se inclinó hacia esta —se antoja proponer fútil—, empresa de agolpar palabras con el fin de entretener los pensamientos o explorar sensibilidades y transmitir, así, moronas de nuestra perspectiva individual a una audiencia un poco mayor que aquella que consigue enredarse por medio de la conversación. Habrá quienes llegaron a la calistenia del lenguaje gracias a que mantuvieron diarios en la adolescencia, a una fascinación desmedida por la lectura o como un recurso valioso para canalizar su desamor. Puede ser que haya alguno que ate su fundación narrativa a las juntas de Alcohólicos Anónimos, a un accidente que lo obligó a pasar semanas de encierro o, quizás, a una infancia marcada por la soledad de haber migrado lejos del terruño. Confinamiento, desintoxicación, despecho o destierro, todos motivos fértiles y hasta cierto grado comprensibles para iniciarse en la faena de la tinta o del tecleo. Pero a mí no me sucedió de esa manera. De hecho, mi alumbramiento como escritor tuvo lugar de la forma menos gloriosa posible: redactando correos electrónicos.
Tenía 25 años y realizaba a solas un largo peregrinaje por Turquía e Irán. Corría el 2006, época del letárgico internet telefónico y los celulares no inteligentes, por lo que era menester aprovechar al máximo la hora pagada frente a la tosca PC de los cibercafés con la intención de dar señales de vida a la parentela y a las amistades. (Vamos, que la región persa no se intuía como el más seguro de los destinos para un joven mexicano asiduo a los raves, y tampoco se trataba de preocupar a nadie más de la cuenta.) La tarea se complicaba tremendamente por las barreras del idioma y del alfabeto; me veía forzado a tener que adivinar la identidad de las piezas del tablero y el significado de las ventanas del navegador, ya que Google aún no se había convertido en el buscador hegemónico en Oriente Medio.
El caso es que, al final, me daba tiempo de escribir un solo correo por cada conexión; con el paso de las semanas, este mensaje obligatorio comenzó a adoptar la forma de una crónica, de un relato que empecé a distribuir paulatinamente entre una red cada vez más extensa de contactos.
Conforme la travesía llagaba a su ocaso, mientras yo circundaba las ruinas de Persépolis, aquella lista de direcciones electrónicas rondaba los doscientos receptores. Pero eso no es lo importante. Debido a tal dinámica, algo comenzó a girar dentro de mi cerebro. Un desbarajuste en mi percepción del presente, en su asimilación. O para ser menos críptico: comencé a vivir las cosas imaginando de qué manera las contaría. Es extraño experimentar por primera vez esa reconfiguración del discurso mental —intercambiar la voz más o menos involuntaria y hasta cierto grado, pasiva— que se entrega a simulaciones de eventos venideros o que recrea los episodios del pasado, dotándolos de una esencia reafirmativa o recriminatoria, mostrando la autoconciencia de su manufactura y el anhelo de ser expresada de forma cuidadosa y llamativa (pero que clama verterse y contaminar otras voces).
Digamos que durante aquel alumbramiento en tierras persas, de pronto, me sorprendí describiendo la fachada de la mezquita que tenía frente a mí o formulando metáforas mientras tomaba la merienda.
De ahí a fantasear con crear algo más ambicioso que meras cadenas de correo, no pasó mucho tiempo. Dos años a lo sumo, y ya me veía yo pensando que podría, sin problemas, escribir una novela. Cuando se llega tarde a la fiesta, no hay por qué arrancar desde cero. Si uno va a cambiar de caballo a mitad de la carrera —en mi caso, declinando un posible doctorado en biología—, bien vale la pena entrar por la puerta grande. En resumen, si pretendía arrimarme al ámbito de las letras mexicanas, no lo haría para ser bloguero.
Estamos, por si hiciese falta recalcarlo, ante una diligencia laboriosa en extremo, de disciplina despótica, de frustración garantizada y de lento crecimiento, cuya casi obscena quietud (condenada a la postración permanente sobre la silla) conlleva una temprana factura física y un ensimismamiento que tiende a exacerbar los problemas oculares, la vanidad intelectual y el gusto por los enervantes; que promete ataques de gastritis, síndrome del túnel carpiano y agudas contracturas dorsales, sin olvidar el desgarbo de pasar horas dialogando con uno mismo o con personas inventadas antes que con nuestros congéneres. Y todo ello, sin habernos detenido siquiera en la dificultad (a lo mejor, habría que conceder aquí la llana imposibilidad) de generar un sustento a partir de lo que se escribe; un sueldo ya no digno, sino que se acerque a nuestro raquítico salario mínimo (a saber: $6,223 pesos mensuales) o abrir la llaga producto de la indiferencia generalizada y la apatía hacia la lectura.
Para aquellos que disfrutamos de este extraño tormento, pocas cosas producen mayor confort psicológico que estar frente a la hoja o la pantalla con la cabeza abierta en gajos y chorreando. Divagar en ese espacio liminal de mutación continua, flotando entre artículos, preposiciones, verbos y sustantivos, prestando atención a detalles que solo algunos distinguirán, sin otro objetivo que permanecer lo más posible en ese espacio que elimina el tiempo, ese no lugar de la construcción del texto y que, a la vez, puede convertirse en todos los lugares. Por ponerlo de un modo un tanto burdo, se trata de una tarea adictiva.
A la hora de escribir —nos dice [la autora]— sus manos firmes no tiemblan. Por el contrario, si tiene que aprender, historia, geografía, un idioma extranjero o taquigrafía se siente sorda, ciega inepta hasta la propia náusea. Ese contrapunto que naturaliza la práctica de la escritura y vuelve extraño el resto de la vida cotidiana aparece una y otra vez en Un oficio cotidiano, serie de relatos escritos al borde de lo autobiográfico. Si el saber escribir es “una pequeña virtud”, lo lógico es ejercerla y creer en ella.
El problema comienza cuando se aspira a crear algo concreto y, en el mejor de los casos, medianamente bueno, a partir de acrobacias léxicas. Un tejido, un comentario expandido, una sarta de reflexiones o un catálogo de imágenes mentales, un canto, un ensayo, una historia; en suma, un algo declarado como carente de utilidad por no pocos autores (quizás equiparable con palear la nieve durante las tormentas invernales, como tiene a bien señalar el protagonista de una novela cuyos título y autor he olvidado). Una actividad, pues, no muy lejana a construir torres con cubos de madera (solo para después derrumbarlas), a hacer miniaturas de hielo y dejarlas a la intemperie o a apilar productos en los pasillos del supermercado para atraer compradores potenciales.
—No seas pendejo —fue lo que me dijo mi tío escritor el día que le relevé mis intenciones de dejar la ciencia y dedicarme a lo mismo que él hacía—. Piénsalo bien, no te precipites —insistió—. La vida académica es amable y ya vas aventajado. Esto de la escritura es terrible. Siempre cuesta arriba. Es como darse un balazo en el pie antes de correr un maratón.
Y en efecto: ¿por qué insistir en esta ardua labor de edificar pirámides de párrafos a sabiendas de todo lo antes dicho? Quizá se debe a ese placer de tropezar una y otra vez con la misma piedra, placer del que habla Alan Pauls en Fallar otra vez, una dichosa apología de los pequeños vicios que se oponen a los productos “bien hechos” o a las “historias bien contadas”, y que dotan de color e imperfecciones reveladoras a una escritura prolija:
¿Qué emparenta a toda esta gente [en palabras del autor: Proust el pesado, Joyce el enciclopédico, Beckett el tartamudo, Copi el atolondrado y varios otros artistas que se salen de las normas de lo bien hecho]? Yo diría: son artistas con problemas —muchos problemas en algunos casos— que tuvieron quizás una única gran lucidez, la clarividencia, recatada y ambiciosa a la vez, y que de allí en más les serviría para el resto de sus vidas de artistas, de preguntarse si esos problemas no serían en realidad lo único que tenían. O, más que lo único, lo más propio, lo más precioso que tenían.
Más adelante, tras detenerse en otros ejemplos —entre ellos César Aira y Karl Ove Knausgård—, Pauls (vía Beckett) remata: “santo y seña de todo artista que se niegue a ser esclavo. Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor”.
La segunda simpatía que encuentro en esta charla [refiriéndose al ensayo de Pauls] es su propuesta del síntoma literario (la insistencia de cada autor en practicar disciplinadamente, una y otra vez, el mismo tipo de defectos) como algo que ha de ser explorado y perseguido, cazado como una presa, y no meramente eliminado mediante la corrección, en su supuesto carácter de colateral efecto cognitivo […] Porque —y esto lo sabe cualquier escritor de cepa— uno no escribe para expresarse, sino para entender, y no hay comprensión donde no hay obsesión.
Vaya, cualquier alpinista que se precie, conocerá de sobra que el punto no es llegar a la cima sino vivir en la montaña. Como diría Gustavo Sainz (citado por Herbert): “El único sentido que tiene escribir cuentos es el de reescribirlos”.
Llegados a este punto, debo confesar que no sé bien por qué emprendí esta deriva hacia el plano general. Quería decir que había llegado un poco tarde a las letras, cerca de los 28 años, y que, gracias a ello, tuve la fortuna de saltarme varios de esos consejos que suelen pregonarse como mandamientos para los recién llegados a la vaga ambición —parafraseando a Antonio Ortuño— de la buena escritura:
No utilizarás gerundios.
Evitarás la voz pasiva.
Te cuidarás de las esdrújulas y de las rimas fonéticas entre frases.
Alternarás tus conjunciones gramaticales y buscarás sinónimos a toda costa.
Jamás repetirás el mismo término en un solo enunciando.
Pero, sobre todo, no abusarás de los adjetivos.
Si no me equivoco, creo que he violado cada una de tales consignas, más o menos con rigor diario —y, creo, con buenos resultados— a lo largo de la década que llevo publicando. Sin embargo, luego de profanar obstinadamente el último punto (esto es, abusando de los adjetivos), he ido esculpiendo algo así como un estilo propio. Un problema paulsiano, si se quiere: mi imperfección personal.
Llamémosle sobreadjetivación premeditada o lenguaje efervescente, como me señaló una de las editoras con quien he trabajado. Una elección que, a juzgar por diversos manuales e instructivos de talleres y diplomados de escritura creativa, no goza de popularidad por parte del sector docente: “En narrativa, un viejo adagio reza que si algo se puede decir con cinco palabras debe decirse en cinco palabras, salvo que se pueda decir con cuatro; y una manera de lograr un texto donde todas las palabras encajen como piezas exactas, sin nada que sobre ni falte, es vigilar y evitar la excesiva adjetivación”, asevera José Alejandro Felipe Valencia-Arenas Abruzzese, director del taller internacional de escritura narrativa.
Difiero, con perdón de los letrados. No creo que la economía de lenguaje sea una prioridad —en todo caso, no de los textos con visos literarios—. ¿Dónde queda, si no, la experiencia estética? La belleza de la palabra, que no solo acompaña sino que adereza la información. El gusto del lenguaje por el lenguaje. Ese elemento que apela a las emociones y sensibiliza al lector. La forma arropando al contenido.
“Y tú, ¿intentas decir lo máximo con el mínimo de palabras o prefieres que las frases fluyan como río desbordado?”, pregunta hacia el final de su lección Valencia-Arenas. Puesto así, definitivamente me pronuncio por el desbordamiento. Me declaro partidario del estilo barroco y de la decoración exagerada. Me gustan los muros abigarrados, los jardines mal podados, la exuberancia indiscreta. Y eso que me dedico a escribir piezas con cierto carácter divulgativo sobre ciencia y naturaleza. Ensayos, crónicas, reportajes, libros, textos que no solo buscan diseminar aspectos del conocimiento biológico sino seducir al ciudadano promedio y convencerlo de que las tarántulas aterciopeladas de rodillas rojas, los crujientes cara de niño y las desquiciadas escolopendras (ciempiés gigantes, para ser exactos) merecen su admiración. Relatos que buscan fraguar una empatía hacia lo no humano, hacia lo opuesto a nuestra tecnología, hacia las últimas exhalaciones de ese entorno primigenio y majestuoso que nos hemos condenado a su evaporación.
Algo me dice que si nos limitamos a lo meramente informativo, al periodismo convencional, a la ecolalia touréttica de datos, al reproche científico y al soliloquio didáctico, no conseguiremos salir del atolladero ambiental en que nos hemos metido. De ahí que, en consecuencia, yo defienda el lenguaje florido, brotante y frondoso. A menos que se cree una pátina emotiva y un choque perceptivo para despertar al prodigioso monstruo de la imaginación, estamos perdidos.
¿Cómo se logra eso? Empleando adjetivos, por supuesto, recurriendo al sentido figurado y a los desplantes líricos. O, en otras palabras, con mala escritura y pinceladas de filosofía.
“La mala escritura siempre es el espacio ideal de la poesía”, escuché decir hace días a un sabio de lentes redondos y conversación brillante, “porque esa mala escritura busca romper con la lógica horizontal del lenguaje, un lenguaje instrumentado que comunicar con efectividad”. ¿Y si no fuera la sobrevalorada eficacia, sino algo más extraordinario y abstracto, lo que guía nuestros esfuerzos gramaticales? Quizás entonces sobrarían estas diatribas y el paisaje entre los anaqueles de las librerías se tornaría más excitante.
Pero la pauta del género sigue siendo determinante para decidir cómo mercar un manuscrito que llegará a la mesa de novedades. No importa si el volumen es abiertamente transgenérico, si es todo y nada a la vez: una quimera hecha de apéndices provenientes de distintos grupos taxonómicos, que por igual incorpora recetas de cocina que entradas de bitácora de campo, que alterna entre registros monográficos e instructivos de ensamblaje con pasajes ficticios y códices en versos endecasílabos, que también lleva a cuestas mapas y esquemas conceptuales, y todo ello articulado a partir de un nodo biográfico. Un manuscrito pues, no solo mal escrito, según los cánones convencionales, sino también mal concebido: ¿cómo va a ser ficción y no ficción a la vez?, se preguntan los poderes mercantes.
¿Cómo etiquetar ese libro jorobado e inclasificable, por falta de opciones? Como novela, de acuerdo con el paradigma de la industria. O puede ser que como ensayo, si es que los autores tuviesen opinión. O como libro de artista y santo remedio, podrían resolver quienes comandan las repisas. Yo me decantaría por lo que postula Alejandro Zambra respecto a que todo libro que resista a las normas del etiquetado, debería ser visto como un gesto poético.
Jorge Polanco Salinas (Valparaíso, Chile, 1977) es un autor inquieto y desafiante de las fronteras escriturales; indócil a los corsés disciplinarios y, sobre todo, a los géneros literarios. Por lo mismo, se ha desplazado preocupadamente por diversos formatos y modos expresivos. De hecho, no hace mucho ilustró un libro para niños y, en la actualidad, experimenta con el grabado. Y claro, como exigen el aula y la academia, prosigue investigando sobre poesía, visualidad y filosofía en Chile, sobre todo durante la dictadura militar. Tanto su poesía como su prosa tienen un hilo rojo que sutura aspectos velados del lenguaje, la memoria o la historia mínima, esquinada, pero decisiva en la educación sentimental de Chile. De puntada en puntada, el autor ha ido construyendo un lienzo en vertical y en horizontal con materiales diversos —relatos, poemas, crónicas o dibujos— donde la reflexividad es especular a lo contado y todo forma parte de un territorio “con diversos parajes, valles, mares y cordilleras de expresión”. Sus obras ensayísticas se han transformado en otras ventanas que han expandido la mirada sobre sus predecesores y por las cuales, como ocurrió con su libro requisado Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico (2019) ha tenido que pagar insólitos costos personales.
Jorge nació en Valparaíso y hace algunos años se trasladó como profesor de teoría del arte a la Universidad Austral de Chile, en Valdivia. Además de académico, el autor es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado varios volúmenes de poesía, entre ellos Las palabras callan (2005), Sala de espera (2011) y Lacrimógena (2022). En paralelo, el autor ha editado los libros de prosa Cortes de escena (2019) y Paisajes de la capitanía general (2022). Además de estas publicaciones, y como apuntábamos, es autor de los libros de ensayos La zona muda. Una aproximación filosófica a la poesía de Enrique Lihn (2004), La voz de aliento (2016) y Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico (2019). En esta entrevista revisamos la mayor parte de su obra, tensionada por un lenguaje que se propone en las antípodas de la “ganancia o el intercambio”, como el primer espacio de libertad “frente al paper o la hiperespecialización” y que, derribando diques, siempre circula en zonas de extrañeza.
Yanko González: En tu primer libro de poesía, Las palabras callan, encontramos una profunda huella reflexiva, una suerte de destino que tendrá tu escritura al “pasar de los libros”. Es un libro objeto, impreso de forma especular; por tanto, hay que leerlo con espejo en mano o a través de las transparencias del revés de las páginas. Un libro que da cuenta de la fractura del lenguaje, su mudez, a través de la paradoja que representa escribirla y, también, pensarla. ¿Qué te proponías en este libro y cuánto de él permanece en tu escritura?
Jorge Polanco Salinas: Para responder, quizá sea mejor señalar una breve trayectoria del libro. Las palabras callan fue editado en 2005, en su primera versión; antes habían sido publicadas algunas secciones o fragmentos en antologías y concursos de poesía. Es un libro sintomático, escrito en un periodo de muchas dificultades. La reedición que me propuso Andrés Urzúa, en 2020, por Provincianos [Editores], trató de conjugar la poética material del libro con su mudez. Tuvimos conversaciones con Andrés donde nos adentramos en la escritura. Fue muy bueno trabajar con él. El libro es más que una segunda edición; conforma, quizás, un síntoma mayor justamente sobre las dificultades del habla, pero también su apertura a la visualidad. Me interesa mucho esa ampliación. Quizá no solo el tono grave, a veces dramático de los versos, sino también la dificultad de reconocer si es un libro de poesía, una escritura de sentencias filosóficas o un juego visual al modo de [Stéphane] Mallarmé. Ese lugar complejo de la escritura, de no tener un espacio fácil de reconocimiento, ha persistido en lo que he publicado. Quizá la poesía en Chile sea la hebra que permite mayor libertad en las artes (no solo la escritura), al integrar los registros posibles de la creación.
Son varias ideas que Las palabras callan dejan en suspensión; entre ellas, una idea atribuida a varios filósofos como Martin Heidegger: La poesía existe antes que el lenguaje. ¿Qué alcances tiene esta idea en las poéticas contemporáneas? O, al menos, con las cuales te sientas especialmente heredero o vinculado…
Partiría señalando una incomodidad: la filosofía de Heidegger me plantea dificultades y ambivalencias. Por un lado, no comparto su idea del poeta fundante, el representante del rayo celeste, en un filo sagrado que bordea el “fascismo”. Es un legado perjudicial que ha afectado a una tradición no solo poética sino política en Chile, que apela a lo sagrado y sus representantes. Por otro lado, coincido con ciertas ideas que abre su filosofía acerca de la época actual, donde la poesía conforma una posibilidad que subvierte el lenguaje técnico moderno, traducido en Chile a las competencias, las rúbricas, los índices de calidad y demás asuntos. Cuando se apunta que “La poesía existe antes que el lenguaje”, Heidegger a la vez resalta esta anterioridad en cuanto a la libertad del poema, a la fisura que provoca en las formas lingüísticas que interioriza la modernidad. (Dentro de lo que conozco, Heidegger habla escasamente de capitalismo.) En nuestro caso, se trata del lenguaje neoliberal y su incorporación a diferentes aspectos de la vida, incluso en aquellos que parecen estar en su contra. He seguido la pista de cómo las formas —afectadas por un pensamiento material— pueden transformar las sensibilidades y la mirada, y cómo a partir del montaje y las constelaciones se puede socavar ciertas ideas recibidas. El lenguaje del capitalismo tiende a sintetizar y reducir el lenguaje a ganancia e intercambio; la poesía conforma una brecha en esa secuencia del “progreso”. De ahí que, filosóficamente, me sienta más cercano a [Walter] Benjamin y [Theodor] Adorno; a pesar de sus miradas negativas sobre el curso del mundo —principalmente Adorno—, ambos apuestan a interrumpir el progreso y sacarle chispas a procesos creativos. Ambos son muy buenos escritores, y su lectura ayuda a pensar la poesía en el capitalismo. (De hecho, con Jaime Pinos y Jonnathan Opazo llevamos un podcast titulado como una serie de publicaciones benjaminianas: Poesía y capitalismo.) En ese plano, Las palabras callan podría mirarse desde la visualidad, la materialidad o el lenguaje, que crea hebras de silencio y de sentido en la página; es una herencia que puede constelarse con [Paul] Celan, [Alejandra] Pizarnik, [Susana] Thénon, [Juan Luis] Martínez y Ximena Rivera, entre otros, incluso con cierta narrativa más vinculada a la poesía.
No es casual que este primer libro se eslabone con tu trabajo ensayístico, particularmente con Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico. Un libro que lamentablemente fue requisado y retirado de librerías por motivos “extraliterarios”. Más allá de los errores de la editorial, si leemos este hecho de forma estratigráfica, podemos hipotetizar que no es solo un episodio “extraliterario”, sino que también pertenece a las secuelas de una obra problemática de contener y comunicar, con una carga aurática decisiva y profundamente ligada —como pocas en Chile— a un control sobre la totalidad de la semiósfera de la recepción. Así, toda intervención, cita, glosa o “puesta en lectura” debe ser policiacamente custodiada. ¿Lo ves igual? ¿Cabe alguna reflexión de este tipo de obras, más allá del caso particular de Martínez?
Lo que planteas es sugerente para mí en la siguiente perspectiva: el giro de las recepciones entre la historia de la poesía y las artes visuales en Chile. Un aspecto clave es cómo esa auratización proviene del mercado del arte. Diferencia fundamental que un mundo elitista hace del canon de las artes visuales, a diferencia de lo que está pasando actualmente en Chile con el cine (comparo estos dos ámbitos porque trabajan con imágenes visuales). Creo que este fetichismo de la institución del arte proviene de una insuficiencia historiográfica. Antes de la dictadura, la conexión entre poesía y visualidad, por ejemplo, era estrecha. Se daban con naturalidad poetas pintores o pintores que trabajaban con poetas, músicos o con el mundo del teatro. Creo que esta escisión procede de una “escena” del arte que, a través de discursos “avanzados”, trajo consecuencias en las recepciones, adecuándose al disciplinamiento neoliberal. Llevo años, tal vez quince, dando clases en escuelas de artes visuales. Veo el problema que suscita en las y los estudiantes las relaciones entre imagen y texto, una dificultad que incide en que las y los artistas jóvenes queden sin voz; necesitan un curador o un crítico que los “traduzca”. Creo que esto se incrementó a partir de una específica orientación sociológica de la modernización neoliberal. El debate en las artes visuales privilegió un tipo de discurso y, por ende, una irradiación de la mirada sobre prácticas y archivos. Da la impresión que hubo un corte —situación sobre la que Lihn acusa recibo en sus escritos sobre arte.
En los sesenta y setenta, la escritura poética estaba entramada con la visualidad, la música y el cine: una red de relaciones que fue golpeada por la dictadura (aunque siguió persistiendo en grupos precisos en todo Chile); de ahí que vea relevante volver a conectar estas hebras, darle un perfil histórico a esta tradición golpeada. Aparte de la policía del mercado, la auratización proviene también de aquel desconocimiento y los discursos que privilegian una manera de relacionarse con el arte. Constelaciones que han sido clausuradas por la falta de más cruces poéticos que ampliarían los registros, llevarían a cabo más historiografías —todavía tan metropolitanas— y haría que se publicaran más testimonios sobre los modos de hacer. Hay que volver a perfilar estas líneas donde poetas, artistas visuales, músicos y cineastas transitan de un lugar a otro y crean otras expectativas y recepciones. Lamento lo que sucede hoy; muchos estudiantes de arte quedan sin habla bajo conceptos apabullantes y el ínfimo mercado elitista de las galerías metropolitanas, que responden principalmente a espacios clasistas. Falta más expansión y menos custodia del arte. Frente a este panorama, creo que es preciso plantear las lecturas, las prácticas artísticas y las enseñanzas; aproximar las maneras cotidianas que tiene la poesía a las artes visuales para que, así, se incorpore a la vida. Para que nos transforme y dé sentido a los artistas jóvenes.
Lo comenté en la presentación de tu último libro, Paisaje de la capitanía general, y creo necesario retomar este comentario habida cuenta de tu desasosiego e indocilidad ante las fronteras escriturales y creativas. Transitas por la poesía y el ensayo y, en los últimos años, por la crónica, la prosa de ficción y, también, por el dibujo y la ilustración. Todo ello, en paralelo o imbricado con tus afanes académicos en el ámbito de la filosofía. Como sabemos, hay una extraordinaria vigilancia de las disciplinas para regimentar los límites de la producción científica y académica al interior de sus dominios. Prueba de ello es la hiperespecialización y los modos, los géneros, las formas de comunicación del conocimiento como el paper o los estímulos para ascender en las carreras académicas u obtener proyectos. ¿Qué reflexión te cabe ante esta realidad con base en tus experiencias de “indisciplinamiento”?
Fue hermosa la presentación, muchas gracias. Me dio risa la imagen de escritor desgenerado. Un asunto que me interesa es integrar procesos. Creo que, al proponerse este deseo, se van desplazando las fronteras afianzadas desde las instituciones. La creación es una zona fecunda y puede expandirse a través del trabajo con materiales, palabras o imágenes. Y, además, hace bien. Me da la impresión de que la vigilancia sobre las disciplinas —tal y como lo mencionas— tiene que ver con eso: conducir los deseos a estándares, rúbricas y a la pretensión de dominio de un saber. Quizá por eso en Chile la poesía sea —hasta el momento— el espacio más libre, abriendo otros paisajes creativos que han sido domesticados socialmente. Al menos esta ha sido mi experiencia; el poema me ha abierto a la crónica, al ensayo, a la prosa, al dibujo y, ahora, a la experimentación con el grabado, más allá de cómo resulten en términos de gusto. Confío, en ese sentido, en el poema como un primer espacio de libertad frente al paper o la hiperespecialización. Crea un lugar en nuestra educación sentimental para que aparezcan diferenes géneros, formatos y modos de expresión. Me gusta la imagen de la zona, como en [Andréi] Tarkovski: esos paisajes donde uno no reconoce dónde está, como si no tuviéramos rostro. La escritura, las imágenes, la creación, articulan un espacio que derrumba diques y fronteras. Pareciera que nos hiciera volver a un lugar, pero no sabemos cuál. Creo que la escritura transita por esa zona de extrañeza.
Me gustaría que nos hablaras sobre tu obra narrativa, empezando por Cortes de escena: un volumen de prosa breve muy emparentado con la crónica y que se fue escribiendo, o así lo parece, a partir de tomas fílmicas cuyos fragmentos componen más que una película, un tono, un estado de ánimo y una mirada sobre todo lo que transcurre en el “mundano mundo”, y donde cabe un largo bestiario de personajes, situaciones, paisajes interiores y largos trazos de humor y acidez. Al mismo tiempo, y desde el punto de vista de la forma, pareciera una “poesía en horizontal” que va dejando pisadas oblicuas sobre una otredad que apenas se intelige o sugiere.
Los primeros esbozos de Cortes de escena surgieron alrededor del 2007, luego de la publicación de Las palabras callan. A pesar de que demoró en armarse el paisaje que compone el tono que señalas, buscaba una salida existencial a la radicalidad del primer libro. Gracias al epígrafe de [Jean-Luc] Godard que abre Cortes de escena, pude entrar a otro lugar de escritura: no una imagen justa, sino justamente una imagen. Fue importante esta apertura a la posibilidad de captar, generar cortes y elipsis. En ese tiempo, leí un poema de [Raymond] Carver sobre un helicóptero que después incluye en sus relatos. Es decir, que el mismo texto podía trasladarse desde un libro de cuento a la poesía sin perder la intensidad buscada. Ximena Rivera —con quien conversamos sobre esto— decía que la única diferencia entre prosa y verso es que uno se escribe para abajo y otro para el lado. Quizá tenga que ver con las formas breves, como sucede con el dibujo. Cortes de escena se ha leído como poesía, microcuento o crónica. Si lo publicara hoy, agregaría dibujos o monocopias. Veo todos estos procesos como continuidades: relatos, poemas, dibujos, crónicas, sueños, filosofía… Todos forman parte de una región con diversos parajes, valles, mares y cordilleras de expresión. Me gusta en ese sentido el trabajo con la prosa como una ventana que se abre a esta expansión de la mirada.
Pasemos a tu libro último libro, Paisajes de la capitanía general. Como extendiendo tu desasosiego, nos encontramos con un verdadero campo de prueba escritural; un libro que cobija crónica, perfiles literarios de autores obliterados, memorias, docuficción y ficción delirante y desatada. No obstante, hay un “hilo rojo” que cruza gran parte de los relatos, partiendo por la violencia de la dictadura inscrita en el habitus y en la cotidianidad conductual de las y los chilenos. ¿Crees que mucho de lo acaecido en nuestro país —desde el estallido de 2019 hasta el rechazo a la nueva constitución— se explica por esta coerción ambiental —oculta pero persistente— que sigue colonizando nuestros imaginarios, nuestros modos de relacionarnos y entender el mundo?
Quizá sea bueno partir de la historia del libro. Si bien Paisajes de la capitanía general comenzó a pensarse a partir de las crónicas que envié a los amigos que publicaban la revista Concreto Azul en Valparaíso, hay algunos relatos delirantes que quedaron fuera de la edición pero que habían sido publicados en la revista La Piedra de la Locura. Eran demasiado desopilantes, irónicos y hasta vengativos. Con el estallido, comencé a escribir testimonios y a tratar de dar una versión más larga de la violencia del país, que coarta también las formas de la mirada. Fueron publicados en revistas y en un blog colectivo que hicimos en Valdivia. Creo que las potencias de la imaginación requieren de otros formatos y modos de representación más oblicuas y brumosas. Es lo que veo en la escritura de Cynthia Rimsky, por ejemplo. Mientras más profundizamos en la experiencia, más imaginamos. Al leer a [Didier] Eribon, [Jorge] Semprún e Imre Kertész me di cuenta de las posibilidades que permite la mixtura entre crónica, autobiografía, diario y ficción: un juego que deja irreconocibles esos terrenos pero que, también, ofrece un conocimiento social de las formas de vida. Creo que por una parte, como señalas, la violencia recorre parte del libro; muestra estas experiencias de una cultura del sometimiento y de la ensoñación enclaustrada así como las resistencias, el delirio y las respuestas que han surgido justamente frente a esta historia de coerción (que no solo comienza con la dictadura). Un aspecto fundamental para mí —no sé si ello se logra— es que se perciba una continuidad de la violencia y no lugares puros, donde el mismo narrador ejerce en su forma de contar una agresión internalizada, transformando el relato en imagen social. El capítulo “Familia militar” quiere, en ese sentido, mostrar una alegoría de la educación sentimental chilena. Es interesante que el rechazo a la nueva constitución sea también un asunto de formato: leyes que regirían para propiciar una nueva sensibilidad en el país. Pensar nuevos modos de vivir requiere igualmente la modificación de formatos. Veo una traba en esas fronteras y escolleras, procedentes de una historia efectiva de vigilancia de los sueños. Pero lo entiendo: conversé con algunas personas cercanas que votaron el rechazo y tenían miedos concretos, materiales, sobre sus trabajos y existencias. En la izquierda nos falta crear nuevas formas de soñar, imaginar y llevar a cabo una construcción popular que garantice condiciones materiales a las existencias precarizadas en el neoliberalismo.
Jorge, ¿qué está nutriendo tu obra actualmente? ¿Qué porción de la realidad estás abordando en estos tiempos y qué autoras y autores te acompañan en tu travesía?
Conseguí hace tiempo una prensa de grabado y he estado explorando con dichos materiales. En el último tiempo ha sido importante el diálogo con aquella naturalidad con que John Berger plantea sus libros, incorporando dibujos y anotaciones de campo; también la integración de la gráfica entre poema y trazo en Henri Michaux o la libertad creativa de Maha Vial que atraviesa los géneros y las disciplinas, integrando procesos de experiencia artística. (Fue importante escuchar a Maha cuando la entrevistaste en tu programa Libros con causa, sobre todo al decir que la creación nos mantiene vivos.) En narrativa, los últimos años leo a escritoras y escritores de Europa del Este (en gran parte, gracias a las recomendaciones de Adan Kovacsics); me interesa el modo en que arman las frases, la complejidad de las ficciones, el juego con alegorías, conflictuando los géneros y las expectativas de la narración, sobre todo de la autobiografía. En general, tengo muchas otras lecturas sin orden; me gusta leer sobre cine y, por cierto, verlo. Mientras me pongo a dibujar y exploro las monocopias, por ejemplo, escucho Improvisaciones compulsivas, el podcast de Carlos Flores y Sebastián Arriagada. Todos tenemos hoy una cámara —dicen— como en poesía un lápiz para escribir. (Y, yo agregaría, también para dibujar.)
Por último, ¿cómo ves la literatura actual en Chile? Pero sobre todo, ya que después de vivir en Valparaíso has decidido continuar viviendo fuera de Santiago —en Valdivia—, ¿cómo ves la producción y las relaciones de las literaturas centropolitanas con las “provinciales” o territoriales?
La semana pasada volví de nuevo a Quilpué luego de la pandemia. Fue emotivo y extraño. Venía de la Primavera del Libro, donde presenté Paisajes de la capitanía general. En un momento en que salí a fumar en Santiago, dos personas estaban conversando sobre el triunfo del rechazo, y una de ellas hablaba de haberse ido a Valdivia para librarse del malestar. Mientras conversaban, pasaba gente trotando en el parque, otros con sus perros y bicicletas. Nosotros estábamos en un café “colectivo” con una librería y un escenario. Creo que era la imagen utópica del mundo del apruebo. Al día siguiente me encontré con mi madre en el centro de Quilpué; mientras la esperaba, conté en tan solo cinco minutos a más de diez personas mayores con bastones. Fuimos al Tacora, típico restaurante del centro, donde los platos principales son sándwiches y carne. Este contraste, creo, marca a este país escindido. Lo gracioso —si puede decirse así— es que, luego de la pandemia, la provincia se ha puesto de moda y, encima, cara. Ahora están saliendo varios libros publicados reivindicando los territorios; es sugerente esa discusión porque se puede leer en términos políticos, medioambientales, y hasta de ciencia ficción. Las provincias son muy distintas y tienen sus características propias, pero, en general, existe una historia a la que le falta todavía crear un hilado; me da la impresión de que aquello se está armando poco a poco. Y con el inusitado interés por las provincias, es probable que se organicen nuevos archivos que cuenten relatos que faltan. Incluso, actualmente, se está revisitando el larismo [movimiento poético promovido por el chileno Jorge Teillier], visto desde el desastre de las zonas de sacrificio y desde la integración de los seres humanos a la naturaleza.
Por otro lado, también es preciso complejizar la imagen del centro. Si bien nunca me interesó vivir en Santiago (no es mi espacio vital, incluso por cuestiones de clima), creo que hay muchas provincias en esta megaciudad. Es verdad que en un país como Chile se concentra el poder político, económico y cultural en dicha región, pero cuando uno hace un encuadre, incluso dicha escena de poder es diminuta. Diría, además, que desde el punto de vista del pensamiento poético —dentro de lo que yo conozco—, es bastante precaria. De todos modos, nunca ha sido un “asunto” para mí ser provinciano. Quizá porque vengo de Valparaíso. Mis vínculos poéticos consistían en conversaciones con Rubén Jacob, Ennio Moltedo, Ximena Rivera y, en Santiago, con Elvira Hernández y poetas de mi edad. Durante la pandemia, nos reuníamos los viernes por Zoom con un grupo de amigos; llamamos a esa reunión “Fértil Provincia” porque nos encontrábamos en diferentes partes de Chile. Me gusta eso: pensar en la fertilidad de la provincia, en la potencia de las relaciones que se crean en espacios pequeños, en las posibilidades de organización y de reconocimiento mutuo. Un hábitat creado desde la amistad, en lugares a escala humana. Creo que la lectura por el “Apruebo” que hicimos los poetas de Valdivia resultó hermosa; si consideramos que es una ciudad pequeña en cuanto a población, es llamativa la diversidad de escritores que construyen un espacio vital. A pesar de las escuelas creativas y del intento de profesionalización, todavía podemos ver que la escritura poética construye una zona donde cualquier persona puede escribir, perfilar un oficio y una mirada. La poesía permite esa continuidad y esa diversidad a lo largo de Chile.
«Crítica literaria chilena en el Periódico de Poesía de la UNAM (México) y en Vallejo & Co. (Perú)».
Proyecto seleccionado por el Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio 2021.
Responsable: Rodrigo Landau.
La obra del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959) no arranca ni se detiene en El soldado desconocido (1922), su libro más conocido, celebrado por Octavio Paz y José Emilio Pacheco, y que cumplió cien años en 2022. Hay un poemario anterior, escrito en inglés, Tropical Town and Other Poems (1918), del que se sabe poco y hay muestras escasas; y los títulos que siguieron a El soldado desconocido: Evocación de Horacio (1948), Evocación de Píndaro (1955), Canto a la Independencia nacional de México (1955) y Acolmixtli Nezahualcóyotl (1958), además de ese raro portento prosístico y editorial (volumen en gran formato con audacias tipográficas) que es Ilustre familia: novela de dioses y de héroes (1951).
Por mi amistad con Marco Antonio Millán, quien dirigió la revista América y fue cercano a Salomón de la Selva, en mi archivo tengo, entre otros documentos, varios de esos libros suyos en primeras ediciones, una biografía inédita del poeta escrita por el propio Millán, un folleto que detalla el tránsito de su ataúd al ser recibido con honores en Nicaragua e incluso una rara y fea foto de su rostro muerto… y las hojas fotocopiadas de esta extraña “Pequeña conferencia sobre el estudio del calor en la física moderna”.
Le hablé de estos últimos papeles a Ernesto Cardenal, a quien el nombre de Salomón de la Selva le provocó una furia inmediata. No sé por qué.
Somebody Else’s Poem es un conjunto de siete canciones creadas con pequeños poemas (o fragmentos de poemas) de autoras en lengua inglesa como Emily Dickinson, Audre Lorde, Robin Myers, Tanya Huntington, Adrienne Rich y Ratna Dakini. La idea era explorar esa convergencia entre la música y la poesía para, así, honrar los múltiples lenguajes que nos conforman. Asimismo, buscaba navegar una lengua que no es la propia y en donde la significación es compleja pero los sonidos cautivan, transportan, abren espacio para el reflejo. La finalidad es tomar el poema de alguien más, morar ahí y reconocer cuánto nos construye la otredad.
Las versiones al español que acompañan a las citas fueron realizadas por la Redacción del PdP. Puedes escuchar algunas de las canciones en nuestra cuenta de MixCloud o en los siguientes enlaces.
This is My Letter to the World / Emily Dickinson
This is my letter to the World, That never wrote Me– The simple News that Nature told– With tender Majesty.
Her Message is committed To Hands I cannot see; For love of Her–Sweet–countrymen– Judge tenderly–of Me!
Esta es mi carta al Mundo
Esta es mi carta al Mundo
Que nunca me escribió –
Las sencillas Noticias que la Naturaleza
Trajo – con Majestad benevolente
Entregó su Mensaje
en Manos que no veo–
Por Amor hacia Ella – Dulces –paisanos míos –
Juzguen mi caso – con benevolencia
Calm and Gentle / Ratna Dakini
I don’t know where all this love comes from, or how to name the caress of the early sun, but this morning calm and gentle leaves of grass raise their limbs in a smile.
The wide and bright blue still hosts a half moon; it is summer, and palm trees agree with the soft winds,
and a bird passed, hovering for a long gap.
Tranquila y dulce
No sé
de dónde viene todo este amor
o cómo bautizar
la caricia del sol cuando amanece,
pero esta mañana
las tranquilas y dulces
hojas de hierba
alzan sus miembros con una sonrisa.
El amplio y luminoso azul
aloja todavía una media luna.
Es verano
y las palmeras
coinciden con los suaves vientos,
y un pájaro pasó
sobrevolando
por un largo rato.
Fragmento de For the Bookworm / Tanya Huntington
As I misspent my youth in an attempt to write the words to someone else’s song, it took my far too long to weave a tent around my inspiration. Right this wrong arousing me and I give you my oath: if you see fit to read on for a while, you’ll find my poetry concerns us both…
Fragmento de “Al ratón de biblioteca”
Puesto que malgasté mi juventud en ánimos
de escribir letras para la canción de alguien más,
me tomó mucho tiempo tejer la tela en torno
a mi inspiración. Ven a reparar el daño
que me da expectativas. Yo, en cambio, te prometo
que si hallas oportuno leerme por un rato,
verás que mi poesía (…) nos concierne.
Fragmento de Timepiece / Audre Lorde
In other destinies of choice you could have come redheaded with a star between your thighs and a morning like tender mushrooms rising up around your toes […] pausing to be loved […] But we were new for this time […]
Fragmento de «Reloj»
En otros posibles destinos
podrías haber sido pelirroja
con una estrella entre los muslos
y una mañana como tiernos hongos
elevándose en torno de los dedos de tus pies
[…]
haciendo pausa para ser amados
[…]
Pero nosotras éramos nuevas para estos tiempos
[…]
Música: Ana Jimena Sánchez.
Producción: Juan Pablo García.
Mezcla y masterización: Juan Pablo García.
Voz y guitarra acústica: Ana Jimena Sánchez.
Guitarra acústica: Juan Pablo García.
Grabado en Cholula, México, 2022.
Casa que no existió
Esa casa no existió
no aparece registro en el catastro
ni planos que respondan a esa descripción
paredes de madera
techo de dos aguas
patio con árboles frutales
escalera
tragaluz.
Hubo tierras de labor en esas lindes
nunca una casa.
Nadie recuerda propietarios
ni parientes
ni antiguos empleados.
Mucho menos los gritos de una fiesta
o el cartel anunciando
Esta casa no se vende.
Higos
Parecen higos esas frutas.
Eso lo digo ahora
porque entonces
solo había higos en ciertos relatos viejos.
El mareo nubla el ojo
el sudor lo empaña
cuando el auto se detiene ante la cerca.
Esta casa no se vende
dice el cartel.
La hierba
tan crecida
tapa el sendero.
Parecen higos esas frutas
puestas en el recuerdo
de lo que no pasó.
Ofelia
¿Cómo será estar muerta?
¿De dónde viene esta obsesión de las ventanas?
Toda muchacha es Ofelia
tararean la música de moda
cuelgan del ojo ciego del espejo.
Conozco ese perfume
el grito contenido
que se impregna al colchón
y ese sabor a óxido del agua
cuando la barca de otra niña muerta
atraviesa la ventana.
Cuarto de costura
Huele a lavanda y vetiver el cuarto de costura
hay un espejo
un biombo
y un erizo de plata en el alfiletero.
Las telas de colores
discretas o estampadas
las ha traído el abuelo de la ciudad
como trajo algún día
la Singer de segunda.
Quien no conoce el mar
así se lo imagina
viento y sol
y chorros de agua transparente
al ritmo del pedal
y de esa aguja
que se encarna en la piel como saeta.