En un papiro de magia griego encontré una receta para dominar a la sombra: harina de trigo, moras maduras, sésamo, hierbas que no ha tocado el fuego, acelgas, dirigirse en la hora sexta del día hacia el Oriente en un lugar solitario, provisto de un cesto tejido.
Convivir con ella: aceptar la existencia de la amargura, dejar de competir con el dolor, invitarlo a correr, levantar su peso con mancuernas por el cliché de que su aceptación hace de nuestro cuerpo el tronco más robusto con las ramas más frondosas.
En un espejo contemplé mi fuerza: extremidades a base de menudencias, propagadas por el trabajo de albañiles que construyen un segundo piso. Polvo de martillazos, el canto de un hombre a una mujer, un conjuro, insistencia de lo que para él ella nunca será: libre, capaz de repelerlo sin escurrirse.
Pienso que la acelga es amarga, mamá la hacía en rollos rellenos de jamón y bañados en salsa blanca para el contento de nuestras bocas. La harina de trigo fue una de las preferidas de mi hermana mayor hasta que descubrió las propiedades de la avena y del arroz. Las moras son caras, no sé dónde venden sésamo y no guiso con hierbas.
A qué hora dirigirme hacia el Oriente cuando mi brújula amanece sonámbula a la quinta hora del día, su único objetivo es llegar a la cocina a tiempo.
Tan plomizo es el paso para contenerse en un cuenco de mimbre.
Una amiga me dijo que, para sentirme mejor, debo convivir con mi sombra en lugar de pelear con ella. La he tenido a mi lado, no ahorca pero no me ofrece su hombro. Se mueve mejor que yo, ríe mejor que yo, insulta mejor que yo aunque al verlo su oscuridad se deshacía en partículas, se disgregaba en el suelo para ser barridas hasta el infinito porque el polvo es la materia más inmortal y más constante.
Él también era mi sombra, un capataz que galopaba cada día para no perder su territorio, el martilleo constante taladrando en mi cabeza.
Contra la jaqueca: toma en tus manos aceite de oliva y di la fórmula: “Zeus sembró una piedra de uva: rompe la tierra. No siembra: no brota”.
La mía: en corindón surco mis caminos, ya no es su tierra: las impurezas no siembran: en mí no germina esta sombra.
Paz, higo almibarado cuyo sabor deseamos eterno en nuestra lengua.
La queremos despierta sin ser insomne, deseamos acunarla sin hacerla dormir largamente.
Tenerla junto, qué sencillo, qué efectista.
Gozar de cualquier fruto dura segundos, si lo intentamos un poco más, pero imposible prolongarlo hasta que termine el día.
Las palabras tampoco la aseguran.
He presenciado la búsqueda imposible de esa paz en un tribunal entre pilas de acuerdos sin cumplir, ante jueces y testigos.
Lo que firmé fue la fugacidad de ese almíbar, su final regusto a metal: paz no es lo mismo que refugio, actuar con beligerancia y defender a hierro el fragmento que pudiste rescatar de ti y de tu hija tras años de sombra.
Lugar seguro, mi lugar seguro, lo escucho sin cesar desde hace tres años, entre mujeres, al salir. Ahí no hay hombres, o si los hay no tienen relación con el sujeto de la foto que te embistió y su postura determinaba parte de tu porvenir. O eso dicen, no hay una red pero existe, si marcas a uno a uno marcas a todos, los primeros en vociferar “no estoy de acuerdo”, van sobre ti, prenden fuego, dicen “éste ya no es tu lugar seguro”.
Mira lo que has hecho: escribes un nombre en un muro y los desbroza, un efecto en cadena, el encierro es tu lugar seguro, es lo que quieren: verte presa por tu osadía mientras árbitros de la justicia y las buenas formas hacen de una borrachera un conversatorio sobre tus erratas como mujer y como madre por tu excesiva radicalidad (la efectista, la manifiesto de cuarta, la bajofondo porque tu rabia es incontrolable, “ojalá nunca te destrocen como lo estás haciendo ahora con él”).
Oh, qué efectista, cuánto temblor, cuánta literatura posautónoma estás creando sobre esto, muy mal tú, el silencio asegura la paz y la disposición de los refugios, mira cómo malogras, colocando todas tus esferas [tu contexto] en la búsqueda de una justicia que nunca obtendrás a manos llenas así como tu falso estilo porque o lo cantas, lo narras, lo explicitas o lo ocultas, oh tus malas metáforas, oh tu temas recurrentes y cansinos de la sombra que te arruina cuando algunos no cesan de mencionar el trino, la furia, el cuerpo troceado de mujer, las lagrimitas, oh tu tono falso de festival de secundaria en ese coro en que cantaste “Las golondrinas” y “La barca” hasta adelante con tu saquito azul marino y tu listón rojo anudado al cuello de tu camisa blanca, oh tu mala expresión por tu efectismo y las palabras al final del verso o de la línea sin desarrollo por considerarlas llenas de fuerza, la fuerza que tienes para escribir todo esto pero junto a ti tienes la sombra de tu exesposo umbrío y su consorte como los aferrados a un canon en el que la poesía ya no puede contener más cotidianidad ni el tá tá tá tá tá tá tá de las versiones de Ulises Carrión pero yo sí canté como solista en un festival del catorce de febrero y recité un acróstico a un novio de apellido como el de Ulises con mi saco usando medias en un desfile el cinco de mayo en el que los militares nos decían a todas al oído fresa fresa fresa, y nos abucheaban los de la prepa cercana a un cancha de futbol al definirnos frutos pequeñitos y caros cuando a duras penas llego a final de mes porque nunca comprarás camarones, todo eso para explicitar la potencia de un poema que para algunos podría ser mejor si hablo del canto canto canto yo que sí canté en la secundaria y no sé cuántos de ustedes que apelan al tono se han plantado a los quince en un escenario cuando era común el festival de fin de cursos cuántos al final han sido abordados por un estudiante de universidad que se anima a preguntar tu nombre y al decirlo tu madre dice las palabras mágicas “seguramente es un fósil de Antropología”, oh el prejuicio con sus giros inesperados de justicia poética a cuántos ha llegado ese señor quejoso en las presentaciones de libros que debería aparecer en una mesa de narradoras con agente literario esclavas de la imprenta que escriben para becas y su vanguardia es escribir relatos cortos sin definir su riesgo lingüístico porque consideran a Gorostiza rebuscado y ese riesgo clama la poesía porque los poetas miran sus trabajos con lupa y saña pidiendo al menos interpretar lo que cantaste en la secundaria pero el efectismo es quieto y lo que quiero es poética en la justicia y a nadie que obligue a guarecerme.
Postautonomía, oh el invento, el desparpajo de determinar cuál será la nueva literatura consagrada mientras en ella reúno mis restos porque no hay cosa más cierta que ver a un hombre deshilar a una mujer, verlo usar esa tela raída para limpiar la suciedad de su mundo.

Autor
Lorena Huitrón Vázquez
/ Xalapa, Veracruz, 1982. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas. Fue beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación Artística en el Estado de Veracruz (PECDAV) en poesía (2009-2010) y novela (2013-2014). Ha publicado los libros Parábola del desconocido (2012), Erigir una fortaleza (2013), Una violencia sencilla (2017, Premio Nacional de Poesía Experimental Raúl Renán 2015), Wintu (2017) y El oficio del escarabajo (2019).