agosto 2023 / Ensayos

Humanos más decentes

Una idea se ha repetido en declaraciones, manifiestos vanguardistas, cantinas, entrevistas, películas de Hollywood e incluso discursos políticos: la poesía puede cambiar el mundo. Sobre ello han hablado Lawrence Ferlinghetti, Ida Vitale, Octavio Paz y Gottfried Benn. Esta idea se diseminó en el siglo XX luego de las guerras mundiales. ¿Por qué habría que cambiar el mundo? Porque después de revoluciones y movimientos sociales, si bien se han logrado cambios progresistas, la explotación de recursos naturales y humanos no se detiene; estamos en un continuo movimiento de avance y retroceso que deja a una gran parte de la población y las especies del mundo desprotegidas, y a otra en una indolencia cada vez mayor, llevada hacia la acumulación económica. Necesitamos, frente a esta realidad, bastiones de autonomía, de escepticismo ante los discursos predominantes, de libertad ideológica y resistencia en común.

En su exposición Sublevaciones, Georges Didi-Huberman selecciona piezas de insurrecciones históricas que han sido ventanas de esperanza frente a opresiones, desigualdades e injusticias. El filósofo encuentra en la exhibición de esas imágenes la posibilidad de dar a conocer revoluciones más allá del esteticismo que el espacio museístico confiere. Además de las imágenes, Didi-Huberman acude también a la poesía: en la introducción al catálogo de Sublevaciones1 menciona el movimiento simbolista, en particular a Charles Baudelaire, un forajido de su tiempo que vivía al margen de las costumbres burguesas, lo que lo hizo adquirir el título de “poeta maldito” por antonomasia, y cita también el poema “Los justos” de Jorge Luis Borges, que habla de cómo las personas que encuentran pequeños placeres en lo cotidiano “están salvando el mundo”. (Esos “justos” no son personas ambiciosas, ni los políticos, los billonarios o la gente que busca poder.)

En su libro Respirare. Caos y poesía, el pensador italiano Franco “Bifo” Berardi2 propone una idea semejante a la de Didi-Huberman: la poesía es un instrumento que puede salvarnos del “caos” en el que vivimos. Sin ahondar en el tema, Bifo piensa que la poesía puede unirnos en un ritmo respiratorio común. La noble y valiosa propuesta de que la poesía sea una vía de salvación viene de la mano con menciones únicamente a poetas fabulosos pero todos pertenecientes al canon occidental como John Keats, Rainer Maria Rilke o Dylan Thomas.

Retomo las ideas de esos críticos porque ponen la poesía al centro como un umbral de esperanza, pero también señalan que la salvación no funciona como un acontecimiento que literalmente cambie el mundo, sino como un giro en nuestra perspectiva y nuestro modo de habitarlo. Tal aproximación es semejante a lo que Ida Vitale declaró en una entrevista: “La poesía no va a cambiar el mundo, pero prepara humanos más decentes”. Una vez recogida esta idea a partir de la perspectiva de los filósofos europeos, quisiera pensar en ella como una latinoamericana que escribe y lee poesía, sobre todo, de mujeres.

La poesía no es un movimiento social pero está presente en el movimiento social. Recuerdo ir en un vagón del metro lleno de compañeras de la Facultad de Filosofía y Letras rumbo a una marcha del movimiento YoSoy132 mientras leíamos en voz alta los poemas de una antología engrapada que hizo el Colegio de Letras Hispánicas. Escucho, conmovida, “América, no puedo escribir tu nombre sin morirme”; lo leo escuchando las voces de quienes estábamos ahí, leyendo a Manuel Scorza. En aquel momento, la poesía dio un discurso común a muchas personas, la posibilidad de resonar rítmicamente de la que habla “Bifo”; cumplió un cometido colectivo y nos llevó, en el ánimo, al mismo estado de brío antes de marchar.

Pero muchos de los encuentros con la poesía ocurren en la intimidad. Por ejemplo, el día que Piedad Bonnett se enteró de la historia de Chantal Maillard: ella también tenía un hijo llamado Daniel que se suicidó. Cuando supo esto, la contactó y escribieron juntas Daniel,3 un duro testimonio sobre la muerte de ambos hijos. Daniel es un libro con poemas escritos antes de planear su publicación, en el cual los textos dialogan unos con otros al grado de que terminan fundiéndose y constituyendo una sola voz, pues no se indica quién escribió cada poema salvo al final, en un índice que bien puede pasarse por alto. En este libro a cuatro manos, la identidad autoral termina perdiéndose y lo que germina es el dolor. Se insiste en que el suicidio es una decisión autónoma y valiente que debe nombrarse, y en que la pérdida es una condición con la que se puede cargar y estar vivas. Este libro perpetúa el recuerdo de sus hijos, uno de los deseos que apunta Bonnett en su ensayo Lo que no tiene nombre.4 Quizá, más que dar alivio al dolor de las autoras, el cometido de este libro es expandirlo, hacer que los lectores lo compartan.

En Pensar en los otros,5 Ted Cohen habla de cómo la literatura es un dispositivo de empatía a través de una de sus herramientas principales: la metáfora (y, cabe añadir, el símil). La posibilidad de realizar esta traducción del mundo donde una cosa es igual a otra o como otra, nos enseña también a pensarnos igual que los otros o como los otros. En La creación por la metáfora, Maillard dice que al poner dos objetos en diálogo, esta figura retórica termina creando uno tercero que no existía antes: el objeto poético. Es una operación mística que da vida. No se puede leer Daniel o Lo que no tiene nombre y salir impune de ahí, como si no hubiéramos nosotras mismas perdido algo, como si no compartiéramos, entendiéramos o incluso encarnáramos el dolor.

La poesía es un instrumento de resiliencia asincrónico porque trasciende los sucesos sujetos a una temporalidad. Aunque esté producida en una época determinada, o a partir de una circunstancia concreta, lo que nombra es atemporal. No es sólo una herramienta para lidiar con el caos actual, ni una de las salidas o paliativos urgentes; su naturaleza trasciende cada crisis personal y mundial. Anna Ajmátova, formada en la fila de la prisión de Kresty para ver a su hijo, es una mujer que escribe durante el régimen de Stalin pero que también lo hace sobre la libertad, la maternidad, el sufrimiento y la pérdida de un hijo en cualquier momento histórico. Réquiem6 es un libro que se escribe, de cierto modo, en conjunto. Desde el principio, y “En lugar de [un] prefacio”, cuenta que una mujer la reconoce y le pregunta si puede escribir lo que está pasando, y ella le contesta que sí. Lo que la poeta está diciendo es que no sólo escribe por ella y su hijo, sino también por las otras madres y los otros hijos.

En el poema “Crucifixión” unifica su voz sufriente, por ejemplo, con la de María Magdalena. Luego, en el epílogo, recuerda a las otras mujeres que sufrieron separaciones y les dedica el libro:

A aquella a la que a duras penas empujaron hacia la ventana,
a quien sus pies no pisan su tierra natal,
a la que agitando su bella cabeza
dijo “Vengo aquí, como si fuera a casa”.
Quisiera llamar a todas por su nombre,
pero confiscaron la lista y no se puede encontrar.
Para ellas he tejido un vasto sudario
con las pobres palabras que les oí.
De ellas me acuerdo siempre, en todas partes
no las olvidaré en una nueva desgracia
y si amordazaran mi atormentada garganta,
por la que gritan cien millones de voces,
que ellas también rueguen por mí
en la víspera del aniversario de mi muerte

Hay más de una voz en Réquiem, que se transforma en un lamento colectivo, un grito ritual, un ololyga.7 Esta serie de dedicatorias evoca en la actualidad los mensajes que los padres de hijas desaparecidas o asesinadas emiten en entrevistas. Ellos no sólo expresan dolor propio. Muchas veces hablan de que han empezado una lucha política para que lo que les pasó a ellos no le ocurra a nadie más. Lo dijo la madre de Lesvy Berlín y los papás de Debanhi Escobar, dos mexicanas muertas con violencia en 2017 y 2022, respectivamente. Es impresionante cómo personas sumidas en un profundo dolor que les atañe en lo más íntimo pueden expresar preocupación y empatía por el resto de las personas. Esa conciencia y noción de los demás es uno de los rasgos de esperanza y voluntad humana: saber que el mundo no termina donde termino yo, que a pesar o a partir de mi tragedia están los otros.

En el prólogo a Desmorir,8 libro escrito sobre su proceso a partir de ser diagnosticada con cáncer de mama, la poeta Anne Boyer hace una reflexión sobre por qué escribir en torno a su experiencia y a su enfermedad. Boyer dice que esa enfermedad en particular es sorora, que la identifica con otras mujeres que la tuvieron también, y concluye junto a palabras de Audre Lorde que escribir sobre su enfermedad es escribir junto con las demás.

Hay una reflexión de “Bifo” que nos puede llevar hacia otra posibilidad de la poesía ante el caos: a partir de un poema de Rilke, el filósofo explica cómo la poesía permite ver un hueco entre la maraña de contenidos que nos aturden y ocultan la claridad; horadar ese caos y ver lo que hay más allá de él, el mundo despejado de identidad.

Esta horadación por medio de la poesía me remite a las palabras de María Negroni sobre la poesía de Alejandra Pizarnik:

[…] en el poema, el sujeto deseante añora siempre ese periodo de intensa subjetividad que es la infancia. Por eso, se abstrae en una visión narcisista donde priva la ilusión de dominio (el paraíso del sujeto-como-mundo) e inventa, de esa manera, lo personal: lo narra, como si fuera un gesto hacia la muerte, contra la muerte. El resultado es una representación sin referente donde cada signo parece una postal del reino de los muertos dirigida a una marca ausente, el nombre propio. Todos los poemas, podría añadirse, son micrografías: contraen el mundo a fin de expandir la vida.9

Curiosamente lo más personal, la infancia, se traslada a “una representación sin referente”. En esta posibilidad de horadación para contraer el mundo, la resistencia de la poesía no actúa como una escritura colectiva, como un escribir pensando en y con las demás, sino como un aislamiento necesario para abrir el mundo. Para “Bifo”, una consecuencia del caos es la falta de individualidad y pensamiento autónomo. Esta individualidad no se refiere a la noción liberal encaminada, hoy, más hacia el egoísmo que hacia la libertad, pues el filósofo también menciona que la insistencia en la identidad, en la noción de una patria, una raza o posición social, es uno de los mayores males de nuestra civilización y de nuestra convivencia con los otros. La poesía escrita desde aquí pierde la noción misma de sujeto dentro del espacio tiempo que le toca vivir; se escinde de las circunstancias que la demarcan como perteneciente a una época. Negroni abunda en su argumento:

Todos los poemas son micrografías: contraen el mundo a fin de expandir la vida. Pizarnik sabe, sin embargo, que al concentrarse en los detalles, esos microcosmos ofrecen mundos deslumbrantes pero helados. Son mundos que se alejan de la narrativa a favor de una interioridad cargada de espectros y de estatuas. En los poemas, más vale decirlo enseguida, el gran desaparecido es el cuerpo.

Esta creación de un mundo otro, nos dice Negroni, escinde el cuerpo a favor de una suerte de creación espectral, de un estar en el mundo de otra manera que no necesariamente está relacionada con el ego. Ésa es la manera de salirse de lo que nos determina y oprime en el caos de nuestra época.

Una vez que llegamos al aislamiento poético para recrear el mundo que vemos en Pizarnik, estamos en la frontera de la poesía que pierde la noción de materia y sujeto. La poesía le encuentra el hueco al mundo en esa alternativa a la corriente principal de pensamiento: la apertura del signo. El género poético es un ejemplo de cómo la lengua no siempre se conforma de signos cerrados; pone en duda el significado y la interpretación, nos arriesga ante el texto de significados abiertos. Este tipo de poesía no busca la comunicación sino el desasosiego. Por lo general, se habla de esta cualidad como una propia de todo el género. Me parece que no es así. Hay poemas más nítidos, cuyas palabras están puestas claramente en un contexto.  No podríamos decir que en los poemas de Sharon Olds el discurso es polisémico. Esto no quiere decir que no podamos llegar con él a otro lugar, pero lo hacemos por otra vía; no la del lenguaje que se rompe, sino la de la poesía anecdótica. En El padre,10 por ejemplo, asistimos a los últimos días antes de la muerte del papá de Olds. Y lo que se desarrolla en el argumento rebasa, al igual que en Réquiem, las fronteras del tiempo.

Pero hay poemas cuya rareza permite no sólo despertar al lector, como apunta Ilya Kaminsky a propósito de los poemas de Paul Celan,11 sino llevarlo más allá de la realidad establecida y ver otra que trasciende la nuestra. Dice Negroni en otro texto que “Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire, divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y la eternidad”.12

Pensemos en los poemas de Olvido García Valdés. Muchos inician con minúscula y no tienen punto final; su uso de la gramática es inusual, al igual que su abrupto corte de versos, que no corresponde con la semántica del discurso; no está clara la imagen que vemos ni existe la voz poética en primera persona, la cual parece estar disfrazada por la tercera persona del singular, y las anécdotas están prácticamente ausentes; en cambio, casi siempre presenciamos una mezcla de imágenes fijas y reflexiones. Este lenguaje posibilita ver el mundo desde un punto de vista no ordinario. Nos alejamos de la narrativa que tenemos previamente extendida de las personas y los sucesos; podemos intuir que hay algo que no se entiende en su totalidad, que el significado no está cerrado.

En su biografía de san Juan de la Cruz, Menchu Gutiérrez hace notar cómo el santo escribía verbos en pasado cuyo sentido se refería al futuro, probablemente por influencia de fray Luis de León. Este tipo de inversiones aparecen en su “Noche oscura del alma”, escrito mientras san Juan se encontraba en una celda diminuta donde no tenía cama ni modo de asearse, privado de la libertad por la orden de los Carmelitas Calzados. Estas paradojas verbales, dice Menchu, muestran tempranamente una de las posibilidades que la poesía abre: trastocar la temporalidad. La salida del sufrimiento para san Juan fue un lenguaje que le cambiara el sentido al mundo. Una situación extrema le permitió al santo tener experiencias místicas, ver más allá del mundo material y sus traducciones pragmáticas. Esta percepción de la realidad es el fin último de religiones como la budista. Se llega por medio de prácticas de meditación y el altruismo empático o bodhichitta, pero éstas adquieren su sentido último al llevarnos hacia la visión correcta de la realidad, más allá de nuestras formulaciones preconcebidas de los demás y de nosotros mismos.

Si pudiéramos comprender esta otra realidad que al leer poesía se vislumbra por apenas unos instantes, podríamos desechar buena parte de nuestro ego. Si le diéramos verdadera atención e importancia a esta comprensión, al menos, como decía un maestro de meditación, “le estaríamos quitando un neurótico al mundo”. Y esta posibilidad ampliada permitiría una convivencia más empática con todas las especies; nos acercaría a ese modo justo, desprovisto de ambición, de habitar el mundo como lo escribiera Borges.

No podemos hablar de una poesía en general porque ésta varía en sus procedimientos, pero lo que tienen en común la poesía abiertamente política con la narrativa, la simbólica y la mística es que todas nos alejan de nosotros mismos, nos hacen olvidar la identidad que tenemos preconcebida, y nos acercan a un lugar desde el cual podemos pensarnos y pensar en lo que nos rodea, intuir que quizá ni siquiera estamos separados. Desde esta perspectiva nos encontramos sorprendente, iluminadamente, mucho más cerca de lo otro.

 


1 Georges Didi-Huberman, Sublevaciones. México: MUAC-UNAM, 2018.
2 Franco “Bifo” Berardi, Respirare. Caos y poesía. Argentina: Prometeo, 2020.
3 Piedad Bonnett y Chantal Maillard, Daniel. México: Vaso Roto, 2020.
4 Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre. Colombia: Alfaguara, 2013.
5 Ted Cohen, Pensar en los otros. Sobre el talento de la metáfora (Juan Gabriel López Guix, trad.). Barcelona: Alpha Decay 2011.
6 Anna Ajmátova, Réquiem. Poema sin héroe (Jesús García Gabaldón, trad.). Madrid: Cátedra, 2006.
7 Anne Carson explica el ololyga en la cultura griega antigua como “un grito ritual de las mujeres. Es un penetrante grito agudísimo proferido en ciertos momentos climáticos de las prácticas rituales (por ejemplo, cuando se corta la garganta de la víctima durante un sacrificio) o en momentos climáticos de la vida real (por ejemplo, cuando nace un niño) y también es un rasgo común de los festivales de mujeres”. Anne Carson, “El género del sonido”. La traducción al español es mía.
8 Anne Boyer, Desmorir (Patricia Gonzalo de Jesús, trad.). México: Sexto Piso, 2021.
9 María Negroni, La palabra insumisa. México: UNAM, 2021.
10 El padre (Mori Ponsowy, trad.). Madrid: Bartleby, 2004.
11 Ilya Kaminsky, “Of Strangeness that Wakes us”.
12 María Negroni. El corazón del daño. México: Random House, 2022.


Autor

Valeria List

Puebla, Puebla, 1990. Poeta y traductora. Estudia la maestría en Letras Españolas en la UNAM. Trabaja en el Departamento de Publicaciones del IIBI-UNAM. Es cofundadora de la agencia de servicios editoriales Ahuehuete. Escribe en huellademyo.wordpress.com.

agosto 2023