junio 2024 / Traducciones

El silencio de Dido

 
Presentación y versión de José Saed Ayub

 
En Líbano, al sur de lo que hoy es Beirut, estaba Tiro, una de las ciudades más importantes de la antigua Fenicia. Elisa era la princesa de aquel reino, hija del rey Muto y hermana de Pigmalión. A la muerte de su padre, Elisa y Pigmalión debían de heredar el trono; sin embargo, de ambos hermanos, los habitantes de Tiro reconocieron como jerarca sólo al varón. Más tarde, Pigmalión entregó a su hermana en matrimonio con su tío Siqueo, a fin de enterarse de dónde estaban escondidos los tesoros que éste poseía.

Pero cuando Pigmalión asesinó a Siqueo para apoderarse de su fortuna, Elisa huyó de su patria junto a otros ciudadanos inconformes, llevándose el oro que tanto codiciaba su hermano. Después de una gran travesía, la princesa llegó finalmente al norte de África, a la región que entonces era conocida como Libia y que hoy es Túnez, donde los naturales de aquellas tierras de la costa africana cedieron a la princesa fenicia una porción de su territorio para que se instalara con su séquito. Allí, en el extremo de África más cercano a Italia, la princesa fundó una nueva ciudad, nombrada Cartago, de la que se volvió reina. Y ella, que antes se había llamado Elisa, se llamó, desde entonces, Dido.

Por su parte, Eneas era un príncipe troyano, yerno de Príamo, que también se había visto forzado a abandonar su patria, pero a causa de la guerra de su pueblo contra los griegos. Eneas tenía ascendencia divina por parte de su madre, pues era hijo de la diosa Venus y, por otro lado, del mortal Anquises. Aunque ya tenemos noticias de este héroe por la Ilíada de Homero (compuesta hacia el s. VIII a. C.), lo conocemos primordialmente gracias a la Eneida, el poema épico monumental escrito por el poeta Publio Virgilio Marón en el siglo I a. C., que cuenta cómo Eneas logró escapar vivo de la destrucción de Troya, con su padre y su hijo a cuestas y un pequeño saco que contenía los penates, que representaban lo que el héroe había tenido que dejar atrás pero que, de ese otro modo, simbólico, lo seguía acompañando.

Después de salir de Troya, en su camino hacia Italia a la fundación de su nueva patria, Eneas naufraga y, tras mucho penar, llega accidentalmente a Cartago, el nuevo reino de Dido. Allí, le cuenta su historia a la reina y, por intermediación de Juno, Venus y Cupido, se enamoran perdidamente, al punto de que ambos olvidan su misión: él, que debe fundar Roma; ella, que debe continuar la construcción de su reino. Hasta que, en sueños, los dioses recuerdan su encargo al príncipe troyano, quien abandona Cartago y su playa. Y a su reina. Desde el barco, Eneas sólo ve la columna de fuego que se eleva. Teme que Dido, que ardía de amor por él, ahora se consuma entre esas llamas.

A continuación, se presenta el episodio de la Eneida que relata el reencuentro entre ambos, ahora en el inframundo. Eneas ha descendido en busca de su padre, quien ha fallecido en la expedición. Entre otras figuras míticas que se dieron muerte a sí mismas, a quienes “el duro amor consumió con cruel infección” (durus amor crudeli tabe peredit), el príncipe troyano vuelve a ver, sombría, a Dido. Como anotación, baste replicar lo que escribió T. S. Eliot sobre este pasaje:

a mí siempre me ha parecido que el encuentro de Eneas con el fantasma de Dido en el libro VI es uno de los pasajes no sólo más conmovedores sino también más civilizados en toda la poesía; es complejo en cuanto a su significado y económico en cuanto a su expresión; aunque nos dice algo de la actitud de Dido, es más importante lo que nos dice de la actitud de Eneas: el comportamiento de Dido parece casi una proyección de la propia conciencia de Eneas, sentimos que es el modo en que la conciencia de Eneas esperaría que Dido se comportara hacia él. En mi opinión, lo fundamental de este pasaje no es que Dido no lo perdone (aunque sí es notable que en vez de insultarlo, apenas lo rechaza y quizás sea el rechazo más elocuente en toda la historia de la poesía); lo fundamental es que Eneas no se perdona a sí mismo y que esto ocurre a pesar de un hecho que él tiene muy presente, a saber: que todos sus actos han sido consecuencia de un destino o de las maquinaciones de dioses que ―a nuestro parecer― sólo son instrumentos de un poder superior e inescrutable.1

El texto latino está tomado de la edición crítica que aparece en P. Vergili Maronis Opera, hecha por Roger Aubrey B. Mynors y publicada en la Biblioteca Oxoniense, de Oxford, en 1969.

 
(Virgilio, Eneida, VI, 450-476)

 
Eneida, VI, 450-476

Entre ellas, con la herida aún abierta, la fenicia Dido                   450
erraba en el gran bosque; a quien el héroe troyano
reconoció, tan pronto estuvo a su lado, oscura, entre las sombras,
de la misma manera que el que, al principio del mes,
ve, o piensa que vio, surgir, entre las nubes, la luna;
derramó lágrimas, y con dulce amor le dirigió estas palabras:               455
“¡Dido infeliz! ¿Entonces era verdad la noticia
que me había llegado de tu muerte, y que buscaste el final por la espada?
¿De tu funeral, ay, fui yo el motivo? Por las estrellas te juro,
por los dioses, y —si la hay— por la fe bajo la tierra profunda,
que, contra mi voluntad, reina, me marché de tu playa.                  460
Pero las órdenes de los dioses, que ahora me obligan a ir por estas sombras,
por lugares espinosos y por la noche profunda,
me llevaron con sus poderes; y sospechar no podía
que tan grande dolor te causaría con mi partida.
Detén el paso y mi mirada no evadas.                         465
¿De quién huyes? Esto es lo último que puedo decirte, por voluntad de los dioses”.
Con tales palabras intentaba Eneas suavizar la fiera mirada
y el alma en llamas, y provocaba su propio llanto.
Ella, de espaldas, tenía los ojos en el abismo clavados
y, tras el discurso emprendido, su expresión no se conmueve,               470
como si fuera dura piedra o roca marpesia.
Finalmente se apresuró y se refugió, enemiga,
en el bosque umbroso, donde Siqueo, su esposo primero,
iguala su amor y la corresponde en cuidados.
Eneas, no menos conmovido por el indigno final,                    475
la acompaña con lágrimas desde lejos y se apiada, mientras ella se marcha.

 
 
 
Eneida, VI, 450-476

inter quas Phoenissa recens a vulnere Dido                       450
errabat silva in magna; quam Troius heros
ut primum iuxta stetit agnovitque per umbras
obscuram, qualem primo qui surgere mense
aut videt aut vidisse putat per nubila lunam,
demisit lacrimas dulcique adfatus amore est:                      455
‘infelix Dido, verus mihi nuntius ergo
venerat exstinctam ferroque extrema secutam?
funeris heu tibi causa fui? per sidera iuro,
per superos et si qua fides tellure sub ima est,
invitus, regina, tuo de litore cessi.                            460
sed me iussa deum, quae nunc has ire per umbras,
per loca senta situ cogunt noctemque profundam,
imperiis egere suis; nec credere quivi
hunc tantum tibi me discessu ferre dolorem.
siste gradum teque aspectu ne subtrahe nostro.                       465
quem fugis? extremum fato quod te adloquor hoc est.’
talibus Aeneas ardentem et torva tuentem
lenibat dictis animum lacrimasque ciebat.
illa solo fixos oculos aversa tenebat
nec magis incepto vultum sermone movetur                        470
quam si dura silex aut stet Marpesia cautes.
tandem corripuit sese atque inimica refugit
in nemus umbriferum, coniunx ubi pristinus illi
respondet curis aequatque Sychaeus amorem.
nec minus Aeneas casu percussus iniquo                       475
prosequitur lacrimis longe et miseratur euntem.

 

 


1 T. S. Eliot, “¿Qué es un clásico?”, en Lo clásico y el talento individual, trad. Juan Carlos Rodríguez, UNAM México, 2013, pp. 38-39.


Autor

Virgilio

/ Andes, República Romana, 70 a.C. – Brundisium, Imperio Romano, 19 a.C. Poeta. El autor latino más célebre entre cuyas obras se encuentran la Edeida, las Bucólicas y las Geórgicas. Es, además, personaje central de la Divina Comedia de Dante Alighieri.

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