A modo de prólogo
Mi mujer dice que un poema
tiene poesía cuando la hace llorar.
Otros dicen que cuando se les erizan
los vellos de los brazos.
Un amigo asegura que cuando
le dan ganas de prender un cigarro.
Yo soy poeta y debería saber cuándo
un poema tiene poesía
pero no sé cómo explicarlo
y cuando lo intento termino escribiendo
y enredando mucho más la poesía
ya que sólo es posible explicar
la poesía sirviéndose de otro poema.
Y es que en el fondo los poemas
son preguntas y los mejores son aquellos
que parecen respuestas, aunque cuando
te fijas bien descubres que no es más
que otra pregunta encubierta.
Y yo que llevo más de veinte años escribiendo
sigo sin entender de qué va la cosa
y cuando los familiares y los amigos
y, sobre todo, los estudiantes que asisten a mis talleres
me recriminan y alegan que debo saber,
que deje de estar actuando como un farsante
y les diga de una vez por todas qué es la poesía,
busco uno de esos poemas, se los leo
y ellos se quedan atontados, pero satisfechos.
¿Qué necesidad hay en saber cuál es la droga
y de dónde viene si te hace sentir tan bien, tan vivo?,
me preguntó un dealer en una esquina hace años.
Sé que hay poetas que pueden justificar
el porqué se sientan a diario a escribir poemas
y está bien que lo hagan, pero no lo comparto
porque no creo que uno tenga idea
de lo que está haciendo y sé que para muchos
de ellos la poesía es como un perro
al que uno puede ponerle una cadena y sacar a pasear
o convocar con un silbido o un gesto
pero mi experiencia es lo contrario,
la poesía es un gato
que viene cuando le da la gana
y que desaparece por meses o semanas
y que extrañamos nostálgicos
mirando por la ventana,
esperando que un buen día
regrese, salte a nuestro regazo
y mientras le acariciemos
empiece a ronronear.
Nombre
Mi padre se llamaba Francisco Báez.
Me puso su nombre porque fui su primer hijo varón
y porque quería mantener el linaje.
Francisco suena muy largo
y mi padre lo recortó
y firmaba sus libros con Franc, con C.
Yo lo imito, aunque firmo los míos con Frank, con K.
En República Dominicana no tiene sentido la distinción
porque todo el mundo pronuncia el nombre
sin prestar atención a la K o a la C.
O sea, dicen Fran.
Mi hermano le puso a su hijo Franc con C
y lamentablemente mi padre no llegó a conocerlo.
Mami que tiene Alzheimer me pregunta si conozco
a Fran Báez, masticando la C o la K,
y yo le digo que Frank Báez soy yo
y ella me responde que Fran Báez es su esposo.
Le contesto que tiene razón, que su esposo era Franc Báez.
Pero que era Franc con C y yo soy Frank con K.
Y que él fue mi padre y que ahora está muerto.
Pero si Fran Báez murió, me responde,
¿cómo estoy hablando con usté?
Yaniqueques
Cierro los ojos hasta
que puedo verlo
en la cocina
manipulando el bacalao,
la harina, las ollas
y la mantequilla
para preparar
comida cocola:
domplines,
camarones a la criolla,
fungí con pescado,
pasteles en hoja.
Pero sobre todo
friendo yaniqueques
y ahora entiendo
que era la forma
en que recordaba
a sus parientes
y podría añadir que eso
que las magdalenas
hicieron por Marcel Proust
los yaniqueques lo hacían
por mi padre
y lo veo ahí
friendo en la sartén
un nuevo yaniqueque
y rememorando casas,
caras de parientes,
fechas, páginas,
reyertas, efemérides.
Por consiguiente,
el vocablo yaniqueque
está ligado a mi sangre
y a esas noches
de principios
de los noventa
en que mi padre salía
de su biblioteca donde
leía a Max Weber
para entrar en la cocina
a freír yaniqueques
y era un modo
de superar la crisis
que asolaba el país
y que llevaba
a que muchas familias
se fueran a la cama
sin nada en la barriga,
pero nosotros teníamos
los yaniqueques,
esa mezcla de harina,
agua y sal frito
todo en aceite,
que era casi como
masticar el vacío,
y entonces no sabía
que con esta fritanga
proveniente del sur
de los Estados Unidos
se alimentaban
los esclavos
y me tomó treinta años
averiguarlo con los sentidos
cuando caminando
por New Orleans
di con un área de food trucks
y percibí el olor
de los yaniqueques
y al igual que el francés Proust
regresé a mi infancia,
a la cocina donde mi padre
bajo la luz de las velas
freía yaniqueques
para que no nos fuésemos
a la cama sin cenar,
y hasta salivé un poco,
no en el recuerdo,
sino caminando
entre los food trucks
como un ciego buscando
con su olfato el alimento
que fue una vez preparado
con devoción,
humildad y amor.
Desarmando la biblioteca de mi padre
Duele mucho desarmar una biblioteca,
ser consciente de que estás destruyendo
lo que el amor, la paciencia y el rigor unió.
No hay nada más triste que bajar un libro
de un estante, meterlo con otros en el fondo
de una caja y sellarla por meses, tal vez años.
Todos esos volúmenes que fueron deseados
y amados y que no volverán a ser leídos
con la misma entrega y el mismo entusiasmo.
O quizás sí, pero a mí me gusta pensar
que los libros extrañan el olor de mi padre
y la manera en que él los tocaba y subrayaba.
Quien toca los libros ahora soy yo y no para
leerlos sino para meterlos en cajas, esa
cincuentena de cajas amontonadas
por el apartamento como urnas funerarias.
Llevo dos semanas concentrado en esta tarea
sepulcral, yo, que había supuesto que la biblioteca
quedaría para toda la eternidad en el cuarto
trasero del apartamento de mis padres,
incluso fantaseé que vendrían en peregrinaje
sociólogos e investigadores de todas partes
del mundo a tocar sus libros, que la biblioteca
sería una especie de santuario, pero aquí
me tienen sudando, rompiéndola en pedazos
y metiendo los libros en cajas que una vez
cobijaron juguetes, cervezas, latas de aceite.
Alguien me propuso regalarlos o donarlos
a bibliotecas, pero tuve pesadillas recurrentes
en que los maltrataban, les rompían el espinazo
y que quedaban relegados al olvido, tosiendo
como asmáticos por el polvo que tragaban,
abandonados a su suerte en los confines
de una amarga biblioteca universitaria.
Así que los sigo guardando en cajas y cada
vez quedan menos libros en los estantes
y dentro de poco estarán vacíos, y entonces
vendrán por los estantes, pintarán las paredes
y colocarán el abanico, la cama y la almohada.
* Poemas pertenecientes a Desarmando la biblioteca de mi padre (FCE, 2024).

Autor
Frank Báez
/ Santo Domingo, República Dominicana, 1978. Es autor de seis libros de poemas, tres libros de crónicas y un libro de cuentos. En septiembre de 2023 recibió la Fellowship for High Impact Scholars de la Mellon Foundation que coordina la Universidad de Texas en Austin. Desarmando la biblioteca de mi padre (2024) es su último libro.