marzo 2024 / Inéditos

De la ferocidad y del destello de su imagen

 
La bestia

Mr. W pintó una cascada de piedras y quedó suspendido en la oscuridad del único mueble.
Tú, mi amor, detenido entre los espacios, observaste al niño en los colores y temimos no regresar de entre las fauces de Mr. W, de entre los tarros en los que nuestros ojos se reflejaron vilmente, como en la niebla.

Entre los basureros, Mr. W había buscado los restos de la gente para luego dibujar muñequitos, ingenuos títeres de la sombra, como nosotros en otra dimensión de lo posible. Los vendió en los festines, los turistas pagan y llevan bajo el brazo los ojos azulísimos de Mr. W.

No sujetes la tijera en alto, cariño, la barba blanca y arrugada de Mr. W nos abarca demasiado. Es una bestia convencida de la ferocidad y del destello de su imagen. Es una bestia perdida en el borde de la puerta en la que el niño, sin percibirlo, ha gritado.

 
 
Perspectiva

El desierto absoluto descansa sobre la silla. La aparición de los cometas crea muescas en la madera. Antes que digas no iré no pescaré, déjame contarte que nuestro mar es negro desde ayer, que los peces abren las bocas paralelas y marchan a estrellarse en el faro.

No limpies el tizne del muelle, se encargará la niebla blanca de la noche de pulir las huellas, como los mansos anzuelos que el viejo olvidó tirar sobre su camión. Parece que siempre anochece; no debemos preocuparnos por la filiación de las aves. Creemos en el fin desde una posición hostil. Después, miramos el paisaje, el gesto del arado, el surco en la tierra, las ondas de agua expandiéndose hacia dentro.

Marchan los poetas uno tras otro, como gansos. Vuelan. Abren los dedos en el inmenso poder de la materia. Las semillas, pequeñísimas, se ciernen tiernas en el relámpago, en las estelas. Los pies de los niños crecen a lo largo de mis pocas arrugas. Todos los ríos son nuestras casas acopladas al denso palpitar de las estaciones.

 
 
XVI

Las puertas de acceso al tren se abrían a las cuatro. Un silbido y un silencio nos recorría el cuerpo, y el bramido de nuestras fauces nos sincronizaba con la estación del castigo. Nos envolvieron con sábanas blancas. Nuestras cabezas chocaban entre sí. Éramos un rebaño ensalzado con rebanadas de manzana y zanahoria que a esa hora de la madrugada brillaban con el tino del hambre, con la sabiduría del amo que bien sabe administrar la desesperación. Me senté de espaldas a la fortuna. Vi pasar cardúmenes. Chocaron con mi espalda, con igual vigor, los látigos y las voces, los árboles y las calles; chocó mi madre enferma y mi padre muerto, chocó mi hijo abandonado por la insolencia y la penuria.

Al tercer día empezamos a golpear el piso con una frenética energía provocada por la alucinación y la esperanza. Nos tambaleamos sobre la línea que el horizonte engullía. Hicimos que tropezaran nuestras almas contra unas minúsculas ventanas que pensábamos nos trasladaban hacia un campo de efigies de heno.

Había visto morir a un toro en medio de un lodazal, las banderillas de colores se agitaban contra el viento y la sangre, y aquel fabuloso animal me miró por detrás de la capa rosada.
Cavo tumbas. Las cavé en el centro de la villa, al descender del tren. Desde la esquina del campo podía observar las figuras del castillo de Łańcut, los contornos del Diablo, y la vida que tropieza, se detiene y se abre a las figuraciones.

Las masacres nos abrazan de formas luminosas, no toda prolongación del miedo y de la agonía es desdicha, no siempre un toro que gira sobre su propia muerte distingue los ojos blancos del espectro que continúa de pie entre las gradas. 

 
 
VII

Hemos venido al mar con los ojos vendados. Ambos odiamos el golpe de sol y sal, el bullicio de la ola que solo recuerda un amanecer silencioso al lado de la persona equivocada. Hemos venido y aplastamos la arena con el dolor de nuestros pies, con los dedos que se curvan y parecen espuelas o espigas alimentándose del olvido. Siempre he aborrecido el cuerpo alegre que ondea y ríe antes de abrazar la piedra, la tristeza blanca que dice gustar de la luz, que jura saber, o entender, cuántos pedacitos de nosotros se descomponen con la furia de las palabras.

Somos estelas inermes, cariño, no pienses que lo ignoro; somos estelas, polvorientas quizá, que alguien sopló en la cúspide del horizonte. No desesperes si no puedes encontrar tus manos para abrazar, si no puedes hablar y nombrar los poetas muertos que merodean; no te aflijas si no eres capaz de zurcirme los pies —con las agujitas finas— al mástil que hemos visto al comienzo de la planicie.

Hemos venido al mar y la tarde miserable en la que ellos vagan como fantasmas entre el calor nos parece el mismísimo infierno, nos parece la consumación de nuestros errores; pero somos estelas, recuérdalo, cariño, las estelas atraviesan las ciudades perdidas, La Habana, Nueva York, Chichen Itzá, Tikal, Cnosos, Machu Picchu y sienten el mal de la altura y se les revela la niebla, los templos y, finalmente, donde el sol se amarra, reposan, trasmutadas ante el suspiro de la felicidad.

 


Autor

Melissa Cordero Novo

/ Cienfuegos, Cuba, 1987. Poeta. Licenciada en Periodismo por la Universidad Central Marta Abreu de las Villas, Santa Clara, Cuba. Maestra en Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara. Doctorante en Ciencias Sociales por la misma institución. Premio Nacional de Literatura Joven Raúl Padilla López 2023. Ha sido reportera y editora de la plataforma independiente cubana elTOQUE. Ha publicado en medios como como Letras LibresEl EstornudoDiálogo Político, Luvina y Anfibia. Sus cuentos y poemas aparecen en antologías de Cuba, México y España.

marzo 2024