Por eso vago por la casa mirando cosas: porque no sé qué hacer con todo esto. Podría ofrecer pedazos. Dilapidar. A veces me preguntan: ¿Suele leer poesía? Es como si me preguntaran: “¿suele respirar?”
Leila Guerriero, “Poesía en el teléfono”
Respiro. Tomo aire y me decido a escribir este texto sobre poesía. Nunca había escrito sobre poesía. Siempre he llevado la poesía en silencio. Tampoco la leo en voz alta.
Mis palabras laten desde dentro y circulan en el aparente silencio del torrente sanguíneo.
Recuerdo las palabras de Guerriero sobre la impresión que dejó en ella una lectura de poemas: no sé que hacer con todo esto.
Cuando te vi por primera vez, te vi abrazando a alguien. Te conocí en un abrazo ajeno. Te vi en otro y en ese otro te vi a ti. En ese abrazo entendí todos tus abrazos, todos los demás, los que nos daríamos, los que ya habías dado, los que ya habrás dado esta tarde y los que darás.
Poesía es conocerse y reconocerse en el abrazo ajeno; en el eco de las voces del poema, en los versos que otros escribieron para otros pero también para nosotros y para todos; para ti, que estás estás escribiendo el poema, y para mí, que ya habré vivido los versos. Para ellos que los leen. Porque en la poesía habitamos todos: tú, yo, el otro y los otros, las cosas, dios y el universo; porque en el principio ya existía la palabra.
La palabra antes del destello.
La palabra, el destello y la explosión.
El poema emana de la oscuridad y se vuelve luz.
“Poesía eres tú” fue el primer verso que me iluminó.
La voz de mi madre leyéndome rimas mientras yo me arropaba en la oscuridad del útero.
La voz que salía de sus entrañas se iluminaba en el aire y entraba en mí.
Y sus entrañas eran mías.
Y su voz era mi voz.
Y la luz atravesaba la carne y nos alumbraba.
Respirábamos.
Nuestras pupilas son oscuras, hermanas. Tus pupilas clavadas en las mías. Oscuras hermanas. Yo respiraba de tus palabras en mi silencio, y en tu silencio tú respirabas de las mías. Vivíamos en nuestro siglo-rima XII. El tiempo de las dos equis y una i. Nos habíamos descubierto las bocas.
Nos presentaron a César Vallejo en la primaria. Llevábamos puesto un uniforme de color plomo rata. Así lo llama todo el mundo: “plomo rata”. Plomo es el cielo de Lima y por debajo del asfalto habitan millones de ratas; por eso nunca se construyó el metro. Es lo que dice todo el mundo.
Yo nací sobre esas ratas y crecí bajo ese cielo que me enseñó los matices del gris.
Me desvío como esa línea de metro que no existe; me desvío como todo el mundo.
Vallejo nació en Santiago de Chuco y creció mirando el cielo azul de la sierra, y murió en París que sí tiene metro y seguramente, también, ratas. En nuestros libros escolares aparece el rostro del poeta formado por miles de puntos oscuros. Apoya el peso de su cabeza sobre una de sus manos cerrada en medio puño. Tiene las cejas tupidas, el pelo abundante y los ojos entornados. Sus poemas se nos graban en coro mientras palpamos el relieve de la tinta negra sobre el papel bulky. Éramos niños ciegos a la poesía descubriendo la luz del verso. El poeta es gris y sus versos son negros. Pero el poeta también es azul: ese mismo rostro en el billete de diez mil intis. También aprendimos a palpar los relieves para distinguir lo verdadero de lo falso. Lo que tenía valor y lo que no.
No llegábamos ni a los diez años cuando descubrimos estos versos:
Yo nací un día
en que Dios estuvo enfermo.
La enfermedad parturienta de Dios alumbra poetas.
Pienso en Lima, en mi niñez y adolescencia.
Fui engendrada en un país pequeño y tropical, pero me dieron a luz entre millones de cabezas. Crecí moviéndome entre la neblina y respirando el hálito del mar.
Es enero y pienso en Lima, en los poetas, en Antonio Cisneros y su “Crónica de Lima”.
pero nunca tendrás la certeza de una nueva estación
—hace casi tres siglos se talaron los bosques y los pastos fueron
muertos por fuego—.
El mar está muy cerca,
Hermelinda,
pero nunca tendrás la certeza de sus aguas
revueltas, su presencia
habrás de conocerla en el óxido de las ventanas,
en los mástiles rotos,
en las ruedas inmóviles,
en el aire color rojo-ladrillo.
Recuerdo cómo salían las palabras de tu boca. Porque de tu boca, sobre todo, recuerdo las palabras. Tus palabras por dentro y por fuera. En los auditorios las sacabas de ti como quien libera una bandada de pájaros que no le temían ni a los muros ni a los cielos rasos. Sabías también guardarlas en la luz con un destello de tus pupilas o las envolvías en la oscuridad del tramado de tu gabardina. Porque cuando te recuerdo en silencio, te recuerdo con esa gabardina.
Pienso en el silencio y me pregunto si realmente se puede escribir sobre poesía.
¿De qué se escribe cuando se escribe sobre poesía?
¿Sobre qué estoy escribiendo aquí?
A propósito, Guerriero ha escrito: entre otras cosas hay que escribir para que cada palabra soporte el peso de las que no están.
Puede que la poesía no sea el destello y la explosión, sino (sobre todo) el silencio.
Una vez estuve sin hablar por muchos días, quizá semanas. Estuve en un país frío donde no entendía el idioma que me rodeaba. Podría haber dicho algo en un idioma de turista, moverme y expresar alguna idea con esos gestos que seguramente llevábamos en el cuerpo desde antes de que descubriéramos el fuego. Pero solo caminé y nadé, nadé mucho. Nadé en decenas de piscinas y en una laguna de color celeste que humeaba, al fondo de la cual había silicio y, más allá, humaredas de torrentes de agua subterránea, babas minerales que silenciaban las gargantas de los volcanes. Me cubrí la cara con barro blanco y nadé en esa agua turquesa y opaca. Me moví entre parejas de enamorados de luna de miel que se apretaban el uno al otro, escondiéndose en los resquicios de vapor; nadé entre grupos de jóvenes que sostenían botellas de cerveza y gritaban, entre familias nucleares (como las bombas): padre, madre y niños de todos los colores.
Nada más que nadar.
Nadé entre todos ellos y me creí un tiburón.
Los tiburones, además de ser animales solitarios, no tienen cuerdas vocales. Son animales llenos de silencio.
En ese mismo país, lo único que me habló fue este poema de Jóhannes úr Kötlum:
Prudencia
Si nos hablamos muere la poesía.
Muere la poesía si nos comprendemos
si nos atrevemos a mirarnos a los ojos
o a escudriñar el corazón y los riñones
si encontramos eso que estamos
buscando sin saber qué es.
¿Recuerdas el viaje tranvía? ¿La lentejas servidas en cuencos? ¿Las lágrimas de alcohol en los vasos? ¿Recuerdas el vapor que nos salía del cuerpo? Tú y yo hablamos, hablamos mucho en muchas partes entre el ruido de la gente y delante de ilustres extraños. También nos miramos a los ojos muchas veces, la última vez en un taxi donde solo teníamos ojos. Y no murió la poesía, no. Porque seguimos buscando eso que no sabemos qué es.
Federico García Lorca tenía veintidós años cuando escribió, en su “Elegía del silencio”:
eres sonido mismo,
espectro de armonía,
humo de grito y canto.
Vienes para decirnos
en las noches oscuras
la palabra infinita
sin aliento y sin labios.
¿Qué buscaría Federico?, me pregunto.
El amor, me digo.
Pero eso es lo que busco yo.
¿El amor?, me pregunto.
El corazón se me agita.
Y a pesar de mi corazón solitario, lo encuentro.
Siempre lo encuentro.
Encuentro el amor en los versos de “Campidoglio”, de Jorge Eduardo Eielson.
porque usted no sabe cuánto pesa
un corazón solitario
usted no me creerá
pero luchar luchar luchar
todas las noches con un tigre
hasta convertirlo en una magnolia
y despertarse
despertarse todavía y no sentirse
aún cansado y rehacer aún
raya por raya el mismo tigre odiado
sin olvidar los ojos los intestinos
ni la respiración hedionda
todo eso para mí
es mucho más fácil mucho más suave
créame usted
que arrastrar todos los días
el peso de un corazón desolado
Me pregunto una vez más: ¿sobre qué estoy escribiendo?
No tengo respuesta.
Quizá solo esté escribiendo sobre la persistencia del silencio.

Autor
Claudia Ulloa Donoso
/ Lima, Perú, 1979. Narradora. Estudió Turismo en Lima y la maestría en Lengua Española en la Universidad de Tromsø (Noruega). Sus relatos han sido traducidos al francés, inglés, portugués y sueco, y forman parte de diversas antologías como Nuevo cuento latinoamericano, Les bonnes nouvelles de l’Amérique latine. Anthologie de la nouvelle latino-américaine contemporaine, entre otras. En 2017 fue incluida en la lista Bogotá 39 (“los 39 mejores escritores de ficción de América Latina menores de 40 años”). Es autora de los libros de cuento El pez que aprendió́ a caminar y Pajarito, así como del volumen Séptima madrugada, basado en el blog del mismo nombre. Actualmente vive en Bodø, Noruega.