Fanny Enrigue, Manía, Jalisco, Salto Mortal, 2023, 96 pp.
El mito es parte esencial del pensamiento antiguo, en
particular del pensamiento científico y filosófico, y los
elementos que lo componen constituyen indicadores
fiables de las construcciones mentales y sociales de
una comunidad.
Francisco Javier Fernández Nieto, Catedrático de Historia Antigua,
Universidad de Valencia
A toda hora cometemos injusticias con nuestros
prójimos juzgando mal sus actos, por olvidar que acaso
se dirigen a elementos de su contorno que no existen
en el nuestro. Cada ser posee su paisaje propio, en
relación con el cual se comporta. Este paisaje coincide
unas veces más, otras menos, con el nuestro…
Evitemos, pues, el suplantar con “nuestro mundo” el de
los demás. Otra cosa lleva irremediablemente a la
incomprensión del prójimo.
J. Ortega y Gasset, “Las Atlántidas y
del Imperio Romano”, Revista de Occidente, Madrid, 1960
El libro Manía, de Fanny Enrigue (Guadalajara, Jalisco, 1976), nos muestra que la poesía es otra forma de pensar. La autora se posiciona respecto al tema de la salud mental y la locura, objeto de estudio y tratamiento de la psiquiatría. Se trata de una visión crítica que presenta al lector el sinsentido de toda certidumbre, el ridículo de los saberes absolutos y la banalidad de las categorizaciones. En el mundo mítico de Enrigue, son las ovejas, las espadas, los muertos y las serpientes las que dan fe de la vesania de los dioses, tan parecidos a nosotras, las personas. La poesía es una forma de la locura. Y la poesía es, también, una forma de la inteligencia.
La locura y su contraparte, la cordura, pero sobre todo la primera, han sido definidas en base a convenciones sobre lo que es normal –lo que es norma– y lo que no lo es, y la medicina ha propuesto diagnósticos psicopatológicos con base en signos y síntomas presentes o ausentes en un “caso clínico” determinado. Desde tales criterios descriptivos se deciden tratamientos médicos, se dictan abordajes familiares y se pronostican desenlaces reservados o fatales.
El psicoanálisis, haciendo una lectura diferente a la de la psiquiatría, ha visto en la locura un producto valioso del inconsciente, como los sueños, los mitos y las enfermedades, como el arte y las religiones. Pero también esta vertiente de pensamiento se dejó llevar por el racionalismo civilizatorio de los siglos XIX y XX, y olvidó por un tiempo el lugar y el derecho que en sus albores otorgó al lenguaje metafórico de los seres humanos. Manía abre una vieja discusión entre los defensores del racionalismo y las mentes que se abren a los saberes aprendidos por otras vías.
Enrigue nos recuerda con este libro que la poesía es nuestra dimensión metafórica y nos invita a apropiarnos de ella a través de los mitos de la Grecia antigua, que la escritora interviene y resignifica. Los personajes de la mitología griega, sus acciones, sus relaciones con otros seres, son recreados en estos nuevos mitos de la autora.
¿Cómo cuestiona la poeta las verdades impuestas? ¿De qué recursos se vale para desarticular el discurso de la normalidad? A través del lenguaje. Como compete a una escritora excéntrica, el núcleo de este libro está en el poema final: “Asclepio”. Fanny Enrigue —nos dice ella misma— es llevada ante las autoridades sanitarias por un acto vandálico: haber liberado a las serpientes del herpetario y ser responsable de las mordeduras que causaron la muerte del encargado de la limpieza. Enrigue, en tanto personaje, es acusada de asesinato pero un diagnóstico de locura podría disminuir la penalidad del crimen.
Este escenario creado da la oportunidad a la poeta de empalmar dos discursos irreconciliables: el del expediente psiquiátrico y el del mito. El primero, un lenguaje de descripción fenomenológica, frecuentemente usado en las historias clínicas y los manuales de diagnóstico (como el DSM-IV), y el segundo, un lenguaje poético y simbólico. La poeta va entreverando las categorías informativas con la narrativa metafórica hasta el absurdo. Un absurdo, por supuesto, genial. Es este cortocircuito el que genera un cuestionamiento sobre la verdad de los saberes y sobre la validez de los procedimientos “terapéuticos”.
A la luz de este poema puesto estratégicamente por Fanny hasta el final, logrando que el lector avance con incertidumbre expectante, pueden comprenderse de otra manera los poemas anteriores.
El título Manía corresponde a una estructura bien reconocible de psicosis, pero también la palabra, en una segunda acepción, describe cualquier extravagancia cotidiana, cualquier hábito singular, las locuras privadas que nos hacen humanos. Yo también, como muchos, me cercioro una y otra vez de que la llave del gas esté cerrada y las hornillas de la estufa, apagadas; como tantos, evito pisar las líneas de las banquetas y doblo mis calcetines de una forma especial; yo, librepensadora, me persigno cuando el avión despega y calmo mi ansiedad con vicios y plegarias. Esto lo sé de mí y puedo contarlo, pero los dioses saben que, como Áyax, he confundido a mi vecina con un ovino y la he herido cruelmente, pero también, como Licurgo, he sido jalada de mis extremidades por caballos hasta el descuartizamiento. Como a Casandra, el dios más bello me otorgó el don de la adivinación, pero hizo que nadie me creyera. Yo también, como Medea, he asesinado en varias ocasiones a mis hijos y le he cortado la lengua a algún amante. Con Jantias y Dionisio, he atravesado la laguna Estigia para llegar a los infiernos y he regresado con los ojos abiertos para toda la eternidad. He querido seducir a mi hijastro, como Fedra, y como Hera, he sembrado el odio y la discordia entre los míos. Estoy adentro del poema como quien irrumpió en el territorio de los sueños.
La poesía de Enrigue se parece a la de Wisława Szymborska, me recuerda la de Silvia Plath y me hace pensar en las ideas plasmadas por Rosario Castellanos. Es un libro grave en su contenido y lúdico en su escritura.
Quiero hablar ahora de algunos hallazgos encontrados en estos poemas. En el primer poema, “Odiseo”, plantea con mucha claridad este descentramiento con los siguientes versos:
Los locos no van a la guerra.
La venganza sólo viene de quienes tienen juicio.
Y más adelante, en este mismo poema:
Algunos cuerdos siembran embuste, sal, cizaña.
Algunos locos terminan lapidados
hasta la muerte, a manos de sus propios hombres.
Descubro un gusto particular por el lenguaje como cuando escribe, por ejemplo “Artiodáctico, ungulado” en el poema “Áyax”, y destaco en él la fuerza de la imagen:
Mis treinta y dos dientes
triturando la devastación.
Atravieso su cuerpo como se cruza
en medio de una multitud
de desahuciados.
En el poema “Licurgo”, donde establece una tensión entre la locura divina y la racionalidad humana —que resulta ser más cruel que la locura divina—, Enrigue utiliza, al final, otro recurso literario: una especie de nota historiográfica escrita con fina ironía.
El poemario en su totalidad está lleno de un humor culto casi negro; encontramos el tono irreverente en la manera de hablar de los coros griegos (en el poema “Casandra”, por ejemplo), que describen cosas terribles con lenguaje obsceno. Esta aguda hilaridad la encontramos también en el poema “Jantias”, en el que hace croar a las ranas de la comedia de Aristófanes con el fraseo onomatopéyico Brekekekex koax koax. Manía es, en momentos, un poemario muy divertido.
La poeta trata la tragedia como si fuera un juguete verbal, por ejemplo, en el poema “Lamia”:
…en una era
Hera me suplició.
[…]
¿Era necesario…? ¿Era necesario
verlo mirarme así, Hera?
Y en el poema “Heracles” disfruta el uso de enunciados fragmentados como si fueran las piezas de un rompecabezas.
El poemario de Fanny Enrigue nos brinda una mejor cordura: el valioso caos polisémico del psiquismo que se manifiesta en metáforas y metonimias, que construye arquetipos, rompe pautas, desobedece esquemas y crea, todo el tiempo crea; construye nuevas sintaxis y nuevas representaciones, como si fueran flores que nacen espontáneas en el árbol callado de los pensamientos o en el ruidoso despliegue de los actos.
Lo dice mejor Emily Dickinson en un volumen, ¿Quién mora en estas oscuridades?: “Algunos seres aquí vuelan, pájaros, instantes, abejorros, no pertenecen a este poema. Algunas cosas que permanecen aquí, aflicciones, colinas, eternidad, tampoco son mías. Y otros que, arraigados, ascienden. ¿Puedo entender al cielo? ¡Qué inescrutable yace el enigma!”
Andrés Cisnegro, Llegada del Malnacido/ Undesirable Arrival, Christopher Perkins (trad.), Nueva York, Artepoética Press, 2022, 128 pp.
En mi primera lectura de Llegada del Malnacido (Artepoética Press, Nueva York, 2022), de Andrés Cisnegro (Ciudad de México, 1979), me encontré buscando en mí una nostalgia; en la siguiente lectura, mi hallazgo fue que dicha búsqueda terminó siendo la de una nostalgia por algo que extrañamente no he experimentado a plenitud, algo así como una “nostalgia fantasma”. Quizá esa experiencia la puedo tratar de reconocer en algún sueño, parecido a algo que te cuentan con tanta sinceridad que crees que existe o existió en una era dorada, hoy perdida.
Hay también, por supuesto y conectado con aquello, una relación visceral con las “patrias”: por un lado, ésa de las fronteras territoriales, de los mapas, los libros y la infancia, y por otro, la patria de la poesía, ésa que habitamos con más gozo y dolor, y en la que quiero construir ese estadio que propone Cisnegro, lleno de poesía y no de pobreza. Una patria en la que quiero también discutir la realidad, las distintas realidades, desde ese otro contexto: el que nos provee la ciudadanía alucinante del lenguaje.
Y —no puede ser de otra manera— en Llegada del Malnacido está también, muy clara, la poesía de crítica social, tan menospreciada en México y que sigue siendo tan necesaria, e incluso indispensable, en estos días. Llegada del Malnacido es reconocer la poesía en el grito, el grito que es pueblo, voz fúnebre y también rama y revolución. Y la nada, porque también la nada grita. Una voz que no se subordina al amo de la sintaxis ni a la corona como símbolo: la voz de la poesía y también del Malnacido: lengua compartida en dos patrias. Y a la vez, una tercera —el inglés—, que Christopher Perkins traslada con pericia.
Aquí, la palabra, el lenguaje, el poema, no pueden darse el lujo de descansar en el oropel de las tradiciones, en el efectismo de la mesa de novedades. Es un libro que, de entrada, nos hará preguntarnos: qué hay que buscar que no se encuentre ya en el noticiero, en la primera plana de diario de su preferencia, en la charla “seria” del oficinista.
La cotidianidad terrible está en estos lugares, sí, pero en el poema encontraremos, junto a esos terrores, las sutilezas que conectan con nosotros de maneras misteriosas, Por eso en el poema, en una poética y un volumen como los de Llegada del Malnacido, lo terrible nos es familiar y, sobre todo, desconcertante. Como si lo experimentáramos por primera vez; como si el camino por el que anduvo este ente común y extraño, para llegar aquí, lo conociéramos tanto y a la vez fuera como si no lo hubiésemos visto nunca: los aires, las vías, los pozos profundos.
No es el viaje por un camino secreto, ni tampoco una ruta sinuosa a causa del bache sintáctico o del símbolo oscuro. Si no es sencillo el camino que nos cuenta a su llegada este Malnacido, es por su claridad deslumbrante, por la exigencia al lector para que detenga los ojos y vea sin distracciones retóricas.
Pero al final, de nuevo, esa sensación extraña: no sabemos claramente qué o a quién hay que rescatar; no nos muestra el paraíso perdido porque no lo conoce, no lo conocemos, pero lo intuimos entre el murmullo y el silencio, entre aullidos.
Lo que es claro en esta búsqueda desconcertante es que hay que despertar, abrir algo más que los ojos para no ser tragados, para que el mundo no se trague a sí mismo. El Malnacido trae su camino con él; lo trae para ser recorrido, conocido, descubierto y reconocido por nosotros en un ciclo que parece interminable.
Este camino es la militancia del maldito a través de la palabra, pero no sólo entendiendo a la palabra como la más eficaz de las armas, si se me permite el lugar común —y me permitirán uno más grave: la palabra como alivio.
Pero, como en toda poesía que surte su efecto eficaz, ésta sólo cumple su función al aproximarse; tiene que dejarnos con cierta sed o inquietud de buscar resonancias, el resto de la experiencia, en uno mismo. La sola palabra del poeta o la sola reflexión intrínseca del potencial lector serían insuficientes; se necesitan mutuamente.
No me parece, entonces, algo casual esta insistencia de la voz poética en cuestionar una y otra vez, de forma directa y sin adornos, a su interlocutor, a quien le exige no darle la razón a las constantes epifanías que se van develando poema a poema (como aquella que sé que no me soltará nunca: “la verdad es un instante que no hace libre a nadie”). No. El Malnacido no se conforma y por ello le exige, a quien tenga enfrente, generar cuestionamientos propios y a partir de ello mirar juntos el horror humano, la violencia que no cabe en sí misma y pluraliza; el dolor como una mercancía, un cuerpo o un país amputado, que quiere reordenarse a partir del enfrentamiento con la más brutal realidad; la violencia como identidad nacional, nueva en muchos sentidos pero, en otros, irreconocible.
Pienso en Wisława Szymborska, que dijo alguna vez: “cuando escribo, me hace un guiño Homero”. En muchos sentidos estas odiseas del camino del maldito son tan antiguas como la propia tradición —poética, política o cultural— de nosotros occidentales. Las guerras, las violencias, los dolores están, por supuesto, en este maravilloso libro. (Y si repienso esa cita de Szymborska, desde la propia Ilíada.) Como si la violencia fuera, irónicamente, algo tan propio para nosotros como el amor.
Troya se desmoronó, México se está desmoronando. Y en medio de tanto espanto, con la convicción de la legítima defensa, a punto de soltar otro puñetazo —eso que llaman poesía, dice Andrés Cisnegro—, quizá sea el único ataque honesto en esta guerra infinita.
Diego Alonso Sánchez, Un sol líquido, Vallejo & Co., Lima, 2022, 56 pp.
A diferencia de sus libros anteriores Por el pequeño sendero interior de Matsuo Basho (2009), Se inicia un camino sin saberlo (2014) y Pasos silenciosos entre flores de fuji (2016), Diego Alonso Sánchez (Lima, Perú, 1981) elige un título breve para su más reciente publicación: Un sol líquido (2022). En este libro de poemas, publicado por la editorial Vallejo & Co., es posible encontrar una continuidad de los temas recurrentes en su obra previa, por ejemplo, el padre que ve crecer a su hijo, el amor o el tono japonista. Sin embargo, Un sol líquido tiene un carácter misceláneo en el que es posible apreciar acercamientos a la poética de la polaca Wisława Szymborska y alusiones a Pompeya, además destaca una clara preocupación social, centrada en el contexto andino.
Diego Alonso Sánchez, ganador del premio José Watanabe Varas 2013, decide organizar a los dieciocho poemas que conforman Un sol líquido en cuatro partes: “La misma metáfora desenterrada”, “Asuntos humanos”, “El destino de los olvidados” y “Mi bastón ya no hace sombra”. Todos estos apartados van antecedidos de dos epígrafes, uno de José Watanabe y el otro perteneciente a la poeta Edith Södergran, ambos coinciden en tomar como protagonista al viento y no es casualidad, los poemas de Un sol líquido conservan un tono esencialista, un vínculo entre la naturaleza y el humano, una luz solar que se va diluyendo en el ojo del poeta y su relación con el mundo.
El tono metapoético permea en todo el libro, que explora el oficio de poeta, la escritura del poema y su relación con la vida cotidiana. En “Reflejo”, por ejemplo, se puede apreciar al poema como anécdota del proceso creativo, una especie de bitácora poética. Esta búsqueda en torno a la creación artística ha llevado a Sánchez a un diálogo constante con la tradición poética universal. Es así como puede entenderse, de manera justa, los tres libros de poesía que anteceden a Un sol líquido. Los poemas de Sánchez son un peregrinaje en el que dialogan sus hallazgos poéticos con sus experiencias personales. En el poema “Nada deja de existir” sigue latente esta sensación de naturaleza que descubre al emprender un viaje:
Ahora llueve y te sorprendes,
como frente al espejo que te repite
con tenue persistencia.
Y nadie sabe lo que hay en tu corazón,
ni este poema que va escapándose por tu boca,
mientras que florece en el firmamento
eso que ya no importa (15).
La escritura poética como viaje permite recordar los prostíbulos de Pompeya en los que “la poesía se derramaba como sudor/ sobre los vientres de roca (18)”, escuchar el sonido de los aviones sobre Hiroshima en agosto de 1945 o el sufrimiento de un minero, “minúsculo trabajador boliviano/ que también eres Montañana (37)”. El eco de Vallejo resuena en la segunda parte del poemario “Asuntos humanos”, cuyos poemas que cantan al amor comienzan con uno sobre la madre.
Los poemas que tienen por eje al amor vuelven a aparecer en la obra de Sánchez, pero, a diferencia de Pasos silenciosos entre flores de fuji, el lector sabe que en el origen de Un sol líquido hay una madre peruana que también es la maestra de un poeta; sabe de la hermosa fosforescencia del cuerpo a través de una ventana o del encuentro con la belleza en una Playa de Arica. A la sección “Asuntos humanos” le sigue la tercera parte del libro, titulada “El destino de los olvidados”, que consiste en tres poemas donde los versos son un hondo reclamo ante la injusticia social.
Solo hay que extender nuestra mirada
sobre los campos del hambre,
bajo las nubes del odio
y las piedras se quebrarían en llanto (35).
En el poema “Si me permites hablar”, el autor rinde homenaje a la líder minera feminista Domitila Barrios de Chungara. “El destino de los olvidados”, sección a la que pertenece aquel poema, es un diálogo con sectores sociales no privilegiados; en el tercero de sus textos, los cuestionamientos del autor se dejan ver nuevamente, pero esta vez no en un tono metapoético sino en uno de reclamo para enunciar dos preguntas: “¿Quién gobierna el destino de los insignificantes?, ¿quién gobierna el destino de los olvidados?” (39). El sujeto lírico no puede contestar del todo estas preguntas, así que recurre a la enumeración poética para mostrar una multitud de resistencias humanas a las desigualdades económicas y sociales:
En pleno día,
un campesino, una cocinera, un chofer,
una obrera, un vendedor, una barrendera,
un desempleado, una compañera sindicalista,
millones de universos humeantes
escuchan a Martina,
leen a Vallejo
y, mientras trituran sus dientes,
piensan en resistir
y en amar (38-39).
En la última parte de Un sol líquido, Sánchez regresa al sonido de agua y nombra a Bashō. El tono contemplativo aparece en todos los poemas que integran dicha parte, acompañados de ecos ya familiares en su poética. Así, en “Las moradas”, resuena la voz del poeta japonés Kamo no Chōmei (1155 –1216) y culmina, en el poema “Cervatillo”, con una reflexión sobre la paternidad desde una perspectiva ya señalada en sus poemarios anteriores. En este poema su autor ya no imagina la partida del hijo. Ahora el poeta vive esta realidad; su hijo ha crecido y teje su propio destino:
El viento afila sus navajas de hielo
en los pinos oscuros:
un joven ciervo,
que hasta hace poco fue un cervatillo,
hurga en el horizonte
Y en ese hecho se reconstituye
casi todo en el universo (51-52).
Los temas de este libro concuerdan con la vida íntima del poeta, desde los recurrentes hasta las nuevas apariciones de lo social. Sobre esto último, basta echar una mirada al ambiente político peruano para entender la necesidad de lanzar un reclamo así. Diego Alonso Sánchez pone dieciocho poemas sobre la mesa que se abren a manera de mapas para que el lector recorra contemplativamente —y, a su vez, con furia— los caminos iluminados por Un sol líquido.