mayo 2025 / Traducciones

Rosario Castellanos, traductora de Emily Dickinson

La vasta obra literaria de Rosario Castellanos (1925-1974) cubrió prácticamente —y con igual fortuna— todos los géneros: la poesía, novela, el cuento, el ensayo y la crítica. Uno, quizás el menos conocido, fue la traducción de poesía; gracias a ella, Castellanos dio voz en español a autores como la estadounidense Emily Dickinson y los franceses Paul Claudel y Saint-John Perse. En un ensayo dedicado precisamente al segundo (“Traduciendo a Claudel”), nuestra autora define así la traducción: “Ser, durante un breve momento, la encarnación de el otro, admirado a distancia; intentar disfrazarse usando sus investiduras, duplicar sus gestos”.

Recuperamos de Poesía no eres tú, volumen que reúne la obra en verso de Castellanos, las siguientes versiones de Dickinson. Agradecemos al Fondo de Cultura Económica su reproducción.

—La Redacción

Lo soportó hasta que sus propias venas
trazaron una red azul sobre su mano;
hasta que la rojez de la decrepitud,
suplicante, cercó sus quietos párpados.

Dio el narciso su flor y se marchitó luego
yo no sé cuántos años.
Hasta que un día no lo soportó
y fue a sentarse junto de los santos.

Ya no más su paciente figura en el crepúsculo
ha de salirnos, suavemente, al paso;
ni su sombrero tímido se verá por las calles
del pueblo ahora por ella abandonado.

Coronas, cortesanos, sí. Y en medio
de aquella multitud ¿no es su rostro pálido,
esquivo y ya inmortal,
el que aquí —y en voz baja— estamos evocando?




Saboreo un licor que ninguno destila
en un jarro perlado de humedad.
Ni en bodegas del Rin ni en parte alguna
se encuentra licor tal.

Embriagada del aire, bacante del rocío,
me tambaleo al través de estos días sin fin
del verano. Desciendo de mi sitio
de encendido zafir.

Cuando los amos echen a la abeja borracha
fuera de los umbrales del verde cundeamor,
cuando las mariposas renuncien a su sorbo,
yo querré más licor.

Y así será hasta que los serafines
columpien sus sombreros nevados y el Señor
y sus santos se asomen a ver, por las ventanas,
cómo la ebria pequeña se inclina contra el sol.




Si no estuviese viva
cuando la primavera se anunciara,
dadle a aquel petirrojo
—como recuerdo mío— una migaja.

Si porque duermo, ay, tan profundamente
no puedo dar las gracias,
sabed que entre mis labios de granito
quedaron detenidas las palabras.




Morir no hiere tanto.
Nos hiere más vivir.
Un modo diferente, una forma escondida
tras la puerta, es morir.

Los pájaros del sur tienen costumbre
—cuando la escarcha está a punto de caer—
de emigrar hacia climas más benévolos.
Nosotros no sabemos sino permanecer.

Temblorosos rondamos en torno de las granjas
buscando la migaja que alguno ha de arrojar.
Tal es el pacto. La piadosa nieve
persuade a nuestras plumas de volver a su hogar.




Dos veces antes se cerró mi vida
y yo permanecí para mirar
si la Inmortalidad, sin velos, me guardaba
algún evento más;
concebido tan grande, ay, tan sin esperanza
como la doble llave de mi encierro.
La despedida es lo único que sabemos del cielo.
Y no necesitamos nada más del infierno.




Un triunfo puede ser de diferentes clases.
Hay un triunfo en la estancia
en que esa vieja emperatriz, la Muerte,
por la fe es derrocada.

Triunfa el entendimiento más fino cuando avanza,
con calma, la Verdad
—largamente enfrentada— a lo supremo,
a Dios, su muchedumbre, su auditorio total.

Un triunfo hay si la tentación muerde
y sabemos hurtar suavemente la mano.
Un ojo se alza al cielo al que se renunció
y otro hacia el castigo desdeñado.

Y sin embargo, el triunfo más severo
es el de aquel que puede atravesar,
absuelto, ante la barra desnuda de los jueces
cuyo rostro es Jehová.




Porque yo no podía parar ante la muerte
él, bondadosamente, ambas riendas tomó.
El carro no llevaba más que nuestras personas
y la Inmortalidad entre los dos.

Lentamente anduvimos. Él no conocía prisa
y yo dejé caer
mis trabajos, mis ocios,
porque él era cortés.

Pasamos por la escuela donde jugaban niños
trenzados en la lid;
pasamos sembradíos de extasiadas espigas
y pasamos el sol en su nadir.

Nos detuvimos antes frente a una casa que era
semejante a un tumor
de la tierra. Su techo se adivinaba apenas
pero el vértice ero lo mismo que un alcor.

Desde entonces son siglos. Mas cada uno parece
menos largo que el día en que pude mirar
que la cabeza del caballo iba
rumbo a la Eternidad.




Cuando ya no pregunte por qué, lo sabré todo:
sabré por qué cuando termine el tiempo,
Cristo me irá explicando las penas, una a una,
en el aula hermosísima del cielo.

Me maravillaré de su desgracia
y entenderé, por fin, la promesa de Pedro.
Olvidaré esta gota de angustia intolerable,
en que ahora me quemo,
en que ahora me quemo.




Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar
pero sé cómo debe ser la ola
y cuál es la apariencia del brezal.

Con Dios no he hablado nunca
ni el cielo he visitado
pero estoy tan segura del lugar
como si en algún mapa lo hubieran señalado.


Autor

Emily Dickinson

/ Amherst, Massachusetts, Estados Unidos, 1830-1886. Su obra constituye una de las cumbres de la poesía en lengua inglesa. Estudió en la Academia de Amherst y en el seminario femenino de Mount Holyoke antes de volver a la casa familiar, donde pasó buena parte de su vida —al grado de que apenas salió de su habitación en los años finales—. En vida publicó contados poemas en un periódico local, pero a su muerte se encontraron casi 1,800 poemas suyos.

mayo 2025