Una de las relaciones más hondas y conmovedoras en la historia de la poesía mexicana, creemos, fue la de José Juan Tablada (1871 – 1945) y Ramón López Velarde (1888 – 1921), que tuvo el sello recíproco del hondo afecto y la más alta admiración. Desde 1914 a 1938, en artículos, crónicas, cartas o en su Diario, Tablada nunca dejó de expresarse sobre López Velarde en los más altos términos: “Astro que se manifiesta con sencillas músicas y fragancias encantadoras”, artista sabio y profundo, inmortalizador de las “beldades pueblerinas”, poeta de la lírica y de la epopeya auténticamente nacional, “serafín de Dios”, vidente, Trismegisto “en el puro sentido griego”, revelador ―como Lugones o Herrera y Reissig― de la magia ilógica y eficaz del adjetivo indirecto…
No fue la amistad de iguales en edad, la amistad inmediata y cómplice, como la que tuvo López Velarde con Saturnino Herrán, Pedro de Alba, Jesús B. González o Enrique Fernández Ledesma, sino más bien, como en los casos de Rafael López y Enrique González Martínez, una amistad intelectual y una afinidad de hermano menor.
No ocurrió siempre así. Al principio, el veinteañero López Velarde, quien vivía entonces en la ciudad de San Luis Potosí, sin conocerlo personalmente, malquería a Tablada. No le perdonaba un ataque, ignoro si real o supuesto, a Amado Nervo. En una carta del 13 de junio de 1908 desde la ciudad de San Luis Potosí a su tutor literario, Eduardo J. Correa, López Velarde arremete contra Tablada. En una extraña prosa suelta el dardo despectivo: “¿No hemos visto en nuestra patria al chaufeur (sic) de J. J. Tablada intentando deprimir con malévolas críticas a Amado Nervo?” Es decir, para el poeta jerezano, Tablada en literatura no llegaba ni a propietario del coche: apenas podía tomársele como un segundón envidioso en el despreciativo medio literario de la capital de la República.
Todavía en una nota sobre Enrique González Martínez (1871-1952), estricto contemporáneo de Tablada, aparecida el 30 de septiembre de 1909 en El Regional de Guadalajara, el joven López Velarde empieza por decir, a propósito de la entrada del propio González Martínez a la Academia de la Lengua, que se quedó viendo visiones “o como quien se comulga una hostia negra de José Juan Tablón, el de las envidias a Nervo”.1 De seguro Tablada no se enteró: ni de la publicación del artículo ni menos del articulista. Primero, porque la burla rabiosa quedó en un periódico de provincia, y luego, porque estaba firmado con seudónimo. Si el irónico y susceptible Tablada hubiera llegado a enterarse de los comentarios agresivos, quizá no se lo habría perdonado nunca.
En un artículo sobre el general huertista Aureliano Blanquet del 11 de noviembre de 1912, durante su tercer viaje y su primera residencia más o menos prolongada en la Ciudad de México, al discutir sobre las reyertas zapatistas, López Velarde recuerda la crónica de Tablada aparecida el día anterior: “La justicia, para obrar, necesita del advenimiento de la paz, sus campos tranquilos y su cielo sin nubes”. Al parecer, López Velarde ya pensaba aproximársele.
Cuando López Velarde decide ya radicar en la Ciudad de México, de lo primero que hace en 1914 es buscar a Tablada. En una carta le adjunta poemas. La respuesta de Tablada, anunciando un “nuevo poeta intenso y noble”, es de una generosidad laudable. El 7 de junio de 1914 escribe en El Mundo Ilustrado que tiene sobre la mesa dos libros (Poèmes de Amour, de Auguste Genin, y Caprichos, de Efrén Rebolledo) y una carta. Pasa prácticamente de largo sobre los dos primeros. A continuación abre la carta y hojea los poemas del poeta promisorio. Reproduce la pieza “Del pueblo natal”, y de inmediato añade: “Sigo leyendo otros versos manuscritos del mismo autor con la creciente emoción de encontrar un nuevo astro que se revela con sencillas músicas y fragancias encantadoras. Son los versos de López Velarde flores de prados campesinos, claveles de macetas que, abriéndose sobre los viejos tiestos de Talavera, arden entre la penumbra de nuestros hondos corredores coloniales. Su perfume recuerda el aroma que exhalan los herbarios del divino Francis Jammes”.
Es el primer elogio público de un poeta notable2 a la poesía de López Velarde. Resultó un gran espaldarazo, como los que el propio jerezano daría en su momento a Carlos Pellicer, José Gorostiza y Bernardo Ortiz de Montellano, quienes jamás olvidarían el gesto. Sin sospecha, la opinión de Tablada debe haber alegrado a López Velarde y haberle hecho pensar íntimamente que no iba mal a través de la vía dolorosa de la poesía y la literatura, en la que transitaba desde los años aguascalentenses. Como precisa José María González de Mendoza, amigo muy cercano de Tablada, en unas páginas de recuerdos escritas entre 1951 y 1952, “Tablada y López Velarde”, recogidas casi dos decenios más tarde (Ensayos selectos, FCE, 1970), la nota sobre el jerezano fue la última que Tablada publicó en El Mundo Ilustrado. “Pocos días después salió al destierro, que lo tuvo alejado tres años”.
Volvamos a 1914. Podemos colegir que por los días cuando apareció la nota en El Mundo Ilustrado, Tablada recibe a López Velarde y a Jesús Villalpando en su casa japonista del barrio de San Mateo, Churubusco. Las minucias del deslumbramiento de la visita las describe López Velarde dos años y medio después en su crónica-artículo “Poesía y estética” del 29 de junio de 1917. Tablada ―recuerda RLV― les leyó el prólogo y un capítulo de Hiroshigué, recitó poemas, les mostró cartas autógrafas de Leopoldo Lugones y de la señora de Lugones, y “pinturas, ídolos, rosas votivas, arcones del virreinato…” Un criado japonés hizo su aparición para avisar de la muerte de pájaros japoneses. Más: López Velarde no olvida hacer el panegírico del escritor diciendo que “por su cultura, por su temperamento, por su vida”, Tablada representa “el tipo del literato”.
¿Pero la visita la hizo López Velarde con Jesús Villalpando, según refiere en su crónica, o con Pedro de Alba, como rememora éste en unas páginas de recuerdos muchos años después?3 ¿O fueron dos visitas? Algunos detalles japoneses de la visita, contados por Pedro de Alba, se parecen a los que cuenta López Velarde en su crónica; los demás no.
Pedro de Alba escribe que Tablada había reproducido en la página literaria de El Imparcial el poema “A la gracia primitiva de las aldeanas”, presentando a López Velarde como uno de los nuevos poetas españoles. Párrafos después indica que él fue quien en una tarde clara llevó por primera vez a Ramón con Tablada. Se trasladaron en el tren eléctrico que corría a través de la Calzada de Tlalpan. La casa de Tablada en Churubusco estaba a unas decenas de metros de la calzada, sobre el Camino Real, que iba entonces desde Tlalpan al pueblo de Chimalistac, es decir, a través de lo que es ahora Héroes del 47, Hidalgo, Francisco Sosa y Arenal. A los lados de la Calzada de Tlalpan encontraba la vista de los jóvenes las arboledas y los campos cultivados.
Pedro de Alba cuenta que Tablada era despreciativo con lo que no respetaba. Odiaba la mediocridad. A muy pocos escritores de esos años les tenía consideración. Muchos servían de blanco a sus bromas sangrientas y sus epigramas afilados.
Le gustaba vivir bien. Era un ágil y hábil deportista y un afanoso coleccionista de objetos finos y exóticos. Gracias al patrocinio de un mecenas, se la pasó un año en Japón. “José Juan era fastuoso y decorativo, tenía una colección de kimonos de seda y preciosos grabados de artistas chinos y japoneses. Por ese tiempo se daba el lujo de tener un ayuda de cámara japonés”.
Recibió hospitalariamente a los jóvenes y los orientó por el jardín, donde iba indicándoles los nombres de flores raras, y los condujo luego a su estudio, donde vieron los espléndidos libros del bibliófilo y los objetos sorprendentes del coleccionista. Tablada se divirtió embaucándolos haciéndoles creer que conversaba en japonés con su ayuda de cámara (como si la lengua japonesa, imposible para un occidental ―comentaría luego Efrén Rebolledo a Pedro de Alba―, pudiera aprenderse en un año):
El poeta nos reconocía beligerancia literaria y nos invitaba a hablar; nos interrogó en forma delicada sobre nuestros planes y nuestros problemas. Con su gracia maliciosa y muy salpimentada hizo referencias a los escritores y poetas de su tiempo, algunos de ellos compañeros suyos en la secretaría de don Justo Sierra o en la redacción de El Imparcial y de El Mundo Ilustrado […] Antes de despedirme le llamé la atención sobre la hoja del suplemento literario arreglado por él, en donde presentaba a López Velarde como poeta español. Él no se atrojó por el escamoteo; con toda naturalidad nos dijo que había encontrado en el poema “A la gracia primitiva de las aldeanas” un sabor muy castizo y que, al no tener referencias precisas sobre el autor, lo creyó español: “Por supuesto ―agregó dirigiéndose a López Velarde―, que sus versos son mejores que los que escriben los poetas peninsulares de hoy…”
Pero vamos por partes. ¿Tablada copió alguna vez ese poema en su columna de El Imparcial? González de Mendoza buscó el poema en la doble columna, titulada “La Semana”, que escribía Tablada en el diario, y no encontró nada, pero dándole con delicadeza a Pedro de Alba una salida, añadió que “el vandalismo de ciertos lectores mutiló muchos de los ejemplares”. Adiciona cauteloso que tal vez el poema estuviera “en algunas de las hojas arrancadas o en cualquiera de los trozos recortados”.
En efecto, Tablada publicó, o más bien, reprodujo “A la gracia primitiva de las aldeanas”, pero no en el decurso de 1914, sino adjunto a un comentario que escribió sobre López Velarde (“La nueva poesía de México”) en El Nuevo Tiempo de Bogotá, el 31 de marzo de 1919. Reprodujo también “La bizarra capital de mi Estado” y “Transmútase mi alma…” En el comentario, Tablada nunca habla del sabor castizo de “A la gracia primitiva de las aldeanas” ni de que haya creído que López Velarde era un poeta español. En loor a Pedro de Alba, el poema, si se lee desde esta perspectiva, tiene ese sabor que puede hacer creer a un lector que su autor es un peninsular.
Tablada decía con gran orgullo en ese artículo de 1919 —como lo haría al promediar los años veinte en páginas de su segundo libro de memorias (Las sombras largas), como lo repitió en un apunte escrito el 14 de febrero de 1926 en su Diario (Obras, UNAM, IV), como lo volvería a repetir dos o tres veces en crónicas de los años treinta— que él escribió el primer comentario sobre López Velarde; jamás habló de haber reproducido el susodicho poema. Tengo la impresión de que Pedro de Alba confunde “Del pueblo natal”, adjunto al comentario de Tablada del 7 de junio de 1914, con “A la gracia primitiva de las aldeanas”, o surgió en una conversación incidental con Tablada o lo creó sólo la imaginación de Alba.
Pese a que Tablada avaló, como otros distinguidos artistas e intelectuales, a la canalla huertista y López Velarde nunca dejó de ser un maderista fiel, pese a la diferencia marcada de diecisiete años de edad, pese a las distancias geográficas que se dieron en periodos entre 1914 y 1921, primero por el exilio y luego por la actividad diplomática de Tablada, entre ambos se fortaleció día con día una hermandad basada en la admiración recíproca y hecha con lo mejor del corazón. A su manera cada uno fue guía y modelo del otro. José Luis Martínez refiere que se dio entre ambos un “intercambio de estímulos e influencias”, y aprecia perspicuamente que López Velarde “comprendió, uno de los primeros, la importancia de las innovaciones de Tablada, a pesar de que guardara reservas frente a algunas de sus experiencias”.
Dos años después de la visita a la casa de Churubusco aparece el primer libro de poesía de López Velarde (La sangre devota); el poema “Me despierta una alondra…” está dedicado a Tablada.
Quizá al regresar de su exilio en 1918, “llamado por el ‘primer jefe’ Venustiano Carranza”, es cuando Tablada suele frecuentar el bar Phalerno, propiedad de su amigo, “el apuesto y simpático” León Teruel. En sus remembranzas Tablada evoca el bullicioso ambiente, pero se entristece un momento al evocar a López Velarde y su grupo de amigos, asiduos al antro, ese grupo que solía llamar “los felibres”, al asociarlos con el grupo de poetas que escribían en la lengua provenzal a fines del siglo XIX en el mediodía francés, entre ellos, Frédéric Mistral y Clovis Huges (Las sombras largas, XLVIII, pp. 252-253):
¡Ilustre clientela! Como que entre ella se contaba el entonces misterioso y hoy magnífico en su apoteosis póstuma, el poeta Ramón López Velarde, que allí solía acudir lleno quizás de recónditas atriciones a beber moscateles y málagas… Y con él iban el maestro de la perfección lírica, el veronés de las opulencias verbales y el ennoblecedor del nacionalismo poético, Rafael López; en el mismo grupo figuraba el hermano lírico de López Velarde, el exquisito Enrique Fernández Ledesma, quien tan bellamente ha consagrado el mérito y la memoria del numen fraternal, el mismo grupo adonde a veces llegaba, siempre trágico, siempre con aire de náufrago, batido por las tempestades de su vida sin fortuna, otro querido amigo, el bueno y generoso Jesús Villalpando, cuya tumba sin flores, cuya memoria sin ofrenda ni ex votos, debe ser para nosotros un remordimiento y un reproche…
El sevillano González de Mendoza cuenta que Tablada, cuando estuvo como diplomático en Venezuela, solía enviarle en 1919 diarios y revistas con poesías y artículos suyos para repartirlos entre amigos cercanos. “Uno de ellos era López Velarde y tres o cuatro veces le llevé algunos de esos periódicos a su bufete, entonces en la avenida Madero 1”. Recuerda González de Mendoza que el bufete estaba en una casa; ahora se yergue allí, con su alucinante verticalidad, la Torre Latinoamericana.
Ya dijimos que en 1919 Tablada publicó el segundo comentario sobre López Velarde en Bogotá. Desde las primeras líneas Tablada encumbra la poesía del joven hermano: “Poeta encantador cuyo arte, que es sabio y profundo, comenzó a manifestarse hace pocos años, con caracteres de aparente simplicidad en fondo y forma, pues cantaba la gracia de las muchachas de pueblo y la poesía de las ciudades provincianas en versos sencillos y desmañados”. A diferencia de la mala fe de Reyes, quien llegó a ver a López Velarde como si fuera el burro que tocó la flauta al compararlo con un pintor ingenuo como el aduanero Rousseau, Tablada, desde ese 1919, advertía que en el arte de López Velarde existía una “ingenuidad ilusoria” (el subrayado es mío), pero que al igual que en pintores como Matisse y Vlaminck, existían detrás “hondos estudios de síntesis, de dinamismo, de cromatización…” Líneas más adelante, en el mismo comentario, parangona la poesía de López Velarde con las pastorales de Watteau o con “minúsculos jardines japoneses” que dejan entrever a un hombre torturado. Más: el 4 de noviembre de ese año, en el artículo elegiaco sobre Nervo, editado en Caracas, habla de López Velarde, “cuyo arte es una suprema cábala que hace arder y perfumar sobre el papel las simples rosas que madrigaliza”.
Sin embargo en esas semanas de noviembre de 1919 pudo haberse enfriado o inficionado la relación. En un arranque de franqueza, en una carta a Tablada, López Velarde marca sus distancias frente a la poesía ideográfica, principiando por la de Apollinaire, pero de alguna manera incluyendo también la que hizo el propio Tablada en su libro Los ojos de la máscara. Para él los poemas ideográficos de Apollinaire son sólo “algo convencional”, una mera “humorada capaz, es claro, de rendir excelentes frutos si la ejercita un hombre de la jerarquía estética de usted”.
Herido, o al menos enojado o molesto, Tablada no busca pleito pero sí poner los puntos sobre las íes. En una carta de respuesta a López Velarde, publicada el 13 de noviembre de 1919 en El Universal Ilustrado de la Ciudad de México, elabora una exposición inteligente para vindicar la poesía nueva, o con palabras de José Luis Martínez, “hace una defensa, no tanto de la innovación, sino más bien del espíritu de búsqueda o de ruptura en la poesía”.
Tablada ejemplifica su defensa con antecedentes griegos y chinos, pero no deja de incluir casos modernos. Señala que al principio estuvo cerca de Apollinaire pero ahora se dedica a hacer cosas del todo distintas. ¿Es convencional la ideografía? Exactamente lo contrario: lo convencional sería “seguir expresándose en odas pindáricas, y en sonetos, como Petrarca”. Para Tablada la preocupación es la síntesis: “La ideografía tiene, a mi modo de ver, la fuerza de una expresión ‘simultáneamente lírica y gráfica’, a reserva de conservar el secular carácter ideofónico”. Tablada se siente ahogado vistiéndose con el chamarilero en la ropavejería de la tradición. Es hora de salir de la casa oscura y tomar el sol y echar a andar bajo aires nuevos con pies de viento. El problema de López Velarde es simple y único: no ha profundizado lo suficiente en la nueva poesía.
Tablada deja los cargos diplomáticos y regresa a México el 26 de febrero de 1920. González de Mendoza lo visita en su cuarto del hotel Regis:
Allí encontré a Ramón, y los tres charlamos largo rato. José Juan le preguntó qué había escrito últimamente y él mencionó “El sueño de los guantes negros” […] Elogié el poema con entusiasmo, pues pocos días antes se lo había oído recitar; en Revista de Revistas (23-VI-1946) conté ya el episodio. A ruego de Tablada, Ramón recitó asimismo otro del que desde entonces grabóseme en la memoria este verso: “El niño iría de luto, pero la niña no”. Se titula “Mi villa” y está recogido en El son del corazón.
En ese momento la hermandad entre los poetas es sólida como una roca. En marzo de 1920, en Revista de Revistas, López Velarde escribe un artículo titulado con el nombre del poeta: “José Juan Tablada”. En él se queja del trato, o más bien del maltrato, dado a Tablada, autor de libros y piezas perfectos o notables. Cita como ejemplos los libros Li-Po y Un día… y poemas como “Ónix” y “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida…” Exhala y defiende la capacidad del poeta para la indagación y la renovación, es decir, elogia lo que Tablada se elogiaba a sí mismo en su carta de respuesta de noviembre de 1919.
Un mes antes de la muerte del jerezano, en un artículo publicado el 22 de mayo de 1921 en el Excélsior, donde busca vindicar el mexicanismo auténtico sin contaminaciones folklóricas (“México sin pulque”), Tablada cita como casos ejemplares de ese mexicanismo a Jesús Núñez y Domínguez, a “la Terciopelo”, a Ramón López Velarde y a Ángel de Campo “Micrós”. De López Velarde realza un aspecto: la inmortalización en su lírica de las “beldades pueblerinas”.
López Velarde muere de neumonía y de pleuresía en su modesto departamento de la colonia Roma el 19 de junio de 1921, a la una y veinte de la madrugada, cuatro días después de cumplir treinta y tres años. Al recibir la noticia en Nueva York, profundamente desolado, Tablada escribe su célebre “Retablo a la memoria de Ramón López Velarde”, que fecha en el mes de agosto, es decir, dos meses después del deceso, pero que de seguro empezó a escribir poco antes. El “Retablo” serviría de entrada o prólogo a El minutero, el admirable libro misceláneo que preparó Enrique Fernández Ledesma y publicó en 1923. Aún más: los versos finales de la “Jaculatoria” se grabarían en la lápida de la tumba de López Velarde del Panteón Francés.
El 31 de agosto Rafael López responde la carta del 2 de agosto de Tablada y acusa recibo, a través de Genaro Estrada, del “Retablo”, y al comentar la edición equipara la impresión de los papeles con las de “aguinaldos de los serenos”. A su vez el abate González de Mendoza, al referirse a la edición y a lo dicho por Rafael López, explica: “El ex voto está impreso en papeles de colores. José Juan preparó cada pliego tiñéndolo de anilina. De ahí la alusión a ‘los aguinaldos de los serenos’”.
¿Pero qué quiso imitar exactamente como edición el propio Tablada? Más bien era otra cosa. En una crónica neoyorquina publicada en el diario mexicano El Universal el 18 de septiembre de 1932, Tablada detalla la visita a su casa del Bronx que efectúa el poeta y crítico español Enrique Díez-Canedo, visita que también cuenta, palabras más, palabras menos, en su Diario. Intercambian libros: Tablada le da varios suyos agotados, entre otros, su “In memoriam a López Velarde” (sic), o sea, el “Retablo a la memoria de López Velarde”, el cual imita ―dice― “las ediciones de nuestros ‘corridos’ populares”.
En el “Retablo”, lo ha repetido la crítica, conviven el estilo lopezvelardeano y el estilo tabladeano, sin que demeriten ni la autenticidad ni la emoción entrañable de los versos. En el primero de los estilos, Tablada habla de tú con el amigo recién fallecido y encomia con fervor la vida provinciana y las pequeñas cosas llenas de vida; en el segundo, más seco y directo, Tablada habla en tercera persona, y en él encontramos versos conmovedores, como cuando asocia deliberadamente al joven hermano con Jesús:
Leyenda del Retablo: “No se ha visto
poeta de tan firme cristiandad.
Murió a los treinta y tres años de Cristo
y en poético olor de santidad”.
O éstos, que se oyen como una plegaria, y donde se fusionan, de una manera sencilla y concentrada, ética, estética y religión:
“La Belleza le dio un ala; la otra el Bien,
viva así por los siglos de los siglos! Amén”.
O éstos, de la famosa «Jaculatoria», que parecen escritos más con lágrimas que con tinta:
Un gran cirio en la sombra llora y arde
por él… y entre murmullos feligreses
de suspiros, de llantos y de preces,
dice una voz al ánimo cobarde:
Qué triste será la tarde
cuando a México regreses
sin ver a López Velarde…!
Para acercarnos más a lo que Tablada y Rafael López sintieron como una tragedia íntima, volvamos al carteo de agosto de 1921. Quizá valga reproducir los párrafos donde hablan sobre López Velarde, y que, tengo entendido, el primero que los sacó a la luz pública fue González de Mendoza, merced a los buenos oficios de Nina Cabrera, la viuda de Tablada, quien le envió las misivas en copia. Tablada escribe el 2 de agosto desde Nueva York, en papel con membrete de su librería Latinos, en 118 East 28th Street:
Desde que leí hace días tus versos a Guadalajara iba a escribirte felicitándote y diciéndote mi admiración por ese poema definitivo, perfecto… Pero vino luego la muerte de nuestro querido Ramón, que me dejó atónito y me llenó de estupor. Por más que las hecatombes que han asolado a nuestra Patria y al mundo nos hayan familiarizado con la muerte, en este caso la desgracia sobrepasó toda previsión. Yo siempre imaginé a Ramón fuerte, longevo, patriarcal, lleno de sabiduría y de progenie en una casona de su provincia amada. Y su desaparición me ha consternado. Cuando vuelva a México y no lo vea, voy a sentir como si en el lugar de la Alameda encontrara un gran socavón. Me imaginé el golpe que tú habrás recibido. No he podido ver los versos que le hiciste. De lo que se dijo en su funeral lo que más me conmovió fue la oración de Fernández Ledesma, a quien te ruego des mi pésame… Su “suave Patria” no sólo me conmovió como obra maestra, sino como una reliquia que llevara el sudor de su agonía. ¡Qué manera de ahogar la retórica en el corazón de la epopeya! ¡Qué clarividencia doble, de moribundo y de gran poeta! Tiene el ritmo de sus últimos pasos sobre la tierra… Ese poema y tu “Guadalajara” son pedazos del alma Patria; son aerolitos arrancados de las minas siderales donde resplandece la nebulosa del espíritu de la raza. Él y tú sois de la estirpe de Ilhuicamina. Y eso es hacer Patria inmortal y eterna.
Rafael López contesta el 31 de agosto. Ya ha recibido el “Retablo”: primero, quizás, adjunto en la misma carta del 2 de agosto, y luego en la edición colorida hecha por el propio Tablada:
Antier recibí tus versos a Ramón y ayer me envió Genaro Estrada el ejemplar de lujo que me anunciabas en tu última carta. No tengo idea de haber conocido cosa tuya de tan altos quilates de belleza como ese poema; el temblor humano se enrosca en ellos como nervio vibrante y sangriento; la emoción cristiana, verdaderamente extraordinaria en la altanería de tu numen, lo llena de resplandores inefables. Mis amigos y yo hemos vuelto a ver a Ramón con las ingenuidades y virtudes que lo hacían incomparable; se conoce que al escribir esos versos no sólo mojaste la pluma en la tinta que te es privativa, sino también en la trémula, palpitante y diáfana tinta del cariño; casi en cada estrofa tienes un hallazgo y de cada renglón cae una perla. Los dioses te guardan por la forma en que sabes despedir de esta tierra lúgubre a los que queremos.
Esa idea de hacer la impresión en papeles que nos recuerdan los aguinaldos de los serenos, también nos conmovió hasta las lágrimas. Las lágrimas son los mejores diamantes que has cuajado en tu poema, y tienen más brillos que los astros que haces arrojar al padre Ilhuicamina en el duelo. Hacerme llorar a mí, que llevo en los ojos la obsidiana ancestral ennegrecida todavía con tantas cosas ateas, es prodigioso.
Hoy es justamente el día de San Ramón, y escribiéndote, me parece que al lado tuyo dejo un ramo de flores en el sepulcro de nuestro amigo muerto. Que su memoria nos sea favorable para comulgar, puro el corazón, en puras cosas de belleza.
En un buen número de sus crónicas y artículos desde Nueva York, aparecidos en los diarios mexicanos Excélsior y El Universal, Tablada no se fatigó de exaltar lo íntimamente vernáculo sin manchas exóticas ni pegas locales, de hacer conocer nuestras grandes figuras en el arte y la ciencia en Estados Unidos y de describir la vida de tristezas y penas del mexicano en aquel país. Desde su primera lectura en junio o julio de 1921, nada en poesía le pareció más entrañablemente nuestro que “La suave Patria”. No sólo ensalzó el poema (como otros poemas) en artículos y crónicas y conversaciones. El cosmopolita Tablada encontró la quintaesencia de México en los versos de un poeta que nunca salió del país.
Vayamos a los ejemplos.
En una crónica neoyorquina del 8 de septiembre de 1921, Tablada, luego de reproducir una serie de perspicaces observaciones del escritor estadounidense Waldo Frank sobre el mexicano, termina por citar los versos de López Velarde, donde contrapone el mundo del pretérito mexicano al mundo del progreso industrial estadounidense:
Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario
El 10 de septiembre de 1922, en una carta a Rafael López, cuenta que, estimulado por éste, ha vuelto a leer “La última odalisca”, y exclama: “¡Qué poeta, qué pasmosa simultaneidad de cerebro y corazón, cómo supo hacer que convergieran el pasado y el futuro en los latidos de su corazón! Ése fue un arcángel, un serafín de Dios, que cayó un instante en la tierra y rebotó sobre nuestro barco con ímpetu tal que se nos fue”.
Tres años después, en la crónica del 1º de noviembre de 1925 cuenta la visita que hace a su casa del Bronx su amigo ―su alter ego― Tomi Reegal, quien se queja de la americanización de México: el beisbol y el box desplazan al jaripeo y a la charreada, el charleston humilla al jarabe tapatío, el sombrero tejano se vende más en México que en EU, la mujer mexicana se masculiniza copiando maneras y modas de las pálidas vecinas, las casas de adobe son sustituidas por estructuras metálicas… Atormentado por el México standarizado que dibuja su alter ego, Tablada tiene esa noche un sueño, o como él lo llama, “una pesadilla en inglés”: se ve hurgando en los estantes de librerías de la Ciudad de México y de pronto encuentra un libro llamado The Mellow Country. Al (h)ojearlo lee:
Your soul and your style would like to die,
As your coupletists are dying now.
[Quieren morir tu ánima y tu estilo,
Cual muriéndose van las cantadoras.]
Furioso, Tablada reclama al librero, y exige el libro en español. El librero se disculpa: “Sorry. En español… ¡no hay quien lo pida!”
En su absurdo, en su exageración, el sueño tabladeano no sólo es una metáfora terrible de la estadounidización o ayankamiento que ya sufría México en el decenio de los veinte; en un símbolo doloroso estos versos de “La suave Patria” representan el México de la tradición colorida y proverbialmente habitable que se pierde lenta, irremisiblemente.
Tres meses y medio más tarde, el 14 de febrero de 1926, sin mencionarlo, en su Diario hace una recordación afligida de aquel “desterrado del Cielo en la Tierra”, dividido entre Cristo y la provincia y que musicalmente dibujaba a las niñas de barrio y vestía enlutadamente: “Oh buen poeta, tu alma era entonces la pizarra de un niño fosforescente por la noche con incógnitas de vertiginosas ecuaciones futuristas, escritas con estrellas del Nacimiento y pólvoras de la cohetería del Diablo”. Dos meses y medio después, el 2 de mayo, en una crónica neoyorquina, al hablar de los indios osages de Oklahoma, Tablada contrasta el drama que significa vivir la felicidad primitiva en la naturaleza, para luego, con el descubrimiento del petróleo en sus tierras, vivir la vida atroz en el capitalismo con la llegada de sus dos funestos mensajeros: el comercio y el vicio. Tablada señala que un poeta mexicano, “un verdadero poeta, un vidente ignorado por la crítica”, ya lo había intuido al escribir en “La suave Patria”:
El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros del petróleo el diablo.
Es decir, de haber sido México “un país ganadero o agrícola habría sido una Arcadia”, pero el petróleo, con el engañoso progreso que crea en el imaginario moderno, lo condena a los círculos infernales.
Un año después, el 21 de abril de 1927, narra en una crónica una noche mexicana en Nueva York en la que se bailó el jarabe y la zandunga, se cantaron canciones de Esparza Oteo, Ponce y Esperón, se expusieron pinturas murales de Miguel Covarrubias y de Rufino Tamayo y se modelaron vestidos de charro y chinas poblanas… Como poeta, dice, tuvo la satisfacción de exponer en público los ideales éticos y estéticos de “La suave Patria”. Si bien con esto Tablada deja entender que para él “La suave Patria” sigue representando el poema mexicano por excelencia, para nuestro vacío intelectual no pormenoriza cuáles eran esos ideales.
Uno de los grandes orgullos, como crítico, de Tablada ―anotamos páginas atrás― fueron los descubrimientos o primeros comentarios que hizo de figuras de la ciencia y el arte. En las crónicas de agosto de 1930 y de mayo de 1931 glorifica su don profético que le ayudó a revelar la genialidad como médico de Aureliano Urrutia, el poderío pictórico de Rufino Tamayo, la capacidad mágica para la deformación caricaturesca de Miguel Covarrubias, la penetración y agudeza sociológicas de Salvador Mendoza, la inventiva armónica del músico Augusto Novaro, así como haber sido el primero en publicar un artículo en inglés sobre la obra de Diego Rivera y también el primer artículo en 1914 sobre Ramón López Velarde, “cuando era totalmente desconocido”.
Quizá valga terminar este comentario con unas líneas sobre López Velarde que Tablada escribió en su crónica del 11 de septiembre de 1932.
Tablada ha plantado en su casa una pequeña milpa donde siembra maíz y frijoles. Aquejado de un riñón, recuerda que en sus días López Velarde se asombró de verlo “rehusar un aromoso curry bengalí y apencar con una ración de legumbres, sin especias ni condimentos”. Y exclama, llevando a los cielos al poeta y haciendo un encomio histórico de los alimentos mexicanos: “Tú, amado poeta, que hoy gustas maná y ambrosía en los festines devacánicos del Veronés glorificado, sábelo, en estos menús rurales asoman milenarios y matizados como en la ‹Matrícula de Tributos› los mantenimientos ancestrales”.
En esas dos palabras, amado poeta, está para nosotros implícito todo: la añoranza y la afección por el hermano ido y el deslumbramiento por el artista impar que supo dar en poesía sabor a lo mexicano como nadie lo hizo antes, y como nadie, añadimos nosotros, lo ha hecho después.
* Discurso pronunciado con motivo de la recepción de la Presea al Mérito Poético José Juan Tablada en el marco de la FILCO 2025.

1 ¿Cuál era la malévola crítica? ¿Por qué la envidia? Guillermo Sheridan dice en un pie de página de la Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles: “Como se vio en la carta número quince, López Velarde estaba furioso por un ataque que Tablada dirigió a Nervo y que me ha sido imposible documentar. En este momento, el jerezano ve a Tablada como un decadente capitalino y de ahí su burla. ‘Hostias negras’ fue una serie de poemas publicados en la Revista Moderna (I, 1º de julio de 1898)”. Al parecer no existe un ataque documentado hasta entonces; sólo una década después, en enero de 1919, cuando Tablada llega a Colombia, a una pregunta de Eduardo Castillo, periodista de El Espectador, responde: “La filosofía de Nervo ―como poeta― es una filosofía de cocineras”. Nervo laboraba entonces en la misión diplomática mexicana de Argentina y Uruguay. Las opiniones de Tablada causaron malestar en la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Cuando Nervo muere en mayo de ese año, en un artículo del 2 de junio, impreso en el Diario Nacional de Bogotá, Tablada celebra al hombre sosegado de bondad alegre, de mirada extática y vida interior profunda y al gran poeta que admiraron Darío y Unamuno y analizó Alfonso Reyes. En noviembre de ese 1919, en otro artículo publicado en El Universal de Caracas, vuelve a enaltecerlo, pero aclarando que prefiere de su obra la primera época: el Nervo enamorado y aun faunesco.
2 Así lo reconocería, por ejemplo, José de Jesús Núñez y Domínguez (Poetas jóvenes de México y otros estudios literarios, 1918). Atinadamente Octavio Paz observó al promediar los años sesenta en “Los caminos de la pasión” (Cuadrivio): “No creo que nadie, en su tiempo, se haya dado cuenta enteramente del sentido de su tentativa, excepto José Juan Tablada”.
Autor
Marco Antonio Campos
/ Ciudad de México, 1949. Poeta, narrador, ensayista, cronista y traductor. Fue director fundador del Periódico de Poesía, investigador del Centro de Estudios Literarios del IIFL de la UNAM y coordinador del Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades de la UNAM. Ha recibido distinciones como el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 1992, la Medalla Presidencial Pablo Neruda otorgada por el Gobierno de Chile en 2004 y el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde 2010, por el conjunto de su obra poética, entre muchos otros. Ha traducido la obra de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide y Roger Munier, entre otros autores.