No. 74 / Noviembre 2014
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Cuando Robert Frost vio en el oscilar de los árboles el vaivén mismo de la existencia, el idioma inglés recibió un ímpetu vital desde el habla de los campesinos de Nueva Inglaterra. La delicada poesía cuyos versos anidaban sus palabras en las grandes hojas del roble o en el murmullo de la naturaleza, logró dejar una honda impronta en la tradición poética norteamericana e inglesa. Los versos bien calibrados de los poetas del siglo XIX —en particular los de Estados Unidos—, hacen resonar su canto a través de la poesía moderna, en la cual Richard Wilbur se inscribe, siguiendo el camino allanado por Frost: dota de un lenguaje vigoroso los dones del mundo, habla la diáfana lengua de la naturaleza. La labor traductora que realizó Rhina Espaillat nos deja entrever un conocimiento profundo de la lengua, tanto del español como del inglés, cuya exégesis de la poética de Wilbur es fiel al sentido: Rhina conoce la región de sus palabras. Nacida en República Dominicana, Espaillat ha publicado su obra en ambos idiomas, es traductora de Robert Frost y entre los reconocimientos que ha obtenido se encuentra el T.S. Elliot Award. Si consideramos el ejercicio del traductor como un momento poético de creación, todo poema trasladado de una lengua a otra es innovación que sortea obstáculos, a veces afortunada y otras no lograda en su objetivo. Hay una recuperación incompleta del poema cuya consecuencia, en el mejor de los casos, es la invención del mismo. Entonces, las preguntas que se nos espetan en la cara son categóricas y definitivas: ¿cómo no socavar la intención del autor con una aproximación demasiado literal de sus letras?, ¿cómo permanecer fiel a una lengua desde la riqueza lírica de otro idioma? Si la palabra en la poesía no es la misma que la del habla, ¿será que el traductor se enfrenta a una batalla pírrica, una condena que anuncia de antemano la pérdida? Wilbur posee la capacidad de encontrar un universo en lo pequeño, cuya atención le permite hurgar dentro de los huecos más diminutos de la naturaleza. Hay una metaforización en su lírica que logra la síntesis plena entre ideas disímiles, entre pensamientos dispares: la capacidad de nombrar el mundo según la suspicaz emoción del poeta. Por momentos resuena dentro de los versos la voz romántica de Poe: lo fantástico de su poesía emerge aquí como el sueño del cosmos. Todo lo que sucede es la sustancia con la que Wilbur une el espíritu con la materia: aunque complejo en su sentido, Wilbur logra una sencillez en su estilo. En el poeta, el verso medido hereda sus rimas sin ningún obstáculo retórico: los ritmos melancólicos de Poe, Lee Masters y Emerson, pueden escucharse con atención si estamos dispuestos a oír el canto de la memoria. Podemos corroborar lo anterior con “Verde”/ “Green”:
La dificultad inherente que impone la fonética de un idioma frente a otro obligó a Espaillat
El mundo es el abecedario con el que Wilbur construye sus poemas, mismo que decanta en una descripción lenta y matizada de sus colores y formas. Estamos frente a una estética realista muy cercana al detalle preciso de la poética imaginista de Pound, pero más próxima a la economía de Frost. No hay en Wilbur un fulgor anacrónico que a mi parecer no se justifique en el todo, ni sílabas sincopadas cuya rima no sea un eco necesario para el poema, pero en Espaillat hay gestos poéticos añejos que le restan a la equivalencia lingüística de los signos. En la poesía de Robert Wilbur cada palabra es una hoja, cada verso un tallo y de rama en rama, como la estrofa que se enraiza, el poema se bifurca en el prominente y majestuoso árbol del lenguaje, pero —al sacrificar el sonido por el sentido— el minucioso inventario del mundo que hace Wilbur no permanece intacto en los estantes líricos de Espaillat.
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